Read ¡Acabad ya con esta crisis! Online
Authors: Paul Krugman
Ahora veamos algunas cifras. La figura de la página siguiente muestra la deuda familiar como porcentaje del PIB. Divido por el PIB (el ingreso total obtenido en una economía) porque así se corrige tanto la inflación como el crecimiento económico: en 1955, la deuda familiar era unas cuatro veces superior, en dólares, a lo que había sido en 1929, pero gracias a la inflación y el crecimiento, en términos económicos era muy inferior.
Los hogares estadounidenses redujeron la carga de su deuda durante la segunda guerra mundial, lo que sentó las bases de la prosperidad; pero los niveles de deuda se dispararon de nuevo con posterioridad a 1980, lo que sentó las bases de la depresión actual.
Fuente
: Historical Statistics ofthe United States, Millenial Edition (Oxford University Press) y Junta de la Reserva Federal.
Nótese también que los datos no son plenamente compatibles a lo largo del tiempo. Una serie de datos va de 1916 a 1976; otra serie, que por razones técnicas muestra un número algo inferior, se extiende desde 1950 hasta la actualidad. He mostrado las dos series, incluido el solapamiento, pues creo que será suficiente para transmitir una impresión general de la historia a largo plazo.
¡Y vaya historia!
Ese enorme incremento de la relación deuda-PIB, entre 1929 y 1933, es la deuda-deflación de Fisher en acción: la deuda no subía, el PIB se hundía, y el esfuerzo de los deudores por reducir su deuda causó una combinación de depresión y deflación que agravó mucho más los problemas de endeudamiento. La recuperación que comportó el New Deal, por imperfecta que fuera, vino a dejar de nuevo la relación de la deuda aproximadamente en el punto inicial.
Entonces llegó la segunda guerra mundial. Durante la guerra, el sector privado vio cómo se le denegaban casi todos los nuevos préstamos, incluso cuando ascendían los ingresos y subían los precios. Al final de la guerra, la deuda privada era muy baja, en relación con los ingresos, lo que posibilitó que la demanda privada emergiera cuando concluyeron el racionamiento y los controles del período bélico. Muchos economistas (y no pocos empresarios) esperaban que Estados Unidos volvería a la depresión cuando la guerra terminara. Lo que se produjo, en cambio, fue una enorme explosión del gasto privado —en particular, de compras inmobiliarias— que mantuvo a la economía viento en popa hasta que la Gran Depresión fue un recuerdo lejano.
El recuerdo, cada vez más distante, de la Depresión sentó las bases de un extraordinario incremento de la deuda, que se inició aproximadamente en 1980. Y —sí— esto coincidió con la elección de Ro-nald Reagan, porque parte de la historia es política. La deuda empezó a subir en parte porque los prestadores y los prestatarios habían olvidado qué cosas negativas pueden pasar, pero también porque los políticos (y supuestos expertos) habían olvidado que pueden pasar cosas negativas y comenzaron a eliminar las regulaciones introducidas en la década de 1930 para evitar que ocurrieran de nuevo.
Así, por tanto, lo malo ocurrió otra vez. Y el resultado no fue simplemente crear una crisis económica, sino crear una clase especial de crisis económica, una en la que las respuestas políticas de apariencia razonable son, a menudo, lo peor que se puede hacer.
LA ECONOMÍA DEL ESPEJO
Si usted invierte mucho tiempo en atender a lo que está diciendo gente de apariencia seria sobre el estado actual de la economía —y mi trabajo como experto supone hacer precisamente eso—, acabas dándote cuenta de cuál es uno de sus mayores problemas: se manejan con las metáforas equivocadas. Conciben la economía estadounidense como una familia que estuviera pasando un tiempo de penuria, con los ingresos reducidos por efecto de fuerzas situadas fuera de su control y cargada con una deuda demasiado elevada para sus ingresos. Y lo que prescriben para remediar esta situación es un régimen de virtud y prudencia: debemos ajustarnos el cinturón, reducir el gasto, cancelar las deudas, recortar los costes.
Pero la actual no es una crisis de esa clase. Nuestros ingresos son bajos precisamente porque estamos gastando demasiado poco; y recortar aún más el gasto solo servirá para deprimir todavía más nuestros futuros ingresos. Tenemos, en efecto, un problema de exceso de deuda; pero esa deuda no es dinero que debamos a algún extraño, sino dinero que nos debemos unos a otros, lo cual supone una diferencia enorme. Y en cuanto a recortar los costes: recortarlos, ¿en comparación con quién? Porque si todo el mundo intenta reducir sus costes, solo conseguiremos empeorar la situación.
