Alcé las cejas por la sorpresa. Al final, sí sabían qué era yo.
—¿Y dónde dice que los druidas están vinculados a los poderes infernales? Porque no es así.
—Fue magia druídica la que abrió la puerta al infierno en las montañas Superstition —afirmó el padre Gregory—. Y usted estaba allí.
Maldito Aenghus Óg.
—Sí, y maté a casi todo lo que salió por esa puerta. Ésa fue mi única vinculación con tales poderes, ¿entendido? Yo los destruí.
—¿Y el demonio del instituto Skyline?
—Era el ángel caído Basasael. También muerto a manos de un servidor.
El sacerdote empalideció más rápido aún de lo que había enrojecido, lo que demostraba que tenía un buen flujo sanguíneo cutáneo y una capacidad notable de restricción del mismo.
—¿Mató a un ángel caído? —dijo casi en un susurro.
—
On ne takoi sil’ny!
—gruñó el rabino Yosef desde las profundidades de su chaqueta.
«No es tan fuerte.» «Bueno, pero sí que soy lo bastante fuerte para hacerte parecer un idiota», pensé. Parecía que ya le quedaba poco para soltarse.
—Sí, lo maté, padre. Así que, mire, estoy dispuesto a dejar que salgan por esa puerta sin haber perdido más que un cuchillo y un poco de dignidad, pero no quiero volver a verlos. Aquí no son bienvenidos y no les voy a enseñar mis libros nunca. No se los vendo a fanáticos de ningún color. Limitémonos a vivir y dejar vivir. De todos modos, cuando se trata de cosas del infierno, estamos del mismo lado. ¿En eso estamos de acuerdo?
—Sólo puedo hablar por mí —contestó Gregory, lanzando una mirada cargada de significado al rabino, que estaba retorciéndose delante de él—, pero, por mi parte, me doy por satisfecho.
Por fin, el rabino sacó un brazo de la chaqueta y el otro no tardó en seguirle. Sin perder un instante, empezó a salmodiar en hebreo y, con las manos, dibujó algo en el aire. Encendí mi descodificador feérico para observar. A medida que hablaba y movía los dedos, se quedaban flotando unos puntos diminutos de luz de varios colores, que después se unían en una especie de bordado delicado. Desde el principio me di cuenta de que sería un hechizo basado en el Árbol de la Vida cabalístico, así que le dejé continuar. En cuanto terminara e intentara aplicarlo, los conjuros de la tienda lo reconocerían y lo anularían. El sacerdote me echó una mirada nerviosa mientras su colega entonaba el hechizo, preguntándose si haría algo, pero lo único que encontró fue mi actitud despreocupada.
—¡Ja! —gritó el rabino cuando terminó.
Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, con los puños cerrados en la misma posición que si estuviera agarrando el volante de un camión grande, esperando que pasara algo. A lo mejor creía que iba a aparecer un ángel para patearme el culo, o para concederle fuerza o darle una galletita especial. Después de un par de segundos de expectación con el pecho agitado, abrió los ojos, volvió la cabeza y me vio mirándolo con una sonrisita.
—Buen intento, rabino Yosef. —Deshice los amarres de la ropa del sacerdote y dije—: Es libre de irse, padre Gregory. Si alguna vez vuelve, no seré tan educado ni indulgente. Esto no es más que una advertencia.
—Entendido —repuso el sacerdote, irguiéndose un poco tambaleante. Extendió los brazos y dio unos pasos inseguros hacia la puerta—. Vamos, Yosef.
—Oh, el rabino se reunirá con usted fuera en un momento. —Sonreí—. Tenemos que hablar de una cosa en privado, si no le importa.
El padre Gregory miró al rabino para cerciorarse de que le parecía bien. Primero asintió la barba y después le siguió el resto de la cabeza. El sacerdote salió y en el silencio resonaron con estrépito las campanitas de la puerta.
—El padre parece un hombre inclinado al perdón —dije cuando nos hubimos quedado solos—, pero, por alguna razón, tengo la impresión de que usted es más rencoroso. ¿Me equivoco, rabino Yosef?
—Si no mantiene relaciones con el infierno u otras abominaciones, le dejaré en paz —gruñó, apretando la mandíbula por la rabia—. Pero ya le he calado, druida. Está relacionándose con esos seres todo el tiempo. No le preocupan los hombres lobo. Estoy seguro de que esa vitrina está llena de obras pecaminosas. Y no me sorprendería nada que conociera a brujas y vampiros. Seguro que no pasa demasiado tiempo antes de que me vea obligado a enfrentarme con usted. Pero no lo haré movido por el rencor, sino porque es mi misión.
—Ah, su misión es lo que le hace actuar como un gilipollas. Ahora lo entiendo todo. Cree que usted es uno de los buenos y yo soy uno de los malos. Está bien, ya estoy acostumbrado. Pero no olvide que yo también le he calado, rabino, y que durante muchos años mi única ambición ha sido que me dejen en paz. Por favor, no vuelva a perturbar mi tranquilidad. —Solté el amarre de sus pantalones y le indiqué la puerta—. Ahora ya puede irse.
