—No.
—¿A tu trabajo? ¿A tus padres?
—No, gracias.
Soltaron al chico a las nueve de la noche. El abogado salía de su trabajo en ese momento. Habló con él por el móvil, parecía sereno. El juicio no sería hasta dentro de varias semanas o quizá meses, quedaron en verse pasados unos días.
Luego el abogado buscó un locutorio en un barrio lejos del suyo. El dueño estaba mirando una película en la pantalla. El abogado sacó del bolsillo de la chaqueta un live cedé hecho a medida. Aquel era su mejor momento. Desde que conoció al chico no había dejado de saltar vallas electrónicas, fronteras que él imaginaba negras con el código escrito en luz verde. Disponía de tiempo y esfuerzo, y eso le había permitido ir subiendo de nivel sin detenerse. Nadie sabía que le gustaba. Nadie esperaba nada de él, los dueños de esos locutorios no retenían su cara porque nunca volvía.
El chico había sido su mentor. Llegó a él tras haber entrado en varios foros pidiendo ayuda. Para defender a un c liente acusado ele un delito informático necesitaba entender qué había hecho exactamente. Le enseñaron, logró que el cliente fuera absuelto y ya no quiso dejar ese mundo. Empezó desde cero, siguiendo paso a paso las indicaciones del libro
El entorno de programación UNIX
. Después vinieron los ezines y luego los retos que le proponía el chaval. No buscaba trucos sino hacer las cosas entendiendo cómo se hacían. A pesar de ser de letras, aprendió a encontrar la vulnerabilidad, a atravesarla como una puerta disimulada en la pared. Aunque nunca dejó de sentirse un extraño en la escena. Esos chicos, los demás, habían cruzado la adolescencia jugando en máquinas que ahora parecían prehistóricas pero que tenían el encanto de haber sido pioneras. Cerrados tras la puerta de su cuarto, de noche, oyendo de vez en cuando el módem como un sonar submarino, llegaron a sentirse pequeños dioses con acceso a centrales remotas donde se controlaba el poder, el ejército, el conocimiento. Él les sacaba casi quince años. En su casa nunca hubo ordenadores, ni unos padres que supieran lo que eran, ni un cuarto propio. Y además él era un simulador, no pertenecía a ningún sitio; por eso fingió abandonar.
El abogado salió del locutorio pasadas las dos. Ya habían cerrado el metro, pero no buscó un taxi sino que anduvo por las calles, conocía la oscuridad. Vigilantes jurados, guardias, escoltas, él trabajaba en el filo de la violencia física legal. Defender a esos hombres era su aportación al furioso inundo incomprensible. En cambio, la llamada del chico se le antojaba una interrupción, un tajo inoportuno dentro del tiempo. Aquella filosofía blanda que él mismo llegó a usar en sus alegatos, según la cual los hackers no eran sino chicos estudiosos aprendiendo a programar en sus habitaciones, nunca le convenció. Existían esos tipos, hackers modelo Heidi o hermana de la caridad que penetraban en un sistema informático sin permiso de acceso y dejaban un mensaje al administrador, explicándole los defectos de configuración y la forma en que habían conseguido entrar. Pero no eran hackers por dejar ese mensaje, sino por haber entrado sin autorización. Eso era también lo que él hacía cuando iba a los locutorios, entrar sin permiso en los sistemas, ser el intruso durante unas horas. En cambio, el chaval y sus amigos le recordaban demasiado a los universitarios de Yomango que decían robar como «protesta al sistema», y cuando desmagnetizaban una alarma se creían diferentes. ¿Por qué vuelves ahora, chico? ¿Ya no recuerdas que yo defiendo al segurata, al que te lleva al rellano de unas escaleras por donde no pasa nadie y te acojona y te registra y se juega su puesto si no te encuentra nada? No lo recuerdas o quizá no lo sabes. Tampoco os dije nunca que mi padre era un poli, como el que habrá tenido que lidiar con Red Eléctrica y con su superior y quemarse las pestañas leyendo la telemetría para saber quién coño eras tú.
El abogado atravesaba las calles recalentadas por los motores de aire acondicionado. Vio pasar a una mujer sola, andaba deprisa, el vestido ceñido, el ruido suave de unas sandalias planas contra el suelo. Pensó en su casa con dos cuartos vacíos, para invitados, para sus otras vidas. Cuartos disponibles como él mismo. Yo no soy nadie, chico, supongo que por eso me has llamado.
Después de tres reuniones, la vicepresidenta dispuso de media hora tranquila en su despacho, necesitaba leer multitud de papeles y documentos. Se le pasó por la cabeza buscar en Google el código que había copiado la noche anterior, o algo de información acerca de esos ordenadores llamados zombis, pero lo descartó. Si lo hacía quedaría constancia de su búsqueda y no deseaba compartir con nadie lo ocurrido, por el momento.
El ejercicio del poder se caracteriza, entre otras cosas, por un continuo ir y venir de secretos que hay que administrar.
