—¿Cuáles? La mayoría no representan a nadie. Las cosas han cambiado, Luciano. El fracaso confirmará la idea de que este país es una pieza demasiado pequeña en el tablero mundial.
—No hay un tablero sobre el que se juega, ni mundial, ni personal, ninguno. Cuando movemos una pieza, movemos también el tablero porque no hay discontinuidad entre los dos. Nuestra prueba no dará como resultado el éxito o el fracaso sino una reconfiguración del juego.
—¿Y Europa?
—Se está hablando con otros países, también tienen cajas de ahorros.
—Ni siquiera las cajas estarán de acuerdo, hace mucho que perdieron su origen socialista, la mayoría piensa como bancos y así actúa.
—Nada es compacto, recuerda. Entre cada partícula de tu cuerpo hay espacio vacío. También en las entidades bancarias.
—Luciano…
—Vuelve a llamarme romántico si quieres. Pero lo contrario es cretinismo: Felipe González hablando de sí mismo como de un ciudadano de renta media, justificando la guerra sucia del Estado y quejándose como una plañidera porque el mercado impone su ley.
—Leí la entrevista, sí.
Helga se levantó para llevar la bandeja a la cocina. Al entrar, la ventana se abrió por el viento. Miró un momento el parquecillo de abajo, los árboles jóvenes se agachaban para evitar caer. Cerró con cuidado, vació el café y dejó que el agua fría corriera por sus manos como chorros de lágrimas. Seguía echando de menos a su hijo y así sería hasta que le llegase la muerte. Pero sobre todo lo echaba de menos los días en que pasaba algo distinto, ese vendaval o las palabras de Luciano que parecían llegar procedentes de sus veinte años, cuando el tiempo no iba cerrando posibilidades, quemando etapas, sino que las extendía como ramas nuevas.
Luciano estaba apoyado en el marco de la puerta.
—¿Te encuentras bien?
Helga asintió con una leve sonrisa. Pasó junto a Luciano y volvió a la mesa.
—Yo también pensé que nada había valido la pena después de leer esa entrevista. Un ex presidente puede pasar por la vida sin haberse enterado de nada, puede analizar la corrupción del propio partido diciendo: «Sufrí mucho», puede mirar atrás sin arañar un solo milímetro de la película que él mismo se ha contado. Y resulta que es nuestro ex presidente.
—Casi nadie sabe estar callado. O a lo mejor tiene miedo. Ya sabes, la red, las filtraciones, quizá ha querido adelantarse al peligro que podría suponer para él un mundo sin secretos.
—Poco consuelo es. ¿Para qué hemos trabajado durante años? Si estamos en manos del destino, por lo menos tratemos de comprender lo que hace con nosotros. Y si no estamos en sus manos…
Luciano sonrió.
—Me conoces bien. —Dijo Helga—. Sabes que no voy a negarme, todavía confío, todavía espero. Os ayudaré. Luciano, ¿son ciertos los rumores que dicen que Julia va a caer?
—No parecen descabellados.
—¿Esta iniciativa es su canto de cisne?
—Puedes llamarlo así.
—No creas que es un juicio negativo. Al contrario. Hace muchos años que no escucho un canto de cisne.
Helga se levantó y fue a buscar su móvil. Miró en él la hora.
—No viene. Voy a perderla, Luciano. Nunca esperé poder vivir con ella para siempre. Pero ha sido demasiado pronto.
—¿No te estás precipitando?
—Al vacío, sí. —Sonrió ella, todavía de pie—, Luciano, ¿qué dice Julia, la tuya, de todo esto?
—Está con nosotros. No puede intervenir porque necesitamos ser muy cautelosos, de momento.
—¿De verdad crees que tenéis una posibilidad?
—Tú lo has dicho, tenemos una. Con una basta para intentarlo.
—Sería más fácil no ver, ¿verdad? Estar entre los ocupados.
—¿Los ocupados?
—Es una forma de hablar, los que no se preguntan, los que están yendo siempre de una piedra a otra, sin hundirse, sin mojarse, sin importarles qué es lo que pisan para seguir a flote. Tú y yo hemos estado ahí, y desde luego la vicepresidenta. ¿Crees que podemos cambiar?
Luciano la miró a los ojos. Helga sostuvo la mirada y luego consultó de nuevo la hora. Después se acercó a la ventana. Luciano la acompañó.
—Seguro que va a venir.
—Dime, ¿Julia no teme que la llamen irresponsable? ¿No temes serlo tú? Vais a remover las cosas, crearéis enfrentamientos, fisuras, inestabilidad, incluso aunque nada salga adelante.
—He guardado silencio mucho tiempo por disciplina. Pero el mundo se viene abajo, Helga. De manera que no, no nos preocupa.
—Te acompaño a la puerta. Tendrás cosas que hacer y yo también. Me alegra haberte visto. Hacía demasiado tiempo.
