Acqua alta (13 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Acqua alta
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A pesar de que el edificio había sido restaurado no hacía muchos años, y la escalera, enyesada y pintada, la sal y la humedad ya habían empezado su labor, devorando la pintura y esparciendo partículas por el suelo, como migas debajo de una mesa. Al encarar el cuarto y último tramo de la escalera, Brunetti levantó la mirada y vio que la pesada puerta metálica del apartamento estaba abierta y que Flavia Petrelli la sostenía. Lo que había en su cara parecía realmente una sonrisa, aunque tensa y nerviosa.

Se estrecharon la mano en la puerta y ella retrocedió para dejarle entrar. Hablaron al mismo tiempo:

—Celebro que haya venido —dijo ella.


Permesso
—dijo él al entrar.

Ella llevaba una falda negra y un jersey escotado de un amarillo canario que pocas mujeres se arriesgarían a ponerse. Este color hacía que el cutis aceitunado y los ojos casi negros de Flavia resplandecieran por el contraste. Pero una observación más atenta revelaba que los ojos, aunque hermosos, estaban cansados y que de los labios partían finas líneas de tensión.

Ella le pidió el abrigo y lo colgó en un gran
armadio
que estaba en el lado derecho del recibidor. Brunetti había leído el informe de los agentes que habían acudido al recibir el aviso de la agresión, por lo que no pudo menos que mirar el suelo y la pared de ladrillo. No había ni rastro de sangre, pero olía a un fuerte producto de limpieza y, según le pareció, a cera.

Flavia no inició el movimiento de pasar a la sala sino que lo retuvo allí preguntando en voz baja:

—¿Han averiguado algo?

—¿Se refiere al doctor Semenzato?

Ella movió la cabeza afirmativamente.

Antes de que él pudiera contestar, Brett gritó desde la sala:

—Deja de conspirar, Flavio y hazle pasar.

Ella tuvo a bien sonreír encogiéndose de hombros, luego dio media vuelta y lo condujo a la sala. Tal como él recordaba, incluso en un día tan gris como éste, la pieza estaba inundada por la luz que se filtraba a través de seis grandes claraboyas abiertas en el techo. Brett, vestida con pantalón color borgoña y jersey negro con cuello de cisne, estaba sentada en un sofá situado entre dos ventanas altas. Brunetti observó que las marcas de su cara, aunque mucho menos hinchadas que en el hospital, aún tenían un marcado tinte azul. Ella se movió hacia la izquierda para hacerle sitio y extendió la mano.

Él le estrechó la mano y se sentó a su lado, mirándola atentamente.

—Ya no soy Frankenstein —dijo ella sonriendo para mostrar no sólo que sus dientes ya estaban libres de los alambres que los habían mantenido atados la mayor parte del tiempo que estuvo en el hospital, sino que el corte del labio se había curado lo suficiente como para permitirle cerrar la boca.

Brunetti, que conocía las pretensiones de omnisciencia de los médicos italianos y su consiguiente inflexibilidad, preguntó sorprendido:

—¿Cómo ha conseguido que la dejaran salir?

—Hice una escena —dijo ella simplemente.

En vista de que no se le daban más explicaciones, Brunetti miró a Flavio, que se tapó los ojos con la mano y movió la cabeza al recordarlo.

—¿Y entonces? —preguntó él.

—Me dijeron que podía marcharme, con la condición de que comiera, de modo que ahora mi dieta se ha ampliado y abarca plátano y yogur.

Al hablar de comida, Brunetti miró más atentamente y vio que, bajo las magulladuras, tenía la cara más delgada, las facciones más angulosas y afiladas.

—Tiene que comer más que eso —dijo y entonces, a su espalda, oyó reír a Flavia, pero cuando se volvió a mirarla, ella le recordó el tema del día preguntando:

—¿Qué hay de Semenzato? Esta mañana lo hemos leído en el periódico.

—Poca cosa se puede añadir a la noticia. Lo mataron en su despacho.

—¿Quién encontró el cadáver? —preguntó Brett.

—La mujer de la limpieza.

—¿Qué ocurrió? ¿Cómo lo mataron?

—Golpeándole en la cabeza.

—¿Con qué? —preguntó Flavia.

—Con un ladrillo.

Brett, con repentina curiosidad, preguntó:

—¿Qué clase de ladrillo?

Brunetti trató de recordar la pieza que había visto al lado del cuerpo.

—Es azul intenso, de un tamaño del doble de mi mano, y tiene marcas doradas.

—¿Y qué hacía allí ese ladrillo? —preguntó Brett.

—La mujer de la limpieza dijo que él lo usaba de pisapapeles. ¿Por qué lo pregunta?

Ella asintió, como en respuesta a otra pregunta, se levantó del sofá apoyando las manos en el asiento y cruzó la sala en dirección a la librería. Brunetti no pudo reprimir una mueca al observar su andar vacilante y la lentitud con que levantaba el brazo para sacar un libro grueso de un estante alto. Con el libro debajo del brazo, Brett volvió hacia ellos y puso el libro encima de la mesa baja que estaba delante del sofá. Abrió el libro y lo hojeó brevemente deteniéndose en una página doble que sostuvo apoyando la palma de las manos a cada lado.

