—Vamos a hacer backups, esto tiene mala pinta. —Dijo su compañero.
—Sí, ve yendo si quieres, yo invito.
Crisma dejó unas monedas en la barra y salió por la puerta opuesta. Entró en la sala de monitorización.
—Se está cayendo todo. —Le dijo su jefe.
—Por eso he venido.
—¿Puedes seguir con esto? Hay dos cosas que no quiero perder en mi ordenador. —Dijo, y se fue.
No entraba en el plan del chico, pero sus zapatillas seguían pedaleando solas. No estaba nervioso, lo había repasado, podía tocar las teclas con los ojos cerrados. Y no tenía miedo porque el miedo ya había sucedido, formaba parte de una historia paralela en la que pudo no haberlo intentado. Tecleaba como jugando, como si en vez de escribir código estuviera conduciendo un coche por el borde de un precipicio, guiando una lancha bajo los puentes.
La luz parpadeó de nuevo, él había logrado actualizar la red de teléfonos sombra y tenía ya también su propia puerta trasera. Pero le faltaba el encargo de su jefe. Sonó el teléfono, era él.
—Cierra el ordenador y ven a mi despacho.
Crisma apagó. Sus zapatillas se quedaron quietas: ¿le había visto su jefe, había sido todo una emboscada?
Anduvo despacio, como si no hubiera gravedad en los pasillos y pudiera chocarse con el techo o la pared. Las luces de emergencia parpadeaban sin cesar. El chico repasó los pasos, era difícil que su jefe los hubiera visto pero no imposible. Podían despedirle. Podían llevarle a la cárcel. ¿Y todo por qué? ¿Por haberse metido en un lío sin pensarlo o tal vez porque había estado demasiado tiempo sin meterse en ninguno? ¿Al final era un ingenuo? El mundo se desmoronaba, dentro de diez años quizá todo se viniera abajo: el fascismo, la guerra, el fin de la energía, ya nadie podía soñar con un futuro previsible. Recordó sus veinte años, cómo se sentía al mirar a sus padres y verse reflejado, para ellos él era una promesa, sus miradas le hacían creerse poseedor de algo nuevo. Y ahora qué, una pieza de una empresa, material intercambiable que iba a ser arrojado al contenedor.
La luz volvió cuando el chico llamaba a la puerta del despacho de su jefe. Miró el reloj: lo habían solucionado antes de lo que él había previsto. Bueno, aquí se acaba todo. No sé, supongo que es peor, pero lo otro también era malo. Y sintió miedo al recordar la celda de la comisaría, el hedor, el frío.
—Entra. —Dijo su jefe.
Estaba sentado delante del monitor. Lo señaló.
—Se ha ido al negro con un texto troquelado en forma de murciélago. Luego el ordenador se ha apagado y no puedo volver a encenderlo. Por lo que sé, ha sido solo el mío.
—¿Has abierto algún enlace?
—No, por lo menos no hoy.
—¿Ha sido durante la avería?
—Sí, ¿crees que puede tener relación?
—No estoy seguro.
—Quiero que te lo lleves. Ahora. Tengo demasiados problemas, no voy a dar parte de esto hasta que no tenga más datos. Hazme un análisis forense, dime qué ha pasado, de dónde ha podido venir esto.
—… Entonces… ¿me marcho?
—Sí, lo desmontas y te vas a casa. Mañana me lo traes a primera hora y me cuentas lo que sepas.
Crisma se acuclilló y empezó a desenchufar los cables. Los dedos le temblaban después de la tensión, pero su jefe no podía verlo. Intentó controlar la expresión de la cara, la sonrisa nerviosa que le afloraba sin querer, hacía un minuto se había imaginado con toda nitidez dentro de una celda.
Enseguida, sin embargo, empezaron las preguntas, ¿podía haber sido azar, estaría el Irlandés detrás de ese ataque con murciélago, qué estaba pasando? Levantó la caja del ordenador y la puso sobre la mesa de su jefe.
—¿Necesitas un carro?
—Será más discreto, sí.
Crisma pasó por su mesa arrastrando el carro negro. Nadie le preguntó qué llevaba.
Eran las cuatro de la mañana, la flecha no estaría pero Julia decidió hablar con ella, al fin y al cabo ni siquiera tenía constancia de no haberse vuelto loca ni de que esas líneas que se escribían en el ordenador no estuviesen escritas por ella misma, desdoblada sin darse cuenta. Era absurdo pensarlo pero también no tener rastro de esa persona que le hablaba.
«Hemos avanzado mucho. —Escribió—. Ya circulan rumores de todo tipo, y en cuanto el presidente me dé luz verde comenzará el baile. Por supuesto, van a decir que esta no es la medida más necesaria ahora. Yo creo que sí. Es el hecho y es el símbolo, demostrar que no estamos completamente sometidos a los mercados, las agencias de valoración, la burocracia de Bruselas. Si conquistamos algo de autonomía financiera podremos aliviar la restricción crediticia que pesa sobre familias y pequeñas empresas. No hará falta sobreendeudar, bastará una refinanciación de las deudas vivas. Podremos fomentar la creación de pequeñas empresas viables, dar salida al parque de viviendas incautadas bajo la forma de alquiler social para las familias sin hogar, forzar la desaparición de los préstamos hipotecarios abusivos. Priorizaremos la financiación a empresas generadoras de infraestructuras necesarias para cumplir cometidos sociales que no alcanzamos mediante las leyes. Cada vez que he dicho esto, algo que al mismo tiempo es el abecé y un sueño, me han escuchado como si lo imaginaran, como si durante un momento volvieran a pensar que es posible, siempre que, han insistido, claro, tuviéramos el aval del presidente.