Cuando Luciano se fue, Helga abrió su navegador en busca de noticias de la vicepresidenta. Muchos años atrás, al descubrir que el Irlandés tenía una historia con Julia, había conocido el insomnio de los celos. Pero no era de Julia de quien tenía celos, como todos pensaron, sino del Irlandés. Deseó con locura haber estado ella en el lugar del Irlandés, haber sido ella la amante de esa mujer delgada y vivaz con ojos como lagartijas y una voz, en cambio, muy quieta. Luego murió su hijo y no volvió a pensar en Julia.
Helga miraba un vídeo en el que se veía a la vicepresidenta hablando de tú a tú a un periodista. No subió el volumen, se fijaba en los gestos. Algunos movimientos de las manos y algunas expresiones la hacían parecer muy vieja, aunque Julia debía de tener apenas cuatro años más que ella. Pero era como si algo en su cuerpo estuviera dejando atrás el deseo y empezando a parecerse a… ¿a quién se parecía?, esos rasgos…, y Helga rió, es Yoda, querida amiga, el gran maestro de la orden del Jedi comienza a ocupar tu cuerpo. A lo mejor tienes suerte y este tránsito tuyo por la vida pública te lleva directamente desde la madurez a la ancianidad sin pasar por la vejez.
Helga volvió a mirar la hora. ¿Sabrás tú, poderosa maestra Jedi, decirme dónde está la que espero, y por qué amor no basta, por qué vuelve siempre el deseo de intentarlo en otro cuerpo, no importan los años: alguien nos llama y sentimos que hay una latitud y una longitud y unos ojos junto a los cuales podríamos morir en paz? Siguió mirando noticias y fotografías. Le hacía bien estar ahí en vez de en la ventana, atenta a reconocer en la noche los andares de patinadora de la mujer a quien estaba perdiendo.
El Irlandés salió a la pequeña terraza trasera de su sanatorio de pájaros. Daba a un callejón sin salida y más que terraza era una mínima ampliación de la cocina donde otros vecinos colocaban tendederos. El, liberado de necesidades domésticas, había puesto una tumbona para leer. Las ramas del árbol del callejón rozaban la barandilla formando sombras en su cara. Abrió la carpeta con los informes acerca de Luciano Gómez. Había perdido la costumbre de leer novelas y la lectura de informes le retrotraía a esos años en los que para descansar de sí mismo y tomar fuerzas se internaba en historias sobre barrios infames y destinos guiados por el azar. La vida de Luciano no parecía muy emocionante, en realidad ni siquiera parecía emocionante, pero el Irlandés conocía la importancia de los preparativos: visto desde fuera un hombre no hace nada mientras en su cabeza, oficina, estado de ánimo, un plan empieza a tomar forma, a veces solo se trata de determinación.
Ya jubilado, Luciano se levantaba a las siete y media con su mujer, desayunaban juntos y ella se iba al centro de investigación donde trabajaba. A eso de las diez él bajaba a comprar el periódico, el pan, y quizá alguna otra cosa, azúcar, bombillas. Algunas mañanas, no todas, se conectaba un par de horas a la red. Tampoco hablaba demasiado por teléfono. Una o dos veces a la semana acudía al Ministerio de Trabajo, al parecer asesoraba en varios proyectos menores. Durante ese mes había ido dos veces al médico, una a correos y una a la reunión del partido en su barrio: cuatro personas contando con él. Los sábados siempre salía a cenar con su mujer y otros amigos. Había impartido dos charlas, una en un instituto de enseñanza secundaria y otra en el local de una asociación de vecinos. No se le veía escribir, sí en cambio leer, dos o tres horas al día.
Demasiado tiempo muerto, pensó el Irlandés. La gente toma decisiones irreversibles cuando no fuma, cuando no escribe, cuando mira el reloj en la sala de espera, cuando no duerme. Llevaba ya medio mes rutinario, melancólico, cuando empezaron a cambiarlas cosas. Primero Luciano recibió una visita de la vicepresidenta. Luego coincidió con ella en un café. El jueves fue a la sede de UGT, el viernes a la de Comisiones Obreras, y el sábado a la de UGT. En las tres ocasiones tenía una entrevista concertada. Había hecho numerosas llamadas esos días, pero no constaban porque el chico aún no había hecho las actualizaciones. Y había estado escribiendo en una vieja máquina de escribir eléctrica. El lunes siguiente fue a la sede central del partido. Volvió el miércoles. El jueves fue a la casa de la vicepresidenta.
