–En cualquier caso, me parece una lástima que hayan dejado que se deteriore de tal forma –observó Kabe.
–¿De verdad piensa eso? –preguntó el avatar, mirándole a los ojos–. Pensaba que había algo romántico en esta lenta decadencia. Me parecía apropiado que una obra de artificio tan referencial fuera esculpida en desgaste por las fuerzas de la naturaleza.
Kabe meditó sobre aquellas palabras.
Ziller estudiaba de nuevo el mapa.
–¿Y las líneas azules? –preguntó.
–¡Ah! –contestó el avatar–. Esas podrían ser inseguras.
El semblante de Ziller se tornó en una expresión de consternación. Levantó el mapa.
–¡Pero nosotros estamos en una línea azul! –exclamó.
–Sí –repuso el avatar, mirando a través de los paneles translúcidos en el centro de la pintura rústica, donde las guías y los volantes del teleférico debían estar deslizándose colgados del cable.
–
Mmm
–dijo.
Ziller dejó el mapa a un lado, arrugándolo.
–Centro –dijo–, ¿nos encontramos en peligro?
–En realidad, no. Hay sistemas de seguridad. Además, si hubiera algún problema y nos cayésemos del cable, podría descargar una plataforma antigravitatoria antes de haber descendido poco más de unos metros. Así, mientras yo esté bien, todos lo estamos.
Ziller miró con suspicacia a la criatura de piel plateada, tumbada en el sofá, antes de regresar a su mapa.
–¿Ya hemos concretado un local para la primera representación de mi sinfonía? –preguntó, sin levantar la vista.
–Había pensado en el Bol Estuliano, en Guerno –respondió el avatar.
Ziller lo miró. A Kabe le pareció entre sorprendido y complacido.
–¿De verdad? –preguntó el compositor.
–Creo que no hay muchas más alternativas –añadió el avatar–. Ha suscitado mucho interés. Necesitamos un local con capacidad para mucha gente.
Ziller esbozó una amplia sonrisa. Parecía que quería decir algo, pero se limitó a seguir sonriendo, casi con timidez, y volvió a enterrar la cabeza en el mapa.
–Ah, Ziller –prosiguió el avatar–, el comandante Quilan me ha pedido que le pregunte si le importaría que se trasladase a la ciudad de Aquime.
–¿Cómo? –siseó Ziller, dejando el mapa.
–Yorle está muy bien, pero es muy distinta de Aquime –dijo el avatar–. Hace calor, incluso en esta época del año. Quiere experimentar las mismas condiciones que usted, allí en el macizo.
–Pues que lo manden a la cima de una de las sierras Mamparas –espetó Ziller, volviendo a coger el cristal de aumento.
–¿Le importaría? –preguntó el avatar–. De todas formas, usted apenas está en casa últimamente.
–Sí, pero sigue siendo el lugar donde me gusta dormir por las noches –respondió Ziller–. Así que, sí. Me importaría.
–Entonces, ¿le digo que prefiere que no se traslade aquí?
–Eso es.
–¿Está seguro? Tampoco quería mudarse justo al lado. Buscaba algún lugar en el centro de la ciudad.
–Sigue siendo demasiado cerca.
–Centro... –empezó Kabe.
–
Mmm
–prosiguió el avatar–. Dijo que no tendría inconveniente en informarlo de su ubicación, para que usted no tropezase por...
–¡Oh, joder, vamos! –Ziller lanzó el mapa al suelo y guardó el cristal de aumento en uno de sus bolsillos–. ¡Que no quiero a ese tipo aquí! ¡Que no lo quiero cerca de mí, ni quiero reunirme con él! ¡Y estoy harto de que me digan que, aunque quiera, no puedo alejarme de ese hijo de puta!
–Querido Ziller –empezó Kabe, pero luego se detuvo.
Estoy empezando a hablar como Tersono,
pensó.
