¡Acabad ya con esta crisis! (15 page)

BOOK: ¡Acabad ya con esta crisis!
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Sin duda, tras la caída de Lehman Brothers, Greenspan declaró hallarse en un estado de «conmoción y desconfianza», puesto que «todo el edificio intelectual [se había] derrumbado». En marzo de 2011, sin embargo, había retornado a su antigua posición y solicitaba rechazar los intentos (muy modestos) de reforzar la regulación financiera en la estela de la crisis. Los mercados financieros iban perfectamente bien, según escribió en el
Financial Times
-. «Con excepciones notablemente raras (2008, por ejemplo), la “mano invisible” mundial nos ha proporcionado tasas de cambio relativamente estables, e igualmente tasas de interés, precios e índices salariales».

Bien, ¿a quién le importa una crisis que ha destruido la economía mundial pero no es más que una excepción? Henry Farrell, experto en ciencias políticas, respondió con rapidez en una nota de su blog, en la que invitaba a los lectores a hallar otros usos para la bonita frase de las «excepciones notablemente raras», aportando él mismo ejemplos como: «Con excepciones notablemente raras, los reactores nucleares japoneses han demostrado ser seguros en caso de terremoto».

Lo más triste es que la respuesta de Greenspan ha sido la más general. Es llamativo lo escasa que ha sido la búsqueda de otros planteamientos por parte de los teóricos financieros. Eugene Fama, padre de la hipótesis del mercado eficiente, no ha aportado motivo alguno; la crisis, según afirma, la causó la intervención gubernamental, especialmente a través de Fannie y Freddie (es decir, la Gran Mentira de la que hablé en el capítulo 4).

Es una reacción comprensible, aunque no disculpable. Pues si tanto Greenspan como Fama admitieran el grado de locura que alcanzó la teoría financiera, ello equivaldría a admitir que han pasado buena parte de su carrera caminando por un callejón sin salida. Lo mismo cabe afirmar de algunos destacados macroecono-mistas que, de un modo similar, pasaron décadas defendiendo un concepto del funcionamiento de la economía que los acontecimientos recientes han refutado con toda claridad; y por ello, han mostrado la misma escasa disposición a aceptar sus errores.

Pero esto no es todo: al defender sus errores, también han contribuido mucho a socavar la respuesta eficaz a la depresión en que nos hallamos.

SUSURROS Y RISITAS

En 1965, la revista
Time
citó ni más ni menos que a Milton Friedman, como si hubiera declarado que «ahora todos somos key-nesianos». Aunque Friedman intentó matizar algo la cita, era cierto: si bien Friedman era el paladín de una doctrina conocida como
monetarismo
, que se vendía como alternativa a Keynes, en realidad no era tan distinta, en sus bases conceptuales. De hecho, cuando en 1970 Friedman publicó un artículo titulado «Un marco teórico para el análisis monetario», muchos economistas se escandalizaron por su aparente semejanza con el manual de la teoría keynesiana. Lo cierto es que, en los años sesenta, los macroeconomistas compartían una perspectiva común sobre qué eran las recesiones; y, aunque diferían en las directrices más adecuadas, esto era reflejo de desacuerdos prácticos, más que de una división filosófica profunda.

Desde entonces, sin embargo, la macroeconomía se ha escindido en dos grandes grupos: los economistas «de agua salada» (así llamados porque trabajan sobre todo en las universidades costeras de Estados Unidos) tienen un concepto más o menos keynesiano de lo que son las recesiones; y los economistas «de agua dulce» (ocupados principalmente en universidades del interior del país) tildan de absurdo ese concepto.

Los economistas de agua dulce son, esencialmente, puristas del
laissez-faire
. Creen que todo análisis económico valioso debe partir de suponer que la gente es racional y los mercados funcionan; una premisa que excluye, de entrada, la posibilidad de que una economía entre en recesión por una simple falta de demanda suficiente.

Pero ¿acaso las recesiones no se asemejan a períodos en los que, sencillamente, no hay una demanda suficiente para dar empleo a todos los que ansian trabajar? Las apariencias pueden ser engañosas, dicen los teóricos de agua dulce. Una teoría económica razonable, a su modo de ver, afirma que no pueden darse deficiencias generales de la demanda. Y, por lo tanto, sostiene que no ocurren.

Sin embargo, las recesiones ocurren. ¿Por qué? En los años setenta, el más notorio de los economistas de agua dulce, el premio Nobel Robert Lucas, defendió que las recesiones se debían a una confusión temporal: trabajadores y empresas tenían problemas para distinguir los cambios generales en el nivel de precios, debidos a la inflación, de los cambios propios de su situación empresarial particular. Y Lucas advertía que todo intento de combatir el ciclo de las empresas sería contraproducente: las políticas activas, decía, solo acrecentarían la confusión.