Brunetti se inclinó y vio varias fotos en color de lo que parecía una puerta grande, aunque faltaba la escala, porque no estaba unida a unas paredes sino aislada en una sala, quizá de un museo. Había a cada lado de la puerta un toro alado, enorme, en actitud protectora. El color de la puerta era el mismo azul cobalto que el del ladrillo utilizado para matar a Semenzato y el cuerpo de los animales estaba dibujado en oro. Una mirada más atenta descubría que la pared estaba construida con ladrillos rectangulares y las figuras de los toros esculpidas en bajorrelieve.

—¿Qué es? —preguntó Brunetti señalando la foto.

—La puerta de Istar, de Babilonia —dijo ella—. Ha sido reconstruida en gran parte, pero de ella procede el ladrillo, o quizá de una construcción similar, del mismo sitio. —Antes de que él pudiera preguntar, ella explicó—: Recuerdo haber visto varios de esos ladrillos en los almacenes del museo mientras trabajábamos allí.

—Pero, ¿cómo pudo llegar a su mesa? —preguntó Brunetti.

Brett volvió a sonreír.

—Gangas del oficio, supongo. Como era el director, podía hacer subir a su despacho cualquier pieza de la colección permanente.

—¿Eso es normal? —preguntó Brunetti.

—Sí. Desde luego, no hubiera podido colgar un Leonardo ni un Bellini para su disfrute particular, pero es frecuente que se usen piezas de los fondos de un museo para decorar un despacho, especialmente, el del director.

—¿Se lleva un control de esta clase de préstamos? —preguntó él.

Al otro lado de la mesa se oyó un susurro de seda cuando Flavia cruzó las piernas mientras decía suavemente:

—Ah, de modo que fue así. —Y entonces agregó, como si Brunetti le hubiera preguntado—: Yo hablé con él una sola vez, y no me gustó.

—¿Cuándo hablaste con él, Flavia? —preguntó Brett, sin responder a Brunetti.

—Media hora antes de conocerte a ti,
cara
. En tu exposición del
palazzo
Ducale.

Casi automáticamente, Brett rectificó:

—No era mi exposición. —A Brunetti le pareció que aquella rectificación había sido hecha ya otras muchas veces.

—Bueno, de quienquiera que fuese —dijo Flavia—. Era el día de la inauguración, y a mí me estaban haciendo los honores de la ciudad, la diva que nos visita, etcétera. —Su tono hacía que el concepto de su fama sonara un poco ridículo. Puesto que Brett tenía que estar enterada de las circunstancias en que se habían conocido, Brunetti supuso que la explicación estaba dirigida a él.

—Semenzato me acompañaba por las salas, pero yo tenía ensayo aquella tarde y quizá estuve un poco brusca con él. —¿Brusca? Brunetti había sido testigo del mal humor de Flavia y «brusco» no parecía un término apropiado para describirlo.

—No hacía más que decirme lo mucho que admiraba mi talento. —Hizo una pausa e inclinándose hacia Brunetti le puso una mano en el antebrazo mientras explicaba—. Eso siempre significa que no me han oído cantar y que, si me oyeran, seguramente no les gustaría, pero como saben que soy famosa les parece que tienen que adularme. —Dada la explicación, retiró la mano e irguió el busto—. Yo tenía la impresión de que, mientras me enseñaba lo fantástica que era la exposición —en un inciso, a Brett—: y lo era, desde luego —y otra vez a Brunetti—: lo que al parecer yo debía comprender era lo fantástico que era él por haber tenido la idea. Aunque no la había tenido él. Bueno, yo entonces ignoraba que era la exposición de Brett… pero él se daba tanta importancia que se me hizo antipático.

Brunetti comprendía perfectamente que a Flavia no le gustara la competencia de personas presuntuosas. No; en esto era injusto, porque ella no era presuntuosa. Tenía que reconocer que la había juzgado mal. Allí no había vanidad, sólo el natural conocimiento de la propia valía y talento, y él sabía de su pasado lo suficiente como para comprender lo mucho que le había costado llegar adonde ahora estaba.

—Y entonces llegaste tú con una copa de champaña y me rescataste —sonrió a Brett.

—Champaña, no es mala idea —dijo Brett, cortando las reminiscencias de Flavia, y Brunetti observó con sorpresa la similitud entre su reacción y la de Paola cada vez que él se ponía a contar a alguien cómo se habían conocido, chocando en el extremo de uno de los pasillos de la biblioteca de la universidad. ¿Cuántas veces durante su matrimonio le habría pedido ella que le trajera una copa o interrumpido su relato haciendo una pregunta a otra persona? ¿Y por qué a él le producía tanto placer referir aquello? Misterios. Misterios.

Flavia, captando la insinuación, se levantó y cruzó la sala. No eran más que las once y media de la mañana, pero, si ellas querían beber champaña, él consideró que no era quién para protestar ni impedírselo.

