Oberón
se puso contento.
Me gusta cuando me bufan y se erizan como una bola de pelo.
No rompas nada ahí dentro.
Siempre que se rompe algo es culpa de los gatos.
Lo dejé entrar por la puerta delantera y al momento se oyeron los alegres ladridos y el aullido aterrorizado de los gatos. La viuda y yo nos reímos juntos mientras yo volvía a sentarme y ella bebía otro sorbo de su vaso.
—¿Entonces le parece que podría rezar en mi nombre? —pregunté, cuando el alboroto de dentro se calmó un poco.
—¿Para que aparezca la Virgen María en el bulevar Apache? Claro que puedo, si eso te alegra el corazón.
—Sí que me lo alegraría. No olvide mencionarle que podría ayudarme a matar a un demonio escapado del infierno. Rece duro, si es que puede hacerse tal cosa, y concéntrese en cómo sería su aspecto y cuándo aparecería, que debería ser en el transcurso de las próximas dos horas. Y mientras está ocupada con eso, yo le daré una pasada a su césped.
—Buen chico —dijo, y me dedicó una sonrisa beatífica mientras yo me levantaba y bajaba del porche a buscar su cortacésped, que era de las que había que empujar.
La encontré en el garaje y la saqué para tener un poco de actividad enérgica, mientras la viuda cerraba los ojos y empezaba a mecerse con suavidad en la silla.
No sabía si aquello funcionaría, pero tenía la esperanza de que sí. María solía hacer muchas más visitas que el resto de los santos y ángeles cristianos; y en la docena de ocasiones, más o menos, en que me crucé con ella, siempre había sido como consecuencia de alguna plegaria que alguien había hecho en nombre de un grupo de personas para que intercediera por ellas.
Si no daba buen resultado, tampoco iba a preocuparme. Llevaría las flechas a una iglesia católica y le pediría a un sacerdote que las bendijera. La fe profunda de cualquiera sería eficaz contra el demonio, pero la bendición personal de María sería el golpe maestro, si podía contar con ella.
Después de terminar con la hierba, dejé la máquina cortacésped en su sitio en el garaje de la viuda y me uní a ella en el porche. Abrió los ojos un momento y los tenía llenos de lágrimas.
—Oh, Atticus, espero que de verdad me escuche y baje aquí como tú dices. Sé que ella ha estado cuidando de mi Sean, descanse en paz. —Se santiguó al decir el nombre de su difunto marido—. Pero no creo que a él le importe que salga un momento para ayudar a un puñado de almas que van por el mal camino aquí abajo. Aparezca o no, hace bien a mi corazón pensar que podría hacerlo y que queda esperanza para esas personas que viven en las tinieblas y que podrían encontrar a Dios en la ternura de su sonrisa. Gracias por animarme a rezar.
Tomé la mano pequeña y salpicada de manchas de la viuda y se la apreté un poco. Nos sentamos juntos en el porche y contemplamos las nubes de tormenta que se estaban formando por el este, hasta que llegó el momento de ir a reunirme con Coyote.
—En marcha —dijo la viuda cuando me despedí y avisé a
Oberón
de que ya tenía que dejar a los gatos tranquilos—. Dile a María que la quiero, si es que la ves. Ah, y Atticus, muchacho…
—¿Sí, señora MacDonagh?
—A lo mejor deberías llevar casco esta vez —se burló de mí—, por si acaso el demonio quiere mordisquearte la nariz o algo.
Coyote sólo llegó cinco minutos tarde.
Cuando tomó la curva, rechinaron las ruedas de un Ford Escape híbrido. Pegó un frenazo delante de mi casa y la marca de la frenada quedó en la carretera y el olor a goma quemada en el aire. Salió del coche y se rió.
—Esto sí que es una experiencia emocionante, señor Druida. ¡Yiiiija!
Pegó un par de golpes al capó, para dejar claro su entusiasmo.
—¿Lo dices en serio? Habría dicho que un modelo un poco más deportivo sería más divertido de conducir que eso.
—Con emocionante me refería a «recién robado». Robar coches es casi tan apasionante como lo era robar caballos hace un par de siglos. ¿Estás listo?
—Sí.
Tenía el arco en la mano y el carcaj de flechas cruzado a la espalda.
Oberón
estaba dentro bien instalado, viendo el DVD de
Alguien voló sobre el nido del cuco
. Le había prometido que más adelante le conseguiría la versión en audiolibro para que pudiera apreciar la historia desde el interior de la cabeza de Jefe Bromden.
—¿Te has acordado de traer un arco?
—Claro. Y me compré una pistola de agua llena de agua bendita para echarnos unas risas.
—Entonces, perfecto. ¿Te importa si conduzco yo?
Coyote se rió.
—Sin problema, señor Druida. Este rodeo es tuyo. Estoy impaciente por ver dónde vas a encontrarnos unas flechas benditas.
—Las flechas están aquí mismo —dije, señalando al carcaj con el pulgar, por encima del hombro—. Lo único que pasa es que todavía no están benditas.
Coyote volvió a reírse.
