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Authors: Belén Gopegui

Tags: #Intriga

Acceso no autorizado (35 page)

BOOK: Acceso no autorizado
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La vicepresidenta volvió a poner el cuadro en su sitio. Miró hacia la ventana, empezaba a atardecer. Abrió las hojas y apoyó los codos en el alféizar. De pronto sintió terror, como si dentro de su mente se agitaran en una danza de confusión y espanto todos los que habían sufrido injusticia por su causa. No lograba contener el ímpetu con que se sucedían ahora las escenas en que fue débil frente al fuerte, y fuerte ante los débiles, cuando la adulación, la riqueza exhibida, la amenaza velada dirigida contra su personal esfera de poder, le hizo sonreír y ceder algo al ventajista, al prepotente, al criminal.

Cerró la ventana pero las criaturas danzantes entraron con ella. ¿Dónde están las otras? ¿Todo lo que saqué adelante ahora se disuelve, acaso no serví a los ciudadanos, no he conseguido algunas buenas leyes y reglamentos? Poco a poco la quietud del despacho hizo que las criaturas empequeñecieran. Su cólera, no obstante, seguía presente como un olor de mandarina, cuántas veces me lavaré las manos. Recogió su teléfono, sus llaves y dejó en cambio la cartera negra en el suelo, ya no le pertenecía. Salió despacio, saludó sonriente, aún no se lo había contado a nadie. Ni siquiera a su hermana, ni a Carmen, ni a Mercedes, ni a Luciano. A nadie aún, el presidente le había dado unas horas. Mañana empezarán las llamadas. Pero esta noche quiero hablar con la flecha, punta blanca de luz con un contorno negro, palabras que tatúan en nuestro interior los destinos posibles. No sé quién eres y te espero.

A las siete y media el chico y Amaya habían casi terminado de leer las conversaciones de la flecha con la vicepresidenta. El chico dejó a Amaya en el piso del abogado, releyéndolas y pensando qué deberían decirle esa noche. Confiaba en estar de vuelta sobre las diez, recogería a Amaya y se irían en coche a alguna calle a buscar wifis y ser la flecha.

Llegó a las inmediaciones del local de Curto y le vio junto al portal.

—Vamos, pasa.

—No, espera. Tengo que decirte algo aquí, donde haya aire. Han matado a Eduardo.

Curto apretó la mano del chico, porque sentía que se estaba cayendo.

—Qué mierda. Se lo dije. Que tendría que recoger vuestros restos y meterlos en una cajita. Y ahora el siguiente vas a ser tú.

—No, no han sido los que nos seguían ni nada de eso. Un puto loco, un tío obsesionado con una amiga del abogado, luego el tipo se ha pegado un tiro.

—¿Y la chica?

—Eduardo se tiró sobre ella y la cubrió.

—Vamos dentro.

Curto echó a andar delante. Había encontrado a un interlocutor y lo había perdido. Era quizá la única vez en su vida en que no había cortado amarras antes de tiempo, anticipándose a la ruptura o a la pérdida. Recordó la figura del abogado sentado en el banco del metro, mirándole desde el otro lado del andén.

Cuando llegaron a su guarida dijo:

—Hace mucho tiempo confié en una persona y me dieron una hostia, me rehíce, volví a confiar y me dejaron tirado. Al final, ya lo sabes, me convertí en un superviviente, psicoputeaba a cualquiera por si acaso, para adelantarme. Menos con tu amigo. Me caía de puta madre. Nada de pasión, pero saber que estaba por ahí, que podía hablar con él, que incluso a él parecía servirle hablar conmigo… Por lo menos, hizo lo que quiso, no dejó colgada a su amiga, eso seguro que le sentó bien.

—A mí no me pareces un superviviente.

—Gracias. En serio, aunque hoy eso no importa. Dime qué querías.

El chico le contó la historia del Irlandés y las escuchas, y también le dijo que tenía una puerta trasera, una forma de entrar en el sistema de los teléfonos sombra.