Cuando se componía esta obra, yo estaba licenciándome en la universidad. Recuerdo lo emocionante que parecía, y, en particular, el modo en que buena parte de su rigor matemático resultaba atractivo a muchos jóvenes economistas. Sin embargo, el «proyecto Lucas», como se lo solía denominar, no tardó en descarrilar.

¿Qué salió mal? Los economistas que intentaban proporcionar «microcimientos» a la macroeconomía perdieron el buen camino con rapidez y llevaron el proyecto a una especie de celo mesiánico que no aceptaba un «no» por respuesta. En especial, anunciaron con aire de triunfo la muerte de la economía keynesiana, aun sin haber llegado a ofrecer una alternativa viable. Hay un famoso comentario de Robert Lucas, en 1980, quien declaró —¡sin ironía!— que los participantes de los seminarios tendrían que empezar a soltar «susurros y risitas» cada vez que alguien presentara ideas keynesianas. Así, Keynes, y todo aquel que lo invocara, quedaba excluido de muchas clases y revistas de la profesión.

Sin embargo, al mismo tiempo en que los antikeynesianos cantaban victoria, su propio proyecto estaba fallando. Los nuevos modelos eran incapaces de explicar los hechos básicos de las recesiones, según se demostró. Por desgracia, de hecho habían quemado todos los puentes; después de tanto susurro y tanta risita, no podían darse la vuelta y admitir el simple hecho de que, después de todo, la teoría económica keynesiana parecía de lo más razonable.

En consecuencia, se sumergieron aún más hondo, alejándose cada vez más de toda concepción realista de qué es y cómo se desarrolla una recesión. Hoy en día, buena parte del análisis académico de la macroeconomía está dominado por la teoría del «ciclo económico real», que afirma que las recesiones son la respuesta racional, y de hecho eficaz, a los choques tecnológicos adversos, que sin embargo quedan sin explicación; y afirma que la reducción de empleo que se produce durante una recesión es una decisión voluntaria de los trabajadores, que se toman tiempo hasta que mejoren las condiciones. Si esto suena absurdo… es porque lo es. Pero es una teoría que se presta a la fantasía de los modelos matemáticos, lo que convirtió los artículos sobre el ciclo económico en una buena vía de promoción y acceso a la titularidad. Y los teóricos del ciclo económico, a la postre, se hicieron con tanto hueco que hoy resulta muy difícil que los economistas que defienden otros enfoques hallen trabajo en alguna de las principales universidades. (Ya les he hablado del padecimiento que nos causa una sociología académica irracional. )

Ahora bien, los economistas de agua dulce no lograron quedarse con todo. Algunos economistas respondieron al fracaso evidente del proyecto Lucas con una revisión y reestructuración de las ideas keynesianas. La teoría del «neokeynesianismo» halló refugio en centros como el MIT, Harvard y Princeton —en efecto, dirá el lector, cerca del agua salada— e igualmente en algunas instituciones creadoras de directrices, tales como la Reserva Federal y el Fondo Monetario Internacional. Los neokeynesianos ansiaban apartarse del supuesto de los mercados perfectos o la racionalidad perfecta, o de ambos, y lo hicieron añadiendo un número suficiente de imperfecciones como para acomodar una concepción más o menos keynesiana de las recesiones. Y en la perspectiva de agua salada, que se optara por una política activa en el combate contra las recesiones seguía entendiéndose como algo deseable.

Dicho esto, los economistas de agua salada tampoco eran inmunes al seductor atractivo de la racionalidad de las personas y la perfección de los mercados. Por ello, intentaron que su desviación frente a la ortodoxia clásica fuera lo más limitada posible. Así, en los modelos imperantes no había sitio para cosas tales como las burbujas o los hundimientos del sistema bancario, aun a pesar de que tales acontecimientos seguían dándose en el mundo real. Pese a todo, la crisis económica no socavaba la concepción del mundo esencial de los neokeynesianos, aunque, en las últimas décadas, estos economistas habían reflexionado poco sobre las crisis, sus modelos no excluían que ocurrieran. Por ello, neokeynesianos como Christina Romer o, a este respecto, Ben Bernanke dieron respuestas útiles a la crisis; especialmente grandes aumentos en los préstamos de la Reserva Federal e incrementos temporales en el gasto gubernamental federal. Por desgracia, no cabe decir lo mismo de los tipos de agua dulce.

Por cierto, y por si el lector se lo pregunta: personalmente, me veo a mí mismo como alguien próximo al neokeynesianismo; incluso he publicado artículos muy cercanos al estilo de los neokeynesianos. En realidad, no suscribo los supuestos de partida que, sobre los mercados y la racionalidad, incluyen muchos de los modelos teóricos modernos (incluido el mío y propio), así que a menudo presto atención a las antiguas ideas de Keynes. Pero veo utilidad en tales modelos, como forma de pensar con cuidado en algunos aspectos; y esta actitud, de hecho, es ampliamente compartida en el bando «salado» de la gran división. En un nivel ciertamente básico, la oposición de salado y dulce es la del pragmatismo frente a una certeza casi religiosa, que se ha fortalecido en la misma medida en que las pruebas desafiaban la única fe verdadera.

