Las miradas gélidas de los vampiros son mucho más frías que las miradas gélidas de las personas. Y si el vampiro que te dedica una mirada gélida viene de Islandia, te enfrentas al origen arquetípico del término. No te extrañes si tu temperatura corporal baja un par de grados. Leif me observó con una de esas miradas durante varios segundos y después dijo con voz pausada:
—¿Estás burlándote de mí? A menudo, cuando citas a Shakespeare, es para burlarte de alguien o para resaltar su locura.
Guau, ahí te ha pillado, Atticus,
dijo
Oberón
.
—No, Leif, es sólo que estoy pasándolo un poco mal aquí —repuse, haciendo un gesto hacia mi rostro sudoroso y el amuleto que me colgaba del cuello, que seguía humeando.
—Creo que estás mintiendo.
—Vamos, Leif…
—Discúlpame, pero nuestra relación me ha permitido conocer un poco tu forma de pensar. Ahora mismo acabas de citar a Julieta. ¿Sugieres acaso que en este momento soy una especie de Romeo, el juguete de la Fortuna, impulsado a un enfrentamiento temerario y poco meditado con Teobaldo, por vengar la muerte de Mercurio? ¿Y acaso piensas que tendré un trágico final, como Romeo, si insisto en esta acción contra Thor?
—No quería decir eso en absoluto. En absoluto —le aseguré—. Si ésa hubiera sido mi intención, habría elegido hablar como Benvolio más que como Julieta: «¡Apartad, insensatos! No sabéis lo que hacéis.»
Leif se quedó mirándome, completamente inmóvil, con esa inmovilidad que sólo tienen los vampiros y las piedras.
—Siempre me ha gustado más
Hamlet
—dijo por fin—. «Ahora podría beber yo sangre caliente y ejecutar tales horrores que el día se estremeciera cuando le llegara el momento de contemplarlos.»
Se dio la vuelta y se dirigió veloz —quizá demasiado veloz para un humano normal— a la puerta de su impecable Jaguar XK negro descapotable, aparcado en la calle. Una vez junto a él, murmuró un «Me despido de vos» de mala gana, entró de un salto, arrancó y se fue derrapando, en plena pataleta de muerto viviente.
Colega, si era un duelo de citas de Shakespeare, te ha dado una paliza.
Ya lo sé. Pero yo colé un poco de T. S. Eliot y no se dio cuenta. Con algo de suerte, la próxima vez no estaré recuperándome de un intento de homicidio y lo haré mejor.
Seguía encorvado en aquella postura extraña, intentando que el amuleto no rozara mi pecho, y tenía que solucionarlo de alguna forma. Pero no quería hacer nada delante del señor Semerdjian, que, sin duda, seguiría vigilándome.
Oberón
, quiero que cruces la calle y te plantes en el límite de su jardín, un poco a un lado, y te quedes mirándolo.
¿Eso es todo? ¿Sentarme sin más? Porque no quiero hacer nada más mientras él esté mirando.
Eso es todo. Sólo necesito que lo distraigas. Tiene un miedo atroz a que vuelvas a dejarle un regalo, como hiciste aquella vez. Fue uno de esos regalos para toda la vida.
Era una vergüenza que el señor Semerdjian y yo no nos llevásemos bien. Era un caballero libanés gordinflón que había cruzado la problemática frontera de los sesenta, con cierta tendencia a ponerse nervioso y a expresarlo de forma rápida y ruidosa, y con el que seguramente habría sido divertido ver algún partido de béisbol. Nos podríamos haber llevado de maravilla, si no se hubiera comportado como un imbécil desde el mismo día en que me mudé. Lo que es, más o menos como decir que un ahogado se habría salvado si pudiera respirar, en el agua.
Está bien, pero más vale que saque una salchicha de todo esto.
Trato hecho. Y seguimos con los planes de salir a echar una carrera.
Espera. No recuerda nada de todo el asunto ese de Papago Park, ¿verdad?
Oberón
se refería a un desafortunado incidente en el que había muerto un guarda y del que el señor Semerdjian había intentado echarnos la culpa.
No. Leif se ocupó de eso con su
limpiamentes
vampírico patentado.
Aquella idea me hizo pensar que muchas veces resultaba bastante útil tener un vampiro cerca. Ojalá que a Leif no le durara el enfado mucho tiempo.
Vale, supongo que será divertido.
Oberón
cruzó la calle al trote, y el espacio entre los listones de la persiana se abrió de golpe cuando el señor Semerdjian abandonó cualquier intento de disimular
.
Ya le veo los ojos.
Mientras los dos se enfrentaban en un duelo visual, absorbí poder de la tierra e invoqué una niebla densa, pero muy localizada. Arizona es conocida por su ambiente seco, pero como era la primera semana de noviembre y estaba formándose una tormenta, no fue tan difícil encontrar un poco de vapor de agua para hacer un amarre. Como la condensación llevaba su tiempo, me concentré en curarme la quemadura. Mejoró rápidamente porque el amuleto ya no me abrasaba la piel.
