—Apareció él.
—En el momento oportuno.
—Yo también lo pensé, sí. Que el tío podía haber leído los correos de mi hermana. Pero yo vigilo, te aseguro que no es fácil entrar en mis ordenadores.
—¿Casualidad, entonces?
—Mira, ya no lo sé. En aquel momento lo vi así, casualidad. Ahora, hasta he pensado que esos tipos conocían al que dejó colgada a mi hermana. Ya sé que flipas. No digo que fuera así. Pero lo he pensado.
—Vale, sigue.
—Querían un trabajo especial. Tendría que haberme mosqueado que hablase maravillas de mi troyano. No era nada del otro mundo, yo lo sabía, pero se lo oía decir y pensaba: ¿Y si tiene razón?, ¿y si soy mejor de lo que yo mismo me creo? Entonces va y me dice que me pagan un viaje a la India, a Mysore, vía Londres. Tres días, había un puente, ni siquiera tendría que faltar al trabajo. Y me ofrece un adelanto.
—¿También con factura?
—Era un adelanto…, yo tragué. Me ofreció justo el doble de lo que me había pedido mi hermana. Pensé: le doy a Silvia, guardo la mitad sin tocarlo, y si luego no me convence la historia, lo devuelvo pidiendo prestada la otra mitad.
El abogado no dejaba de observar al chico, sus manos sujetas ahora bajo los muslos, sus dos pies moviéndose como aletas de goma.
—Así que fuiste.
—Sí, en primera clase. Me esperaron en el aeropuerto y me llevaron a un hotel moderno, en un barrio muy lejos de la zona turística de los palacios. Al día siguiente me invitaron a comer, un tipo alemán y uno indio. El indio tenía más o menos mi edad, el alemán sería como tú o un poco mayor.
—Querían a ATL, claro, información interna.
—Sí, sí. Desde antes de aceptar el billete de avión lo suponía. Hacer troyanos, para eso no necesitan llevarse a nadie de viaje. No era lo que yo hiciera, era donde yo estaba.
—Y aceptaste.
—Acepté el viaje. Pensaba que según lo que me pidieran podría negarme o no. Ya sé que suena ingenuo. Pero nunca pasa nada, y a mí me estaba pasando algo. Orpheus era agradable, tenía sentido del humor, no parecía un mañoso para nada. Vale, todo tenía una pinta preocupante, pero cuando estás dentro… Qué más da, fui.
El abogado se había terminado el café. Yo no habría ido, ni siquiera con veinte años, pero no soy mejor por eso.
—¿Qué te pidieron exactamente?
—Bueno, no querían claves. No fueron burdos. Les interesaba controlar el sistema de actualizaciones. Me dieron a entender que mi empresa se había apropiado de algo suyo y ahora ellos querían ese software para usarlo en otro lugar. Yo no les creí y ellos sabían que no les estaba creyendo. Mira, sé que está el dinero, pero lo que más me enganchó es que me pedían algo bastante difícil. Me halagó que me creyesen capaz de hacerlo. Dije que lo tenía que pensar. Eso fue por la noche, durante la cena. Al día siguiente vinieron a buscarme bastante temprano y me llevaron a una especie de casa de campo. Por fuera parecía un chalet como los de aquí, bastante hortera. Por dentro tampoco había nada raro hasta que llegabas a una sala helada, llena de servidores. Detrás había un pequeño pasillo y luego una habitación silenciosa con unas diez personas trabajando, casi todas de mi edad, dos chicas, el resto tíos, algunos no eran indios, todos me saludaron, fueron amables, de pronto sientes que formas parte de algo. Que siempre has formado parte pero no lo sabías.
El abogado se revolvió en el viejo sillón. Empezaba a tener claustrofobia por causa del calor y los cristales tapados con papel de embalar. Trató de representarse la calle al otro lado, oscura, vacía. El ventilador apenas refrescaba y en cambio su ruido parecía arrastrarles al interior de un vehículo. Aun considerándole un completo desastre, el chico le seguía cayendo bien. Ahora se había levantado y señalaba a una puerta.
