¡Acabad ya con esta crisis! (12 page)

BOOK: ¡Acabad ya con esta crisis!
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Entre economistas, se trata de una cuestión sin resolver; y las razones de estas dudas son, en sí mismas, reveladoras. En primer lugar, hasta hace muy poco imperaba entre muchos economistas la sensación de que los ingresos de los muy ricos no eran materia adecuada de estudio, pues se trataba de una cuestión más propia de los sensacionalistas obsesionados con los famosos, y no de las páginas de una publicación de economía seria. La partida ya estaba bastante avanzada cuando se tomó conciencia de que los ingresos de los ricos, lejos de ser una cuestión trivial, están en el meollo de lo que le está pasando a la economía y a la sociedad de Estados Unidos.

E incluso en el momento en que los economistas empezaron a tomarse en serio al 1 por 100 y al 0,1 por 100, descubrieron que la materia era incómoda en dos sentidos. El simple hecho de plantear la cuestión significaba meterse en una zona de guerra política: la distribución de los ingresos entre los de arriba es una de las áreas en las que cualquiera que levante la cabeza por encima del parapeto se encontrará con ataques violentos de los que vienen a ser pistoleros a sueldo, protectores de los intereses de los ricos. Por ejemplo, hace unos pocos años, Thomas Picketty y Emmanuel Saez —cuyo trabajo ha sido crucial para seguir la pista, a largo plazo, de los aumentos y las disminuciones de la desigualdad— fueron atacados por Alan Reynolds, del Instituto Cato, que lleva décadas afirmando que en realidad la desigualdad no ha crecido. Cada vez que se desenmascara con meticulosidad uno de sus argumentos, Reynolds sale con otro nuevo.

Además, dejando a un lado la política, es incómodo manejar los ingresos de los más ricos con las herramientas de las que suele valerse el economista. De lo que más sabe mi profesión es de oferta y demanda; sí, la economía se ocupa de muchas más cosas, pero esta es la primera herramienta, y la principal, de los análisis. Y los receptores de ingresos tan elevados no viven en un mundo de oferta y demanda.

Un trabajo reciente de Jon Bakija, Adam Colé y Bradley Heim nos da una idea clara de quiénes forman el 0,1 por 100 superior: por decirlo en pocas palabras, se trata, básicamente, de ejecutivos de grandes corporaciones y especuladores financieros. Casi la mitad de los ingresos del 0,1 termina en manos de ejecutivos y directores de empresas que no son financieras; otra quinta parte va a parar a gente del mundo de las finanzas; añádase cierta abogacía e inmobiliarias, y ya tendremos unas tres cuartas partes del total.

Ahora bien, los manuales de teoría económica dicen que, en un mercado competitivo, a cada trabajador se le paga por su «producto marginal»: la cantidad que ese trabajador añade a la producción total. Pero ¿cuál es el producto marginal de un gran ejecutivo, de un administrador de fondos de cobertura o, a este respecto, del abogado de una gran corporación? Nadie lo sabe, de hecho. Y si miramos cómo se fijan en realidad los ingresos de las personas incluidas dentro de esta categoría, nos encontraremos con algunos procesos que, seguramente, tengan poco que ver con su contribución económica.

Es probable que, llegados a este punto, alguien diga: «¿Y qué hay de Steve Jobs o de Mark Zuckerberg? ¿Acaso no se hicieron ricos creando productos de valor?». Y la respuesta es: sí. Pero entre el 1 por 100 de los de arriba, o incluso entre el 0,01 por 100 de los de más arriba, hay muy pocos que hayan hecho así su dinero.

En su mayoría, se trata de ejecutivos de empresas que no han creado ellos mismos. Quizá poseen muchas acciones, u opciones sobre acciones, de sus empresas; pero estos activos los recibieron como parte de su conjunto retributivo, no por ser fundadores de la empresa. ¿Y quién decide qué incluyen sus conjuntos salariales? Bien, como es sabido, los encargados de fijar el conjunto retributivo de los presidentes o directores generales son los miembros de un comité de compensación nombrado por… por el mismo presidente o director al que están valorando.

Quienes más ganan en la industria financiera se mueven en un entorno más competitivo, pero hay buenas razones para creer que, a menudo, sus ganancias están infladas en comparación con sus verdaderos logros. Los administradores de fondos de cobertura, por ejemplo, tienen honorarios dobles: cobran por el trabajo de administrar el dinero de otras personas y se llevan asimismo un porcentaje de sus beneficios. Esto les supone un incentivo de peso para realizar inversiones arriesgadas, fuertemente apalancadas: si las cosas van bien, reciben una cuantiosa recompensa; mientras que, si las cosas van mal —y este momento siempre llega— nada les obliga a devolver los beneficios anteriores. Y el resultado es que, de media —esto es, una vez tomamos en cuenta el hecho de que muchos administradores de estos fondos fracasan y que los inversores no saben por anticipado qué fondos acabarán en la lista de bajas—, a los que invierten en fondos de cobertura no les va especialmente bien. De hecho, según un libro reciente,
The Hedge Fund Mirage
, de Simón Lack, en la última década quienes han invertido en fondos de cobertura, en promedio, habrían obtenido un resultado mejor de haber invertido en bonos del Tesoro; y quizá ni siquiera ganaron nada.