Secretos retenidos, secretos para ir soltando muy lentamente, secretos compartidos por un núcleo mayor o más pequeño, secretos troceados. Hay que tenerlos en la cabeza recordando cuál es su radio de acción, quiénes saben, quiénes pueden llegar a saber, quiénes no deben conocerlos bajo ningún concepto.
En cuanto a su flecha, se trataba, por ahora, de un secreto solo suyo, y así quería mantenerlo. No tenía tantos. Por motivos de su cargo, tanto su salud como sus relaciones personales, gastos, negociaciones, viajes, indumentaria, planes, eran puestos en conocimiento de otras personas.
Durante la comida con algunos miembros de su equipo, La vicepresidenta se las ingenió para llevar la conversación al terreno de los ordenadores zombis sin llamar la atención. Pronto una persona hizo la pregunta que ella necesitaba:
—Cuando se apoderan de tu ordenador y lo convierten en un zombi, ¿hay alguna manera de darse cuenta de ello? dijo Carmen, la directora de comunicación.
—Sí y no. —Contestó la mano derecha de su anterior jefe de gabinete, un treintañero aficionado a la informática quien pronto la abandonaría, pues había sido reclamado por el presidente—. Los ordenadores son capaces de ejecutar más de una cosa a la vez. Mientras estás escribiendo en tu procesador de textos tienes otra aplicación abierta que, de vez en cuando, mira a ver si tienes correo o si alguien te ha escrito por el chat, etcétera. A esos otros procesos, que se ejecutan al el trasfondo, se les llama «demonios».
—¿Por qué «demonios»?
—Todo empezó con un experimento con gases. Un tipo imaginó que, si hubiera una pequeña criatura, y la llamó «demonio», capaz de seleccionar las moléculas en movimiento según su velocidad, podríamos llegar a romper el segundo principio de la termodinámica, ese que prohíbe que entre dos cuerpos de diferente temperatura se transfiera calor del cuerpo frío al caliente. A los programadores les gustó la imagen de la criatura que trabaja en el trasfondo.
—¿Y un zombi es un demonio? —Preguntó el jefe de gabinete.
—Para decirlo más exactamente, un zombi es un ordenador que ejecuta un demonio ajeno a su sistema, colocado por un tercero, por lo general vía virus o al cargar una página web que explota vulnerabilidades. Aunque el nombre hace pensar lo contrario, el ordenador zombi se presenta como perfectamente normal a su usuario. En corto: que tu ordenador o el mío pueden ser ahora mismo zombis y nosotros no saberlo…
—Pero… ¿se nota algo? —Preguntó la directora de comunicación.
—Depende del nivel de información del usuario, y de lo discreto y camuflado que sea el demonio, cosa en la que su creador habrá puesto el suficiente empeño si quiere que su red de zombis perdure. Teniendo en cuenta el sorprendentemente alto número de redes de zombis conocidas y, en consecuencia, de ordenadores infectados… un usuario normal no lo nota a no ser que su antivirus lo delate. Lo que no siempre ocurre, o más bien casi nunca.
—Hay una combinación de teclas para ver esos demonios, ¿no? —dijo el jefe de gabinete.
—Sí y no. En Windows, si tecleas a la vez Control-Alt-Del, te sale el Administrador de Tareas. Pinchas en la pestaña de procesos y verás decenas de demonios legítimos, propios de tu sistema. Pero puede que haya alguno invitado, que no se llamará «zombil.exe» sino algo del tipo «syscmd.exe», idéntico o muy parecido a otros varios demonios que sí son propios.
—Habrá formas de comprobar a qué corresponde cada proceso —dijo la vicepresidenta.
—Las hay, solo que requieren más conocimientos de los que suele poseer un usuario no experto. Y también hay herramientas para enmascarar un proceso haciéndolo casi invisible.
La vicepresidenta miraba los chipirones como si fueran aves o pequeños cuerpos de alienígenas. Depositó los cubiertos juntos, dando el plato por terminado. En su cabeza, problemas aún sin resolver y tareas pendientes se desplazaban con dificultad en medio del cansancio. Uno de esos demonios trabaja pero no para tener un programa de ordenador abierto sino para ir gastando mi cuerpo, mi resistencia, mi capacidad de concentración.
Pidieron los postres, ella eligió fresas con zumo de naranja. La conversación giraba ahora en torno a los usos habituales de una red de zombis. Mil ordenadores, decían, con un demonio que te obedece y al que mandas instrucciones del tipo: «A lo largo de las próximas veinticuatro horas envía este mensaje spam a estas cien personas». Hecho así, la operadora de cada uno de esos ordenadores no lo nota, mientras que sí lo haría si enviases cien mil mensajes desde un único ordenador.
La vicepresidenta pensó en su flecha: ha abandonado el trasfondo, como buscando que yo la vea.
La hora del café era su tiempo libre. Todos sabían que ella no tomaba y la dispensaban de estar presente en la sobremesa hasta el final. Sin dar ninguna explicación, siguiendo la rutina convenida, abandonó el pequeño comedor privado y se retiró a su despacho. Una vez allí, cerró los ojos unos minutos, un sueño breve que renovó sus fuerzas.
