—Sé muy pocas cosas, vicepresidenta.
—Mi cargo, ya lo veo. El tono de mi voz. Las fotos publicadas. Las últimas medidas que aprobé.
—Eso lo sabe cualquiera que lea la prensa y busque vídeos tuyos.
—¿Te conozco? —Preguntó la vicepresidenta.
—No. —Dijo la flecha.
—¿Me lo juras?
—Sí.
—Pero qué importa, tu juramento no vale nada. Menos que nada. ¿Crees que soy una exhibicionista?
—No.
—Sin embargo, cualquier otra persona sentiría tu intromisión como una agresión impúdica, estás violando mi intimidad.
—He corrido un riesgo. —Dijo la flecha.
—Así es. Al menos no eres el responsable de la seguridad electrónica de la Moncloa. Si lo fueras no me habrías dejado llegar hasta aquí. Sería demasiado violento tener que encontrarte luego conmigo. Te habrías retirado antes.
—Y si fuera tu enemigo político, no me habría dado a conocer, te espiaría en silencio —dijo la flecha.
—¿Cómo puedo estar segura de que no eres un periodista? —preguntó la vicepresidenta.
Pasó un largo minuto sin respuesta, y otro más. Después la flecha escribió:
—Dime un periodista que conozcas y a quien no respetes, el que sea dame veinticuatro horas y te llevaré dentro de su ordenador, podrás entrar a través del mío, sin dejar rastro si yo fuera periodista y luego hiciera pública nuestra conversación, contarías que para convencerte violé la intimidad de uno de mis colegas: nadie me lo perdonaría.
¿Tan fácil es entrar en otro ordenador?
—Habrá que ver el que escojas, quizá deba pedirte una ampliación del plazo, treinta y seis horas, no creo que necesite más.
—Me tiendes una trampa, sabes que no puedo aceptar eso. Me ofreces algo pero en realidad no me lo ofreces. Yo quedaría más comprometida que tú.
—¿quieres que sea yo quien elija al periodista?
—No he dicho eso.
—Lo elegiré de todos modos.
La vicepresidenta se miró las manos. Como la huella de un pájaro, tres venas las atravesaban, pero sus dedos seguían siendo largos y ágiles sobre el teclado.
—Me esperan, debo irme.
Había callado. ¿Había otorgado? ¿De verdad quería jugar con ese fuego?
Tomó, no sin cansancio, su fardo, su carga de sensatez y soledad. Y escribió demorándose en la superficie levemente hundida de las teclas:
—No.
Salió de la habitación acompañada por el rumor de su portátil, aún encendido.
Aquel día el chico llegó a su casa un poco antes de lo habitual. Un compañero se había ofrecido a acercarle en coche. Pese a ello, junto al portal un indio le estaba esperando.
—Hola, soy Prajwal. Tengo que hablar contigo.
—No te conozco.
—Pero sabes quién me envía. ¿Cómo llevas tu trabajo?
—Bien.
—¿Vamos a tu casa?
—Mejor vamos a un bar.
—No son cosas para hablar en un bar.
—No te conozco. No quiero que subas a mi casa.
—¿Tienes miedo?
—Sí.
—Mírame. —El indio parecía más joven que el chico, era flaco como él y algo más bajo—. He venido solo.
—Prefiero que andemos.
Pasaron por delante de una tienda de segunda mano, una mujer estaba bajando la persiana metálica. Llegaron a la calle Fuencarral.
—Está tranquilo. —Dijo el indio señalando un Starbucks—. Si quieres entramos.
El aire acondicionado hizo estremecerse al chico. Pidieron dos cafés.
El indio eligió una mesa del fondo, muy cerca de la puerta de los servicios.
—¿Quieres dejar el trabajo? —Preguntó el indio.
—No, no.
—Algunos en Mysore no se han creído lo de Red Eléctrica. Piensan que lo hiciste para que te despidiesen.
El chico se encogió de hombros.
—¿Por qué lo hiciste entonces?
—Porque era divertido. Porque podía. Todos lo hacemos. ¿O tú no?
—No tuviste cuidado.
—Sí que lo tuve. El multímetro estaba roto. Y no me han despedido.
Vocearon un nombre y el chico se levantó a por los cafés.
—El miércoles harán la próxima actualización. Si perdemos el software que tenemos dentro, también perderemos el contrato. Es mucho dinero. Mucha gente trabajando.
—Hasta ahora nunca os he fallado. ¿Por qué has venido?
—A lo mejor necesitas ayuda.
No. Lo tengo todo hecho. Solo espero el pretexto para acceder. Lo normal es que el lunes tenga que ir a la sala central.
—¿Y si este lunes no tuvieras que ir?
—Entonces me inventaría algo. Pero voy todos los lunes. No tiene por qué haber problemas.
—Has hecho un buen trabajo con el código.
—Gracias.
—Esto es una cadena, ¿sabes? Todos dependemos unos de otros.
El indio se levantó.