»No me contestas, ¿dónde estás? Aunque he pasado por todas las hipótesis, ya no creo que seas un enemigo, ni tampoco un amigo. Al principio llegué a preguntarme si eras Luciano, Carmen, Helga, pensé en ex amantes, adversarios, en Álvaro tendiéndome una trampa. Lo que ahora me digo es que tal vez coincidimos una vez en un sitio corriente, no sé, una piscina o un comercio. Quizá eras el dependiente que me atendió. Y a lo mejor fui brusca contigo. Recuerdo a un chico a quien conocí en una piscina cubierta. Los dos íbamos a nadar por la mañana. Luego en el bar había un solo periódico, a veces llegaba él primero y a veces yo; lo leíamos deprisa para dejárselo al otro porque éramos educados. Hasta que una mañana me miró medio riéndose y decidimos compartirlo. Avanzábamos de titular en titular, consultándonos las pocas ocasiones en que alguno quería leerse una noticia entera. Pensé que podías ser ese chico, aunque no recuerdo haberle ofendido. ¿En qué momento mi cobardía te ofendió? ¿Qué hice o qué dejé de hacer para que estés ahí, aguijoneándome?
»Puede que no haya ningún vínculo entre nosotros, o que sea unidireccional, ese psicópata a quien un gesto mío podría haberle parecido un signo que pide mi muerte. No lo creo. A menudo pienso que eres solo quien dices ser, un votante medio, el inexistente hombre de la calle, porque no hay nadie medio y cada uno tiene su angustia, su rencor, su pedazo de felicidad. De personas así llegan todos los días a vicepresidencia decenas de cartas y correos. Casi siempre se trata de papeles pendientes, ayudas no concedidas, trámites que se juzgan erróneos. También, aunque menos, hay sugerencias y peticiones concretas. Nunca nadie me ha pedido como tú mi cobardía». La vicepresidenta decidió no borrar el documento, le puso nombre: «cuatro de la mañana», lo dejó en el escritorio y apagó.
Crisma se hizo un termo con café para poder servirse a cada rato sin salir de la habitación, luego preparó sus discos y demás herramientas de análisis forense. Tenía delante de sí unas horas en las que solo habría intensidad, sin daño, sin temor a causarlo, sin dudas. En inglés lo llamaban/w «pero debía de ser más parecido a lo que sentía alguien cuando dibujaba o componía una canción, un tiempo de concentración que aplazaba el mundo. Una vez hallado el origen de ese murciélago tendría que responder a cuestiones como quién lo enviaba, si era una amenaza para él o solo para su jefe o simplemente un virus capaz de atravesar las defensas de ATL. Pero ahora podía retrasar las preguntas mientras revisaba la placa base y el disco duro sintiéndose parte de un conjunto de mentes inquietas, atentas a la manera en que el pensamiento podía convertirse en acto si se sabía ordenar el código adecuadamente.
Aunque aún era de día, bajó la persiana y encendió la luz. Hay personas que están hechas para permanecer en cuartos tenuemente iluminados. Para huir de las bromas baratas, la risa que explota, de todo lo que fluye fácilmente en unos casos y sin embargo se detiene en otros. ¿Soy un enfermo, un asocial? ¿Esta felicidad de ahora tiene sentido? Aunque apenas había ruido en su casa, pues todas las habitaciones daban a patios interiores excepto una pequeña ventana en el dormitorio, Crisma se puso unos protectores de oído de los que se usaban en los aeropuertos. En ese silencio, frente a la pantalla negra con caracteres verdes, también había desorden, incertidumbre, y el olor persistente de alguna casa donde alguien freía con aceite quemado las cosas. Pero todo lo de afuera parecía suceder de un modo menos intenso, amortiguado. Creen que no me canso, cuando no sale a la primera, cuando lo intento y tropiezo, cuando voy al hospital. Mejor que lo crean, pero sí me canso. Que otros hagan, si quieren, quince cosas a la vez, yo no puedo, he tenido mucho tiempo para comprobarlo. Aquí estoy bien.
Deseó que el Murciélago fuese un buen enemigo. Muchos hackers tenían ahora un objetivo económico y bastantes pertenecían al crimen organizado dentro del sistema o en sus alrededores. Pero en algún lugar seguía habiendo mentes conscientes de que el código era poder y debía ser compartido; gentes que solo buscaban un territorio donde las cerraduras y la combinación de la caja fuerte no dependiera del dinero acumulado con violencia, sino de noches con un termo de café y el universo entero al otro lado.