El Irlandés recordó esa casa. Aunque llevaba años sin visitarla, la imaginaba igual, la gran terraza con los butacones de madera y el salón funcional, un tanto nórdico. La última vez que vi a Julia en aquella recepción se saludaron sin verse en realidad, ninguno de los dos estaba receptivo al estado del otro, al menos esa fue su impresión, como si no quisieran reconocer en la cara ajena los años, los sueños desechados, las concesiones al triunfo. ¿En qué andaba metida Julia en compañía de Luciano? Podía no ser nada oscuro, un homenaje a algún viejo sindicalista o la construcción de un museo en un pueblo, esas pequeñas deudas que se adquieren desde el poder y que no implican corrupción pero sí cierta arbitrariedad del bien. Volvió al informe. Los dos últimos días Luciano Gómez había visitado, esto le sorprendió profundamente, a Helga, la mujer con quien él había estado casado durante diez años, la madre de su hijo muerto. ¿Qué pintaba Helga en todo eso? Luciano era miembro del PSOE, igual que Helga, quien había trabajado en el partido, pero tenía entendido que cuando abandonó ese trabajo para fundar su propia empresa se había desvinculado del todo. Aunque llevaba mucho tiempo sin verla, a veces le llegaban noticias por medio de la mujer que ahora vivía con ella, una informática leonesa de ojos claros con quien solía trabajar. Helga le puso en contacto con ella, era realmente buena en lo suyo. Le cayó bien, al principio trabajaron mano a mano muchas veces, él llegó a sentir atracción y deseo, y cuando iba a mostrarlo ella le dijo que estaba viviendo con su ex mujer. ¿Viviendo y follando? Aguantó la pregunta, aunque le obsesionó unos días. Luego canceló esa historia. La leonesa le era útil pero no esperaba que fueran sus detectives muertos de hambre quienes acabaran frente al portal de mi ex mujer.
Se dijo que habría podido evitarse los detectives si el chico hubiera resuelto ya el problema de las actualizaciones. El chico había jurado que lo resolvería esa semana. Ojalá termine pronto, está nervioso y nos está poniendo nerviosos a los demás.
A las siete de la mañana el teléfono del abogado sonó y se cortó varias veces. El abogado se vistió de mala gana. Acudió al bar convenido, el chico estaba bastante nervioso.
—Habrás hablado ya con el vigilante.
—Sí.
—Seguro. La otra vez me dejaste colgado.
—No: tú te adelantaste.
—Yo creo que no, pero no importa. ¿Me va a ayudar?
—Sí. Me contó su encuentro contigo. Llegamos a un acuerdo.
—¿Qué le das tú a cambio?
—Cosas nuestras…
—Avísale entonces. Voy a hacerlo hoy.
—¿Hoy?
—Es que es más complicado de lo que ellos creen. Les he explicado que técnicamente resulta imposible hacer las actualizaciones sin dejar pistas. Lo saben, lo entienden, pero les da igual, yo soy una pieza de recambio.
—Necesitas algo más que mi ayuda. Tenemos que organizamos, ellos te dejarán solo y terminarás tú en la cárcel o suicidado como ese técnico griego.
—No, ni hablar. Lo he planeado bien. Cuando tenga una llave de acceso para mí, me las arreglaré para que lo sepan. Así tendrán que dejarme en paz.
—No creo que pretendan estar escuchando siempre. Una vez que resuelvan su asunto, pararán.
—Ellos no pueden añadir los números desde fuera. Cada vez que les interese otro me lo van a pedir. Tengo que poner un límite. Dentro de cinco minutos vamos a esa cabina y llamas al guarda. Por favor.
El chico llegó al trabajo con antelación, avanzó los últimos cien metros pegado a la pared para no ser filmado. El guarda de la puerta le esperaba.
—Aquí. —Dijo desde un rincón que era también un punto ciego de la cámara.
Luego regresó a su sitio habitual. El chico esperó fuera mientras el guarda abandonaba su caseta. Luego entró a gatas con un pasamontañas hasta el punto ciego donde el guarda había depositado unas llaves. Había estado preparando el plan con la vikinga y habían decidido que sería más seguro y desconcertante acudir primero a los viejos métodos analógicos. Solo si algo se complicaba usaría el inhibidor. Con una caña de pescar plegable puso un paño negro sobre la cámara, cubriéndola, y repitió lo mismo en el pasillo. Abrió la puerta del pequeño cuarto de racks. De su mochila sacó una bolsa isotérmica con un bloque de hielo. Lo dejó encima del rack. Tenía poco tiempo antes de que los sensores advirtieran el cambio de temperatura. Volvió sobre sus pasos retirando los trapos negros. Salió pegado de nuevo a la pared. Regresó a las ocho, con otra ropa y sin pasamontañas. Tras saludar al guarda subió deprisa a su ordenador. Entró en el sistema y modificó el script de los sensores. Borró su rastro, aunque no podía hacerlo en el otro ordenador del hielo, esperaba que la avería que produciría el agua provocase un pequeño incendio que destruyera los registros de lo ocurrido.
El chico trabajó de buen humor. Pedaleaba con los pies sin querer, como si tuvieran música. Un compañero se le acercó para preguntarle una duda y el chico le sugirió salir a tomar un café.
—¿Cómo vas? —Se interesó el chico por él.
—Un poco harto. —Replicó su compañero, apenas unos meses mayor.
—¿Por qué?
—Porque tengo sueño, porque me controlan a todas horas, porque han quitado a dos personas de mi grupo y ahora tenemos el doble de trabajo… ¿Sigo?
El chico negó con la cabeza.
—¿Y tú?
—Hasta el cuello.
Se miraban sin verse, cada uno conjurando un tiempo futuro que les atenazaba. La luz de la cafetería parpadeó. El chico levantó los ojos hacia el reloj de la pared. La luz se fue del todo y volvió una más débil de emergencia.