Acceso no autorizado (9 page)

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Authors: Belén Gopegui

Tags: #Intriga

BOOK: Acceso no autorizado
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—¿Cuánto te van a cobrar por eso?

—A los amigos no se les paga. Se les piden las cosas por favor y ya está.

Esperaron unos minutos hasta que el chico recibió el mensaje:

—La tienen. Oye, estoy muy cansado. Te paso la ip y el kit, me voy a casa. Puedes hacerlo sin mí, veo que estás al día.

—Te llevo, otro día seguimos.

—No, no. Esto conviene hacerlo pronto. Quédate, yo estoy al lado. Tu amiga te lo agradecerá.

—Te llevo. Yo también estoy cansado.

El abogado condujo en silencio. Temía presionar al chico y alejarle o romperle. Se acordó de la chica del metro con el cachorro bajo su mano, tan débil, una presión excesiva lo habría matado sin que nadie reparase en ello. Tengo que pensar una solución. Tengo que ofrecerte una salida y solo mis ganas de ayudar.

Se fijó en que el chico miraba a los lados, y luego hacia su piso como temiendo encontrar una luz encendida.

—Te llamo mañana y te cuento. —Dijo el abogado.

—Vale.

El chico salió del Mini.

—¡Oye! ¿No quieres…?

No le dejó terminar.

—No necesito nada, hazme caso, por favor.

Bastante flaco, no demasiado alto, con la camiseta roja asomándole bajo el jersey, habría podido tener diez años menos. De espaldas era, en realidad, idéntico a cuando lo conoció por primera vez, le pareció que incluso reconocía ese jersey con un número tatuado en la espalda. Esperó a que entrase. Luego volvió a la calle de las wifis, apenas había tráfico, algún taxi vacío, algún coche demasiado veloz, las luces rojas del freno huyendo.

Encontró pronto sitio para aparcar. La calle estaba iluminada con luz blanca, la preferida de los vigilantes de seguridad; la luz amarilla no permitía distinguir bien los contornos y producía impresión de abandono además de volver borrosas las grabaciones. Comprendió que él se habría sentido mejor bajo una luz así, lo que acaso le ponía del lado de los malhechores. Su viejo Mini verde botella era una habitación ahora, un lugar conectado entre millones. Tecleó la ip y lanzó la aplicación. Le maravilló la rapidez. Ya tenía acceso al sistema. El kit del chico incluía una herramienta que se autodestruiría en un par de horas para no dejar rastro. Entrar en ordenadores personales no era algo que soliera hacer, pero necesitaba comprobar la identidad del sujeto y decidió curiosear un poco. Listó los archivos y abrió uno de ellos, una imagen. Le sorprendió encontrarse con una fotografía de la vicepresidenta del gobierno. Además, no parecía una foto de ningún acto oficial. La vicepresidenta vestía un pantalón, quizá de pana, azul marino, un jersey grueso, de color crema, y zapatillas de deporte. Al fondo había dos cordilleras de montañas, levemente cubiertas de nieve. Una sombra y un ruido le sobresaltaron, cerró la imagen de golpe. Un adolescente se deslizó a su lado en un skate, eran las dos de la madrugada.

El código malicioso que había introducido mediante el exploit debía ejecutarse cuando detectase que el ordenador estaba conectado pero con poca o ninguna actividad. En esos momentos visitaría una página de un foro donde él habría dejado instrucciones. Una vez cumplidas, los datos obtenidos pasarían a otra página del foro. El abogado recibiría el aviso, se descargaría la información y depositaría nuevas instrucciones en el foro. Cerró el ordenador: notaba los efectos de la adrenalina, se sentía vivo poniéndose en peligro a pesar del miedo. Ahora ya tenía una puerta secreta abierta en el ordenador atacado.

Volvió a casa. El hallazgo había cambiado su humor. Aún seguía habiendo lugares a cubierto, madrigueras conectadas entre sí. Mientras tarareaba una canción, se propuso ver el cuadro: el techo de su Mini verde botella como una ficha solitaria que avanza por la calzada, las otras fichas quietas a los dos lados; dentro del viejo Mini el murmullo del motor y su voz que tararea y se desvanece o quizá no, quizá su propio móvil hackeado, intervenido, hace las veces de micrófono reenviando ese canto alegre y desafinado a algún circuito de teléfonos sombra como el que debe mantener el chico. Y alguien escucha la grabación en algún momento, y quizá entonces esa persona tararee también el estribillo, «fish swim, birds fly, lovers go, by and by…», en una sincronía no autorizada.

