A barlovento (30 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: A barlovento
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El complejo de la fortaleza se fue extendiendo por varios pináculos de roca, unidos por una sucesión de puentes, al principio de madera, después de piedra y más tarde de hierro y acero, y se convirtió en un centro de gobierno, un lugar de oración y peregrinaje y un templo de saber. Con el transcurrir de los siglos y los milenios se había ido colonizando de forma permanente cada cañón, de una forma u otra, todos salvo el Pulgar; incluso había sido fortaleza durante algún tiempo, equipada con pesadas armas navales durante un siglo más o menos. Poco a poco, los cañones habían ido creciendo hasta convertirse en una ciudad cuya mayor parte estaba en la costa, extendiéndose por el páramo que había tras los acantilados.

En su momento había sufrido el mismo destino que un puñado de ciudades de todo el globo, durante la última guerra de Unificación, mil quinientos años antes, al caer bajo el ataque de unas cabezas nucleares que habían destruido por completo un cañón, reducido a la mitad la altura de otro y dejado un cráter con la forma de un ocho gigante abierto en los acantilados, donde se encontraba la mayor parte de los distritos del continente.

Jamás se había reconstruido la ciudad. Los cañones, aislados del continente por los dos cráteres, quedaron abandonados durante siglos; lugar de turismo morboso y hogar solo de unos cuantos ermitaños y un millón de aves marinas. Dos de los cañones se convirtieron en monasterio durante una de las fases más religiosas de Chel; después, los Servicios Combinados los habían requisado para convertirlos en base de entrenamiento y lo habían reconstruido todo salvo los puentes que los conectaban con el continente antes de salir del mundo y abandonar el complejo antes de que estuviera terminado; allí dejaron los cañones aparcados y al cuidado de unos vigilantes.

Y entonces, se había convertido en su hogar.

Quilan se apoyó en un parapeto y contempló la gola blanca de la espuma que bañaba la base del Dedo Corazón del Varón, trescientos metros más abajo. Desde allí arriba el agua parecía lenta, pensó. Como si cada ola estuviera cansada tras el largo viaje a través del océano, desde donde quiera que nacieran las olas.

Llevaba allí un mes de dos lunas. Lo estaban entrenando y evaluando. Seguía sin saber nada de la tarea que tenía por delante, salvo que se suponía que era una misión suicida. Seguía sin ser seguro que él fuera a participar. Sabía que era uno más y que había varios competidores por tan dudoso honor. Ya había accedido a someterse a un borrado de memoria si no lo elegían, un borrado que lo dejaría convertido, al parecer, en otro monje más traumatizado por la guerra y metido en el retiro de Cadracet, luchando por asumir sus experiencias.

La coronel Ghejaline estaba presente más o menos la mitad del tiempo, supervisando su entrenamiento. Su instructor principal en las artes y técnicas de casi todo lo marcial era un macho lleno de cicatrices, fornido y taciturno, llamado Wholom. Parecía soldado, o ex soldado, aunque no admitía rango militar alguno. El otro tutor de Quilan se llamaba Chuelfier y era un macho viejo y frágil de pelo blanco, cuyos años y flaqueza parecían desprenderse de su cuerpo cuando estaba enseñando.

Había unos cuantos especialistas del Ejército a los que veía cada pocos días y que era obvio que también vivían en el complejo, un puñado de sirvientes de varias castas y un número de Invisibles ciegos que habían permanecido fieles a las antiguas costumbres durante la guerra de Castas.

Quilan veía a los ciegos dedicarse a sus obligaciones, con la parte superior del rostro cubierta por la banda verde de su rango; andaban a tiendas con una familiaridad natural o utilizaban los chasquidos agudos que emitían con las garras para navegar entre los espacios de hormigón y los rincones tallados en la roca del cañón. Ser ciego allí, con la caída de las rocas y el océano, era, pensó Quilan, confiar siempre en las paredes y en el cuidadoso diseño de la estructura.

No se le permitía salir de su cañón. Sospechaba que algunos de aquellos camaradas-adversarios que no había visto, aquellos a los que podían elegir para la misión en su lugar, estaban en alguno de los otros cañones, al otro lado de los largos puentes cerrados que los Servicios Combinados habían construido entre las columnas de roca.

Levantó un brazo y se estudió las garras desenvainadas. Giró el brazo a izquierda y derecha. Jamás había tenido tantos músculos, nunca había estado tan en forma. Se preguntó si de verdad tenía que estar en la mejor forma física posible para esa misión o si el Ejército, o el que estuviera en realidad detrás de todo aquello, se limitaba a entrenarlos por costumbre.

Había una gran plaza circular de armas en lo más alto del cañón, en el lado que daba al mar. Estaba abierta por los lados, pero cubierta por unos toldos blancos que parecían antiguas velas de barco. Allí le habían enseñado esgrima y lo habían entrenado con una ballesta, con armas de proyectiles y con los primeros rifles de láser. Le inculcaron los puntos más sutiles, y los no tan sutiles, de la lucha con cuchillos, y con garras y dientes. Se había aclarado que la lucha cuerpo a cuerpo difería cuando uno se enfrentaba a otra especie, pero no se había ido más allá.

Un pequeño equipo de médicos llegó volando un día y lo llevó a un hospital grande, aunque obviamente poco utilizado, tallado en la roca, muy por debajo de los edificios del cañón. Lo equiparon con un Guardián de Almas optimizado, pero ese fue el único implante que tocaron o introdujeron. Había oído hablar de agentes y personas que realizaban misiones especiales y a las que se les adaptaba dispositivos de comunicación con conexiones en el cerebro, glándulas nasales detectoras de venenos, sacos productores de venenos, sistemas armamentísticos subcutáneos...; la lista era larga, pero él, al parecer, no iba a recibir nada de eso. Se preguntó por qué.

En un momento dado, se insinuó que el que realizara la misión quizá no estuviera solo del todo. También se preguntó por eso.

No todo su entrenamiento y educación fue marcial; por lo menos la mitad de cada día lo pasaba volviendo a ser estudiante, sentado en un sillón ondulado aprendiendo en pantallas o escuchando a Chuelfier.

El anciano lo instruyó en historia chelgriana, en filosofía de la religión tanto antes como después de la sublimación parcial del Puen-Chelgriano, y en la historia descubierta del resto de la galaxia y sus otros seres inteligentes.

Aprendió más de lo que jamás se había imaginado que querría o necesitaría saber sobre lo que hacían los Guardianes de Almas y cómo lo hacían y sobre cómo eran el limbo y el cielo. Aprendió en qué esferas la antigua religión se había mostrado demasiado imaginativa o se había equivocado sin más en sus suposiciones y principios, en qué había inspirado al Puen-Chelgriano y por tanto se había convertido en realidad y dónde la habían desbancado. No tuvo ningún contacto directo con ninguno de los desaparecidos, pero llegó a entender el más allá mejor que nunca. A veces, sabiendo que casi no quedaba duda de que Worosei jamás experimentaría nada de aquella gloria creada, tenía la sensación de que lo habían elegido solo para torturarlo, que todo aquello no era más que una charada elaborada y cruel para encontrar el cuchillo de la pérdida de Worosei, enterrado para siempre en su carne, y retorcerlo con todo su poder.

Aprendió todo lo que había que saber sobre la guerra de Castas y la implicación de la Cultura en los cambios que habían llevado a ella.

Aprendió sobre las personalidades que habían contribuido a crear el ambiente que había llevado a la guerra y escuchó parte de la música compuesta por mahrai Ziller, por momentos tan dolorosamente llena de pérdida que lo hizo llorar y en otros, tan llena de cólera que le apeteció romper algo.

Un cierto número de sospechas y posibles escenarios comenzaron a formarse en su mente, aunque nunca dijo nada.

A veces soñaba con Worosei. En uno de los sueños se casaban allí, en el cañón, y una gran ráfaga de viento les arrancaba los sombreros a todos; él había ido a coger el de su mujer cuando echó a volar hacia el parapeto y luego se estrelló contra el hormigón blanqueado; Quilan se había inclinado sobre el parapeto justo cuando estaba a punto de alcanzar la prenda. Había comenzado a caer hacia el mar y sintió que cogía aliento para gritar, pero entonces recordó que por supuesto que Worosei no estaba allí en realidad, y no podía estarlo. Su mujer estaba muerta, así que por qué no iba a estarlo él. Les sonrió a las olas cuando se alzaron para recibirlo, pero despertó antes del golpe con la sensación de que le habían quitado algo y una humedad salada como el mar en la almohada.

Una mañana cruzaba la plaza de armas bajo el chasqueo seco de las tiendas blancas de los toldos, se dirigía al aula de Chuelfier para la primera clase del día, cuando vio a un pequeño grupo de personas justo delante. La coronel Ghejaline, Wholom y Chuelfier estaban allí de pie, hablando con una figura vestida de blanco y negro que se encontraba en el medio del grupo.

Había otras cinco personas, tres a la derecha del grupo central y dos a la izquierda. Todos eran varones e iban vestidos de clérigos. El hombre del medio era pequeño y parecía viejo, con una especie de encorvamiento ladeado en su postura. Quilan se quedó un tanto estupefacto cuando se dio cuenta de que el hombre iba vestido con la túnica a rayas blancas y negras de un estodien, uno de aquellos que iban y venían entre este mundo y el siguiente. Mostraba una sonrisa burlona y se aferraba a un largo bastón espejado. Tenía el pelo impecable, como si se lo hubieran aceitado.

Quilan estaba a punto de ir a saludar a la coronel, pero cuando se acercó, las tres personas que conocía se echaron hacia atrás para dejar que el estodien diera unos pasos.

–Estodien –dijo Quilan con una profunda reverencia.