—Yo me quedo un rato más. —Dijo el chico.
El indio no le oyó, sigiloso y rápido ya estaba junto a la puerta. El chico sacó una libreta y un lápiz del bolsillo. Las manos le olían a café.
Los indios habían logrado introducir un software ilegal en el sistema general de interceptación telefónica español. Habían aislado una parte de la memoria del conmutador y dotado a su software no solo de la capacidad de mantenerse fuera de los registros sino también de alterar los comandos que le habrían delatado. Pero temían tanto el momento de su propia actualización como la del sistema, pues ambas podían producir interferencias que llamasen la atención. Por indicación de los indios, el chico había estudiado con detalle el llamado caso griego. En Atenas, en 2004, se había llevado a cabo una operación parecida. Durante varios meses los teléfonos de más de cien personas, altos cargos, diplomáticos, activistas, estuvieron intervenidos a espaldas de la ley con un software semejante. Lo que hizo que se descubriera fue precisamente un fallo en la entrega de mensajes de texto, ocasionado por la actualización del software ilegal. En cuanto los ingenieros se pusieron a investigar la razón del fallo, no les fue difícil llegar al software escondido. Porque resulta casi imposible esconder algo en un sistema ajeno una vez que ha comenzado la investigación. En aquel asunto de Atenas había habido un técnico implicado, un ingeniero de treinta y ocho años quien al parecer había descubierto lo que pasaba y que justo un día antes de que se hiciera público se suicidó. O le suicidaron, según insistía su familia, pues estaba a punto de casarse, no dejó nota ni era depresivo y las autoridades no habían permitido realizar una segunda autopsia. Se llamaba Costas Tsalikidis, le gustaba coleccionar juguetes antiguos, el chico buscó más datos y estuvo mirando su fotografía, pensaba que se habrían caído bien.
Ahora los indios querían un nuevo paso, bastante más comprometedor y concreto: montar un sistema de teléfonos sombra que recogieran las llamadas de los números elegidos, una copia reducida del sistema de interceptación legal. Insistían en que se trataba solo de una guerra de empresas. Esperaban demostrar que ATL no había resuelto sus problemas después del caso griego, y querían hacerlo porque ATL y una corporación israelí se habían apropiado del software de interceptación que ellos estaban desarrollando. No era creíble, pero el chico aceptó la respuesta.
Y ahí estaba ahora, intentando resolver un problema de código en un café, asustado. En su empresa le vigilaban todo el tiempo. Antes también, pero tras el asunto de Red Eléctrica, más.
Consiguió concentrarse, durante cuarenta minutos solo existió el código y al terminar estaba casi seguro de haber resuelto más de un treinta por ciento del problema. Respiró hondo mientras regresaba al café y otra vez el mundo físico se le vino encima. Quiso saber si a todas las personas que tomaban café en otras mesas, la mayoría acompañadas, también les perseguía un indio, su indio. Se preguntó si su vida iba a ser siempre ese montón de platos rotos, trabajos que no encajaban, la amistad como la pasta de dientes que un día estuvo ahí pero, una vez fuera, ya no puede volver. Nunca había esperado que todo fuera perfecto, pero sí la mitad. ¿Era mucho la mitad?, ¿la cuarta parte, la quinta, cuánto tendría que seguir bajando?, ¿eran así todas las vidas si uno las miraba desde dentro, o había huesos que se partían con mayor facilidad? Y sin embargo, también con los huesos partidos algunas personas lo volvían a intentar y confiaban en sus propias fuerzas.
La vicepresidenta estaba a solo cinco minutos de la Moncloa cuando recibió una llamada de su jefe de gabinete: reunión de urgencia con el presidente, un avión que volaba de Madrid a Santander se había estrellado al aterrizar, por el momento no había supervivientes. Las víctimas mortales rondaban la cincuentena. La línea aérea era española y, en principio, parecía haber pasado todos los controles de seguridad.
Madrid-Santander, un miércoles de enero: la vicepresidenta repasó mentalmente los planes de sus amigos y conocidos. Pensó luego en todas las cosas que esa tarde se quedarían sin hacer. Vio una procesión de dolor interminable. Trataba de sopesar los posibles errores, el protocolo de actuación, los flancos débiles mientras una y otra vez reaparecía la sucesión de caras demacradas. Conocía esas caras, siempre distintas pero siempre la misma mezcla de soledad, rabia y desesperación. En los funerales, en los entierros, en las reuniones con las víctimas. Y, de nuevo, ella no tenía consuelo ninguno que ofrecer: atención eficiente a los familiares, explicaciones, apoyo psicológico y económico, desde el gobierno iban a hacer un despliegue. Pero consuelo, la palabra que bastaría para sanarles, no tenía.