El avatar bajó los pies del asiento y se sentó.
–Nadie le está obligando a reunirse con él, Ziller.
–Sí, pero tampoco me dejan alejarme de él tanto como quisiera.
–Ahora está muy lejos de él –apuntó Kabe.
–¿Y cuánto tiempo nos ha costado llegar hasta aquí? –preguntó Ziller. Habían llegado por la mañana en un transporte de subplataforma; y habían tardado poco más de una hora.
–
Mmm...
bueno...
–¡Soy prácticamente un prisionero! –exclamó Ziller, extendiendo los brazos.
–Eso no es cierto –repuso el avatar, con una extraña mueca en el rostro.
–¡Pues como si lo fuera! No he podido escribir una sola nota desde que ese cabrón dio señales de vida.
El avatar se irguió, con expresión de alarma.
–Pero ha terminado la...
Ziller hizo un gesto de exasperación con una mano.
–Sí, está terminada –contestó–. Pero normalmente me relajo con piezas cortas cuando termino una tan larga y, esta vez, no he podido. Estoy como estreñido.
–Bueno –dijo Kabe–, si realmente se siente forzado a contactar con Quilan, ¿por qué no lo hace y se quita el peso de encima?
El avatar soltó un gruñido y se acomodó de nuevo en su asiento.
Ziller miraba fijamente a Kabe.
–Ah, ¿es eso? –preguntó–. ¿Ese es el poder argumental que utiliza para convencerme de que me reúna con ese mierda?
–Por su tono de voz –repuso Kabe–, deduzco que no lo he conseguido.
–Persuasión –dijo Ziller, negando con la cabeza–. Lo razonable. ¿Me importaría? ¿Me preocupa? ¿Me sentiría insultado? Puedo hacer lo que me venga en gana, pero él también. –El compositor señaló enfurecido al avatar–. Vosotros, todos, sois tan educados que todavía es más insoportable que recibir un insulto directamente. Todas vuestras palabras comedidas y amables y llenas de mierda. Todo ese bailoteo a mi alrededor sin querer molestar pero molestando. –Balanceó los brazos mientras elevaba la voz hasta gritar–. ¡Detesto esta retahíla de putos buenos modales! ¿Es que nadie va a actuar de verdad?
Kabe pensó en decir algo, pero decidió no hacerlo. El avatar parecía algo asombrado. Parpadeó unas cuantas veces y preguntó:
–¿Como qué? ¿Preferiría que el comandante lo hiciese llamar y lo retase a un duelo? ¿O se trasladase junto a su casa?
–¡Podríais echarlo de aquí!
–¿Por qué íbamos a hacer algo así?
–¡Porque me está molestando!
El avatar sonrió.
–Ziller... –empezó.
–¡Me siento perseguido! Somos una especie de depredadores. Solo nos escondemos cuando acechamos. No estamos acostumbrados a sentirnos como presas.
–Podría volver a casa –sugirió Kabe.
–¡Me seguiría!
–Podría seguir viajando.
–¿Por qué iba a hacerlo? Me gusta mi apartamento. Me gusta el silencio y me gustan las vistas, incluso me gusta alguna gente. Hay tres salas de conciertos en Aquime con una acústica perfecta. ¿Tengo que marcharme a otro sitio porque Chel manda a este militar para hacer dios sabe qué?
–¿Qué quiere decir con «dios sabe qué»? –preguntó el avatar.
–Quizá no ha venido solo para hablar conmigo y convencerme de regresar con él. Quizá quiere secuestrarme. ¡O matarme!
–Oh, vamos –dijo Kabe.
–El secuestro es imposible –dijo el Centro–, a menos que haya traído consigo una flota de aeronaves que se me haya pasado por alto. –El avatar negó con la cabeza–. El asesinato es casi imposible. –Frunció el ceño–. El intento de asesinato siempre es posible, imagino, pero, si le preocupase, podría asegurarme de que en el momento y en el lugar de su reunión hubiese algunos drones de combate y cuchillos misil, y toda esa clase de defensa a su alrededor. Y, evidentemente, siempre se podría transferir su personalidad.
