—Es un número alto.
—Yo te aseguro que sería más alto.
—Son demasiadas en cualquier caso, y van en aumento, ¿sería distinto si hubiera gobernado otra vicepresidenta?
—Habría hecho aproximadamente lo mismo que yo. Pero cuando se gobierna un país de cuarenta millones de personas, los matices pueden afectar a cientos de miles.
—¿estás orgullosa de tus matices?
—En parte sí.
—En qué parte.
—La mitad.
—Es bastante, entonces no me necesitas.
—Puede que haya exagerado.
—No me lo parece, lo crees de verdad.
—De acuerdo. Lo creo. Pero te necesito. No te vayas.
—¿qué quieres tú de mí?
—He estado gravemente enferma, ¿sabes? La enfermedad no es solo asomarse a la muerte. Es eso, pero también son inconvenientes y humillaciones. No poder ni levantarte sola. Supongo que es una forma de pobreza. De no estar arropada.
—Mmm…
—Por supuesto, es peor estar gravemente enfermo y además ser pobre. Yo no tenía problemas de intendencia, y recibí atención médica especial. No pretendo hacer valer mi dolor sino contarte que, cuando estuve enferma, vi lo que significaría no poder actuar, vivir en el banquillo el resto de los días. Por fortuna, no llegó a ocurrir. Las cosas salieron bien y he vuelto con ansias de cumplir uno por uno los objetivos que me había propuesto para esta legislatura. Ahora se ha desatado la crisis, mis objetivos están siendo barridos… y apareces tú. ¿Sigues ahí?
La flecha se movió sola de izquierda a derecha.
—Estás cansada.
—Tengo bastante frío. Dijeron que estaban haciendo pruebas con la calefacción, que la iban a encender. Pero no la encienden. Tú no notas la temperatura, ¿verdad? La que hace aquí.
—«noto» la temperatura del ordenador, los sensores lo hacen; la de tu casa, no pero no creo que ahí haga tanto frío.
—Es la segunda vez que usas mayúsculas hoy. Pensé que en tu teclado no había.
—Venga, vete a dormir, arrópate para entrar en calor.
—¿No decías que siempre estoy arropada?
—Pero no siempre te das cuenta.
A continuación, sin que la vicepresidenta pulsara tecla alguna, el ordenador se apagó. Ella se quitó los mitones morados. Un último resto de perfume pareció disiparse en el aire desde la piel delgada de sus muñecas. Soy como este perfume, al final del día no queda nada de mí.
Los pies del chico, enfundados en unas deportivas blancas, no hacían ruido al desplazarse sobre la acera. Detrás de él, en cambio, unos zapatos de suela pertenecientes a un hombre alto resonaban como un latido apresurado, más cerca cada vez. El chico se detuvo de golpe. Sin mirar atrás ni tampoco simular atarse los cordones de las deportivas. Los pasos también se habían detenido. El chico esperó dos, tres minutos. Entonces se volvió. No había nadie detrás de él. Alcanzó a ver junto al semáforo a un hombre alto que hablaba por el móvil. Sus zapatos parecían de suela.
En el trabajo el día transcurrió del mismo modo. La mirada recelosa del chico se demoraba un par de segundos más de lo necesario en cada rostro, en cada gesto, en unas manos que tecleaban o unos ojos que le seguían desde cualquier esquina.
Por la tarde visitó la sala de control y se demoró unos minutos más de lo habitual. Sin volver la cabeza a los lados, sin morderse las uñas, despacio, metódicamente, repitió los pasos que había practicado durante horas de tal modo que solo estuvo dos minutos más de lo que solía.
Accedió al archivo donde se registraban las conversaciones de los teléfonos sombra, sacó una copia de lo que aún no había sido guardado y borró su rastro. Eran las cinco y media. Volvió a su puesto con la mirada levantada, sin cruzarla con nadie. Sobre el teclado sus manos temblaban, tenía que apoyarlas cada poco tiempo. Un compañero se le acercó. El chico contrajo los músculos del cuerpo mientras intentaba relajar la cara.
—Hoy he traído coche, ¿quieres que te acerque?
—No, gracias. Hoy no voy a casa.
—Ok.
Su compañero ya se iba pero se detuvo un instante, como si estuviera a punto de añadir algo. No lo hizo. El chico volvió la cara hacia la pantalla. Cerró los ojos. Teclados, respiraciones, nadie hablaba. Volvió a abrirlos concentrado en oír: una tos, las ruedas de las sillas, pitidos, golpes de objetos. Ya estaban recogiendo. En el ascensor alguien daba golpes rítmicos, suaves, con la mano sobre la pared.
Se bajó del autobús a mitad de trayecto. Demasiados estímulos, pasos, caras, coches, demasiados ojos al acecho. Entró en un locutorio y adelantó el asunto de Amaya, la amiga del abogado: como no quería pedir otra ip, hizo varios escaneos hasta descubrir un fichero password de base de datos que no estaba protegido por la extensión .php, un backup de configuración, supuso. Pudo, por tanto, leer la información en claro y con ella acceder a la administración de la página en la que estaban las fotos trucadas. No hizo nada que fuera visible, se limitó a subir una aplicación que permitiría al abogado navegar por el sistema de archivos. El pendrive con las conversaciones grabadas en el centro de monitorización le quemaba dentro del bolsillo, le taladraba los huesos.