En pocas palabras: temporalmente, estamos al otro lado del espejo. La combinación de la trampa de la liquidez —ni siquiera una tasa de interés al cero es suficientemente baja para restaurar el pleno empleo— y el exceso de deuda pendiente nos ha hecho aterrizar en un mundo de paradojas; un mundo en el que la virtud es un vicio y la prudencia es una locura. Así, la mayor parte de las cosas que la gente seria nos pide hacer solo contribuye a agravar más nuestra situación.
¿De qué paradojas estoy hablando? Una de ellas, la «paradoja del ahorro», solía ser un tema importante en la introducción a la economía, aunque cada vez estuvo menos de moda, a medida que el recuerdo de la Gran Depresión se desvanecía. Funciona así: supongamos que todo el mundo intenta ahorrar más al mismo tiempo. Cabría pensar que este deseo intensificado de ahorrar se traduciría en una inversión mayor —más gasto en nuevas fábricas, edificios de oficinas, centros comerciales, etc.— que ampliarían nuestra riqueza futura. Pero en una economía deprimida, lo único que ocurre cuando todo el mundo intenta ahorrar más (y, por lo tanto, gasta menos) es que los ingresos menguan y la economía sufre. Y a medida que la economía ahonde su estado de depresión, las empresas invertirán menos, no más: en el intento de ahorrar más desde el punto de vista personal, los consumidores terminan ahorrando menos en conjunto.
La paradoja del ahorro, según se suele formular, no depende necesariamente de una herencia de préstamos excesivos en el pasado; aunque, en la práctica, es así como hemos terminado teniendo una economía persistentemente deprimida. Pero el exceso de deuda pendiente causa también otras dos paradojas, aunque relacionadas entre sí.
Primero está la «paradoja del desapalancamiento», que ya hemos visto resumida en el conciso lema de Fisher, según el cual cuanto más pagan los deudores, más deben. Un mundo en el que un gran porcentaje de personas o empresas está intentando cancelar sus deudas, todas al mismo tiempo, es un mundo en el que se reducen los ingresos y el valor de los activos, donde los problemas de endeudamiento se agravan, en lugar de mejorar.
En segundo lugar está la «paradoja de la flexibilidad». Queda más o menos implícita en el viejo ensayo de Fisher, pero su encarnación moderna, en lo que yo sé, procede del economista Gauti Eggertsson, de la Reserva Federal de Nueva York. Funciona así: habitualmente, cuando uno halla dificultades para vender algo, lo solventa rebajando el precio. Así, parece natural suponer que la solución al desempleo masivo es recortar los salarios. De hecho, los economistas conservadores defienden a menudo que F. D. Roose-velt retrasó la recuperación de los años treinta porque las directrices del New Deal, favorables a los trabajadores, aumentaron los salarios cuando deberían haberlos reducido. Y hoy se defiende a menudo que lo que en verdad necesitamos es una mayor «flexibilidad» del mercado de trabajo, eufemismo del recorte de salarios.
Pero mientras un trabajador individual puede mejorar sus oportunidades de obtener trabajo a cambio de aceptar un salario inferior, que lo haga más atractivo en comparación con otros trabajadores, un recorte general de los salarios deja a todo el mundo en el mismo lugar, salvo en un aspecto: reduce los ingresos de todos, pero el nivel de deuda se mantiene igual. Así pues, más flexibilidad en los salarios (y los precios) solo empeoraría las cosas.
Bien, algunos lectores quizá hayan pensado lo siguiente: si acabo de explicar por qué hacer cosas que normalmente se consideran adecuadas y prudentes nos hace ir a peor en la situación actual, ¿no supone esto que, de hecho, deberíamos estar haciendo lo contrario? Y la respuesta, básicamente, es sí. En un momento en el que muchos deudores intentan aumentar el ahorro y cancelar las deudas, es importante que
alguien
haga lo contrario, es decir, gaste más y tome más dinero prestado; y el
alguien
más obvio no es otro que el gobierno. Por lo tanto, esta es otra forma de llegar al argumento keynesiano según el cual para responder a la clase de depresión a que nos enfrentamos necesitamos el gasto del gobierno.
¿Qué podemos decir sobre el argumento de que la caída de salarios y precios empeora la situación? ¿Acaso supone esto que elevar sueldos y precios mejoraría la situación y que la inflación, de hecho, sería útil? En efecto, así es, porque la inflación reduciría la carga de la deuda (además de tener algún otro efecto útil que analizaremos más adelante). Más en general, las políticas que buscan reducir el peso de la deuda de un modo u otro, como por ejemplo la ayuda hipotecaria, podrían y deberían tratar de encontrar una salida perdurable a la depresión.