—Las vas a meter en agua bendita sin más, ¿no es eso?
—A lo mejor sí. —Sonreí para disimular mi irritación—. A lo mejor no. Espera y verás.
El bulevar Apache no era ni por asomo tan malo como Mos Eisley. Después de que se construyera el tren ligero, los promotores inmobiliarios habían empezado a reinvertir en la zona y mitigaron un poco el deterioro urbano. Pero todavía quedaban partes con caravanas de renta baja y bloques baratos que pasaban por viviendas, con los caminos de entrada sin pavimentar y los patios llenos de colchones mugrientos y piezas oxidadas de coches… los clásicos signos que en Estados Unidos anuncian que se trata de un barrio pobre, conflictivo y muy necesitado desde el punto de vista espiritual.
Como apenas pasaban unos minutos de las diez de la mañana, todos los yonquis estaban dormidos y María tenía muy poco que hacer. La gente que caminaba por el bulevar Apache a esa hora tenía algún lugar al que ir, todos conservaban una brizna de esperanza en sus vidas. Aun así, se había formado un grupito alrededor de ella cuando distinguí un vestido azul marino y un pañuelo blanco, entre Martin Lane y River Drive. Incluso había unos cuantos chuchos callejeros y gatos sin dueño frotándose contra sus piernas, como si fueran las más dulces de las mascotas.
Para cerciorarme de que lo que estaba viendo era una verdadera aparición de María, activé el amuleto de mi collar al que llamaba «descodificador feérico». Es un hechizo que me muestra lo que sucede en los espectros mágico y sobrenatural (si es que hay algo más que mostrar aparte del conjunto normal de proteínas, minerales y agua).
—¡Ay!
Me froté los ojos y desactivé el descodificador de inmediato, girando el volante de forma brusca.
—¿Qué pasa, señor Druida? —preguntó Coyote.
Parpadeé y sólo vi manchitas.
—No cabe duda de que es la Virgen. Azul blanca muy intensa.
Metí el Ford en la primera entrada que encontré y lo aparqué. Era el camino a un parque de caravanas decrépito, cubierto de gravilla y de cristales rotos. Allí sólo crecían la miseria y la desesperanza, la gente que vivía en aquel lugar estaba aislada de la naturaleza y recorría el mundo sin tener ningún lazo con él.
Coyote y yo salimos y yo recuperé el carcaj de flechas que había dejado en el maletero. Cuando nos acercamos, María estaba bendiciendo a un latino enorme vestido de chico malo —«vato
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loco» lo llamarían en la calle—. Llevaba un pañuelo azul y gafas de sol oscuras, a pesar de que estaba muy nublado, y vestía una camisa gris franela abotonada sólo por arriba, de forma que se veía la camiseta blanca interior. Bajo las gafas asomaban las lágrimas.
—Perdone, señora, pero me preguntaba si le importaría bendecirnos estas flechas —dije—. Vamos a luchar contra un demonio.
Ella sonrió y se echó a reír con cariño, al dirigirse a mí.
—Niño —me dijo, pues siempre me llamaba así, aunque yo fuera mayor que ella—, he venido con ese único propósito en mente.
—La viuda MacDonagh me ha pedido que le diga que la quiere.
—Ah, Katie. —La sonrisa de la Virgen se iluminó aún más—. Me reza todos los días, ¿sabes? Y últimamente me ha estado pidiendo que te proteja. Así que tienes que protegerte, señor O’Sullivan. Dile a la viuda que yo también la quiero. Tiene un alma hermosa.
—Así es.
—Veamos esas flechas que traes.
Teniendo cuidado con el plumaje, saqué todas las flechas del carcaj y después se lo pasé a Coyote. Le enseñé las flechas a la Virgen sujetándolas sobre los dos brazos, de forma que las puntas señalaban hacia el norte, a su derecha.
Ella cerró los ojos, apoyó las manos sobre las puntas con delicadeza y pronunció unas líneas de la bendición en la misa en latín: «
O salutaris Hostia quae coeli pandis ostium. Bella premunt hostilia; da robur, fer auxilium.
» La forma de su bendición fue bastante sorprendente. Yo esperaba una composición original, pero después de pensarlo me pareció que expresaba el ánimo adecuado: «Nuestros enemigos nos acosan; danos fuerza, concédenos auxilio.» Sostuvo las flechas unos diez segundos más después de haber terminado de hablar. Estoy seguro de que si me hubiera atrevido a utilizar mi descodificador feérico, habría visto cómo se tejía una magia muy interesante alrededor de las flechas en esa décima de segundo antes de que la luz de María me abrasara los ojos.
Cuando terminó, abrió los ojos y se liberó de la mínima carga de tensión que se le había acumulado en los hombros. Me sonrió con benevolencia y después ensanchó más la sonrisa para incluir a Coyote.
—El último de los druidas y uno de los primeros pueblos de los nativos americanos se disponen a combatir contra un ángel caído del Quinto Círculo.
Yo le devolvía a María la sonrisa, hasta que procesé el final de la frase. En ese momento, no sabía si volvería a sonreír jamás.
—¿Un ángel caído? ¿Uno de los huéspedes originales?
María asintió.
—Sí. Ahora está maltrecho y ennegrecido, la luz del cielo hace mucho que se apagó en él.
—Toooma, señor Druida. Eso me suena a chamán poderoso —dijo Coyote.
No estaba bromeando. Los ángeles caídos no eran unos demonios cualesquiera. Ni siquiera estaba seguro de que el fuego frío fuera a funcionar con un ser así, porque estaba condenado a pasar la eternidad en el infierno en vez de haber sido engendrado allí.
—Y el Quinto Círculo —dije yo—, si recuerdo bien mis lecturas de Dante, es donde se castiga a los iracundos y los perezosos.
—Cierto, niño —afirmó María.
—Por los dioses de las tinieblas, ¿cómo consiguió Aenghus Óg invocar a algo tan poderoso?
María me sonrió con paciencia, pasando por alto mi mención a un panteón diferente.
—Más que invocarlo, creo que le facilitó una forma de escapar. No obstante, el hechizo que lo conjuró como condición para su salida todavía surte efecto y eso es lo único que lo ata a esta zona.
—Lo que quiere decir que no se irá del valle oriental hasta que yo no haya muerto —dije.
—Vaya, ser tú es una mierda, señor Druida. —Coyote se echó a reír y me dio un par de palmadas en el hombro—. Venga, dame esas flechas. —Me las quitó de los brazos y volvió a meterlas en el carcaj—. Te espero en el coche emocionante. Esta dama blanca es demasiado brillante para mí.
—Tienes un grupo de amigos muy interesante —comentó María, mientras el crujido de las botas de Coyote sobre la gravilla iba alejándose—. Una deidad de los nativos americanos, una manada de licántropos, un vampiro y un aquelarre de adoradoras de Zoria.
—No los llamaría a todos amigos. Más bien, conocidos. La señora MacDonagh y mi perro,
Oberón
, son mis amigos.
—Entonces has elegido a tus amigos sabiamente —dijo María con gentileza—. Mi trabajo aquí ha terminado. El tuyo acaba de empezar, me temo. Es probable que tengas que herir varias veces a Basasael antes de terminar con él.
—¿Basasael?
—Ése es su nombre. Era poderoso, antes de caer junto a Lucifer.
—¡Jesús! —murmuré, sin pensar.
—Mi hijo confía en tu victoria —repuso María.
—¿En serio? Salude a Jesús de mi parte. Tenemos que ir a tomar una cerveza la próxima vez que venga por el barrio.
—Le transmitiré tus saludos. Ahora vete, niño. Tienes mi bendición.
—Que la paz sea contigo —contesté, y me di media vuelta para continuar mi viaje con Coyote. Añadí para mí—: Y a mí que me den.
—Tengo que admitirlo, señor Druida, no esperaba que presenciáramos nada por el estilo. Me has sorprendido. ¿Cómo sabías que esa dama blanca reluciente iba a estar ahí?
Coyote iba vestido igual que cuando lo había visto la noche anterior, con la diferencia de que ahora llevaba gafas de sol. La expresión de su cara solía ser burlona o inescrutable, y en ese momento esto último. Tal vez desconfiara de mí. Me encogí de hombros, mientras conducía el todoterreno hacia el sur por la US 60.
—Supongo que tuve fe.
—Pfff. Tú tienes tanta fe como yo en los cristianos.
Me di cuenta de que, de forma automática, me adaptaba al ritmo del discurso de Coyote.
—Cierto, pero tuve fe en una amiga católica mía. Ella rezó por mí.
—Pues entonces, ¿por qué no pidió que bajara Jesús y apaleara al demonio o algo así? Nos podríamos haber quedado durmiendo hasta tarde.
—Porque a Jesús no le gusta demasiado bajar. La gente sigue imaginándoselo clavado en la cruz o con una corona de espinas, o si no con unos agujeros enormes y sangrientos en las manos y los pies, y eso tiene que ser de lo más incómodo. Sin contar con que creen que era un tipo blanco con pelo castaño liso, cuando era de tez oscura. Caray, seguro que tú sabes lo que es eso, cuando la gente piensa en ti como en una de esas pinturas de arena estilizadas o como un animal fetiche. No te apetece ir paseándote por ahí con esas pintas, ¿no?
—Mierda, pues no. —Coyote sonrió—. Una vez intenté aparecer como una de esas pinturas de arena. Tenía el cuerpo tan estirado que ya no podía encontrarme el culo.
Nos reímos juntos mientras me desviaba hacia el este por la US 60 y las nubes, que llevaban amenazándonos toda la mañana con descargar sobre nosotros, por fin se desataron. Sobre el coche cayeron unas gotas gordas, haciendo mucho ruido, y me recordaron al redoble de tambores que tocan en el circo justo cuando el acróbata va a hacer algo increíblemente idiota y además sin red. Me costó un poco descubrir cómo se encendían los limpiaparabrisas y Coyote se burló de mí hasta que lo conseguí.