Como el collar seguía estando muy caliente, avancé encorvado hasta la manguera del jardín y la abrí, asegurándome antes de que la niebla se hubiera formado tal como necesitaba antes de continuar. Todavía podía ver a
Oberón
, que estaba sentado debajo de una farola, pero no distinguía las ventanas de la casa del señor Semerdjian, aunque con eso bastaba. Me tapé la cara con la mano para protegerme del vapor y después apunté al amuleto con la manguera.
Silbó, chisporroteó y se elevó el géiser de vapor que esperaba, pero al cabo de pocos segundos empecé a notar que se enfriaba bastante.
Oye, me parece que va a salir,
me avisó
Oberón
.
Está bien. Limítate a mirarlo y quédate quieto. Menea la cola, si es que puedes.
Imposible. Es que no me gusta nada de nada.
Oí al señor Semerdjian salir de casa, en un arrebato de indignación.
—¡Sal de aquí, chucho asqueroso! ¡Fuera! ¡Vete!
¿Acaba de llamarme «chucho»? Eso es muy grosero. Oye, lleva un periódico enrollado en la mano.
Si se te acerca con él, grúñele.
Tranquilo. Aquí viene.
Oí los gruñidos amenazadores de
Oberón
y las órdenes imperiosas del señor Semerdjian se transformaron de golpe en súplicas estridentes, un par de octavas más agudas.
—¡Aaaah! ¡Perrito bonito! ¡Quieto! ¡Perrito bueno!
Debe de creer que soy idiota. Viene hacia mí con un periódico, con la intención de darme en la cabeza, ¿y después dice «perrito bueno» y pretende que me olvide de todo? Me parece que se merece un par de ladridos.
Adelante.
Para entonces, el amuleto ya estaba casi frío y en pocos segundos podría dejarlo descansar sobre mi pecho sin que me provocara más heridas.
Oberón
ladró con fiereza y la voz aterrada del señor Semerdjian alcanzó cotas propias de Mariah Carey.
—¡O’Sullivan! ¡Llama a tu perro, maldito seas! ¡O’Sullivan! ¡Ven aquí! ¿De dónde ha salido esta puñetera niebla?
Satisfecho, cerré la manguera y me incorporé, sin importarme ya que el amuleto volviera a apoyarse sobre mi pecho. No me había curado del todo, pero iba mejorando y tenía el dolor totalmente controlado. Crucé la calle con paso tranquilo, hasta donde
Oberón
seguía sentado.
—Ven aquí —le dije tranquilamente, cuando aparecí entre la niebla y llegué al haz de luz pálida, junto a mi perro—. ¿A qué viene tanto jaleo, señor Semerdjian? Lo único que hace mi perro es estar aquí sentado, sin mostrar ningún tipo de actitud violenta ni nada de eso.
—¡Está suelto! —farfulló.
—Igual que usted —observé—. Si no se hubiera acercado a él con actitud amenazante, no le habría gruñido, mucho menos ladrado.
—¡Olvídate de eso! —soltó Semerdjian—. ¡No debería andar por ahí suelto! ¡Y, por supuesto, no debería estar en mi propiedad! ¡Tendría que llamar a la policía!
—Me parece que la última vez que llamó a la policía por mi causa, recibió una citación por hacer una llamada falsa al 911, ¿no es así?
Con el rostro amoratado, Semerdjian siguió chillando:
—¡Salid de mi propiedad ahora mismo! ¡Los dos!
Retrocede conmigo a la calle, hasta que desaparezcamos de su vista
, le dije a
Oberón
.
Ahora.
Nos retiramos, con la mirada clavada en el señor Semerdjian mientras la niebla nos envolvía y me imagino cómo debía de verlo mi vecino: un hombre y su perro caminando hacia atrás al unísono, sin que el hombre hubiera dado ninguna orden audible al perro, hasta desaparecer como espectros entre el vapor.
Esto debería dejarle bastante acojonado
, le comenté a
Oberón
.
Como era de esperar, el señor Semerdjian nos gritó cuando subíamos la calle.
—¡Eres un cabronazo, O’Sullivan! —chilló, y tuve que reprimir la risa ante la ironía de aquel insulto—. ¡Será mejor que tú y tu perro os mantengáis alejados de mí!
Ha sido bastante divertido
, se carcajeó
Oberón
.
¿Cómo era esa palabra para cuando haces algo para reírte de alguien?
Broma
, contesté, y eché a correr con
Oberón
trotando detrás de mí. Deshice el amarre del vapor de agua, para que la niebla empezara a disiparse.
Somos como los Merry Pranksters de 1964, dándole al señor Semerdjian su propio Acid Test sin las ventajas del ácido.
¿Qué es un Acid Test?
Bueno, ya te lo contaré cuando lleguemos a casa. Ya que por lo visto eres un chucho asqueroso…
¡Oye!