Brett hojeó el libro y se recostó en el sofá, pero las páginas volvieron solas al lugar anterior, mostrando a Brunetti el toro dorado, un fragmento del cual había matado a Semenzato.

—¿Cómo lo conoció usted? —preguntó Brunetti.

—Colaboré con él en la exposición de China hace cinco años. La mayor parte de nuestra relación fue por carta, ya que mientras se organizaba la exposición yo estaba en China. Le escribía para sugerirle piezas, de las que le enviaba fotos, tamaño y peso, porque había que transportarlas por avión desde Xian y Pekín a Nueva York y luego a Londres y de Londres a Milán, desde donde vendrían a Venecia en camión y en barco. —Hizo una pausa antes de agregar—: No lo conocí personalmente hasta que vine a montar la exposición.

—¿Quién decidió qué piezas había que traer de China?

Ella hizo una mueca al recordar la exasperación sufrida.

—¿Quién sabe? —Viendo que él no comprendía, trató de explicar—: Intervenían en esto el Gobierno chino, con sus ministerios de Antigüedades y Asuntos Exteriores y, por nuestra parte —él observó que, inconscientemente, ella consideraba Venecia «nuestra parte»—, el museo, el departamento de Antigüedades, la Policía de Finanzas, el Ministerio de Cultura y otras varias instituciones que me he esforzado en olvidar. —Su expresión reflejó el mal recuerdo de la burocracia-—. Aquí era horrible, mucho peor que en Nueva York y que en Londres. Y tenía que hacer los trámites desde Xian, con cartas que se retrasaban en el correo o que eran retenidas por la censura. Finalmente, al cabo de tres meses, en vista de que las cosas no adelantaban (faltaba un año para la inauguración), decidí venir y en dos semanas lo arreglé casi todo, aunque tuve que ir dos veces a Roma.

—¿Y Semenzato? —preguntó Brunetti.

—Creo que, en primer lugar, debe usted comprender que su nombramiento fue esencialmente político. —Sonrió al ver la sorpresa de Brunetti—. Tenía cierta experiencia en museos, pero no recuerdo de dónde. Su designación fue una compensación política. De todos modos, en el museo había, hay —rectificó inmediatamente— conservadores que son los que se encargan de las colecciones. Su función era ante todo administrativa, y la desempeñaba muy bien.

—¿Y la exposición que se hizo aquí? ¿Le ayudó a usted a montarla? —Se oía a Flavia trajinar en el otro extremo del apartamento, ruido de cajones y armarios que se abrían y cerraban y tintineo de copas.

—Muy poco. Ya le he dicho que para las inauguraciones en Nueva York y en Londres hice viajes relámpago desde Xian, y aquí también vine para la inauguración. —Él creía que ya había terminado de hablar pero entonces ella agregó—: Y me quedé un mes.

—¿Tenía mucho contacto con él?

—Muy poco. Mientras se montaba la exposición él estuvo de vacaciones y luego, cuando volvió, tuvo que ir a Roma a hablar con el ministro para un intercambio con el Brera de Milán en relación con otra exposición que tenían en proyecto.

—Pero algún trato personal tendría con él mientras tanto, ¿no?

—Sí. Era un hombre simpático y, dentro de lo posible, complaciente. Me dio carta blanca en la exposición, dejando que la montara a mi gusto. Luego, cuando se clausuró, hizo otro tanto por mi ayudante.

—¿Su ayudante? —preguntó Brunetti.

Brett lanzó una mirada a la cocina y respondió:

—Matsuko Shibata, una japonesa que me ayudaba en Xian, prestada por el Museo de Tokio, en régimen de intercambio entre los Gobiernos japonés y chino. Había estudiado en Berkeley y regresado a Tokio al licenciarse.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Brunetti.

Ella se inclinó sobre el libro y volvió a hojearlo hasta que su mano se detuvo junto a un delicado biombo japonés con una pintura de garzas que volaban sobre altos bambúes.

—Murió. Sufrió un accidente en la excavación.

—¿Qué ocurrió? —Brunetti habló en voz baja, consciente de que la muerte de Semenzato hacía que Brett empezara a ver este accidente a una luz distinta.

—Una caída. La excavación de Xian es poco más que una fosa cubierta por una especie de hangar de aviación. Las estatuas de los soldados del ejército que el emperador quería llevar consigo a la eternidad estaban sepultadas. En algunos sitios habíamos tenido que excavar tres o cuatro metros para llegar hasta ellas. Hay un camino alrededor de la excavación, con un murete, para que los turistas no se caigan o no nos echen tierra encima con los pies mientras estamos trabajando. Pero en algunas zonas en las que no se permite la entrada a los turistas, no hay muro. Matsuko cayó… —empezó, pero Brunetti observó cómo las nuevas posibilidades que se le aparecían le hacían modificar los términos—. El cuerpo de Matsuko fue hallado al pie de uno de estos lugares. Se había desnucado al caer desde una altura de tres metros. —Miró a Brunetti y reconoció francamente sus nuevas dudas cambiando la última frase—: La encontraron en el fondo, con el cuello roto.

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