—¿Y para qué la quieres? No pensarás chantajear al Irlandés.

—No, lo que quiero es romper el chantaje, que me dejen en paz. Además, hay otra historia que no te he contado.

El chico le habló de la flecha y la vicepresidenta.

—¡Qué cabrón! Ahora entiendo las cosas que me pedía. ¿Me dejarás ver las conversaciones?

—Sí. Eduardo te habría dejado.

—¿Estás pensando en darle a ella la llave secreta? No serviría de nada.

El chico sacó el DVD de su bolsa y se lo dio.

—No sé en lo que estoy pensando. De momento te la doy a ti. Quería haberle dado hoy la copia a Eduardo, y mira. En este papel están los datos del servidor donde la tengo colgada. Te los aprendes de memoria y lo tiras. Ahora tengo que ver cómo reacciona el Irlandés.

—Te acompaño.

—No, estás loco. Me ha citado en un apartamento que es como la casa de Stephen Falken, ¿te acuerdas? Cámaras, antenas, parece una sucursal de la tienda de Sonia. Él lo llama su sanatorio de pájaros.

—Más razón para quedarme cerca.

—Te verá.

—¿Y qué si me ve? No sabe quién soy. Venga, vámonos —dijo Curto—. Yo tengo que inspeccionar el terreno, espero que no esté muy lejos de aquí.

Cuando llegaron a la calle paralela a la del Irlandés, Curto dijo:

—Aquí nos separamos. Veré qué hay, si puedo grabaros, vigilaros o mandarle un aviso de que no estás solo.

El Irlandés abrió la puerta de su apartamento con dos whiskys en el cuerpo. Pensó que cuando se fuera el chico se serviría un tercero escuchando música. Estaba ligeramente eufórico, un estado que alcanzaba pocas veces y que era de sus favoritos, como si una sola cuerda suya vibrara mientras las otras permanecían mudas a la espera. Y él podía distraerse siguiendo la melodía de esa cuerda olvidando las demás. Recordó la voz del chico en el teléfono, bastante decidida, «Tengo que hablar contigo». Hablar, qué insistencia absurda, qué desproporcionada confianza ponían algunos en ese método imperfecto, confuso, las más de las veces inútil para solucionar problemas.

Revisó los sistemas de vigilancia de su Nautilus. Todo estaba en orden excepto una sombra que había dado un par de vueltas a la manzana. Se acercó con el zoom, una vez llevaba capucha, la otra vez una gorra, distintas chaquetas, distintos zapatos. Sin embargo había algo idéntico en su forma de moverse. Bueno, no seamos paranoicos, de momento. Se asomó directamente a la ventana, para observar y también para despejarse. Había sido un largo día. Ver juntos al ministro y al vicepresidente ejecutivo del banco le había saturado. Por separado podía aislarlos en su cabeza, componiendo un escenario distinto para cada uno que los sacaba de contexto y los humanizaba. Pero estar con los dos a la vez era como jugar al ajedrez con una máquina, no había instinto ni azar.