Cuando volvió a la calle anochecía. Anduvo un trecho; desde otro locutorio, llamó a su hermana:
—¿Sí?
Al poco tiempo:
—¿Sí? ¿Quién es?
El chico oía su silencio mientras veía pasar los números digitales con el precio de la llamada.
—Voy a colgar.
El chico asintió con la cabeza, como contestándole.
Cuando oyó el clic y el contador se puso en cero, el chico canturreó despacio:
—Estoy metido en un lío / y no sé cómo voy a salir, / me buscan unos amigos / por algo que no cumplí.
Podría haber hablado con su hermana, haberla saludado por lo menos. Pero entonces le habría preguntado que qué tal le iba y se le daba fatal disimular con ella. Llevaba muchos años interiorizando que no tenía que dar la lata. Nadie se lo había dicho pero él notaba que tenía otro ritmo. «Mi delito es juzgar a la gente por lo que dice y por lo que piensa, no por lo que parece», The Mentor, se sintió identificado cuando lo leyó. Aunque él no se consideraba más listo que los demás, como el Mentor, ni más torpe. Era cuestión de foco, en algunas tareas enfocaba a la perfección, y en otras estaba todo borroso. Así que se acostumbró a pedir que nadie le esperara en lo borroso y a investigar por su cuenta los baudios y los bits, allí donde se sentía cómodo y ágil. Pero ahora todo se había mezclado, eso le mareaba.
Entró en el bar más cercano.
—¿Qué va a ser?
—Un gin-tonic.
—¿Ginebra?
—Bombay. —El chico rió para sí—. ¿Sabe qué es lo malo?
—Ni puta idea.
—Que puedes estar paranoico, pero eso no significa que te persigan.
El hombre no contestó. El chico bebió el gin-tonic como si fuera leche. Volvió a la calle, la noche ahora amortiguaba las amenazas, las sombras se confundían con personas reales y las personas reales solo parecían sombras. El chico silbaba muy bajo, miraba a los perros como si ellos pudieran oírle.
Sacó otro pitillo, aunque había rebasado con creces los dos cigarrillos diarios que se permitía. Fumó. Inhalaba el tabaco con la avidez con que sus sobrinos, cuando eran pequeños, inhalaban el aire una vez que el llanto de rabieta dejaba paso a los sollozos de pena. Ella se rebelaba contra la pena. Había cometido un error y fumaba como si cada calada pudiera borrarlo, aunque sabía que no era así.
Había levantado la voz a una directora general delante de cinco personas. No debió haberlo hecho. Años atrás llegó a dominar el arte de inhibirse, de conseguir no reaccionar conscientemente ante un estímulo cuando así lo creía necesario. Pero en los últimos tiempos dudaba. ¿Bastaba con la serenidad, siempre? ¿Podía lo correcto compensar no lo incorrecto sino el lento hundimiento de todo? La directora general no merecía que le hubiera levantado la voz. Su única justificación era la historia de la rana que al ser arrojada a una olla hirviendo salta, y en cambio si está en la olla y la temperatura sube lentamente, muere sin reaccionar a tiempo. Por supuesto que un grito no era el mejor modo de romper la inercia, pero no disponía de tiempo ni de la estructura necesaria para poner en práctica los mejores modos, lentos, serenos, estudiados. Todo aquello le resultaba fatigoso. Triste. Fumó asomada a la ventana, imaginando el viaje posible de la ceniza al suelo, quizá llegase disuelta, o podía quedarse en la cabeza de alguien, tierra a la tierra, ceniza a la ceniza.
Cerró la ventana y volvió a su mesa. Revisó su intervención sobre la designación de una localidad como sede de la nueva base de comunicaciones de la ONU en Europa. Leía deprisa y sentía cierta satisfacción por esa base que iba a traer actividad económica y puestos de trabajo a la región. Aunque poco mérito era ese, los llevaría a esa región y se los quitaría a otras regiones que también se habían postulado. Sonó el teléfono: Luciano Gómez Rubio, le dijeron, ya había entrado en la Moncloa. Me gustaría emprender algo nuevo, no llevar cosas de un sitio a otro sino plantar y ver crecer. La avisaron de que Luciano había llegado.
—Adelante.
—¿Qué haces aquí? —Dijo Luciano.
—¿Cómo? ¿Ni buenos días?
—Ni buenos días, Julia. ¿Qué haces aquí? ¿No sabes que tú no eres tú? Estás aquí representándonos. Estás aquí porque perteneces a un partido aunque no tengas el carnet. No tienes derecho a ponernos en peligro.
—Espera…
—Conozco numerosos casos de corrupción en el partido. He denunciado algunos. He perdido amigos. Seguiré perdiéndolos. Un militante socialista no debe corromperse. Podrá parecerte antiguo, pero sabes que lo creo. No debe corromperse como militante. Si se sale del partido, allá él.