Pero nos estamos adelantando. Antes de desarrollar una propuesta completa de estrategia de recuperación, quiero destinar los capítulos inmediatos a ahondar más en cómo hemos llegado a meternos en esta depresión.
La reciente reforma regulatoria, unida a las tecnologías innovadoras, ha estimulado el desarrollo de productos financieros tales como valores respaldados por activos, obligaciones crediticias con garantía secundaria y permutas de cobertura por incumplimiento crediticio que facilitan la dispersión del riesgo. … Estos instrumentos financieros de complejidad creciente han contribuido al desarrollo de un sistema financiero mucho más flexible, eficiente y, en consecuencia, resistente que el que existía hace tan solo un cuarto de siglo.
ALAN GREENSPAN, 12 de octubre de 2005
E
n 2005 aún se consideraba a Alan Greenspan como un verdadero maestro, fuente de una sabiduría económica oracular. Sus comentarios sobre cómo las maravillas de las finanzas modernas habían desembocado en una nueva época de estabilidad se tomaron como un reflejo de esa sabiduría oracular. Los magos de Wall Street, decía Greenspan, se habían asegurado de que ya no pudiera volver a ocurrir nada semejante a los grandes trastornos financieros del pasado.
Cuando uno lee estas palabras hoy, resulta llamativo el grado de perfección con el que Greenspan lo entendió mal. Las innovaciones financieras que identificó como fuentes de la mejora de la estabilidad financiera fueron precisamente —
precisamente
— las que llevaron al sistema financiero al borde del abismo menos de tres años después. Ahora sabemos que la venta de «valores respaldados por activos» —esencialmente, la capacidad de los bancos de vender grupos de hipotecas y otros préstamos a inversores mal informados, en lugar de mantenerlas en sus propios libros— favoreció el préstamo sin condiciones. Las obligaciones crediticias con garantía secundaria —o «colateralizadas», creadas al filetear, picar y hacer puré deuda mala— recibieron al principio valoraciones AAA, lo que de nuevo atrajo a inversores ingenuos; pero en cuanto la situación se torció, estos valores pasaron a ser designados, normalmente, como «basura tóxica». Y en cuanto a las permutas de cobertura por incumplimiento crediticio, ayudaron a los bancos a fingir que sus inversiones estaban protegidas porque un tercero las había asegurado contra pérdidas; cuando las cosas fueron mal, pronto se evidenció que las aseguradoras —AIG, en particular— no disponían ni de lejos del dinero suficiente para cumplir con sus promesas.
La cuestión es que Greenspan no estaba solo en sus ilusiones. En la víspera de la crisis financiera, el análisis del sistema financiero, tanto en Estados Unidos como en Europa, estaba marcado por una autocomplacencia extraordinaria. A los pocos economistas que se inquietaban por el ascenso de los niveles de endeudamiento y la actitud cada vez menos seria con respecto a los riesgos se los dejó de lado, cuando no se los ridiculizó.
Esta posición marginal se reflejó tanto en la conducta del sector privado como en las políticas públicas: paso a paso, se fueron desmantelando las normas y regulaciones que se habían instaurado en la década de 1930 para protegernos frente a las crisis bancarias.
BANQUEROS SIN FRENO
No sé qué pretende el gobierno. En lugar de proteger a los hombres de negocios, ¡mete la nariz en los negocios! Vaya, ¡si ahora incluso están hablando de hacer exámenes a los bancos\ ¡Como si los banqueros no supiéramos dirigir nuestros propios bancos! En fin, en casa tengo la carta de no sé qué petimetre de funcionario que dice que piensa inspeccionar mis libros.
Tengo un lema que debería ser pregonado en todos los periódicos de este país: «¡América para los americanos!». ¡El gobierno no debe interferir en los negocios! ¡Reduzcan los impuestos! Nuestra deuda nacional es asombrosa. ¡Más de mil millones de dólares por año! ¡Lo que este país necesita es un presidente empresario!
GATEWOOD, banquero de La diligencia(1939)
Como las otras citas que he venido trayendo a colación de los años treinta del siglo pasado, la queja del banquero, en el clásico de John Ford
La diligencia
, suena como si se pudiera haber redactado ayer mismo (dejando a un lado la referencia al «petimetre»). Lo que el lector debe saber, si no ha visto nunca la película —del todo recomendable— es que, en realidad, Gatewood es un canalla. Si ha subido a esa diligencia es porque ha desfalcado todos los fondos de su banco y se larga de la ciudad.