Se puso de pie con rapidez y me lanzó una mirada de odio. Después se tomó su tiempo para sacudirse las rodillas, recoger la chaqueta y el sombrero, en una demostración de que no me tenía ningún miedo. No obstante, no dijo nada más y su barba permaneció inmóvil cuando abrió la puerta con un golpe y salió a los últimos rayos del sol de la tarde.
Cerré la puerta tras él y di la vuelta al cartel de «ABIERTO» para que se leyera «CERRADO». Lo primero que hice fue pesar kilo y medio de milenrama, empaquetarlo para Malina y llamar a un mensajero para que fuera a recogerlo a la entrada y lo entregara lo antes posible. Después, apagué las luces de la tienda y me coloqué junto a las estanterías de filosofía oriental, que no se veían desde el escaparate. Me senté en el suelo con las piernas cruzadas y las manos apoyadas en las rodillas. Así me pasé tres horas buenas, trabajando en actualizar mis conjuros personales para defenderme de la magia cabalística —algo de lo que jamás habría pensado que iba a tener que preocuparme— y en reforzar la protección que había añadido tan rápidamente a los conjuros del interior de la tienda, además de copiarlos en las defensas del exterior.
Todavía quedaban muchas preguntas sin responder sobre aquellos dos —sobre todo en lo referente a su misteriosa organización y a cómo sabían tantas cosas sobre lo que yo hacía—, pero al menos ya tenía algunas pistas. Eran fanáticos religiosos que tenían como misión salvar el mundo del mal, según lo definían ellos; uno de ellos tenía una cosa viva en la cara y yo había conseguido un cuchillo muy interesante que podía dar a la manada de Tempe.
Estaba casi seguro de que el rabino estaría vigilando mi tienda, ya fuera para seguirme a casa o para intentar algún truco, pero tenía mis propios planes para frustrar los suyos.
En mi tienda todo indicaba que había una única entrada. No se veía una puerta trasera, ni salida de emergencia ni ninguna otra forma de abandonar el lugar aparte de la puerta de cristal delantera con el cerrojo. Pero era evidente que eso no podía bastarle a un paranoico de mi calibre. Yo necesitaba una vía de escape en caso de que ocurriera algo grave, o se acercara algo desagradable u oficial. En un armario que ponía «SÓLO EMPLEADOS», junto al baño, había atornillada a la pared una escalera con los peldaños de acero que llevaba a una trampilla del tejado. Esa trampilla no podía abrirse desde el exterior, hablando en términos prácticos y mágicos. Yo era el único que podía moverla.
Para zafarme del rabino, trepé por la escalera con el cuchillo de plata entre los dientes, a lo pirata, y me arrastré por el tejado, sin levantarme, entre las primeras sombras del anochecer. Me conjuré con un hechizo de camuflaje y me quité la ropa, lamentando la necesidad de dejar atrás el móvil. Até el extremo de una cuerda a mi llavero y el otro extremo alrededor de la empuñadura del cuchillo. Con eso listo, uní mi forma a la de un búho y agarré con fuerza el llavero entre las garras. Después también conjuré con un hechizo de camuflaje al llavero y el cuchillo, y alcé el vuelo silencioso, invisible, en la noche de Tempe. No volé directo a casa, sino que me subí a lo alto de la rama de un eucalipto muy grande cerca del parque Mitchell. Allí me pasé por lo menos un cuarto de hora, mirando alrededor para ver si me había seguido alguien, tanto en el plano mundano como en el mágico. Cómo iba a seguir el rabino a un pájaro invisible al que ni siquiera sabía que tenía que buscar era algo que ni yo mismo comprendía, pero la paranoia marcaba mi forma de actuar habitual.
Satisfecho por fin, fui hasta casa planeando y descendí en el jardín trasero, donde deshice el amarre y recuperé la forma humana.
Oberón
se alegró mucho de verme.
El señor Semerdjian ha vuelto del hospital
, me contó
. Podemos volver a luchar contra él en cuanto se sienta con fuerzas. Espero que ya se encuentre mejor.
Hice la cena para los dos y después llamé a Hal desde el teléfono de casa para sugerirle que pasara a recoger el cuchillo de plata, para que sirviera de ayuda en la investigación del padre Gregory y el rabino Yosef. Se lo dejé en el porche delantero, con la hoja envuelta con cuidado en hule, como medida de protección para Hal, y después me puse a trabajar sin más dilación en la defensa de mi casa contra los cabalistas. Cuando terminé, horas más tarde, me sentía agotado mentalmente tras todos los esfuerzos del día, pero me derrumbé en la cama muy agradecido y pensé en lo afortunado que era, porque no necesitaba pasar otra noche curándome en el jardín.
Esta vez Morrigan intentó despertarme con suavidad, pero de todos modos me sobresalté y, al abrir los ojos, me encontré con la pesadilla.
—¡Agh! Por favor, dime que no estás cachonda —supliqué, aferrándome a las sábanas e intentando esconderme detrás de una almohada.