Iluminada por viejos faroles, la calle parecía pertenecer a una ciudad más pequeña, menos caótica. Un perro ladraba esperando en la puerta de un bar a su amo. Un viento suave, casi una brisa, rozaba la cara y las manos del Irlandés y hacía temblar las hojas de los árboles. Repasó la conversación que había cambiado su estado de ánimo. Orden del día: nuevas alianzas en marcha. El sistema de teléfonos sombra dejaba de ser necesario. Y los servicios del Irlandés, también. Lo que él llamaba su división de hackers de Mysore pasaría a ser dirigida por otra persona. El sistema de teléfonos sombra lo habían eliminado ya, sin consultarle. «Hemos llegado a un acuerdo, no necesitamos exigir lo que podemos pedir amablemente puesto que ahora hay un clima de entendimiento y colaboración». Orden del día, por tanto: borrado, reescritura y formateo de la memoria del Irlandés. Una de cal y otra de arena, amenaza, premio y otra amenaza, no obstante. En cuanto a la confidencialidad, no les cabía duda de que sería respetada. Seguirían ofreciéndole algún trabajo especial, de tanto en tanto, bien remunerado. Cuidarían de él. Por supuesto, esperaban que les entregase el mando sin guardarse nada, al fin y al cabo se conocían de antiguo. Al responder, el Irlandés había fingido un despecho sordo, contenido, que estaba lejos de sentir. Llevaba meses sintiendo en cambio hartazgo y cansancio. Habría pagado por que le relevaran y al tomar ellos la iniciativa de alguna forma quedaban en deuda, mejor que mejor. Esa figura. Esta vez llevaba la cabeza descubierta. Casi no le vio moverse, era un hombre de unos treinta y pocos, se había apoyado en el respaldo de un banco, esperaba. De golpe se levantó con prisa, los mismos andares, estaba seguro, y desapareció justo bajo su portal. Ese tipo ha aprovechado la entrada de alguien para meterse en mi edificio. Volvió adentro y activó las cámaras del interior del portal. El individuo no había cogido el ascensor, subía despacio por las escaleras. De pronto el Irlandés se echó a reír. No es un enviado del banco ni del ministro. Viene para proteger al chico. No tenía sentido que enviasen a alguien para amedrentarle ahora. En cambio, faltaban apenas diez minutos para que llegase el chico y ni siquiera se había ocupado en pensar qué querría ahora. Ya no te necesitan, chico, esto se acabó.

Decidió servirse el tercer whisky, le preguntaría al chico si quería beber con él.

Un minuto antes de lo convenido, el chico llamó a la puerta. El Irlandés le abrió y se dio la vuelta, hablándole ya de espaldas camino del sofá.

—Cierra y ponte cómodo, ¿quieres tomar algo?

El chico pensó en no cerrar del todo por si Curto quería entrar, pero la puerta, muy pesada y con algún sistema de cierre automático, avanzó sola los últimos centímetros. Cuando el chico llegó al sofá encontró al Irlandés sentado en un sillón, el cuerpo demasiado relajado, cada uno de sus brazos sobre los brazos del sillón, las piernas estiradas, la espalda doblada como si se hubiera escurrido un poco; sujetaba un vaso en la mano izquierda, los ojos le brillaban.

—No, gracias. —Dijo el chico.

—Tú verás. ¿Qué se te ofrece entonces?

—Quiero que hagamos un trato. No necesito dinero, ni nada. Quiero que me taches de tu lista de colaboradores, que busquéis a otro tipo para mantener el sistema. Tienes que jurármelo, tienes que inventar algo con tus jefes.

—No quieres estar pillado, ¿no?

—Eso es, exacto.

—Muy exacto, sí. Solo que todos estamos pillados. Un coñazo, ya ves. Siempre hay un tipo que nos sujeta por el jersey y dice: Tú la llevas.

—Puede que todos tengamos que jugar. Pero no en el mismo sitio. Yo dejo este sitio.

—Ya, ¿tú crees que puedes elegir? Bah, no contestes. ¿Qué tienes para mí entonces, y para mis jefes? ¿Por qué iban a tolerarlo?

—Tengo algo para ti si me juras que quedará entre nosotros. Tienes que ser tú quien me liberes.

El Irlandés se incorporó y apuró el whisky.

—Estoy esperando. —Dijo.

—Tengo una puerta trasera. Una entrada en vuestro sistema. No quiero usarla. Quiero que sepas que la tengo y que si me pasa algo otros la tienen también.

—Qué bonito. ¿Seguro que no quieres una copa?

El Irlandés se levantó y volvió a llenar su vaso.

—No, no quiero. —Oyó decir al chico.

Volvió junto al sillón y sin sentarse dijo:

—No tienes nada, chaval. Nada. ¿Sabes por qué no tienes nada? Porque ya no hay sistema de teléfonos sombra. No lo necesitan. Misión cumplida, lograron lo que querían y cerraron el quiosco. Tu llave secreta se ha quedado sin puerta y sin casa.

