—Hacia San Silvestro —respondió Brunetti—. Me gustaría saber cómo está la calle dei Fuseri.
El segundo asistente, más alto y más delgado que su compañero, con pelo rubio y rizado asomando bajo su gorra de servicio, respondió:
—Siempre está peor que la Piazza, y no había pasarela cuando pasé por allí hace dos horas camino del trabajo.
—Podríamos subir por el Gran Canal y dejarlo en San Silvestro —se ofreció el primero sonriendo.
—Es muy amable —dijo Brunetti devolviéndole la sonrisa y consciente, lo mismo que ellos, de que corría el tiempo extra—. Pero tengo que pasar por la
questura
—mintió—. Y he traído botas. —Esto era verdad, pero, aunque no las hubiera traído, también hubiera rechazado el ofrecimiento. No le gustaba la compañía de los muertos y prefería destrozar unos zapatos a viajar con un cadáver.
Entonces entró Vianello y dijo que no había averiguado nada nuevo de los guardias. Uno había reconocido que estaban en el cuarto viendo la televisión cuando la mujer de la limpieza bajó la escalera gritando. Y aquella escalera —le aseguró Vianello— era el único acceso a esta zona del museo.
Se quedaron en el despacho hasta que el cuerpo fue retirado y luego esperaron en el corredor mientras los técnicos cerraban con llave y sellaban la puerta, para impedir la entrada de personas no autorizadas. Los cuatro hombres bajaron la escalera juntos y se pararon delante de la puerta abierta del cuarto de los guardias. El guardia que estaba allí cuando llegó Brunetti interrumpió su lectura de
Quattro Ruote
al oírlos acercarse. Nunca dejaba de sorprender a Brunetti que una persona que vivía en una ciudad sin coches pudiera leer una revista automovilística. ¿Acaso algunos de sus conciudadanos, rodeados de mar por todas partes, soñaban con los coches del mismo modo en que los hombres que están en la cárcel sueñan con mujeres? En medio del silencio absoluto que por la noche reinaba en Venecia, ansiaban oír el rugido del tráfico y el clarín de los claxons. Quizá, sencillamente, no desearan más que la comodidad de poder ir en coche al supermercado y, al regreso, parar y descargar la compra en la puerta de su casa, en lugar de acarrear pesadas bolsas por calles abarrotadas y puentes arqueados y, finalmente, subir los muchos tramos de escalera que, inevitablemente, parecían formar parte de la vida de todos los venecianos.
El hombre, al reconocer a Brunetti, dijo:
—¿Quiere sus botas?
—Sí.
El guardia sacó la bolsa blanca de debajo de la mesa y la tendió a Brunetti, que le dio las gracias.
—Sanas y salvas —dijo el guardia sonriendo.
El director del museo acababa de ser asesinado a golpes en su despacho, y su atacante había pasado por delante del puesto de los guardias sin ser visto, pero por lo menos las botas de Brunetti estaban indemnes.
Como eran más de las dos cuando Brunetti llegó a casa aquella noche, a la mañana siguiente durmió hasta pasadas las ocho y no despertó, y aún a regañadientes, hasta que Paola lo sacudió ligeramente por el hombro y le dijo que tenía el café al lado. Él consiguió resistirse a volver a la realidad durante unos minutos, pero entonces olió el café, desistió y se decidió a empezar el día. Paola había desaparecido después de dejarle el café, ejercitando una prudencia adquirida con los años.
Cuando se hubo tomado el café, Brunetti se levantó y se acercó a mirar por la ventana. Lluvia. Y recordó que la noche antes la luna estaba casi llena, lo que significaba más
acqua alta
cuando subiera la marea. Se fue por el pasillo al cuarto de baño y tomó una ducha larga, tratando de acumular calor suficiente para todo el día. Otra vez en el dormitorio, empezó a vestirse y, mientras se hacía el nudo de la corbata, decidió ponerse un jersey debajo de la americana, porque las visitas que tenía previstas, una a Brett y la otra a Lele, le obligarían a ir de un extremo a otro de la ciudad. Abrió el segundo cajón del
armadio
en busca de su jersey gris de lambswool. Al no encontrarlo, buscó en el tercer cajón y luego en el primero. Como buen detective, pensó en dónde podía estar la prenda, buscó en los dos cajones restantes y entonces recordó que la semana anterior Raffi le había pedido prestado aquel jersey. Esto significaba —Brunetti estaba seguro— que lo encontraría hecho un ovillo en el suelo del armario de su hijo o en el fondo de un cajón. La reciente mejora del rendimiento académico de su primogénito no afectaba todavía, por desgracia, sus hábitos de orden y pulcritud.
Brunetti cruzó el recibidor y, puesto que la puerta estaba abierta, entró en la habitación de su hijo. Raffi ya había salido para el colegio, pero Brunetti confiaba en que no se hubiera puesto aquel día su jersey. Cuanto más lo pensaba, más deseaba ponérselo y más le irritaba ver frustrado el deseo.
Abrió el armario. Chaquetas, camisas, un anorak de esquí y, en el suelo, botas, zapatillas deportivas y unas sandalias de verano. Pero no se veía el jersey. Tampoco estaba colgado del respaldo de la silla ni de los pies de la cama. Abrió el primer cajón de la cómoda y encontró un revoltijo de ropa interior. El segundo contenía calcetines sueltos y viudos, y algunos —era de temer— no muy limpios. El tercer cajón parecía más prometedor: un chándal y dos camisetas con inscripciones que Brunetti no se molestó en leer. Él buscaba su jersey, no propaganda del bosque pluvial. Apartó la segunda camiseta y su mano se paralizó.
Debajo de las camisetas, semiescondidas pero con descuido, había dos jeringuillas en sus envoltorios de plástico estéril. Brunetti sintió cómo se le aceleraban los latidos del corazón al verlas.
—
Madre di Dio
—dijo en voz alta, y rápidamente volvió la cabeza, temiendo que Raffi entrara y encontrara a su padre registrándole la habitación. Volvió a tapar las jeringuillas con las camisetas y cerró el cajón.
De improviso, recordó un domingo por la tarde de hacía diez años en que había ido al Lido con Paola y los niños. Raffi, corriendo por la playa, pisó un trozo de botella y se hizo un corte en la planta del pie. Y Brunetti, con un nudo en la garganta por el dolor de su hijo y su propia angustia y ternura, había envuelto el pie en una toalla y lo había llevado en brazos corriendo a lo largo de un kilómetro hasta el hospital que estaba al extremo de la playa. Dos horas había esperado, en bañador, helado hasta los huesos por el miedo y el aire acondicionado, hasta que salió un médico y le dijo que el niño estaba bien. Seis puntos y una semana con muletas, pero estaba bien.
¿Qué había impulsado a Raffi? ¿Era él un padre demasiado severo? Nunca había levantado la mano a sus hijos, y la voz, muy pocas veces; el recuerdo de la violencia que había acompañado su propia niñez había bastado para frenar cualquier arrebato. ¿Estaba excesivamente entregado a su trabajo, muy absorto en los problemas de la sociedad para preocuparse por los de sus propios hijos? ¿Cuándo fue la última vez que los había ayudado con los deberes? ¿Y dónde conseguía la droga? ¿Y qué droga? Dios, que no sea heroína, cualquier cosa antes que eso.
¿Paola? Habitualmente, ella sabía lo que hacían los chicos antes que él. ¿Sospechaba algo? ¿Quizá lo sabía y no le había dicho nada? Y, si no lo sabía, ¿debía él ocultárselo a vez, para no preocuparla?
Extendió el brazo buscando el apoyo del colchón y se sentó lentamente en el borde de la cama de Raffi. Juntó las manos y las oprimió con las rodillas, con la mirada fija en el suelo. Vianello sabría quién vendía droga en este barrio. Si Vianello sabía algo de Raffi, ¿se lo contaría? A su lado, encima de la cama, estaba una de las camisas de Raffi. La atrajo hacia sí, hundió en ella la cara y aspiró el olor de su hijo, el mismo olor que percibió el día en que Paola volvió del hospital con Raffi y él arrimó la cara al vientre del bebé. Se le hizo un nudo en la garganta y notó en la boca sabor a sal.
Estuvo mucho rato sentado en el borde de la cama, recordando el pasado y eludiendo pensar en el futuro. Pero estaba claro que tenía que decírselo a Paola. Aunque ya había reconocido su propia culpa, confiaba en que ella lo tranquilizara, le asegurara que había sido un buen padre para sus dos hijos. ¿Y Chiara? ¿Lo sabía o sospechaba ella? ¿O había algo más? Esta idea le hizo levantarse y salir de la habitación dejando la puerta abierta tal como la había encontrado.
Paola estaba sentada en el sofá de la sala, con los pies apoyados en la mesita de mármol, leyendo el periódico de la mañana. Eso quería decir que ya había salido a la calle a comprarlo, a pesar de la lluvia.
Él se paró en la puerta y la vio volver una página. El radar de los muchos años de matrimonio hizo que ella volviera la cabeza.
—Guido, ¿haces más café? —preguntó, reanudando la lectura del periódico.
—Paola —empezó él. Ella captó el tono y bajó el periódico al regazo—. Paola —repitió él, sin saber lo que tenía que decir ni cómo decirlo—. He encontrado dos jeringuillas en el cuarto de Raffi.
Ella lo miró, esperando que dijera más, volvió a levantar el periódico y siguió leyendo.
—Paola, ¿has oído lo que he dicho?
—¿Hmm? —murmuró ella, alzando la cabeza para leer el titular de la parte superior de la página.
—Digo que he encontrado dos jeringuillas en el cuarto de Raffi. Estaban en el fondo de un cajón. —Se acercó a ella, con el impulso de arrancarle el periódico de las manos y arrojarlo al suelo.
—Ya. Ahí debían de estar —dijo ella volviendo la página.
Él se sentó en el sofá a su lado y, haciendo un esfuerzo para mantener el gesto tranquilo, puso la palma de la mano sobre el papel y, lentamente, se lo bajó al regazo.
—¿Qué es eso de que «ahí debían de estar»? —preguntó él con voz tensa.