El presidente y la ministra de Fomento acababan de llegar. Ningún superviviente. En el avión viajaban dos niños y un bebé. También un conocido catedrático de biología. Distribuyeron el trabajo con prisa. Aún no había sido descartada una eventual negligencia de la administración: errores en el sistema de inspecciones, compras corruptas, tolerancia excesiva con determinados incumplimientos de la ley. Detrás de cada palabra se agazapaba un miedo punzante a la responsabilidad, una angustia que se superponía a la nube de dolor y de lágrimas en la que deberían transitar a partir de ahora durante semanas.
Les ofrecieron café y la vicepresidenta, en contra de su costumbre, aceptó. Sabía que esa noche la pasaría trabajando. Entre las diversas tareas que le habían correspondido estaba tratar con los directivos de la compañía, pero antes debería contar con toda la documentación posible y, en esas circunstancias, no podía delegar su busca por completo, ni mucho menos.
Acabada la reunión, se encerró en su despacho. Solicitaba los papeles por teléfono, hacía listas, enviaba preguntas por correo electrónico, y todo a puerta cerrada porque necesitaba rodearse de silencio y de vacío antes de ser absorbida por la multitud. Deseaba que la culpa de ese accidente la hubiera tenido el destino, fuera eso lo que fuera, seguramente azar. No podía preferir que fuese culpa de la administración, ni error ni dejadez, omisión, insuficiencia. Ni culpa de la compañía, pues esa culpa podía acabar desembocando también en el gobierno. Se preguntó si llegado el caso negociaría con la aerolínea, y no quiso responderse.
La jornada fue dura pero no por las horas de trabajo sin un minuto de descanso. Lo fue porque, como siempre cuando se trataba de llegar al fondo de un asunto, la chapuza hizo su aparición adueñándose de todo. Sacudió la cabeza, le costaba quitarse de encima la opresión de las cosas a medias, lo emborronado, lo sucio. La administración había hecho, por ejemplo, las suficientes inspecciones, pero al estudiar los datos con detalle enseguida se descubría que la frecuencia distaba de ser la adecuada. Había demasiadas muescas, cicatrices que no comportaban incumplimiento del deber sino pereza, quizá cansancio, falta de medios y de organización.
Como todos los perfeccionistas, la vicepresidenta no solía ser demasiado exigente con sus subordinados más próximos: disculpaba el error y no pedía rendición de cuentas; no le hacía falta. Sabía que la medida real era su propio perfeccionismo, todos se medían con respecto a él y no a sus palabras. Pero su radio de influencia no iba mucho más allá de su gabinete y de algunos altos cargos. El resto permanecía en los dominios de lo mediano tirando a lo mal hecho. Si hubiera habido un perfeccionista como yo en cada tramo de las diversas administraciones implicadas quizá el avión no hubiese explotado al aterrizar. Aunque esto no lo sabré hasta que se conozca el desencadenante del accidente. Lo que sí sé es que al final algo siempre se parte en dos o más pedazos.
Cualquier intento de mantener la vida sin enmiendas ni tachones, simétrica, fracasaba. Su propio nivel de exigencia había tenido a veces consecuencias perjudiciales, como quien logra una jugada perfecta y con ella pierde la partida. No quiero justificar los errores. Pero ¿dónde los dejo?, están aquí, me rodean por todas partes.
Llegó a casa a las tres de la madrugada. Se duchó y se metió en la cama sin mirar el portátil. Durmió bien pero, aunque había puesto el despertador a las siete, a las seis y media se despertó desasosegada. Preparó una taza de café con dos pastas y se dirigió al ordenador. Analistas, asesores, compañeros y enemigos en numerosas ocasiones le habían dicho que su imagen pública transmitía serenidad. Si ellos supieran cuánto deseaba ahora abrir un abanico de su estatura y cruzar al otro lado, porque todo abanico es un espejo y todo espejo una puerta y toda puerta un agujero por donde huir vestida de carnaval. Ella y su pijama de patos salvajes, ella y su loco deseo de bailar a las siete de la mañana con su taza alta de café caliente mientras fuera esperaban el frío de la destrucción y la desgracia. No podía escapar, y una parte de ella, pero solo una parte, ni siquiera quería hacerlo sino que tenía verdadera fe en su personaje, confiaba en que al aparecer ante las cámaras como una madre sabia, la hechicera de la tribu, ayudaría a encontrar un cauce para el dolor y tal vez un bálsamo y explicaciones.
Cuando el ordenador terminó su proceso de hibernación, escribió las contraseñas y entró en su escritorio. La flecha no se movía, nada parecía haber cambiado a no ser…, sí, allí, en la esquina superior izquierda había un documento nuevo llamado Regalo.
La vicepresidenta lo abrió. Era consciente de que el mero clic del ratón podría desencadenar un ataque que acabase en pocos minutos con todo su disco duro. Pero supuso que la flecha podía haber hecho eso antes y, además, su disco duro era su menor preocupación en aquel momento. Esperaba una carta, frases frías como agujas de hielo o quizá torbellinos de hojas. Esperaba, no le importó confesárselo, una declaración de amor insurrecto y adolescente. Encontró en cambio un documento con fecha, firma y lo que parecía ser un sello.