El chico veía su disco con dos tintas de rotulador, vio su esfuerzo, tantas y tantas noches hasta conseguir la secuencia necesaria para evitar los sistemas de seguridad, estaba orgulloso de lo que había logrado y ahora se volvía completamente inútil. Se fijó por vez primera en el suelo del apartamento, muy liso, pintado de color granate como si fuera una pared. Sus zapatillas blancas parecían más sucias allí recortadas.

—Entonces, ¿me dejarás en paz? —Dijo sin mirar al Irlandés.

—Yo sí. Ellos supongo que también, pero no te lo aseguro. Aquí todos estamos pillados, ya te lo he dicho.

El Irlandés se sentó de nuevo, otra vez las piernas estiradas, el cuerpo casi tumbado; la mano derecha sujetaba la copa mientras la izquierda daba leves golpeteos en el brazo del sillón, siguiendo el ritmo:

—«Whatever you need, whatever you use, whatever you win, whatever you lose…».

—¿Sabes que han matado al abogado? —Dijo el chico.

El Irlandés calló. Inclinó la cabeza hacia el chico, y aún medio tumbado preguntó:

—¿Quiénes? ¿Los míos?

—No, o sí. Un pirado. Un loco que iba por libre. Quería matar a una amiga del abogado y él la cubrió.

—Entonces no han sido los míos. Demasiado rebuscado. Además, no sacaban nada matándole.

—Yo sí creo que han sido los tuyos. No tus jefes sino tu bando. Gente hecha polvo que va a lo suyo. Pagáis con cualquiera lo que os ha pasado.

—«Nosotros», qué plural tan lejano. ¿Y qué crees que me han hecho a mí?

—Está en la red. Tenías un hijo, se murió pronto.

—Pero eso no fue culpa de nadie. Estaba escrito.

—¿También estaba escrito que te convirtieras en un sicario?

—En esta vida conviene ser precisos. Un sicario es un asesino a sueldo. Yo soy un apoderado, tengo poderes de otras personas para proceder en su nombre. No digo que no sean cosas parecidas, pero no es lo mismo.

—¿Estaba escrito que lo fueras?

—Supongo. Por eso estamos aquí.

—Hay gente que reacciona de otra manera. Podrías haberte hecho filántropo o lo que sea.

—También soy filántropo, lo habrás visto en internet. ¿No dijo Balzac: «Detrás de cada filántropo hay varios crímenes»? Lo dijo de otra forma, pero vale igual.

—¿También estaba escrito que mataran al abogado?

—Probablemente.

—¿Y por qué te levantas cada mañana?

—Porque está escrito que no puedo no levantarme, hasta que un día esté escrito que ya no pueda levantarme más.

—Es muy cómodo ser fatalista.

—No creas. Imagina que vivir consiste en averiguar lo que tienes que hacer, no en elegirlo.

—Pero lo harás de todos modos.

—Bueno, digamos que hay un porcentaje aleatorio de conciencia. Puedes ser un vendido a secas, o serlo, y al mismo tiempo saber que lo eres.

—¿Eso qué cambia?

—Por ejemplo, yo sé que hay un amigo tuyo en este edificio. ¿Cambia algo que yo lo sepa?

—¿Nos estás amenazando?

—No, por Dios. Estoy bebido. Y siento que mataran al abogado.

—Gracias. Ahora tengo que irme.

El chico se levantó.

—A lo mejor hay encrucijadas. —Dijo el Irlandés puesto de pie, con la voz menos gangosa y el cuerpo recto, firme—. Un punto donde la partícula no tiene asignada su trayectoria.

—A lo mejor. —Dijo el chico.

El Irlandés le tendió la mano y el chico la estrechó.

—En otro universo… —Dijo.

—… nos habríamos llevado bien. —Terminó el Irlandés mientras abría la puerta.

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