—No —contestó con una sonrisita, a pesar de que estaba sentada desnuda al borde de mi cama, con el pelo negro como ala de cuervo cayendo sobre su piel de alabastro—. He vuelto con los amuletos. —En la palma de su mano movía cuatro gotitas negras de hierro frío, con el tintineo de las piedras cuando entrechocan—. Goibniu fue rápido.
—Ah, fantástico. —Aparté la almohada y suspiré aliviado—. Muy bien, porque no creo que pudiera resistir otro día como el de ayer.
Morrigan rió, divertida de verdad, y su risa no me sonaba malintencionada en absoluto.
—Tienes buen aspecto, Siodhachan. Estás completamente recuperado.
—En lo físico, sí. Pero me dejaste en una posición delicada con Brigid, y lo sabes.
La diosa de la muerte resopló.
—Ya he visto que te ha redecorado la cocina.
—Intentó matarme, Morrigan. Podría haber matado a mi perro.
—No sentí que estuvieras en peligro en ningún momento. —Meneó la cabeza despacio y se le dibujó una pequeña sonrisa en la cara.
—¿Volverás a sentir ese peligro, ahora que has accedido a no llevarme?
—Oh, sí, sin duda, porque ya lo he sentido. Está acercándose.
—¿Sí? ¿Cuándo?
—Muy pronto. Hoy o mañana. Luchas contra unas figuras oscuras.
Me hacía gracia.
—Eso… suena como el horóscopo.
Morrigan volvió a reírse. Estaba de un humor increíblemente bueno.
—Sugiero que lleves a cabo tus propios actos de adivinación. Cuanto antes. Pero por el momento vengo con regalos. Estos tres amuletos de más son tuyos, para que hagas con ellos lo que quieras. Y en la cocina hay un paquete de salchichas frescas.
—Gracias, Morrigan —respondí, cogiendo los tres amuletos. Tenían forma de lágrima con un agujerito en la parte superior para pasar una cadena—. A
Oberón
le van a encantar las salchichas. ¿Preparo el desayuno para nosotros? ¿Tienes hambre?
—Sí, me muero de hambre. Y te salen tan bien las tortillas.
—Estupendo —repuse, apartando rápido la colcha, y me dirigí descalzo a la cocina.
Tenía que ir al baño, pero pensaba posponerlo hasta que tuviera a Morrigan instalada. No quería que se repitiera lo de la última vez.
Menudo perro guardián estás hecho
, le dije a
Oberón
, que estaba sentado muy dócil junto a la nevera.
Me da miedo.
¿Por qué? Nunca la había visto de tan buen humor.
Le rasqué debajo de la cabeza con cariño y me puse a preparar el café.
Eso es lo que me da miedo. Nunca me ha acariciado siquiera, y ¿ahora me trae salchichas? Quiere hacerme engordar con algún objetivo terrible, no me preguntes cuál.
No creo que se trate de eso, colega. Creo que está contenta porque siente que, de alguna forma, ha ganado a Brigid.
Vaya, me deja desconcertado. Espera: patidifuso. Debería recibir una golosina por esa palabra. Me ha dejado patidifuso porque ya no sé qué esperar, aparte de la golosina.
Deberías actuar esperando buenos modales por su parte; y también tú deberías ser educado. Ésa es la esencia de la hospitalidad.
Morrigan entró en la cocina y se sentó a la mesa.
—Buenos días,
Oberón
—saludó con una sonrisa.
¡Tres mierdas de gato, Atticus, me está hablando!
Pues ponte delante y menea el rabo. No te va a hacer daño, te lo prometo.
Oberón
echó a andar, sin levantar la cabeza, y sacudió la cola despacio, como si medio esperara morir de un momento a otro.
—Vaya, ¿de verdad vienes a verme a mí? Me siento honrada —dijo Morrigan. La cola de
Oberón
empezó a moverse más deprisa—. Es toda una distinción que el gran perro del druida te salude —añadió.
Oberón
le dio un golpe en el brazo con el hocico y, con un movimiento experto, hizo que la palma de la mano cayera sobre la parte de atrás de su cuello. Ella empezó a acariciarlo, pellizcándolo, mientras se reía suavemente.
Cree que acariciarme es un honor
, dijo
Oberón
, meneando el rabo ahora con entusiasmo.
Es una actitud que no cabría esperar en una diosa de la muerte, pero celebro que desafíe los convencionalismos.
El desayuno fue muy agradable. Morrigan me pidió consejo sobre qué hacer a continuación con el amuleto y yo le propuse que lo utilizara como talismán por el momento y que conjurara hechizos con él y sin él, para descubrir cuál era la diferencia. Tenía que encontrar la manera de realizar los hechizos sin que el hierro interfiriera ni tuviera ningún otro efecto. Mientras tanto, debería presentarse ante un elemental del hierro y darle unas pocas criaturas feéricas sin pedirle nada a cambio. Y tendría que repetirlo tantas veces como fuera necesario, hasta que el elemental preguntara si podía hacer algo por ella.