–Comandante Quilan –dijo el anciano con una voz suave y serena. Le tendió la mano a Quilan, que fue consciente de que el hombre que se encontraba a la derecha del grupo abultaba en sus túnicas clericales de forma diferente al resto y que ese mismo hombre había comenzado a rodear el grupo, como si quisiera ir a colocarse detrás de Quilan. Cuando el hombre desapareció de su vista, la semisombra que arrojaba bajo la luz atenuada que se filtraba por los toldos blancos comenzó a moverse más deprisa.

Lo que al fin convenció a Quilan de que podrían estar a punto de atacarlo fue algo en la forma que tuvo el estodien de estirarse cuando le tendió la mano. Era frágil y no podía evitar mantenerse a distancia de algo que quizá resultara violento.

Quilan fingió que iba a coger la mano del anciano y después se agachó y giró de golpe, volvió a apoyarse en las ancas y levantó los antebrazos y las manos en la clásica postura de ataque-defensa.

El hombre fornido vestido de clérigo había estado a punto de atacarlo, había vuelto a apoyarse en las ancas y tenía las mangas arremangadas para revelar unos brazos musculosos, aunque no había sacado las garras del todo. Por un momento, hubo una mirada radiante, casi salvaje, en su rostro de pelo blanco, una mirada que incluso se iluminó durante un instante cuando Quilan giró para enfrentarse a él, pero después miró al estodien, se relajó, volvió a sentarse y bajó los brazos y la cabeza en lo que podría haber sido una inclinación.

Quilan se quedó exactamente como estaba, girando la cabeza un poco de un lado a otro, volviendo la mirada todo lo que podía sin perder de vista al hombre de pelo blanco. No parecía haber ningún otro movimiento ni amenaza.

Se produjo un momento de silencio absoluto en el que no ocurrió nada, salvo por los gritos distantes de las aves marinas y el choque lejano de las olas. Después, el estodien golpeó una vez el hormigón de la plaza de armas con su bastón y el hombre de pelo blanco se levantó, se giró con un movimiento fluido y fue a colocarse donde estaba antes.

–Comandante Quilan –dijo de nuevo el anciano–. Por favor, levántese. –Le tendió la mano una vez más–. Se acabaron las sorpresas desagradables, al menos por hoy, le doy mi palabra.

Quilan cogió la mano del estodien y se levantó.

La coronel Ghejaline se adelantó unos pasos. Parecía contenta, pensó Quilan.

–Comandante Quilan, este es el estodien Visquile.

–Señor –dijo Quilan cuando el anciano le soltó la mano.

–Y este es Eweirl –dijo Visquile mientras señalaba al hombre de pelo blanco que tenía a su izquierda. El hombre fornido asintió y sonrió–. Espero que se haya dado cuenta de que acaba de pasar usted dos pequeñas pruebas, comandante, no solo una.

–Sí, señor. O la misma prueba dos veces, señor.

La sonrisa de Visquile se amplió y reveló unos dientes pequeños y afilados.

–En realidad no tiene que llamarme «señor», comandante, aunque confieso que me agrada. –Se volvió hacia Wholom y Chuelfier, y después miró a la coronel Ghejaline–. No está mal. –Volvió a dirigirse a Quilan y lo miró de arriba abajo–. Venga, comandante, creo que tenemos que hablar.

–Nos dicen que es muy poco habitual que cometan semejante error. Nos dicen que deberíamos sentirnos halagados de que, ya para empezar, se hayan tomado tanto interés por nosotros. Nos dicen que nos respetan. Nos dicen que es un accidente del desarrollo y la evolución de las galaxias, estrellas, planetas y especies que nos encontremos con ellos en términos tecnológicos en absoluto equivalentes. Nos dicen que lo que ha ocurrido es lamentable, pero que quizá al final saquemos algo de todo ello. Nos dicen que son personas honorables que solo deseaban ayudar y que ahora se sienten en deuda con nosotros por su falta de cuidado. Nos dicen que quizá nos beneficiemos más de esa abrumadora sensación de culpa de lo que podríamos haber sacado gracias a un mecenazgo más natural. –El estodien Visquile esbozó su sonrisa débil y afilada–. Nada de eso importa.

El estodien y Quilan se encontraban solos en una pequeña torre encaramada en un costado de uno de los niveles inferiores de la superestructura del cañón. El aire y el mar surgían por tres lados y la brisa cálida entraba por una ventana sin cristales y salía por la otra, cargada con el aroma del mar. Estaban sentados, acurrucados sobre esteras de hierba.

–Lo que importa –continuó el anciano–, es lo que ha decidido el Puen-Chelgriano.

Hubo una pausa. Quilan sospechó que se suponía que tenía que llenarla él así que dijo:

–¿Y qué es lo que ha decidido, estodien?

El pelo del anciano olía al aroma del perfume caro. Se irguió sobre la estera y miró por una ventana los largos oleajes del mar.

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