Al despertar, se dirigió al vestidor. Debía cambiarse de ropa para asistir a la inauguración del Cuarto Congreso Europeo de Personas con Discapacidad. Eligió una chaqueta azul prusia de corte recto, con cuello de chimenea para disimular la edad, implacable detrás de la tela. El pantalón, del mismo tejido que la chaqueta y de un azul algo más fuerte; ambas prendas lisas, pensadas para afianzar su imagen de figura cerrada, sin fisuras. Algunos modistos insistían en recomendarle telas estampadas, pero ella siempre las rechazaba con un ademán discreto y firme. Los estampados poseían connotaciones relacionadas bien con la intención de aportar un toque de fantasía al mundo, bien con la voluntad de plasmar la propia personalidad o intereses. Somos mucho más vulnerables con estampados, pues contamos más historias, voluntariamente o no. Colores lisos, superficies sin agujeros. La vicepresidenta no quería contar ninguna historia sino aparecer ante las cámaras de televisión, los fotógrafos y el público, como una figura compacta, capaz de proteger.
Mientras se ponía unos pendientes en perfecta combinación con la sombra de ojos y la indumentaria, se preguntaba hasta qué punto esa flecha podría abrirse camino como un dibujo: un rombo o un tallo con hojas, el comienzo de una grieta horadada en su armadura de azules impenetrables.
Inauguró el congreso, luego tuvo que asistir a un acto en el que una asociación de periodistas le entregaba un premio y, por último, a una cena con una delegación de empresarios ucranianos. Ya de regreso, se sintió inesperadamente contrariada al comprobar que era más de la una. No llegaré a tiempo. A no ser que la flecha me esté esperando.
La figura del abogado con la chaqueta hinchada por el viento parecía proceder de otro mundo más antiguo y solitario mientras, bajo la lluvia, descendía por la cuesta del parque del Oeste. El chico había insistido en quedar en aquella hondonada rodeada de árboles. Cierto que habían hablado la noche anterior, cuando nada parecía presagiar esa tormenta con un vendaval que habría inutilizado cualquier paraguas. No obstante, ajuicio del abogado, el chico mostraba síntomas de paranoia. No había querido quedar en un café porque la mayoría tenían cámaras, y no le había dado un número de móvil porque ya no usaba móvil, es como llevar un cascabel puesto, le dijo, y aunque el abogado preguntó: «¿Quién es el gato?», el chico no contestó, ya había colgado o quizá lo hizo al oír la pregunta.
Le encontró allí, empapado, el pelo oscuro y corto con trasquilones, la nariz ganchuda y la expresión vagamente atónita, como si no acertara a explicarse por qué había gotas en los cristales de sus gafas y un vapor que nublaba el mundo.
—¿Dejarás ahora que vayamos a un bar? —Casi gritó el abogado en medio del viento.
—Sí, sí, pero hablamos por el camino.
Y así fue, a voces, batidos sus cuerpos por una lluvia fina y constante, el chico le fue contando que lo de Red Eléctrica no había sido exactamente un error.
—No quiero que me preguntes mucho durante el juicio. Lo prefiero, aunque al final tenga que pagar una multa o me caiga una condena de unos meses.
—¿Estás diciéndome que querías que te descubrieran?
—Tengo problemas, Eduardo.
El chico se quitó las gafas para limpiárselas con el borde de la camiseta. Le brillaban los ojos como si tuviera fiebre, pero no transmitía sensación alguna de debilidad.
—¿Por qué quieres que te defienda yo?
—Confío en ti. Tenemos que resultar creíbles. El multímetro no estaba averiado, lo estropeé luego.
Avanzaban entre viejos árboles a los que la pendiente hacía parecer aún mayores. El abogado obligó al chico a detenerse bajo uno de ellos y encendió un cigarrillo.
—Puede caerte mucho más que unos meses. Acceso no autorizado a sistemas informáticos, fraude de suministro eléctrico y lo que encuentren. Quizá tengas que entrar en prisión.
—Por eso te necesito. No quiero ir a la cárcel, creí que cuando me procesaran me despedirían. Pero no lo han hecho.
—Repite.
—Intentaba que me dejaran en paz, pero fallé.
El chico miró a su alrededor. ¿Busca perseguidores, un espacio seco para sentarse, qué le pasa ahora?
—Joder, te has ido a parar en el árbol.
El abogado reaccionó con brusquedad, estaba cansado de esa intemperie absurda y también de no entender.
—Si no dejas de hablar en clave y me cuentas lo que pasa, yo no te defiendo.
Crisma le miró desconcertado.
—Perdona, no tiene nada que ver. Es de otra época. Una chica, ya sabes, era nuestro árbol. Me parece que hace mil años.
Mil años, el chico rondaría los treinta, o ni siquiera. ¿Qué sabía él de otra época? Ocho años atrás, cuando le conoció, combinaba el hacking con esos juegos de poderes, enemigos y territorios mágicos. Por momentos hablaba como si aún siguiera en esos mundos. Sin embargo, algo dentro de su voz era estridente y temblaba. El abogado conocía bien el punto más temido, el que precede a la pérdida del control, cuando los obstáculos se agolpan y el pánico está demasiado cerca.