… necesitarás un baño, y mientras estés en la bañera, te hablaré de los Merry Prankster y de Electric Kool-Aid Acid Test. Pero ahora vamos corriendo al mercado a comprarte las salchichas que te prometí.
¡Vale! Quiero una de esas tan ricas de pollo y manzana.
¿Te importa si hago una llamada? Tengo que hablar con Malina para informarle de que su hechizo no ha funcionado
.
Saqué el móvil y empecé a buscar el número de Malina.
Claro. Pero antes de que se me olvide, creo que deberías saber que es bastante probable que Leif te mintiera hace un momento.
¿Y eso?
Fruncí el entrecejo.
Bueno, ¿te acuerdas de cómo apestaba a demonios hace cuatro días, cuando me rescataste en las montañas Superstition?
Eso fue hace tres semanas, no cuatro días, pero sí, lo recuerdo.
Bueno, pues Leif te ha dicho que no olía a demonios, pero sí que olía a algo parecido. De hecho, sigue oliendo. Transfórmate en perro si no me crees, esa pobre nariz de humano no te sirve de nada.
Espera. Párate
, dije, deteniéndome en mitad de la calle.
Oberón
se quedó quieto unos cuantos pasos más allá y volvió la vista hacia mí, con la lengua colgando. Todavía estábamos en la calle 11, a algo más de una manzana de mi casa. Cada ciertos metros, las farolas proyectaban conos de luz, como sombreritos amarillos de fiesta en la oscuridad
.
¿Todavía hueles a demonio aunque hayamos bajado toda la calle?
Sí, y cada vez más.
Oh, no, eso no es buena señal,
Oberón, repuse, volviendo a meter el móvil en la bolsa
. Tenemos que volver a casa. Tengo que coger la espada.
A una manzana de nosotros, algo se movió entre las sombras. Se desplazaba por encima del suelo de forma poco natural y tenía el tamaño de un Volkswagen pequeño. Entonces distinguí de qué se trataba: unas patas de insecto increíblemente largas que sostenían una mole que guardaba cierto parecido con un saltamontes. Se supone que el insecto no puede medir más de quince centímetros debido a las características de su sistema traqueal, pero por lo visto aquel demonio se saltaba los límites.
¡Corre a casa,
Oberón!
¡Ahora mismo!
Me di la vuelta y eché a correr a toda velocidad hacia el jardín delantero, y al momento oí cómo el demonio comenzaba a perseguirme dando brincos. Las patas recubiertas de quitina resonaban sobre el asfalto negro. No estábamos dejándolo atrás, más bien era él el que ganaba terreno. No me iba a dar tiempo a coger la espada.
Los demonios huelen a mierda: una mierda inmunda que se te desliza por la garganta, encuentra el lugar donde se originan las náuseas y se instala en él a sus anchas. Yo había sufrido una sobrexposición a ese olor cuando Aenghus Óg liberó en este plano a toda una horda de demonios con la orden de matarme, y hasta ahora no había vuelto a percibir cierto tufillo. No era el tipo de fragancia que Gold Canyon suele ofrecer en sus velas aromáticas.
Algunos demonios habían tenido la fuerza suficiente para resistirse al amarre de Aenghus Óg en un primer momento y habían huido corriendo por las montañas, para hacer sus propias diabluras. A pesar de que Flidais, la diosa celta de la caza, había rastreado a la mayoría, yo sabía que todavía quedaban unos cuantos sueltos y que, tarde o temprano, vendrían a buscarme. Aunque Aenghus había muerto, su hechizo era la única razón por la que permanecían en este plano y no serían completamente libres hasta que no obedecieran sus órdenes. El amarre seguiría tirando de ellos hasta que se agotara su voluntad de resistencia. Yo había matado a la mayor parte de la horda con el fuego frío, pero aquél debía de haberse escapado antes y ahora me había localizado.
Corre a la parte trasera,
Oberón, dije. Mi amigo ya me sacaba ventaja.
Tú no puedes enfrentarte a esta cosa de ninguna forma.
No voy a discutirlo. Además, no querría tener que morder algo que huele tan mal.
Ya casi estaba en mi jardín, con el demonio pisándome los talones. Podía oír el silbido que producía a través de sus espiráculos, además del repiqueteo de sus seis patas. Cuando tocara la tierra, podría absorber su fuerza y atacar a esa cosa con el fuego frío, pero el plan tenía algunos inconvenientes: primero, el fuego frío tardaba un tiempo en hacer efecto y, segundo, al utilizarlo me debilitaba tanto que después quedaba completamente vulnerable.
Sin espada para atravesar la quitina ni un lugar seguro en el que refugiarme tras el fuego frío, tenía que confiar en que mis conjuros mágicos acabarían con el demonio antes de que él acabara conmigo. Eso también llevaría su tiempo, pero tal vez pudiera esconderme detrás del mezquite y mantenerme a salvo de las patas delanteras dentadas del insecto hasta que mi magia druídica cumpliera su función.