»Al final fue desapareciendo en la nada, fue haciéndose añicos hasta que se disolvió convertida en una bruma de partículas subatómicas y la energía del caos. Las últimas dos cosas coherentes a las que se aferró fueron su nombre y la necesidad de mantener el enlace que comunicaba todo lo que le estaba pasando y nos lo enviaba. Experimentamos todo lo que experimentó esa nave, todo su desconcierto y terror, cada pizca de cólera y orgullo, hasta el último matiz de dolor y angustia. Morimos con ella, nosotras éramos ella y ella era nosotras.
»Así que ya ve que ya he muerto y puedo recordar y revivir la experiencia con todo detalle cada vez que lo desee. –El avatar esbozó una sonrisa sedosa al inclinarse sobre el compositor, como si quisiera hacerle una confidencia–. No olvide jamás que no soy este cuerpo plateado, mahrai. No soy un cerebro animal, ni siquiera soy un intento de producir una IA a través de un programa que se ejecuta en un ordenador. Soy una Mente de la Cultura. Somos casi dioses, y estamos muy por encima.
»Somos más rápidos, vivimos más deprisa y de una forma más completa que vosotros, con muchos más sentidos, una reserva mucho mayor de recuerdos y con un nivel mucho más refinado de detalles. Morimos con más lentitud y también de una forma mucho más completa. No se olvide que he tenido la oportunidad de comparar y contrastar las formas de morir.
Miró hacia otro lado durante un momento. El orbital corría sobre sus cabezas. Nada permanecía ante ellos más de lo que duraba un parpadeo. Los raíles del metro eran contornos borrosos. La impresión de velocidad era colosal. Ziller bajó la cabeza. Las estrellas parecían inmóviles.
Había echado cuentas mentalmente antes de entrar en el módulo. La velocidad que llevaban en relación con el orbital era de unos ciento diez kilómetros por segundo. Los trenes expresos de largo recorrido todavía serían capaces de adelantarlos, al módulo le llevaría un día entero rodear el mundo que se cernía allí, mientras que la garantía de tiempo de viaje que daba el Centro era solo de dos horas de un puerto de tren expreso a otro, y un viaje de tres horas desde cualquier punto de acceso de una plataforma dada a otro.
–He visto morir a las personas con todo detalle, exhaustivo y penetrante –continuó el avatar–. Lo he sentido con ellos. ¿Sabía usted que el verdadero tiempo subjetivo se mide en la duración mínima de pensamientos independientes demostrados? Por segundo, un humano (o un chelgriano) quizá tenga veinte o treinta, incluso en el estado enaltecido de angustia extrema que se asocia con el proceso de morir de forma dolorosa. –Los ojos del avatar parecían brillar. Se adelantó, quedó separado de la cara del compositor solo por la anchura de una mano.
»Mientras que yo –susurró–, tengo billones. –Sonrió y hubo algo en su expresión que hizo que Ziller apretara los dientes–. Vi morir a esos pobres desgraciados a cámara muy, muy lenta y sabía, incluso mientras miraba, que era yo el que los había matado, el que estaba en esos momentos ocupado en el proceso de matarlos. Es muy, muy fácil que algo como yo pueda matar algo como ellos, o como usted; y, como descubrí, algo absolutamente repugnante. Igual que no me hace falta preguntarme qué se siente al morir, tampoco me hace falta preguntarme qué se siente al matar, Ziller, porque lo he hecho y es un desperdicio, un acto torpe, indigno y odioso.
»Y como quizá se imagine, considero que tengo una obligación que cumplir. Tengo intención de pasar el resto de mi existencia aquí, siendo el Centro de Masaq durante el tiempo que me necesiten o hasta que ya no me quieran, oteando para siempre a barlovento por si se acercan tormentas y protegiendo, en general, este pintoresco y pequeño círculo de cuerpecitos frágiles, y los vulnerables cerebritos que albergan, para evitarles cualquier daño que un gran universo mecánico y tonto, o cualquier fuerza consciente malévola, les pueda o desee infringir, sobre todo porque sé lo espeluznantemente fácil que es destruirlos. Daré mi vida para salvar la suya, si en algún momento se llega a eso. Y además la daré encantado, con alegría, sabiendo que el intercambio puede saldar la deuda que adquirí hace ochocientos años, allá en Arma Uno-Seis.
El avatar dio un paso atrás, esbozó una amplia sonrisa y ladeó la cabeza. Ziller pensó que de repente parecía que había estado comentando el menú de un banquete o la ubicación de un nuevo tubo de acceso al metro.
–¿Alguna otra pregunta, compositor Ziller?
Este lo miró durante unos momentos.
–Sí –dijo. Levantó la pipa–. ¿Puedo fumar aquí?
El avatar se adelantó, le rodeó los hombros con un brazo y con la otra mano chasqueó los dedos. Una llama amarilla azulada surgió del dedo índice.
–Por favor.
Sobre sus cabezas, en cuestión de segundos, el orbital fue frenando hasta detenerse mientras bajo sus pies las estrellas comenzaban a girar una vez más.
XIV
Regresar para irse, recordar para olvidar
–¿C
uántos morirán?
–Quizá el diez por ciento. Esos son los cálculos.
–Lo que serían... ¿cinco mil millones?
–
Mmm,
sí. Es más o menos lo que perdimos nosotros. Ese es el número aproximado de almas a las que se les prohíbe llegar al más allá por culpa de la catástrofe que nos infligió la Cultura.
–Es una gran responsabilidad, estodien.
–Es una matanza, comandante –dijo Visquile, con una sonrisa carente de humor–. ¿Es eso lo que está pensando?
–Es una venganza, una compensación.
–Sigue siendo una matanza, comandante. No nos andemos con remilgos. No nos escondamos tras los eufemismos. Es una matanza de no combatientes y, como tal, ilegal según los acuerdos galácticos que hemos firmado. No obstante, creemos que es un acto necesario. No somos bárbaros ni estamos locos. No se nos ocurriría hacer algo tan horrendo, ni siquiera a los alienígenas, si no hubiera quedado claro que se ha convertido (a causa de las acciones de esos mismos alienígenas) en algo que debe hacerse para rescatar a nuestro propio pueblo del limbo. No cabe duda de que la Cultura nos debe esas vidas. Pero sigue siendo un acto espeluznante, hasta su planteamiento lo es. –El estodien se adelantó un poco en su asiento y cogió una de las manos de Quilan entre las suyas–. Comandante Quilan, si ha cambiado de opinión, si está comenzando a replanteárselo, díganoslo ahora. ¿Todavía está dispuesto a hacerlo?
Quilan miró a los ojos al anciano.
–Una sola muerte ya es espeluznante, estodien.
–Por supuesto. Y cinco mil millones de vidas parecen un número irreal, ¿no es cierto?
–Sí. Irreal.
–Y no lo olvide, los desaparecidos lo han leído, Quilan. Han mirado en su cabeza y saben incluso mejor que usted de lo que es usted capaz. Han declarado que puede hacerlo. Por tanto, deben de estar seguros de que hará lo que debe hacerse aunque hasta usted tenga dudas.
Quilan bajó la mirada.
–Es un consuelo, estodien.
–Es inquietante, diría yo.
–Quizá también un poco. Quizá una persona a la que se podría llamar civil confirmado sentiría más inquietud que consuelo. Pero yo sigo siendo un soldado, estodien. No está mal saber que soy capaz de cumplir con mi obligación.
–Bien –dijo Visquile mientras soltaba la mano de Quilan y se acomodaba otra vez en la silla–. Bueno. Volvemos a empezar. –Se levantó–. Acompáñeme.
Habían pasado cuatro días desde su llegada a la aerosfera. Quilan se había pasado la mayor parte de ese tiempo en la cámara que contenía la nave templo
Refugio del alma,
con Visquile. Se sentaba o se echaba en la cavidad esférica que había en el espacio interno más profundo del
Refugio del alma
mientras el estodien intentaba enseñarle a utilizarla función del desplazador del Guardián de Almas.
–El alcance del mecanismo es solo de catorce metros –le dijo Visquile el primer día. Estaban sentados a oscuras, rodeados por un sustrato que albergaba millones de muertos–. Cuanto más pequeño sea el salto y por supuesto, cuanto menor sea el tamaño del objeto que se desplaza, menos potencia se requiere y menos probabilidades hay de que se detecte la acción. Catorce metros debería ser suficiente para lo que se requiere.
–¿Qué es lo que estoy intentando enviar, desplazar?
–En un principio, una de una reserva de veinte cabezas nucleares de fogueo que se introdujeron en su Guardián de Almas antes de que se colocara en su interior. Cuando llegue el momento de que se enfade y dispare, estará manipulando la transferencia de un extremo de un agujero de gusano microscópico, aunque sin el agujero de gusano.
–Eso suena...
–Extraño, como poco. No obstante, es lo que hay.
–¿Entonces no es una bomba?
–No. Aunque el efecto final será bastante parecido.
–Ah –dijo Quilan–. Así que, una vez que ha tenido lugar el desplazamiento, ¿yo me voy tan tranquilo?
–En un principio sí. –Quilan consiguió distinguir que el estodien lo estaba mirando–. ¿Por qué, comandante, esperaba que ese fuera el momento de su muerte?
–Sí, así es.
–Eso sería demasiado obvio, comandante.
–Me han descrito esto como una misión suicida, estodien. Odiaría pensar que hay alguna posibilidad de que sobreviva y me sienta engañado.
–Qué molesto es que aquí esté tan oscuro y no pueda ver la expresión de su cara cuando dice eso, comandante.
–Hablo muy en serio, estodien.
–
Mmm.
Quizá sea lo mejor. Bueno, permítame tranquilizarlo, comandante. No hay ninguna duda de que morirá cuando se active el agujero de gusano. Al instante. Espero que eso no esté reñido con algún deseo que haya podido albergar de una muerte lenta.
–Con el hecho es suficiente, estodien. El modo no es algo que me preocupe demasiado aunque preferiría que fuera rápido en lugar de lento.
–Y rápido será, comandante. Tiene usted mi palabra.
–Bueno, estodien, ¿y dónde llevo a cabo ese desplazamiento?
–Dentro del Centro del orbital Masaq. La estación espacial que se encuentra en el medio del mundo.
–¿Es un lugar accesible de ordinario?
–Por supuesto. Quilan, los colegios hacen excursiones allí para que sus retoños puedan ver dónde acampa la máquina que supervisa sus consentidas vidas. –Quilan oyó que el anciano recogía las túnicas a su alrededor–. Solo tiene que pedir que se lo enseñen. No parecerá en absoluto sospechoso. Lleva a cabo el desplazamiento y regresa a la superficie del orbital. A la hora señalada, la boca del agujero de gusano se conectará con el agujero en sí. El Centro quedará destruido.
»El orbital continuará funcionando utilizando otros sistemas automáticos situados en el perímetro, pero se perderán algunas vidas cuando varios procesos especialmente críticos se dejen funcionando sin control, serán sistemas de transporte en su mayor parte. Las almas almacenadas en los sustratos del propio Centro también se perderán. En cualquier momento dado, las almas almacenadas pueden llegar a ser más de cuatro mil millones; esas serán las que representen la mayor parte de las vidas que el Puen-Chelgriano requiere para permitir la entrada de los nuestros en el cielo.
«Pensamientos de Quilan»
Las palabras resonaron de repente en su cabeza y lo hicieron estremecerse. Sintió que Visquile se quedaba callado a su lado.
~ Desaparecidos –pensó en voz alta e inclinó la cabeza–. Solo un pensamiento, en realidad. Uno obvio; ¿por qué no permiten que nuestros muertos entren en el más allá sin un acto tan terrible?
«Cielo de héroes. Honrar a los asesinados por el enemigo sin respuesta deshonra a todos los llegados antes (muchos más). Deshonra asumida cuando se creía que guerra culpa nuestra. La responsabilidad es nuestra: aceptamos la deshonra/aceptamos a los deshonrados. Sabemos ahora que guerra causada por otros. Culpa suya deshonra suya responsabilidad suya: deuda suya, ¡alégrate! Los deshonrados se convierten también en héroes una vez que se logre el equilibro de pérdidas.»
~ Me resulta difícil alegrarme sabiendo que tendré tanta sangre en las manos.
«Vas al olvido, Quilan. Tu deseo. La sangre no cae sobre ti, sino sobre tu recuerdo. Restringido a muy pocos si la misión tiene éxito. Piensa en acciones que llevan a misión no en resultados. Resultados no incumbencia tuya. ¿Otras preguntas?»
~ No, no hay ninguna pregunta más, gracias.
–Piense en la copa, piense en el interior de la copa, piense en el espacio de aire que es la forma del interior de la copa, después piense en la copa, luego piense en la mesa, después en el espacio que rodea a la mesa, luego en la ruta que tomaría para llegar de aquí a la mesa, para sentarse a la mesa y tomar la copa. Piense en el acto de ir de aquí a allí, piense en el tiempo que llevaría ir desde este lugar a ese lugar. Piense en cómo camina desde donde está ahora a donde estaba la copa cuando la vio hace unos momentos... ¿Está pensando en eso, Quilan?
–... Sí.
–Envíelo.
Hubo una pausa.
–¿Lo ha enviado?
–No, estodien. Creo que no. No ha pasado nada.
–Esperaremos. Anur está sentado junto a la mesa, observando la copa. Quizá haya enviado usted el objeto sin saberlo. –Se quedaron sentados unos minutos más.
Después, Visquile suspiró y empezó a hablar otra vez.
–Piense en la copa, piense en el interior de la copa, piense en el espacio de aire que es la forma del interior de la copa...
–Nunca lo conseguiré, estodien. No puedo enviar esa maldita cosa a ninguna parte. Quizá el Guardián de Almas esté roto.
–No lo creo. Piense en la copa...
–No se desanime, comandante. Vamos, coma. Mi familia procede de Sysa, y hay un viejo dicho sysano que dice que la sopa de la vida ya tiene sal suficiente sin tener que añadirle encima lágrimas.
Se encontraban en el pequeño refectorio del
Refugio del alma,
en una mesa apartada del puñado de monjes cuyo turno de vigilancia significaba que también era su hora de comer. Tenían agua, pan y sopa de carne. Quilan bebía el agua de la sencilla copa de cerámica blanca que llevaba usando toda la mañana como objetivo del desplazamiento. Se la quedó mirando de mal humor.
–Pero es que me preocupo, estodien. Quizá haya algún problema. Quizá no tengo la imaginación adecuada o algo, no lo sé.
–Quilan, estamos intentando hacer algo que ningún chelgriano ha hecho jamás. Usted está intentando convertirse en una máquina chelgriana de desplazamiento. No esperará hacerlo bien la primera vez, la primera mañana que lo intenta. –Visquile levantó la cabeza y miró a Anur, el monje desgarbado que los había llevado a ver el exterior del behemotauro el día que habían llegado y que en ese momento pasaba junto a su mesa con una bandeja. Se inclinó con torpeza y estuvo a punto de tirar el contenido de su bandeja al suelo, salvándolo solo por los pelos. Esbozó una sonrisa ridícula. Visquile asintió. Anur había estado vigilando la copa toda la mañana, esperando a que una diminuta mota negra (posiblemente precedida por una diminuta esfera plateada) apareciera en el interior blanco.