Comprobó que el virus había entrado en la BIOS como si fuera a actualizarla y en vez de hacerlo había puesto un archivo inejecutable. Eso inutilizaba por completo el ordenador pero en principio dejaba el disco duro intacto. Se conectó al chip de la BIOS y vio que lo que debía ser un programa había sido sustituido por un texto:
«Estar solo es metafísicamente imposible: el único monstruo sería aquel Robinson soñado por Tournier en un mundo sin otro. Viernes, o las huellas de los indígenas, son necesarias hasta para concebir la isla, no digamos la novela».
Miró detrás de sí en un gesto instintivo, ¿quién acababa de hablar? Luego volvió a leer el texto, un mensaje de náufrago bastante extraño. Por lo menos pareces un enemigo elegante. Desmontó el disco duro y lo instaló en uno de sus ordenadores. Funcionaba. No tengo nada; una tarjeta de visita, una firma literaria, pero qué puedo hacer con ella. Introdujo el texto en un buscador, solo había una entrada para las palabras escritas en la misma secuencia, un artículo publicado en un periódico el día de Reyes de 1990. Bien, ya sabía de dónde procedía el texto, pero era una vía cerrada. Quizá el intruso fuera alguien mayor si conocía un texto publicado en 1990, aunque también podía haberlo encontrado casualmente en la red hacía tres semanas.
—Puto Murciélago. —Dijo en voz alta, y entonces se acordó. Tenía que haber dejado una firma en el disco duro para que se viera la imagen troquelada del murciélago.
La vicepresidenta contempló su mesa, los papeles ordenados en montones simétricos. Abrió la siguiente carpeta de cartulina blanda y empezó a leer el recurso de las operadoras de telecomunicaciones que se negaban a pagar un 0,9 de sus ingresos como aportación a la financiación de la televisión pública. Veladamente amenazaban con perjuicios que podían incluso llegar a ser de carácter estratégico. Si hacen esto por el 0,9 de sus ingresos, qué no harán los bancos si ven en peligro el negocio de la posible privatización de las cajas. Que lo hagan. A veces es mejor el enfrentamiento abierto. No son los amos, nadie es el amo, y en estos malos tiempos ellos también tienen mucho que perder. Siguió leyendo. Los efectos de pagar esa aportación serían «irreversibles e intangibles, de difícil o imposible cuantificación». Río por no llorar. Al poco llamaron a la puerta. Qué raro que Mercedes no la hubiese avisado.
—Soy yo. —Dijo Carmen entrando.
—¿Problemas?
—Sí. Problemas míos, privados, que te pueden afectar. Te están afectando ya, de hecho. ¿Salimos?
La vicepresidenta sintió que le fallaban las fuerzas. ¿Iba Carmen a confesarle su traición? Ahora no, prefiero no saberlo por tu boca, dame más tiempo. Se levantó sin embargo.
—Un paseo corto. —Dijo Carmen—. Ya sé que tienes que irte enseguida.
Buscaron un espacio apartado, un rectángulo de grandes losas de cemento, sin bancos, rodeado de algunos árboles. Empezaron a dar vueltas como solían, las dos calladas.
—La ex mujer de Raúl le ha denunciado por malos tratos. El dice que es todo falso. Raúl y yo no tenemos ningún vínculo legal. Pero es mi pareja desde hace tres años y la prensa lo sabe. Si la denuncia se hace pública, te caerá encima.
—¿Tú crees que es falso?
—No lo sé, Julia. Cada pareja es desdichada a su manera, ¿no? Yo pongo la mano en el fuego por que no fue un maltrato continuo, ni físico ni psicológico, él no es así. Pero puede que un día perdiera la cabeza. Yo creo que no, pero a lo mejor me quemo, y tú conmigo.
—¿Cuándo ha sido esto?
—Hace mes y medio.
Salieron del rectángulo. A la izquierda había un saliente junto al muro de un edificio. Julia se sentó allí. A su lado, Carmen encendió un pitillo.
—¿Así que fue por eso?
Carmen se giró hacia ella pero Julia no le devolvía la mirada.
—Lo filtraste por eso. Álvaro te puso entre la espada y la pared.
Carmen siguió fumando sin contestar.
—Perdóname. —Dijo Julia—. Ni siquiera se me pasó por la cabeza imaginar que tenías dificultades. Qué estúpida soy.
—¿En Rascafría, cuando te pregunté, ya sabías que había sido yo?
—No, qué va.
—Estaba decidida a no contártelo nunca. Álvaro ha parado la denuncia y, aunque me tiene en sus manos, creo que no va a ir más lejos. Pensé que la filtración no era tan importante y lo olvidaríamos. Pero estoy preocupada. Por ti. Me llegan rumores de todo tipo. Tú no me cuentas nada. En el partido están furiosos.
Julia suspiró.
—Ahora ya es tarde, habría sido mejor que me lo contaras al principio.
—¿Y conseguir que al día siguiente te desayunaras con la noticia sobre el personal que rodea a la gran luchadora contra la violencia de género? Todavía temo que ocurra.
Ahora sí se miraron. La vicepresidenta puso su mano en el antebrazo de Carmen. Las dos callaban. Luego Julia dijo: