La ventana circular de su minúscula cocina daba a un bosque inclinado, que conformaba la superficie frontal superior de
Yoleus.
De ella, colgaba una serie de cortinas de gasa que podía abrir y cerrar a su antojo, pero que casi siempre dejaba recogidas a los lados. Las vistas, anteriormente, habían sido fantásticas y luminosas, pero a lo largo de los últimos tres años, solo consistían en una gran sombra bajo la acechadora presencia de
Muetenive,
la eventual pareja de
Yoleus.
El follaje de la piel del behemotauro
Yoleus
estaba empezando a adquirir un aspecto encogido y anémico bajo la oscuridad de la otra criatura. Uagen suspiró e inició el proceso de preparación de su infusión.
Las hojas de jhagel eran muy preciadas para él. Solo había traído consigo algunos kilos desde casa; y no le quedaba más que un tercio de aquella cantidad en aquel momento, por lo que se había impuesto un racionamiento de una taza cada veinte días para controlar el consumo. Debería haber traído semillas, supuso, pero, por alguna razón, lo había olvidado.
Preparar la infusión se había convertido en una especie de ritual para Uagen. Presuntamente, el té de jhagel debía tener efectos tranquilizantes, pero para él, solo el proceso de preparación ya lo relajaba notablemente. Tal vez cuando se terminasen las existencias, tendría que realizar los mismos movimientos con alguna mezcla placebo –sin bebérsela, naturalmente–, para observar qué grado de tranquilidad podía inducirse únicamente mediante la ceremonia de la preparación.
Con el ceño fruncido por la concentración, empezó a colar parte de la infusión de color verde pálido a una taza caliente con la ayuda de un hondo recipiente que contenía veintitrés capas graduadas de filtros, con temperaturas oscilantes entre los cuatro y los veinticuatro grados.
Entonces, la intérprete Praf 974 se posó en el alféizar de su ventana sin previo aviso. Uagen dio un respingo y parte del líquido caliente se vertió sobre su mano.
–¡Ay!
Mmm,
hola, Praf.
Mmm,
sí, ¡ay!
Dejó la taza y la tetera sobre la encimera y puso la mano bajo el grifo de agua fría.
La criatura saltó a través de la ventana circular, con las alas fuertemente plegadas. En el pequeño fregadero, pareció de pronto enormemente grande.
Miró el pequeño charco que había dejado la infusión.
–Momento de relax –observó.
–¿Eh? Ah, sí –repuso Uagen–. ¿Qué puedo hacer por ti, Praf?
–El
Yoleus
quiere hablar contigo.
Aquello no era algo habitual.
–¿Cómo? ¿Ahora?
–Inmediatamente.
–¿Por qué iba...? ¿Sobre...?
–Sí.
Uagen se sintió algo asustado. Podía intentar tranquilizarse un poco. Señaló la tetera que reposaba sobre los fogones.
–¿Y mi té de hojas de jhagel?
Praf 974 miró la tetera y luego a Uagen.
–Su presencia no ha sido requerida.
–¿Estás seguro,
Yoleus? Mmm.
Es decir, que...
–Suficientemente seguro. ¿Necesitas un porcentaje de expresión?
–No. No hace falta. Es terriblemente. Solo es que. No estoy seguro de. Es muy...
–Uagen Zlepe, erudito, no estás acabando las frases.
–Ah, ¿no? Bueno, me refiero a... –Uagen tragó saliva–. ¿Realmente crees que es necesario que vaya allí abajo?
–Sí.
–Ah.
–
Mmm.
El.
Mmm.
Sea lo que sea, ¿no subirá hasta aquí?
–No.
–¿Seguro?
–Suficientemente seguro. Ese lo que sea piensa que la mejor forma de experimentar es en una situación/circunstancia similar a esta.
–Ah. Ya veo.
Uagen se encontraba de pie, de una forma algo precaria, sobre lo que parecía una zona pantanosa especialmente inestable. De hecho, estaba en el interior más profundo del cuerpo del behemotauro dirigible
Yoleus,
en una estancia que solo había visto una vez anteriormente, y que hubiera preferido no tener que visitar de nuevo a lo largo de toda su estancia.
El lugar era del tamaño aproximado de un salón de baile. Era semiesférico, con nervios y curvas por todas partes. Incluso el suelo tenía ondulaciones, olas bajas y huecos. Las paredes parecían gigantescas cortinas plegadas, reunidas en forma de esfínter en la cumbre. Estaba oscuro y Uagen se veía obligado a utilizar su sensor interno de infrarrojos, que hacía que todo pareciera gris y granulado, y si cabía, aún más aterrador.
El olor era similar al de una alcantarilla situada bajo un matadero. Adheridos a la pared, había seres muertos, muertos vivientes y vivos. Uno de ellos –perteneciente a la última categoría, por suerte– era Praf 974. Por debajo de ella, empequeñeciendo visualmente su tamaño, estaban las recién adheridas carcasas, con aspecto seco, de dos falfícoras, con las alas y las garras colgando. Junto a la intérprete, se hallaba el cuerpo aún mayor de un explorador de rapiña.
Praf 974 no tenía mal aspecto; estaba colgada, con las alas bien plegadas y las patas en posición de parada. La criatura que estaba suspendida junto a ella, cuyo cuerpo era casi del tamaño del de Uagen y cuyas alas medían quince metros de punta a punta, parecía encontrarse muy debilitada y –si no estaba ya muerta– cerca de la muerte. Tenía los ojos entornados, y su enorme cabeza con pico caía desplomada sobre su pecho, con las alas pegadas a la curvada pared de la estancia, y las piernas colgando sin movimiento.
Algo que parecía una raíz o un cable partía de la base de su cráneo y se adentraba en la pared. La zona por donde se introducía en su cabeza estaba manchada de sangre, empapando su oscura piel escamosa. La criatura experimentó un súbito escalofrío y dejó escapar un grave gemido.
–El informe del explorador de rapiña sobre la criatura de allí abajo ha resultado insuficiente –dijo el behemotauro dirigible
Yoleus
a través de Praf 974–. Las falfícoras capturadas aún saben menos, excepto por un rumor reciente de alimentos. Su información podría ser suficiente.
Uagen tragó saliva.
–
Mmm
–fue capaz de decir, mirando fijamente al explorador de rapiña. Según los estándares locales, ni lo habían torturado, ni tan siquiera maltratado, pero lo que fuera que le había ocurrido no parecía nada agradable. Lo habían enviado a reconocer la silueta que Uagen y Praf 974 habían avistado cuando buscaban el bolígrafo de la placa de escritura glífica.
El explorador de rapiña se había zambullido en las profundidades, escoltado por el resto de su banda. Se había posado sobre lo que, aparentemente, era otro behemotauro dirigible, pero que estaba herido o dañado y que, posiblemente, había perdido el rumbo y, probablemente, la razón. Había investigado algo en su interior, y emprendido el vuelo a toda prisa hacia
Yoleus,
que había escuchado sus informaciones y llegado a la conclusión de que la criatura no era lo suficientemente elocuente como para explicar de forma adecuada lo que había observado –el explorador de rapiña ni siquiera fue capaz de determinar la identidad del otro behemotauro–, por lo que
Yoleus
decidió mirar directamente en sus recuerdos, hurgando en ellos con la ayuda de un enlace directo entre su mente y la de
Yoleus,
fuera cual fuera, y estuviera donde estuviera.
En todo aquello no había nada inhabitual, ni siquiera cruel; el explorador de rapiña era, en cierto sentido, una parte del behemotauro dirigible, y no hubiera tenido sentido que tuviera intereses o incluso una existencia ajena a la inmensa criatura; probablemente, se había sentido orgulloso de que la información que albergaba fuese lo bastante importante como para que
Yoleus
quisiera verla directamente. No obstante, a ojos de Uagen, seguía pareciendo un pobre miserable encadenado a un muro en una cámara de tortura, después de que su torturador le hubiera extraído lo que quería. La criatura gimió de nuevo.
–
Mmm.
Sí –dijo Uagen–. Yo podría hacer ese informe. Verbal, ¿no?
–Sí –respondió el behemotauro dirigible a través de Praf 974.
Uagen sintió cierto alivio.
Entonces, la intérprete se apoyó contra la pared que se erigía tras ella. Parpadeó unas cuantas veces y dijo:
–
Mmm.
–¿Qué? –preguntó Uagen, repentinamente consciente de un curioso sabor en su boca. Sabía que estaba manoseando el collar que le había regalado su tía Silder. Bajó las manos a los lados. Le temblaban.
–Sí.
–Sí, ¿qué?
–También estaría...
–¿El qué? ¿El qué? –Uagen era consciente de que su voz era poco menos que un aullido.
–La placa de escritura glífica.
–¿Qué?
–Tu placa. Se puede utilizar para registrar las impresiones que recibas, lo que me resultará de gran utilidad.
–¡Ah! La placa. Sí, sí, claro. ¡Eso!
–Bien, entonces, estamos de acuerdo.
–
Mmm.
Sí. Supongo. Es...
–Libero a la Decisiva de quinto orden de la Tropa Deductora del Decimoprimer Follaje que ahora es la intérprete Praf 974. –Se oyó un sonido similar al de un beso sonoro, y Praf 974 se despegó de la pared, dejándose caer en picado a lo largo de los dos primeros metros antes de replegar sus alas con un fuerte estrépito, con la mirada salvaje, como si la hubieran despertado de un susto. Praf 974 flotó frente al rostro de Uagen, aleteando y esparciendo con el movimiento un olor a podrido hacia él. Se aclaró la garganta.
–Siete bandas de exploradores de rapiña te acompañarán –le dijo–. Llevarán una vaina de señalización por luces con ellos y te esperarán.
–Y ahora, ¿qué?
–Pronto equivale a bueno, tarde a peor, Uagen Zlepe, erudito. Por tanto, inmediatez.
–
Mmm.
Cayeron en masa, entrelazados, por el abismo de aire azul oscuro. Uagen se estremeció y miró a su alrededor. Uno de los soles había desaparecido. El otro se había desplazado. Por supuesto, no se trataba de soles reales, sino de inmensos puntos de luz; esferas del tamaño de pequeñas lunas cuyo calor aniquilador se encendía y se apagaba siguiendo un patrón dictado por su propio baile por aquel inmenso mundo.
A veces, brillaban lo suficiente como para evitar caer en lo más hondo del pozo gravitatorio de Oskendari, otras veces ardían, bañando de radiación las zonas más cercanas de la aerosfera mientras la presión de la luz liberada los impelía hacia arriba, de forma que habrían podido escapar de la atracción de la aerosfera de no ser porque giraban y emitían un pulso de luz que los hacía retroceder de nuevo.
Aquellas lunas solares podían copar varias vidas de estudio; Uagen lo sabía, pero posiblemente pertenecían más al campo de alguien interesado en la física que a alguien como él. Subió el sistema de calefacción de su traje –habían logrado persuadir a
Yoleus
para que le permitiese volver a sus dependencias y vestirse con algo más adecuado para una misión de exploración–, pero empezó a transpirar. En realidad, no tenía frío, sino miedo. Lo volvió a bajar.
Las tres bandas de exploradores de rapiña caían en torno a él, con sus largos cuerpos oscuros en forma de dardos girando lentamente mientras surcaban el viento denso y azul con sus enormes picos. Los motores de los brazaletes de los tobillos rugían suavemente, manteniéndolo al ritmo de los aerodinámicos y esbeltos exploradores. Praf 974 iba agarrada a su espalda, con el cuerpo pegado al suyo desde la nuca hasta la grupa, y las alas envolviendo su torso. Si hubieran caído por separado, la intérprete las habría desplegado. Su abrazo era fuerte, y Uagen ya se había visto obligado a pedirle que aflojara un poco la intensidad porque se estaba quedando sin respiración.
Tenía la vana esperanza de que el otro behemotauro dirigible hubiera desaparecido, pero, de pronto, allí estaba; un extenso y alarmante abismo de un azul aún más profundo yacía bajo ellos. Uagen sintió encogerse su corazón y se preguntó si la criatura pegada a su espalda podía sentir su miedo.
Intentó decidir si se avergonzaba de estar asustado, y decidió que no. El miedo existía por algún propósito. Se hallaba conectado a cualquier criatura que no hubiera vuelto completamente la espalda a su herencia evolutiva y se había rehecho en cualquier imagen que codiciaba. Cuanto más sofisticado se volvía un ser, menos recurría al miedo y al sufrimiento para mantenerse vivo; podía permitirse ignorarlos porque existían otras formas de afrontar las consecuencias cuando las cosas se torcían.
Se preguntó cómo encajaba en todo aquello la imaginación. Tenía la sensación de que debía hacerlo. Cualquier organismo podía aprender a evitar experiencias de una determinada índole, que previamente le hubieran producido daños y, por ende, dolor. Pero con la inteligencia real aparecía una forma de anticipación al dolor, que prevaciaba la herida. Uagen pensó que existiría alguna serie de glifos sobre el tema. Trabajaría con ellos más tarde, suponiendo que sobreviviera.
Levantó la vista.
Yoleus
era invisible, con su inmensa masa perdida en la dispersa neblina superior. Lo único que alcanzó a ver fue la silueta de la vaina de señalización por infrarrojos, y a sus exploradores de rapiña ayudantes, cayendo a la mayor velocidad posible. En torno a él, desplomándose hacia la colosal sombra azul, doscientas siluetas oscuras susurraban y silbaban en el denso y cálido aire.
Al cabo de lo que parecieron pocos segundos, dichas siluetas empezaron a expandirse de repente, agarrándose a la atmósfera con sus inmensas alas desplegadas. Praf 974 se desprendió de su espalda y cayó por separado, con las alas medio extendidas.
Uagen pudo ver con detalle el plano superior del behemotauro dirigible que tenía debajo; cicatrices y aberturas en los bosques del lomo de la criatura y aletas hechas jirones arrastraban tiras de materiales gaseosos a lo largo de varios kilómetros tras la lánguida estela que dejaba atrás la criatura. Algunas de sus aletas habían desaparecido en masa, y hacia la parte posterior de la enorme silueta, había una especie de enorme mordisco, como si un ser todavía mayor hubiera dado un gran bocado al behemotauro.
–Parece que se han comido un trozo, ¿no? –gritó Uagen a Praf 974.
Ella volvió ligeramente la cabeza hacia él, y contestó:
–El
Yoleus
cree que nunca han existido precedentes de daños semejantes.
Uagen se limitó a asentir, y luego recordó que los behemotauros dirigibles vivían decenas de millones de años, como mínimo. Aquel tiempo era mucho como para que no se hubieran dado precedentes.