Pero si está en mi partido y yo tengo pruebas, lo denunciaré.
—¿Corrupción? ¿Por la flecha? Por Dios, Luciano.
El móvil de Luciano sonó muy bajo. Luciano lo sacó de su bolsillo, miró el número entrante y después de colgar lo dejó sobre la mesa.
—Es peor. Los corruptos tienen un motivo. En cambio, tú ¿qué has hecho?, ¿vender la vicepresidencia por un plato de lentejas?, ¿porque un día te apeteció dejarte cortejar por el hombre invisible?
—Retira la palabra «cortejar».
—No. No me refiero al galanteo masculino. Ese individuo te acompaña, hace cosas de tu agrado. Te asiste, él mismo lo dice.
—No sabes si es un hombre.
—Ni lo sé ni me importa. No cambies de tema.
—Yo no he vendido nada. No puede hacernos nada.
—«Hacernos», todo un detalle ese plural. Entonces, ¿te das cuenta de que comprometes al gobierno, al presidente, a mí, a cualquier militante, con esa estupidez?
Luciano era bastante más bajo que la vicepresidenta, pero ahora, frente a frente, no lo parecía.
—¿Vamos a los sillones?
—Aquí estoy bien.
—Por favor. —Dijo Julia—. Estoy algo cansada.
Luciano aceptó.
El color crudo del suéter de la vicepresidenta no se distinguía del de la tapicería. Solo sus manos destacaban, y el grito fucsia de los pantalones.
—Luciano, ¿no hemos criticado siempre la rigidez? ¿No dijimos que en nuestro sistema político tendría que haber un sitio para el factor humano?
—El factor humano no puede consistir enjugar con granadas a ver si estalla una.
—No exageres. ¿Crees que es alguien del Partido Popular? ¿Tal vez un periodista? Sinceramente, yo lo descarto.
—De acuerdo, descartado. ¿Qué importancia tiene? Sea quien sea, un lobbysta extranjero, un infiltrado en nuestro partido, un chaval de quince años, es gravísimo.
—¿Para qué lo harían?
—Para tenerte en sus manos. De hecho, ya estás en ellas.
—No lo estoy. Y si alguien me chantajea, os ofreceré mi cabeza sin dudarlo. Lo sabes. No voy a aferrarme a la vicepresidencia si os pongo en peligro.
—Pero ya sería tarde.
—Sé que no me equivoco. Nada en esos papeles serviría para comprometer al gobierno. Otros debieron haberlos custodiado. No hay extorsión. No hay escuchas ni violación de la intimidad.
—Tú sabes mejor que yo que ahora todo ha cambiado, hay un Wikileaks a la vuelta de cada esquina, si esa flecha ha entrado en tu ordenador, otros pueden hacerlo y colgar luego vuestras conversaciones en la red.
—No lo hará; de todos modos, borraré las conversaciones, las haré desaparecer.
—En un ordenador nada desaparece. Es mentira la frase de que si no guardas los cambios se perderán: los cambios siempre quedan registrados.
—No exageres, Luciano. Desde luego, si esa flecha quiere, puede guardarlo todo. Pero no lo colgará. He decidido creer en ella.
—Un juego intolerable para alguien en tu puesto. ¿Por qué lo haces, Julia? Es una chiquillada.
—La flecha quiere algo de mí. Pero yo también quiero algo de ella.
El frío parecía laminar el aire en capas. No nevaba, aunque hacía días que se anunciaba esa posibilidad.
—Estoy esperando. —Dijo Luciano.
—No, ahora no. En otro momento, en otro sitio, te lo contaré.
—No creo que haya otro momento. Con mucho esfuerzo y porque, aunque me lo hayas puesto difícil, confío en que vas a rectificar, olvidaré esta historia. Pero no me pidas más. —Dijo, y le devolvió la carpeta que contenía las conversaciones impresas diciendo—: Quédatela, no quiero tener nada que ver.
Julia miró sus zapatos puntiagudos de tacones finos. Los tacones son un invento del diablo. Era consciente de la gravedad de las palabras de Luciano pero, por una vez, no estaba dispuesta a asumir esa gravedad.
—Como quieras. Tu confianza es muy importante para mí.
La figura de Luciano hundida en la tapicería también parecía perder gravedad.
—Me voy, Julia. Tienes mucho que hacer.
Se levantó.
—Mucho y casi nada.
La vicepresidenta, ya de pie, se inclinó levemente para besar a Luciano en la mejilla.
—No estés lejos. —Le dijo.
—No me lo pidas. —Contestó él.
Sacó la pipa del bolsillo y se dirigió a la puerta.
La vicepresidenta volvió a su mesa. El móvil de Luciano seguía allí. Durante un instante tuvo la fantasía infantil de abrir sus carpetas, ver mensajes, llamadas perdidas. Enseguida, enfadada con ella misma, lo tomó y salió en busca de Luciano.
—¿Quieres…? —Le preguntó su secretaria personal.