Quizá el lector pueda pensar que los inversores deberían estar más atentos a esta desviación de los incentivos; y, más en general, que tendrían que estar al cabo de lo que se dice en todos los folletos informativos: «los resultados obtenidos en el pasado no son garantía de rendimientos futuros» (esto es, aunque el año pasado un gestor otorgó buenos resultados a sus inversores, tal vez simplemente tuvo suerte). Pero la realidad sugiere que muchos inversores —y no solamente los más humildes— siguen siendo crédulos y depositan su fe en el genio de los actores financieros, pese a las numerosas pruebas que indican que esta clase de inversiones tienden a salir mal.

Una cosa más: aun cuando los especuladores sin escrúpulos han hecho ganar dinero a los inversores, en varios casos importantes no lo hicieron generando valor para la sociedad en su conjunto, sino, al contrario, expropiando de hecho valor a otros actores.

Donde esto es más obvio es en el caso de las malas prácticas bancarias. En la década de 1980, los dueños de sociedades de ahorro y crédito inmobiliario obtuvieron grandes beneficios asumiendo grandes riesgos; y luego dejaron la factura a los contribuyentes. Y en la década de 2000, los banqueros volvieron a hacer lo mismo: consiguieron fortunas enormes mediante préstamos inmobiliarios inadecuados y luego o bien se los vendieron a inversores incautos, o bien se beneficiaron del rescate gubernamental cuando estalló la crisis.

Pero pasa lo mismo en muchos casos de capital de inversión privado, en referencia al negocio de comprar empresas, reestructurarlas y luego ponerlas otra vez en venta. (Gordon Gekko, en la película
Wall Street
, se dedicaba a este capital de inversión; Mitt Romney lo hacía en la vida real.) A decir verdad, algunas empresas de capital de inversión privado han hecho una labor valiosa al financiar la creación de empresas, en sectores como la alta tecnología y otros. Pero en muchos otros casos, los beneficios han venido de lo que Larry Summers —sí, ese Larry Summers
[3]
— denominó, en un influyente artículo titulado con el mismo nombre, «abuso de confianza»: básicamente, incumplir contratos y acuerdos. Pensemos, por ejemplo, en el caso de Simmons Bedding, una empresa histórica, fundada en 1870, que se declaró en bancarrota en 2009, lo cual provocó que muchos trabajadores perdieran sus empleos y los prestamistas buena parte de lo arriesgado. Así es como el
New York Times
describió la carrera hacia la bancarrota:

Para muchos de los inversores de la empresa, la venta será un desastre. Tan solo los titulares de bonos ya perderán más de 575 millones de dólares. La caída de la empresa también ha arrastrado a empleados como Noble Rogers, que llevaba 22 años en Simmons, casi todos en una fábrica situada fuera de Atlanta. Rogers es uno de los 1.000 empleados —más de una cuarta parte de la fuerza de trabajo— despedidos el año pasado.

Pero Thomas H. Lee Partners, de Boston, no solo ha escapado sin un rasguño, sino que además ha sacado provecho. Esta firma de inversión, que compró Simmons en 2003, se ha embolsado cerca de 77 millones de dólares de beneficio, al mismo tiempo que la suerte de la empresa declinaba. THL obtuvo cientos de millones de dólares de Simmons, en forma de dividendos especiales. También se pagó a sí misma varios millones más en honorarios; primero, por comprar la empresa, y luego, por ayudar a gestionarla.

Los ingresos de los de arriba, por tanto, no se parecen a los de las secciones inferiores de la escala; mantienen una relación mucho menos obvia ya sea con los fundamentos económicos o con su contribución a la economía en su conjunto. Pero ¿por qué estos ingresos se dispararon desde 1980, aproximadamente?

Parte de la explicación puede encontrarse, sin duda, en la desregulación financiera que expuse en el capítulo 3. Los mercados financieros sometidos a una estricta regulación, que caracterizaron a Estados Unidos entre la década de 1930 y la de 1970, no ofrecieron las oportunidades de enriquecimiento personal que florecieron después de 1980. Y los elevados ingresos en las finanzas, posiblemente, tuvieron un efecto de «contagio» en el sueldo de los ejecutivos, más en general. Al menos, ciertos sueldos extraordinarios de Wall Street facilitaron a los comités de retribuciones el justificar grandes sueldos fuera del mundo de las finanzas.