La consecuencia fue que, en lugar de resultar útiles cuando estalló la crisis, demasiados economistas optaron por la guerra religiosa.

TEORÍA ECONÓMICA BASURA

Durante mucho tiempo, no pareció preocupar mucho qué se enseñaba —y, aún más importante, qué se dejaba de enseñar— en las licenciaturas en Económicas. ¿Por qué? Porque la Reserva Federal y sus instituciones hermanas tenían la situación bien controlada.

Como he explicado en el capítulo 2, lidiar con una recesión ordinaria es bien fácil: basta con que la Reserva Federal imprima más dinero e impulse hacia abajo las tasas de interés. En la práctica, la tarea no es tan simple como cabría imaginar, porque la Reserva Federal debe determinar qué cantidad de medicina monetaria precisa administrarse y hasta cuándo, todo ello en un entorno en el que los datos no cesan de variar y hay demoras notables antes de que puedan observarse los resultados de una política dada. Pero estas dificultades no impidieron que la Reserva Federal se esforzara por hacer su trabajo; aunque muchos de los macroeconomistas de las universidades se perdieran por el País de Nunca Jamás, la Reserva Federal mantuvo los pies en el suelo y continuó patrocinando estudios que eran relevantes para su misión.

Pero ¿y si la economía se topaba con una recesión realmente grave, una que no se pudiera contener con la política monetaria?

Bien, se suponía que esto no iba a ocurrir; de hecho, Milton Fried-man afirmó incluso que no
podía
ocurrir.

Hasta quienes están en desacuerdo con muchas de las posiciones políticas que adoptó Friedman deben reconocer que fue un gran economista y acertó en algunos aspectos de enorme importancia. Por desgracia, una de sus afirmaciones más influyentes —que la Gran Depresión nunca habría ocurrido si la Reserva Federal hubiera cumplido con su labor, y que una política monetaria adecuada podía impedir que nada similar sucediera por segunda vez— fue, casi con toda certeza, errónea. Y este error tuvo una consecuencia grave: apenas hubo estudios, ni dentro de la Reserva Federal ni en sus instituciones hermanas, ni tampoco entre los investigadores profesionales, dedicados a analizar qué directrices habría que seguir en el caso de que la política monetaria no fuera suficiente.

Para dar al lector una idea del estado de ánimo que imperaba antes de la crisis, citemos lo que Ben Bernanke dijo en 2002, en una conferencia de homenaje a Friedman en su 90.° aniversario:

Déjenme concluir mis palabras abusando ligeramente de mi condición como representante oficial de la Reserva Federal. Quisiera decirles a Milton y Anna: con respecto a la Gran Depresión, estáis en lo cierto. La provocamos nosotros. Lo sentimos mucho. Pero gracias a vosotros, no nos volverá a ocurrir.

Lo que en realidad ocurrió, por descontado, fue que en 20082009 la Reserva Federal hizo todo lo que Friedman afirmaba que debería haber hecho en los años treinta del siglo anterior; y aun así, la economía parece atrapada en una enfermedad que, sin ser tan negativa como la Gran Depresión, sin duda exhibe un parecido claro. Y muchos economistas, lejos de ayudar a concebir y defender pasos adicionales, lo que hicieron fue levantar más obstáculos contra la acción.

Lo llamativo y desolador de estos obstáculos a la acción fue —no hay otra forma de denominarlo— la brutal ignorancia que demostraban. ¿Recuerda el lector cómo, en el capítulo 2, cité a Brian Riedl, de la Heritage Foundation, para ilustrar la falacia de la ley de Say, es decir, la idea de que los ingresos se gastan necesariamente y la oferta crea su propia demanda? Bien, a principios de 2009, dos influyentes economistas de la Universidad de Chicago, Eugene Fama y John Cochrane, defendieron exactamente la misma idea en contra de la utilidad del estímulo fiscal; y presentaron esta falacia, refutada hace mucho, como una concepción de hondura que, por la razón que fuera, los economistas keynesianos no habían logrado comprender durante las tres últimas generaciones.

Y este tampoco fue el único argumento estúpido que se presentó contra el estímulo. Por ejemplo, Robert Barro, de Harvard, defendió que buena parte del estímulo se vería compensado por una caída en la inversión y el consumo privado, igual que (según apuntó útilmente) ocurrió cuando el gasto federal ascendió tanto durante la segunda guerra mundial. Al parecer, nadie le sugirió que el gasto de los consumidores podría haber caído durante la guerra porque había aquello que se dio en llamar «racionamiento»; o que el gasto en inversión podría haber caído porque el gobierno vetó temporalmente la construcción que no fuera esencial. Entretanto, Robert Lucas defendió que el estímulo carecería de eficacia basándose en un principio conocido como «equivalencia de Ricardo»; y en esta defensa demostró, de paso, que o desconocía u olvidó cómo funcionaba este principio en realidad.

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