Enero

La vicepresidenta, pensativa, reclinaba la cabeza en el cristal tintado del coche oficial. Se dirigía a casa de quien fue uno de los personajes clave en la trayectoria del partido socialista. Luciano Gómez Rubio, quince años mayor que ella, había escrito parte de la resolución a la que se enfrentó Felipe a finales de los setenta, en el 28.° Congreso del partido. En oposición, precisamente, a esa resolución, empezó a gestarse el abandono del marxismo. Si bien la resolución obtuvo una victoria numérica, fue derrotada de facto por la retirada de Felipe. «El PSOE —Se decía en ella—, reafirma su carácter de partido de clase, de masas, marxista, democrático y federal». El que más del sesenta por ciento de los delegados votara a favor de esas ideas provocó la decisión de Felipe González de no presentarse a la reelección en una nueva ejecutiva: «Hay que ser socialista antes que marxista», afirmó de entrada. El resultado ya era historia, un congreso extraordinario donde las tesis de González obtuvieron una victoria aplastante. Luciano dimitió de sus cargos y eligió el silencio. Aunque pocos se acordaban, el actual presidente había estado entonces del lado de aquel hombre y, tal vez por justicia poética, ahora le había encomendado tareas de asesoría, si bien mínimas, en materias relacionadas con el ministerio de Trabajo. De este modo la vicepresidenta entró en contacto con él y nació entre ellos una amistad política.

La vicepresidenta temía haberse precipitado al llamarle, pero a la vez estaba contenta de haberlo hecho pues no imaginaba mejor interlocutor para el caso. Su relación con la flecha era ya asidua. Gracias a los documentos sobre las residencias de ancianos, el proyecto de crear una comisión que investigara el uso de los fondos de la Ley de Dependencia había salido adelante sin obstáculos. Desde entonces la flecha le había proporcionado varios documentos a menudo poco trascendentes pero siempre oportunos. Con ellos la vicepresidenta se anticipó a la oposición en el debate parlamentario, sorprendió a la prensa y actuó con audacia ante conflictos entre distintos ministerios. Hasta el momento, la flecha no le había pedido nada a cambio. Había formulado críticas a su labor, insinuaciones sobre la insuficiencia de su actuación, pero sin señalar ningún rumbo político.

Abrió la puerta Julia Martín, la esposa de Luciano, una conocida investigadora en su campo, la física del estado sólido. Julia había ocupado un puesto relevante en el ministerio de Educación durante los primeros años de gobierno del PSOE, y fue uno de los pocos altos cargos que dimitieron cuando el PSOE anunció su intención de hacer campaña en contra de su propio programa y a favor de la permanencia de España en la OTAN. Julia siempre se sentía algo cohibida ante ella, sabía hacer reír a las piedras y tenía cierto aspecto de hormiga atómica cuando se desplazaba de un lado para otro con su casco de moto a sus casi sesenta años. La acompañó al salón y se despidió, con su casco negro ensartado en el brazo, pues tenía compromisos fuera.

La abundancia de libros por todas las paredes hacía que el salón pareciese más pequeño de lo que ya era. La vicepresidenta habría preferido hablar con Luciano en su propia casa o en su despacho, pero aceptaba la ley de que quien pide ayuda es quien debe desplazarse. También atribuía importancia al hecho de hablar en un lugar con muebles de escaso valor y falta de espacio, donde no había ostentación de modestia sino treinta años sin ingresos extraordinarios y con actividades y preocupaciones de toda índole. Durante unos instantes comparó sus propias incursiones inmobiliarias con lo que aquella casa denotaba. Sacudió luego la cabeza, como para dejar de lado aquel conato de examen de conciencia.

Se miró la mano, extendida sobre el brazo del sillón de orejas, cuidadas las uñas pero sin pintar, como siempre las había llevado. Luciano estaba preparándose la pipa y parecía no tener prisa. La crisis económica había aflorado en todas las portadas de los periódicos y en todos los temas de conversación, quizá Luciano esperaba una consulta sobre ese asunto. Desde luego, no sobre una flecha que habla conmigo.

—Luciano, tengo un intruso en mi ordenador, en el de uso personal, privado. No es un virus ni nada de eso, sino alguien que me habla. Sé que no eres tú, desde luego, pero a veces he pensado que podrías serlo. Por las cosas que dice.

—Vaya, ¿y qué cosas dice, o digo?

—Me he explicado mal. En realidad no dice mucho. Pero, no sé, intuyo que, si diera sus opiniones más a menudo, se parecerían a las tuyas.

Con la pipa, Luciano Gómez le recordaba a Simenon en menos corpulento. Los años, además, le habían empequeñecido. También a ella.

—Pero ¿qué hace exactamente el intruso? ¿Te escribe correos electrónicos?

—Está dentro de mi ordenador y tiene acceso a todo lo que hago cuando me conecto y…, ya sé, debería habérselo contado a los responsables de la unidad informática del gobierno. Pero te lo estoy contando a ti.

Luciano la miró con expresión divertida.

—Así que tienes a uno de esos adolescentes hackers en tu ordenador. Y parece que el chaval te cae bien.

El humo de la pipa se enroscaba hacia lo alto de las estanterías. Había una tibieza agradable en la habitación. La vicepresidenta se alegró de haberse cambiado antes de venir. Se sentía cómoda con su ropa y pronto se descalzó para subir los pies al asiento y reclinarse de lado, apoyando la cabeza en la oreja del sillón.

—No te lo he contado todo. Me envía documentos. Bien seleccionados. No es que sean alto secreto, pero tampoco son cosas que pueda conseguir cualquier chaval adolescente. O quizá sí, en todo caso, para que se le ocurra buscarlas y ofrecérmelas hace falta una cabeza política.

—¿Qué clase de documentos?

—Son, digamos, ambiguos. Nada sucio, desde luego, no hay chantaje ni espionaje barato. En principio, cualquiera debería poder acceder a ellos. Pero lo cierto es que cualquiera no puede. Y yo los he usado.

—Julia…

—Bueno, tampoco quiero exagerar. No los he utilizado para denunciar nada, ni siquiera he filtrado un asomo de noticia a la prensa. Digamos que me han servido para discutir, para argumentar mejor.

—Es una bomba de relojería.

—Podría serlo, lo sé.

Julia calló. Nunca se había atrevido a preguntar a Luciano por el congreso decisivo, por el momento, muchos años atrás, en que el partido socialista pudo haber mantenido la voluntad de transformar. El rehuía el tema, lo había visto en diferentes situaciones, pero esta vez necesitaba su versión:

—Háblame de aquel congreso, Luciano. —Dijo y le miró a los ojos, sin dureza pero sin parpadear, mucho tiempo.

Luciano suspiró.

—¿El congreso extraordinario, cuando Felipe González, y el partido con él, abandonó el marxismo?

—No, el anterior, el 28.° Congreso. Cuando ganasteis.

—Supongo que no vas a contárselo a tu intruso.

—Por favor…

—Todos quieren que les hable de eso, olvidan que yo sigo en el partido, y en el sindicato. Nunca me fui. —El rostro alargado de Luciano salió de la sombra.

—Que yo no tenga el carnet del partido no me impide entender tu sentido de la lealtad. Mira dónde estoy Nosotros lo hicimos, lo bueno y lo malo. Nos manchamos las manos. Nunca pretenderé que es posible estar dentro y fuera al mismo tiempo.

—Pero si no hay nada que contar. Dices que ganamos: «Otra victoria como esta y volveré solo a Epiro», cuánto nos recordaron esa frase. La nuestra fue la victoria más pírrica que se conoce tras la del propio rey Pirro. ¿Qué más da que ganásemos con el sesenta y dos por ciento si los mismos que habían votado el mantenimiento de nuestra línea política aclamaron después a Felipe, que se marchaba por estar en desacuerdo con ella?

—Pudisteis haber presentado otra candidatura. No me refiero al congreso extraordinario que siguió sino a ese, aunque Felipe se hubiera ido.

—Recuerda que se fue entre las lágrimas de quienes habían criticado su exceso de moderación y su aparente giro a la socialdemocracia. Hubo mucha lágrima en aquel congreso.

—El hecho es que no la presentasteis. Yo creo que habríais ganado.

—Alfonso Guerra había dado la consigna de la abstención a un buen número de delegados si se nos ocurría hacerlo. Habríamos obtenido, todo lo más, un respaldo del treinta por ciento, y así no se puede formar una ejecutiva.

—Sin embargo, la comisión gestora que quedó encargada de organizar el congreso extraordinario no era imparcial. Su labor fue decisiva. Yo no debería decir esto, aunque al fin y al cabo, ya es algo sabido. Con otra comisión gestora, los delegados y los votos se habrían repartido de distinta manera.

—Había pocas probabilidades.

—No creo que fuera por eso. —Dijo Julia—. Teníais que responder ante los cien mil militantes, estaban las presiones externas, los fondos, los ataques desde
El País
. Os esperaba un fracaso estrepitoso, el desmembramiento del partido, el desastre. Pero no llegasteis a intentarlo. Si os hubierais lanzado…

—… por el desbarrancadero. Quizá. Durante los primeros años sí lo pensé hace tiempo que lo he olvidado.

Luciano miró a la vicepresidenta y luego sus ojos se alejaron, tranquilos, más allá de las murallas de libros que les rodeaban. La vicepresidenta pensaba en un manifiesto que le había enviado su sobrino Max:

«Somos los hijos del electrón. Nuestro tiempo no se mide en días ni horas sino en los inalcanzables destellos de la luz. (…) Podéis comprar voluntades, influencias, favores y prebendas pero nosotros os seguiremos siendo esquivos. Y cuando menos lo esperéis… ya estaremos dentro». Poder ser ligera y volátil como un electrón.

—No te he dicho la verdad. —Dijo Luciano—. Han pasado treinta años y lo pienso todos los días. Si hubiéramos seguido adelante… Nos replegamos. Desde entonces seguimos replegados.

—También el PCE se replegó, eran tiempos confusos. Sin embargo, ahora…

—¿Ahora? Ahora no queda nada.

La vicepresidenta no contestó. Tal vez quería creerlo. El día a día, cumplir con él. ¿No es mucho, no es todo? Si desplegara sobre una pizarra lo que ella y su equipo hacían en una semana quedaría abrumadoramente cubierta por asuntos que habían afrontado. Nadie podría reprocharles un instante de dejadez. Pero a veces veo mi propia historia y creo, con violenta ingenuidad, con desesperación y con una energía que ni siquiera sé si me pertenece, creo que no soy narrada, que podría tomar impulso y dar comienzo a algo no previsto.

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