¡Acabad ya con esta crisis! (20 page)

BOOK: ¡Acabad ya con esta crisis!
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Por desgracia para el estado del discurso económico —y, en consecuencia, para la realidad de la política económica—, los profetas del apocalipsis fiscal se negaron a aceptar un no por respuesta. Así, durante los últimos tres años, han ido aportando una excusa tras otra para el hecho de que las tasas de interés no se hayan disparado. «¡Es la Reserva Federal, que está comprando deuda!», «¡No, son los problemas de Europa!», y demás excusas. Al mismo tiempo, se negaban a admitir que, sencillamente, habían errado en su análisis económico.

Pero, antes de proseguir, permítanme ocuparme de una pregunta que tal vez los lectores se hayan formulado con respecto a la figura de la página 145: ¿A qué se debieron las fluctuaciones de la tasa de interés que allí se veían?

Pues se debieron a la distinción entre las tasas de interés a corto y a largo plazo. Lo que la Reserva Federal puede controlar son los tipos a corto plazo, y han estado rondando el cero desde finales de 2008 (en el momento de redactar estas palabras, las tasas de interés de las letras del Tesoro, a tres meses, eran del 0,01 por 100). Pero muchos prestatarios, incluido el gobierno federal, quieren acordar tasas a plazos más largos; y nadie querrá comprar, pongamos, un bono a diez años a una tasa de interés cero, incluso si los tipos a corto plazo son de cero. ¿Por qué? Porque son tasas que pueden subir de nuevo, y tarde o temprano lo harán; y si alguien bloquea su dinero en un bono a largo plazo, requiere una compensación por la pérdida potencial de oportunidades de obtener un rendimiento mayor cuando los tipos suban otra vez.

Pero ¿cuánta compensación piden los inversores para bloquear los fondos en un bono a largo plazo? Depende de cuánto, y dentro de cuánto tiempo, esperen que ocurra una subida de los tipos de corto plazo. Y esto, a su vez, depende de las expectativas de recuperación económica; más específicamente, de cuándo creen los inversores que la economía podría emerger de la trampa de liquidez y adquirir un buen ritmo tal que la Reserva Federal empiece a subir los tipos de interés para evitar una posible inflación.

Así pues, la tasa de interés que hemos visto en la página 145 refleja la variación en la expectativa de cuánto tiempo duraría la depresión económica. El ascenso en los tipos durante la primavera de 2009, que el
Wall Street Journal
consideró señal de la llegada de los «vigilantes» de los bonos, se debió en realidad al optimismo: se creía que lo peor había pasado y que ya estaba en marcha una recuperación genuina. Cuando esta esperanza se desvaneció, las tasas de interés bajaron de nuevo. A finales de 2010 una nueva oleada de optimismo volvió a elevar temporalmente las tasas. En el momento de escribir estos párrafos, apenas hay reservas de esperanza; las tasas de interés, por lo tanto, son muy bajas.

Ahora bien, ¿se acaba aquí la historia? Pues esto parece funcionar así para Estados Unidos, pero ¿qué podemos decir de Grecia o Italia? Se hallan aún más distantes de cualquier recuperación, pero sus tasas de interés se han disparado. ¿Por qué?

La respuesta detallada la presentaré en el capítulo 10, donde analizaré con profundidad la cuestión de Europa. Pero veamos aquí un breve resumen.

En mi respuesta a Ferguson, citada más arriba, el lector habrá notado que yo admitía que el conjunto del endeudamiento podía suponer un problema. Ahora bien, no era porque, en algún momento a corto plazo, el endeudamiento del gobierno estadounidense vaya a competir con el sector privado en la búsqueda de fondos, sino porque una deuda suficientemente elevada puede hacer que se dude de la solvencia de un gobierno y, por lo tanto, quizá los inversores ya no quieran comprar sus bonos por temor a un futuro impago. El miedo al impago es precisamente lo que sub-yace a las elevadas tasas de interés de parte del endeudamiento europeo.

Así pues, con respecto a Estados Unidos: ¿hay riesgo de mora?, ¿es posible que se lo considere en situación de riesgo en un futuro próximo? La historia apunta que no: aunque el déficit y el endeudamiento de Estados Unidos son colosales, también lo es la economía del país; y en comparación con las dimensiones de esa enorme economía, nuestro nivel de deuda no llega al de numerosos países que han solicitado más préstamos, relativamente, sin despertar el pánico del mercado de bonos. La forma habitual de baremar la deuda de un gobierno nacional es dividir ese endeudamiento por el PIB del país (el valor total de bienes y servicios que su economía produce en un año). La figura de la página siguiente muestra, en porcentajes del PIB, la historia del nivel de endeudamiento de los gobiernos de Estados Unidos, Reino Unido y Japón; aunque la deuda de Estados Unidos ha subido mucho recientemente, sigue estando en niveles inferiores a los que ha ascendido en el pasado y muy por debajo de los niveles en los que ha vivido Reino Unido durante gran parte de su historia moderna. Y todo ello, sin enfrentarse nunca a un ataque de los «vigilantes» del mercado de bonos.

También hay que prestar atención al caso de Japón, cuya deuda se ha ido elevando desde los años noventa. Al igual que Estados Unidos en la actualidad, desde hace diez años o más se ha ido repitiendo una y otra vez que Japón se enfrentaba a una inminente crisis de su deuda; pero la crisis no ha llegado y sigue sin llegar, con una tasa de interés, para los bonos japoneses a 10 años, que actualmente se mueve en torno al 1 por 100.

El nivel de endeudamiento de Estados Unidos es alto, pero no tanto en términos históricos.

Fuente
: Fondo Monetario Internacional

Los inversores que apostaron a un próximo incremento de las tasas de interés japonesas perdieron mucho dinero, hasta el punto de que especular con los bonos gubernamentales japoneses se dio en llamar «comerciar con la muerte». Los que hemos estudiado el caso de Japón teníamos bastante claro qué pasaría cuando Standard &Poor’s rebajó la calificación de Estados Unidos el año pasado: en resumen, nada. Pues S&P ya rebajó la calificación de Japón en 2002, con una similar falta de efecto.

Pero ¿qué ocurre con Italia, España, Grecia e Irlanda? Como veremos, ninguno de estos países se halla tan endeudado como lo estuvo Gran Bretaña durante gran parte del siglo xx, o como ahora lo está Japón; y sin embargo, ciertamente estos países sí se enfrentan a un ataque de los «vigilantes» de bonos. ¿Cuál es la diferencia?

La respuesta —aunque necesitará mucha más explicación— es una cuestión que resulta clave: si un país solicita los préstamos en su propia moneda o en la de otros. Gran Bretaña, Estados Unidos y Japón se endeudan en su propia moneda: la libra, el dólar y el yen. En cambio, Italia, España, Grecia e Irlanda carecen de moneda específica, en este momento, y su deuda se expresa en euros; lo cual, según se ha demostrado, la torna extremadamente vulnerable a los ataques de pánico.

Volveremos sobre la cuestión.

¿Y LA CARGA DE LA DEUDA?

Supongamos que los «vigilantes» del mercado de bonos no están a punto de aparecer y provocar una crisis. Aun así, ¿no deberíamos inquietarnos por la carga que supone la deuda que estamos dejando para el futuro? La respuesta es un decidido «sí, pero». Sí, la deuda en la que estamos incurriendo ahora, mientras intentamos lidiar con las consecuencias de una crisis financiera, supondrá una carga para el futuro. Pero esta carga es muy inferior a lo que sugiere la encendida retórica de los alarmistas del déficit.

La clave que debemos tener en mente en que los aproximadamente 5 billones de dólares por los que Estados Unidos se ha endeudado desde que empezó la crisis, y los billones que sin duda solicitaremos antes de que termine este asedio económico, no se tienen que devolver con rapidez; de hecho, ni siquiera sería preciso devolverlos. Pues no supondría ninguna tragedia que la deuda continuara aumentando, a condición de que lo haga más lentamente que la inflación y el crecimiento económico.

Para ejemplificar este punto, piénsese en lo que ocurrió con los 241.000 millones de dólares que el gobierno de Estados Unidos debía al terminar la segunda guerra mundial. Es una cifra que no parece gran cosa, para los criterios actuales, pero entonces el dólar valía mucho más y la economía era mucho más pequeña, por lo que aquella cifra equivalía a cerca del 120 por 100 del PIB (mientras que la deuda conjunta de los gobiernos federal, estatal y local, a finales de 2010, supone el 93,5 por 100 del PIB).

¿Cómo se pagó esa deuda? No se pagó.

En su lugar, el gobierno federal trabajó con presupuestos relativamente equilibrados durante los años siguientes. En 1962, la cantidad debida era muy similar a la de 1946. Pero el porcentaje de deuda, en relación con el PIB, había caído el 60 por 100, gracias al efecto conjunto de una inflación suave y un crecimiento económico muy notable. Y la relación de deuda y PIB siguió cayendo a lo largo de los años sesenta y setenta, aun a pesar de que, en aquella época, el gobierno estadounidense tendió a trabajar con cierto déficit. Solo cuando el déficit se incrementó mucho más, bajo el gobierno de Ronald Reagan, la deuda empezó a crecer más rápido que el PIB.

Bien, consideremos ahora qué implica todo esto para el futuro, en cuanto a la carga que supondrá la deuda. No será preciso cancelar todo ese endeudamiento; lo único que se requerirá será pagar un interés suficiente para que la deuda crezca significativamente más despacio que la economía.

Una forma de hacerlo sería pagar suficiente interés para que el valor real de la deuda (su valor con los ajustes por inflación) permanezca constante; esto significaría que el porcentaje de la deuda en relación con el PIB caería de forma constante, a medida que crezca la economía. Para hacer tal cosa, tendríamos que pagar el valor de la deuda multiplicado por la tasa de interés real (la tasa de interés menos la inflación). Y al tiempo que esto ocurre, Estados Unidos vende «valores protegidos frente a la inflación» que, automáticamente, compensan la inflación, por lo que las tasas de interés de estos bonos nos indican la tasa de interés real que se espera tengan los bonos ordinarios.

Ahora mismo, la tasa de interés real, para los bonos a 10 años —el valor habitual para reflexionar sobre estas cuestiones— se sitúa ligeramente por debajo del cero. Bien, sin duda es algo que refleja la difícil situación de la economía y, tarde o temprano, aumentará. Así pues, sería más conveniente usar la tasa de interés real que imperó antes de la crisis, que era próxima al 2,5 por 100. Preguntémonos, pues: ¿qué carga supondría la deuda de 5 billones de dólares adicionales, que el gobierno ha suscrito desde el principio de la crisis, si tuviera que pagar a cambio este interés?

La respuesta es: 125.000 millones de dólares por año. Puede parecer mucho, pero en una economía de 15 billones de dólares, no es ningún gran porcentaje del ingreso nacional. El resumen es que la deuda supone una carga, claro está; pero que ni siquiera las cifras de endeudamiento de aspecto descomunal suponen un problema como el que se suele denunciar. Y una vez se ha comprendido esta cuestión clave, también se comprende por qué ha sido un gran error dejar de centrarse en el empleo y ocuparse solo de los déficits.

CENTRARSE EN EL DÉFICIT A CORTO PLAZO ES UNA NECEDAD

Cuando el discurso político pasó de preocuparse por el empleo a hacerlo por el déficit —como ocurrió en buena medida, según hemos visto, a finales de 2009, con la participación activa del gobierno de Obama—, esto se tradujo en dos movimientos: por un lado, dejaron de presentarse nuevas propuestas de estímulo; por otro lado, se tomaron iniciativas de recorte de gastos. Muy especialmente, los gobiernos locales y estatales se vieron obligados a emprender tijeretazos drásticos cuando se terminaron los fondos de estímulo, recortando la inversión pública y despidiendo a cientos de miles de maestros de escuela. Y como el déficit presupuestario seguía siendo cuantioso, aún se exigió aumentar los recortes.

¿Tiene esto algún sentido, desde el punto de vista económico?

Piénsese en el impacto económico de recortar el gasto en 100.000 millones de dólares cuando la economía se encuentra metida en una trampa de liquidez (lo que supone, por recordarlo una vez más, que la economía se mantiene en depresión aun cuando las tasas de interés que la Reserva Federal puede controlar son efectivamente de cero, por lo que la Reserva no puede continuar reduciendo los tipos para compensar el efecto negativo del recorte en las inversiones). Como hemos visto, el gasto son los ingresos, por lo que la reducción de la compra gubernamental supone la reducción directa del PIB en ese mismo valor, 100.000 millones de dólares. Y con ingresos más bajos, la gente recortará igualmente su propio gasto, lo cual supondrá futuros descensos de los ingresos, y esto nuevos recortes, etcétera.

Hagamos aquí una breve pausa, pues algún lector objetará de inmediato que el menor gasto del gobierno también supone aligerar la carga que el endeudamiento supone para el futuro. ¿Sería posible, entonces, que el sector privado gastara más, y no menos? ¿Podría ocurrir que el recorte en el gasto gubernamental incrementara la confianza y esto, tal vez, incluso abriera la puerta de la expansión económica?

Hay voces influyentes que han defendido este punto de vista, que ha dado en llamarse «doctrina de la austeridad expansiva». Hablaré sobre esto con cierto detalle en el capítulo 11, y en particular de cómo ha llegado a dominar los análisis en Europa. Pero cabe anticipar que ni la doctrina ha demostrado ser lógica, ni las supuestas pruebas aportadas en su defensa se han sostenido. Las políticas de contracción suponen, en la práctica, una contracción.

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