—Sí, ahí hay un baño, funciona.
El abogado recordó el día del parque, el árbol bajo el cual se detuvo a fumar y que para el chico había estado ligado a una historia. Se preguntó cómo sería hoy la chica del árbol. Durante la carrera él no había sido de los que se saltaban las clases tumbados en la hierba. Tampoco fue luego el hacker de película, no entró en contacto con ningún sistema por azar, nadie le buscó como habían buscado al chico. Hubo en medio un tiempo en que pareció que todo iba a ser distinto, él lo llamaba sus años de acción. No es que hubiera perseguido coches ni saltado desde un puente encima de un tren en marcha, pero sí había gritado por los megáfonos, saltado verjas para poner silicona en las cerraduras, se la había jugado. Fue solo una temporada, nunca se lo había contado al chico, porque aquello quedó lejos y ya no supo estar a la altura nunca más. Ahora el chico había venido a él, y se acordaba.
El chico salió del baño poniéndose las gafas. Debía de haberse lavado la cara.
—Como ya has supuesto, acepté. Logré hacerlo, me salió de puta madre. Creí que todo había terminado, pero no. Cada dos meses vuelven a pedirme la misma operación con algunas variaciones. Por eso inventé lo de Red Eléctrica. Y no ha servido de nada. Están en todas partes. Seguro que han movido algo para evitar que me despidan. —Dijo.
—No te han despedido porque la empresa ha invertido en ti. Y todavía existe la presunción de inocencia.
—Puede que tengas razón. Pero da igual.
—¿Cómo puedo ayudarte? —El abogado no estaba seguro de haber querido preguntarlo, pero lo hizo y era sincero.
—No puedes. Sería peligroso para ti y también para mí. Tengo que mantener la calma y confiar en que esto acabe lo más pronto posible.
—Pero me gustaría…
El chico se puso de pie y le interrumpió, se había quitado las gafas, sus ojos parecían muy grandes.
Por lo menos he podido contárselo a alguien. Eso es un alivio. Pero no debes hacer nada. De verdad. Tengo que aguantar. No hay otra.
Siguieron hablando hasta la madrugada, en aquel recinto desmarcado del mundo. No habían traído los móviles. Habían buscado deliberadamente un sitio que no estuviera en el entramado general de los bits. El zumbido del ventilador volaba por el cuarto como un insecto. La luz fluorescente se apagaba durante unos segundos. Entonces se miraban sin verse. Cuando la luz regresaba los colores de sus ropas adquirían volumen y ambos parecían figuras de un juego.
A primera hora la vicepresidenta se reunió con el ministro de Defensa y su homóloga de un país latinoamericano. El ministro podría ser su hijo. La ministra tal vez solo fuera seis o quizá ocho años más joven que ella, pero la vicepresidenta se sentía muy lejos de los dos. La reunión era una farsa. Todo había sido decidido tres días antes, entre el embajador de Estados Unidos, el presidente del país latinoamericano y ella misma. Ahora estaban ahí para que ambos ministros tuvieran la impresión de haber sido invitados. No era una impresión baladí pues les permitiría mostrarse convincentes ante la prensa y la oposición. La vicepresidenta repartía cartas, colocaba balones, depositaba el principio de una frase que ellos deberían completar como si la frase entera les perteneciese. Solo cuando ambos, seducidos por su propio papel, se salían de lo pactado, tomaba abiertamente cartas en el asunto.
—Un contingente de cien especialistas sería lo ideal. Bajar la cifra podría interpretarse mal por nuestros aliados, ¿no es así? —decía con voz suave pero inflexible.