–No voy a necesitar drones de combate, ni cuchillos misil, ni copias de seguridad –respondió Ziller, pausadamente–, porque no pienso reunirme con él.
–Pero le preocupa el hecho de que esté aquí –dijo Kabe.
–Ah, ¿se me nota? –gruñó Ziller.
–Bien, pues asumiendo que él no se aburra y se marche –insistió Kabe–, tal vez sería mejor que aceptase encontrarse con él y quitarse el peso de encima.
–¿Dejará de intentar «quitarme el peso de encima» de una buena vez? –gritó Ziller.
–Hablando de no poder deshacerse de la gente –dijo el avatar, con firmeza–, E. H. Tersono ha descubierto nuestro paradero y quiere hacernos una visita.
–¡Ja! –exclamó Ziller, volviéndose a mirar de nuevo a través del parabrisas–. Tampoco hay forma de quitarse de encima a esa maldita máquina.
–Sus intenciones son buenas –observó Kabe.
Ziller miró a su alrededor, con expresión de genuina sorpresa.
–Ah, ¿sí?
Kabe suspiró.
–¿Está Tersono cerca de aquí? –preguntó al avatar.
–Sí –repuso este–. Ya está de camino. A unos diez minutos. Está volando desde el túnel más próximo.
Algo más que el terreno hacía de las grietas un yermo; solo había unos cuantos puntos de acceso a la plataforma y estaban todos fuera de aquella zona, así que para adentrarse en las tierras áridas sin perder cierto ritmo había que utilizar el teleférico o ir volando.
–¿Qué quiere? –Ziller comprobó el indicador de viento, después soltó dos cuerdas y tensó otra, sin que pareciera surtir mucho efecto.
–Es una visita social, según dice –le dijo el avatar.
Ziller dio unos golpecitos en los balancines circulares de un cuadrante.
–¿Estás seguro de que esta brújula funciona?
–¿Acaso me está acusando de no tener un campo magnético viable? –preguntó el Centro.
–Te estaba preguntando si este trasto funciona. –Ziller dio unos cuantos golpecitos más en el instrumento.
–Debería –dijo el avatar mientras entrelazaba las manos detrás de la cabeza–. Una forma muy ineficaz de determinar la dirección, sin embargo.
–Quiero ponerme a barlovento en la siguiente curva –dijo Ziller mirando la colina a la que se acercaban y la achaparrada torreta que había en la cumbre llena de maleza.
–Tendrá que conectar la hélice.
–Oh –dijo Kabe–. ¿Tienen hélices?
–Una cosa grande con dos paletas metida en la parte de atrás –dijo el avatar señalando con un gesto la parte posterior, donde dos ventanas curvadas rodeaban una amplia sección recubierta de paneles–. Funciona con baterías. Debería estar cargada si funcionan las aspas del generador.
–¿Y eso cómo lo sé? –preguntó Ziller. Después se sacó la pipa del bolsillo del chaleco.
–¿Ve ese cuadrante grande de la derecha, justo debajo del parabrisas, con el símbolo de un rayo?
–Ah, sí.
–¿Dónde está la aguja, en la parte negra y marrón o en la parte azul brillante?
Ziller miró. Se metió la pipa en la boca.
–No hay aguja.
El avatar lo miró pensativo.
–Eso podría ser mala señal. –Se incorporó y miró a su alrededor. La torreta estaba a unos cincuenta metros de distancia y el suelo se elevaba bajo ellos–. Yo soltaría un poco esa vela de mesana.
–¿Esa qué?
–Afloje la tercera cuerda de la izquierda.
–Ah. –Ziller soltó la cuerda y la volvió a atar. Tiró de un par de palancas para frenar el vagón y preparar los volantes del techo. Apretó un par de interruptores grandes y después miró esperanzado hacia la parte posterior del vagón.
Sorprendió entonces la mirada del avatar.
–Oh, bueno, pues deja que el puto emisario se traslade a Aquime –dijo con tono exasperado–. Para lo que a mí me importa. Pero no quiero verlo.
–Desde luego –dijo el avatar con una sonrisa. Después le cambió la expresión–. Oh-oh –dijo. Se había quedado mirando hacia delante.
Kabe sintió que una chispa de inquietud le saltaba en el pecho.
–¿Qué? –dijo Ziller–. ¿Ya está aquí Tersono? –Y entonces perdió el equilibrio cuando, con un estrépito, como si algo se acabara de rasgar, el teleférico perdió velocidad a toda prisa y se detuvo de repente con una sacudida. El avatar se había deslizado por el sofá. A Kabe el golpe lo había lanzado hacia delante y solo evitó caer de bruces estirando un brazo y sujetándose a la barandilla de latón que separaba el compartimento de los pasajeros de la cabina de la tripulación. La barandilla de latón se dobló y se desprendió por un lado de la mampara con un crujido y un ruido seco. Ziller terminó sentado en el suelo, entre dos de las bitácoras de instrumentos. El vagón se balanceó de un lado a otro.
Ziller escupió un trozo de pipa.
–¿Qué cojones ha sido eso?
–Creo que hemos enganchado un árbol –dijo el avatar mientras se sentaba–. ¿Están todos bien?
–Sí, bien –dijo Kabe–. Siento lo de la barandilla.
–¡He partido la pipa a la mitad! –dijo Ziller. Cogió del suelo una mitad de la pipa partida.
–Ya se reparará –dijo el avatar. Quitó la alfombra que había entre los sofás y levantó una puerta de madera. Entró una ráfaga de viento. La criatura se echó en el suelo y metió la cabeza–. Sí, es un árbol –gritó. Volvió a meterse dentro–. Debe de haber crecido un poco desde la última vez que se usó esta línea.
Ziller se estaba levantando del suelo.
–Cosa que por supuesto no habría ocurrido si el responsable del sistema hubieras sido tú, ¿no?
–Pues claro que no –dijo el avatar muy contento–. ¿Mando venir a un dron de reparaciones o intentamos arreglarlo nosotros mismos?
–Tengo una idea mejor –dijo Ziller con una sonrisa mientras miraba por la ventanilla de uno de los lados. Kabe también miró y vio un objeto casi totalmente rosa que volaba hacia ellos. Ziller abrió la ventanilla de ese lado y se giró hacia sus dos compañeros con una sonrisa antes de llamar al dron que se acercaba–. ¡Tersono! ¡Me alegro de verte! ¡Qué bien que hayas venido! ¿Ves ese desastre de ahí abajo?
X
Los cañones marinos de Youmier
–¿Y
Tersono estuvo a la altura?
–Más que a la altura, físicamente hablando, según me cuenta el Centro, a pesar de sus protestas; decía que se arriesgaba a desgarrarse. Pero creo que lo que sea que alimenta su voluntad también se encarga de mantener su dignidad, así que por lo general está muy ocupado con eso.
–¿Pero pudo liberar vuestro vagón del árbol?
–Sí, al final, aunque tardó bastante y armó un buen follón. Hizo trizas la vela mayor, rompió el mástil y se cargó la mitad del árbol.
–¿Y la pipa de Ziller?
–Partida en dos. El Centro se la arregló.
–Ah. Me preguntaba si podría haberle regalado otra.
–No estoy seguro de que la aceptase de buena gana, Quil. Sobre todo porque es algo que iba a meterse en la boca.
–¿Sospechas que podría pensar que estaba intentando envenenarlo?
–Podría ocurrírsele.
–Ya veo. Todavía tengo camino por recorrer,
¿
verdad?