—Guido —dijo ella dedicándole toda su atención ahora que ya no tenía delante el periódico—, ¿qué tienes? ¿No te encuentras bien?
Totalmente inconsciente de lo que hacía, él apretó el puño estrujando el papel.
—Te he dicho que en el cuarto de Raffi he encontrado dos jeringuillas, Paola. Jeringuillas, ¿no lo entiendes?
Ella lo miró fijamente, desconcertada, y entonces comprendió lo que para él significaban las jeringuillas. Se miraban a los ojos, y él vio cómo la madre de Raffi descubría que su marido creía que el hijo de ambos era drogadicto. Apretó los labios, abrió mucho los ojos, echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. Se reía a carcajadas y, en su transporte de hilaridad, se dejó caer de lado en el sofá. Se enjugaba las lágrimas pero no podía dejar de reír.
—Oh, Guido —dijo tapándose la boca con la mano en un vano intento por dominarse—. Oh, Guido, no, no es posible que pienses eso. Drogas no. —Y vuelta a reír.
Durante un momento, Brunetti pensó que era la histeria del pánico, pero eso sería impropio de Paola. No; la suya era una risa provocada por la comicidad. Con un gesto violento, él agarró el periódico y lo arrojó al suelo. Esta manifestación de furor la serenó instantáneamente y se incorporó en el sofá.
—Guido.
I tarli
—dijo como si esto lo explicara todo.
¿También ella estaba drogada? ¿Qué tenía que ver con esto la carcoma?
—Guido —repitió Paola con voz suave, en tono dulce, como si hablara a un loco peligroso—. Te lo dije hace una semana. Tenemos carcoma en la mesa de la cocina. Las patas están llenas de carcoma. Y la única manera de acabar con ella es inyectar el veneno en los agujeros. Recuerda que te pregunté si me ayudarías a sacar la mesa a la terraza el primer día de sol que tuviéramos, para que no nos mataran a todos los vapores del veneno.
Sí, lo recordaba, pero vagamente. No había prestado atención cuando ella se lo dijo, pero ahora le había vuelto a la cabeza.
—Pedí a Raffi que me comprara jeringuillas y guantes de goma, para inyectar el veneno en la mesa. Creí que se había olvidado, pero por lo visto las trajo, las guardó en el cajón y olvidó decirme que las tenía. —Alargó la mano cubriendo la de él—. No pasa nada. Guido. No es lo que imaginabas.
Él sintió cómo una cálida sensación de alivio le recorría el cuerpo, y tuvo que apoyar la cabeza en el respaldo del sofá. Cerró los ojos. Le hubiera gustado poder sentirse tan despreocupado como Paola, poder reírse de lo absurdo de su temor, pero no podía, todavía no.
Cuando por fin consiguió hablar la miró:
—No se lo digas a Raffi, por favor, Paola.
Ella se inclinó hacia él, le puso la palma de la mano en la mejilla y lo miró fijamente, y él creyó que iba a hacerle la promesa, pero la risa volvió a apoderarse de ella y se dejó caer contra su pecho.
El contacto del cuerpo de su mujer lo liberó por fin y él empezó a reír a su vez, primero entre dientes, moviendo la cabeza a derecha e izquierda y luego con una franca carcajada que fue subiendo de tono hasta convertirse en gritos, en aullidos de alivio, de júbilo y de puro gozo. Ella apretó el abrazo buscando sus labios. Y entonces, como una pareja de adolescentes, hicieron el amor en el sofá, arrancándose bruscamente la ropa que acabó en el suelo en un montón con el mismo abandono con que estaba la de Raffi en el armario.
Al pie del puente de Rialto, Brunetti entró en el pasaje cubierto situado a la derecha de la estatua de Goldoni, en dirección a SS Giovanni e Paolo y el apartamento de Brett. Sabía que ella había vuelto a casa porque el agente que estuvo de guardia en la puerta de la habitación del hospital durante un día y medio, regresó a la
questura
cuando le dieron de alta. No se había apostado a un agente en su casa, porque un policía de uniforme no podía estar en una de las estrechas calles de Venecia sin que todo el que pasaba le preguntara qué hacía allí, como tampoco podía rondar por los alrededores un detective de paisano que no fuera vecino del barrio sin que antes de media hora empezaran a recibirse en la
questura
llamadas telefónicas para denunciar su sospechosa presencia. Los forasteros veían en Venecia una ciudad, pero los residentes sabían que en realidad era como un aletargado pueblo del interior, con una inclinación natural al cotilleo, la curiosidad y el recelo, que no difería del más pequeño
paese
de Calabria o Aspromonte.
Aunque hacía ya varios años que Brunetti había estado en el apartamento, lo encontró sin dificultad, a la derecha de la calle dello Squaro Vecchio, tan pequeña que el municipio no se había molestado en pintar el nombre en la pared. Tocó el timbre y al cabo de unos momentos una voz preguntó por el interfono quién era. Le alegró comprobar que tomaban por lo menos esta mínima precaución, ya que muchas veces los habitantes de esta tranquila ciudad abrían la puerta de la calle sin molestarse en preguntar quién llamaba.