Esa mañana debía hacerse pública la cantidad y calidad —ingeniería militar, labores de desminado y operaciones especiales— de la ayuda que el país latinoamericano prestaría a la base española en un país oriental. En cuanto a la contraprestación, el alma, ironizó consigo misma la vicepresidenta, eso también había sido negociado antes. A cambio de los cien especialistas y la consiguiente impopularidad del gesto, entregarían al país latinoamericano varios gramos de seguridad jurídica de algunos ciudadanos españoles, no muchos, solo aquellos que directa o, también, indirectísimamente, pudieran tener vínculos con los grupos armados que operaban en ese país.
Los dos ministros hablaban y gesticulaban sentados en amplios sillones de un tapizado claro, del color de un melón por dentro. La vicepresidenta les miraba sin verles. Si algo mima una nación, si en algo reside su sustancia, su núcleo esencial, es en la certeza que tienen los ciudadanos de que solo serán perseguidos por lo que previamente se acordó que podrían serlo. Y yo voy y lo vendo. Y además me parece lo mejor entre lo malo. La reunión se demoró treinta y cinco minutos.
Faltaba media hora hasta la siguiente pero sabía que en ese lapso de tiempo sería interrumpida sin cesar con preguntas y notificaciones. Renunció a usarlo para sí, ocupándose en resolver los mil pequeños incidentes. Solo cuando faltaban ocho minutos para su nueva reunión, entró en el vestidor. Allí no la molestaban a no ser que hubiera algo muy urgente. En realidad, no necesitaba cambiarse de ropa sino silencio. Debía comunicar a un ex ministro cuál iba a ser su próximo destino y debía tener tacto pues se consideraba responsable de que ese hombre hubiera perdido su puesto. La idea de suprimirlo partió del presidente, pero ella no había movido un dedo para defenderle y muchos conocían su desacuerdo con las sucesivas propuestas del ex ministro.
Eligió unos pantalones color magenta, igual que la chaqueta; mantuvo la blusa blanca de la reunión anterior y se perfumó las muñecas con gesto automático.
El ex ministro llegó puntual. Notó enseguida que buscaba sus ojos. No le sorprendió. Había tenido años para darse cuenta de que, en contra de lo que muchos pensaban, la derrota producía seguridad. El derrotado cayó de las alturas, de acuerdo, pero eso significa que ya ha tocado tierra. Pronto, también había podido comprobarlo, descubre que se puede seguir cayendo y el miedo vuelve a su rostro. La vicepresidenta no tuvo empacho en conceder al ex ministro su momento de audacia, de gloria. Esquivó la mirada, interpretó el papel de alguien como ella que sintiera cierto temor ante el hombre a quien había vencido en un combate desigual.
Después dio por terminada la actuación y empezó a estirar el silencio para mostrar que había un más abajo: le estaba ofreciendo un regalo y, al margen del punto en que sus intereses habían chocado, ambos tenían un horizonte que compartir. Minutos más tarde, el ex ministro aceptaba el nuevo cargo; con la dignidad herida, pero lo aceptaba. Por otro lado, el ex ministro no era un recién llegado y sabía que el concepto de un partido bien jugado y, sin embargo, perdido, en política no servía. Ganar o no existir era la regla madre, de ella nacían las demás.
—¿y los principios?
La vicepresidenta se sometía a veces a preguntas de periodistas imaginarios. Pero ahora, sin querer, había imaginado la flecha, sus caracteres en minúsculas dibujándose sobre la pantalla.
—Los principios vienen luego. —Replicó.
—¿Significa que apruebas la afirmación de que en política el fin justifica los medios?
—No, quienquiera que seas. Significa que en política solo hay medios.
—Entonces, la política sería un hacer sin ton ni son.
—Es un hacer con música, que ponen otros.
Hacía dos minutos que el ex ministro había abandonado la habitación. Ganar las elecciones para cambiar algunas cosas, no había otro camino. El ex ministro había pensado que con sus decisiones correctas lograría el apoyo de la mayoría. Pero no lo había hecho y en determinadas comunidades autónomas eso iba a suponer retrocesos, abusos, más ventaja del Partido Popular. La vicepresidenta argüía que cada mal resultado electoral dejaba un rastro de medidas sociales abandonadas, propiedades públicas vendidas y negocios sin freno cuyas consecuencias recaerían en cuerpos vivos, con sus nombres y su desolación.