Thomas Piketty y Emmanuel Saez —cuyo trabajo ya he mencionado más arriba— han sostenido que los ingresos más elevados se ven afectados, en gran medida, por las normas sociales; un punto de vista del que se hacen eco investigadores como Lucian Beb-chuck, de la facultad de Derecho de Harvard, quien sostiene que la principal limitación en el sueldo de los administradores es la «restricción por escándalo». Este tipo de argumentos hacen pensar que los cambios vividos en el clima político después de 1980 podrían haber desbrozado el camino para lo que viene a ser el puro ejercicio del poder de exigir ingresos elevados, en un modo que antes se consideraba imposible. Sin duda, es relevante señalar aquí el pronunciado declive de la afiliación sindical durante los años ochenta, lo que eliminó a uno de los grandes actores que podría haber protestado en contra de los cuantiosos salarios de los ejecutivos.

Recientemente, Piketty y Saez han añadido otro argumento: los fuertes recortes en los impuestos a los grandes ingresos —dicen—, en realidad, han supuesto un acicate para que los ejecutivos vayan aún más lejos y se dediquen a «perseguir beneficios» a expensas del resto de la fuerza de trabajo. ¿Por qué? Porque ha aumentado la ganancia personal derivada de unos ingresos brutos más elevados, por lo que los ejecutivos se muestran más dispuestos a asumir el riesgo de rechazo o afectación moral mientras persiguen sus beneficios personales. Tal como han señalado Pikkety y Saez, hay una correlación negativa muy estrecha entre los tipos impositivos máximos y el porcentaje de ingresos del 1 por 100 más afortunado, tanto en los distintos períodos históricos como en los diversos países.

La lección que yo saco de todo esto es que, probablemente, deberíamos pensar que el rápido aumento de los ingresos de la minoría acaudalada refleja los mismos factores sociales y políticos que fomentaron la laxitud en la regulación financiera. Esta regulación laxa, como ya hemos visto antes, es crucial a la hora de comprender cómo hemos llegado a esta crisis. Pero, en lo que respecta a la desigualdad
per se
, ¿representó también algún papel importante?

DESIGUALDAD Y CRISIS

Antes de que estallara la crisis económica de 2008, yo solía impartir charlas a públicos profanos sobre el tema de la desigualdad de ingresos; y en ellas señalaba que los ingresos del sector más acaudalado habían ascendido a niveles inauditos desde 1929. Siempre se formulaban preguntas acerca de si eso significaba que estábamos al borde de otra Gran Depresión; y yo declaraba que eso no tenía que suceder necesariamente, que no había ninguna razón por la que una desigualdad extrema tuviera que causar necesariamente un desastre económico.

Bien, ¿qué hacer ahora?

Aun así, correlación no es lo mismo que causalidad. El hecho de que después de regresar a los niveles de desigualdad previos a la Gran Depresión se produjera también una vuelta a la depresión económica podría ser una simple coincidencia. O podría ser el reflejo de causas comunes a ambos fenómenos. ¿Qué sabemos de verdad a este respecto, y qué podemos sospechar?

La causalidad común es, casi con toda certeza, una de las partes de la historia. Hacia 1980 se produjo un gran giro político hacia la derecha en Estados Unidos, Gran Bretaña y, en cierta medida, también en otros países. Este viraje a la derecha provocó cambios tanto en las políticas —sobre todo, comportó grandes reducciones en los tipos impositivos máximos— como en las normas sociales —se relajó la «restricción por escándalo»—, lo que representó un papel importante en el repentino aumento de los ingresos más elevados. Y este mismo viraje a la derecha provocó una desregulación financiera y una ausencia de regulación de las nuevas modalidades bancadas; y esto, como vimos en el capítulo 4, contribuyó mucho al estallido de la crisis.

Pero ¿existe también una flecha de causalidad tal que una directamente la desigualdad de ingresos con la crisis financiera? Quizá, pero es más difícil de demostrar.

Por ejemplo, una idea popular sobre la desigualdad y la crisis —que el aumento de ingresos en manos de los ricos ha debilitado la demanda general, porque el poder adquisitivo de la clase media se ha reducido—, simplemente, no encaja con los datos. Las historias sobre el «infraconsumo» se basan en la idea de que, en la medida en que los ingresos se han concentrado en manos de unos pocos, el consumidor común demora sus gastos y los ahorros aumentan más rápido que las oportunidades de inversión. Sin embargo, lo que ha sucedido en realidad en Estados Unidos es que el gasto en consumo se ha mantenido fuerte pese a la creciente desigualdad; y, lejos de crecer, los ahorros personales iniciaron una tendencia a la baja durante la era de la desregulación financiera y el ascenso de la desigualdad.

La propuesta contraria es más fácil de defender: que la creciente desigualdad nos ha llevado a un consumo excesivo, en lugar de demasiado escaso; más concretamente, que las brechas cada vez más anchas entre ingresos han provocado que los de más abajo asuman demasiadas deudas. Robert Frank, de Cornell, sostuvo que el aumento de los ingresos de la minoría más acaudalada provoca unas «cascadas de consumo» que acaban reduciendo los ahorros e incrementando las deudas:

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