Cuando Julia Montes volvió a su despacho, pidió a su secretaria personal que sondeara si era posible suspender la comida con el ministro del Interior. Y lo era, ambos tenían un hueco a las ocho de la tarde.
—Entonces, a las ocho.
—¿Dónde comerás?
—En casa, a ver si desconecto un poco.
Logró llegar a las tres y cuarto. Se calentó un redondo de carne con salsa. Luego fue al ordenador. Había resuelto terminar con la flecha. Era un riesgo ridículo que no podía permitirse. Ni mucho menos podía seguir trabajando si en el trasfondo de cuanto decía o pensaba una pequeña puerta falsa permanecía abierta.
Llevaría el ordenador a la Moncloa. Por eso había querido volver a casa, para librarse del desliz, de su posible error. Eliminaría la conversación que mantuvieron y, por la tarde, pediría que formatearan de nuevo el disco duro. Exigiré confidencialidad: no deben analizar lo que hay dentro, deben horrarlo todo. Podría tirarlo y comprar otro, pero cada vez que viera el nuevo sentiría que la flecha me había vencido en algo. ¿Y si sabe cómo entrar en mi red? Diré que me aumenten la protección ante posibles intrusos, usaré más a menudo una terminal móvil de esas que odio.
Disponía solo de veinte minutos antes de que pasaran a recogerla. En el ordenador encendido, buscó el documento con la conversación de la noche anterior. Debe de ser este: documento 1. Botón derecho, eliminar. Enseguida un nuevo documento apareció ante ella:
—Hola.
La vicepresidenta no respondió.
—¿vas a entregarme?
También esta vez guardó silencio.
—Los votantes quieren secretos, sueñan que sarkozy, zapatero o condoleezza rice tienen perversiones ocultas, una pasión devoradora o un plan, descubrir que son planos, que en esas vidas no hay más misterio que un ir y venir de reuniones y cenas y cansancio cuando cae la noche, los decepciona yo soy tu secreto, ¿me expulsarás?
La vicepresidenta levantó los ojos por encima de la pantalla. Buscaba la mirada sin rostro de la flecha.
—Crees saberlo todo. —Escribió dejándose llevar, como si patinara—. Has visto las páginas que visito, las palabras que he buscado y, supongo, una carta empezada que nunca envié. Qué poco. ¿Me has oído gritar en sueños? ¿Te has fijado en cómo tiemblan mis manos después de una comparecencia? ¿Y las heladerías? ¿Qué sabes de las heladerías?
—:)… ¿las heladerías?
La vicepresidenta no pudo evitar sonreír. Le agradaba estar sola, en casa, sin nadie que pudiera verla ni entrar de repente. Sacudió la cabeza y escribió despacio:
—Todos imaginan mi cansancio, mi rictus de soledad, algunos llegan a imaginar el momento en que la resistencia cede y vestida, tumbada bocabajo, escondo los sollozos en la almohada. Pero di si has observado mi cara mientras leo los nombres de los sabores de los helados en el mostrador. Hablemos de la nata de la leche. ¿Soy capaz de tomármela cuando flota partida en trozos pequeños o la separo siempre con la cucharilla? ¿Y el arrepentimiento? A veces hago un gesto…, pongo mi mano sobre los ojos a modo de visera como si la luz del sol me molestase. No es la luz, es el arrepentimiento. ¿De qué? ¿Crees que mi ambición se mide con un compás? ¿Crees que soy vieja y que a menudo recuerdo los días de infancia, el mar, las manos de mi madre? ¿Piensas que compraría juguetes sexuales en la red si pudiera no usar mi propia tarjeta de crédito?