616 Todo es infierno (10 page)

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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

BOOK: 616 Todo es infierno
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Bruce Springsteen se dejó oír en el salón. Su voz rota le cantaba a una mujer que jamás llegaría a ser suya. Era la misma canción que Audrey había escuchado canturrear al bombero mientras éste regaba la rosa muerta de Daniel.

Te dejará entrar en su casasi llamas a su puerta en mitad de la noche.

Te dejara entrar en su bocasi dices las palabras correctas.

Si pagas lo que es debido,te permitirá llegar más lejos.

Pero hay un jardín secreto que ella oculta.

Esta canción siempre la llenaba de tristeza. ¿Por qué pensó que esta vez habría de ser distinta? Apagó el equipo de música sin esperar a que la canción terminara, y el brusco regreso del silencio la sobresaltó. Le vino a la mente la imagen de aquella calabaza olvidada que había visto junto al cubo de la basura; y estuvo a punto de traerle un recuerdo que Audrey se apresuró a atajar.

Nada de música. Lo que de verdad necesitaba era una copa. Un Jack Daniel's conseguiría deshacer el nudo que sentía en la boca del estómago. Imaginaba que así empezó su amigo Leo, al que un infarto mató antes de que lo hiciera la cirrosis. Seguro que empezó tomando una copa de vez en cuando, por las noches, para huir de recuerdos molestos. El siempre fue el más débil de los tres. Y el más ingenuo. Audrey no recordaba ni una sola vez en la que dejara de tocar el pie de John Harvard al pasar por delante de su estatua, antes de aquella noche. Decía que le daba suerte. El bueno de Leo. Hizo lo mismo en ese día de abril de 1991…

–Venga, Audrey, tócale el pie- dijo Leo-. Y tú también, Zach. Necesitamos toda la suerte de John Harvardpara esta noche.

– ¡Cállate, imbécil!

Zach dijo esto con los dientes apretados y mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie había oído a Leo. Estaban solos, pero, aún así, Zach no se mostró más relaja do. Dirigiéndose esta vez a Audrey, su novia, dijo:

– Y tú no le defiendas, como haces siempre. Es un bocazas…

Ella siempre defendía a Leo. Cierto. No podía evitarlo. Audrey y Leo se conocían desde la adolescencia, porque su madre y los padres de él eran vecinos. Fueron juntos al co legio y al instituto, y vinieron juntos en el autobús que, dos años antes, los había traído a Boston desde la ciudad de Hartford, Connecticut. En todo ese tiempo nunca surgió nada entre ellos, pero fue Leo el que le presentó a Zach,con el que Audrey llevaba saliendo casi un año y medio. Ellos dos estudiaban ciencias políticas en el campus de Harvard, y Audrey medicina en el de Longwood.

– Ya lo has oído, Leo. Eres un bocazas.

No había ningún tono de recriminación en las palabras de ella. Leo, que seguía con la mano agarrada al pie iz quierdo de la estatua de John Harvard, se encogió de hombros sin dejar de sonreír.

– No sabéis lo que nos estamos jugando- dijo Zach, enfadado-. Sois los dos unos críos.

– Te recuerdo que soy tres meses mayor que tú- dijo Leo.

– Y yo cuatro- añadió Audrey.

– -¡Pues os podéis ir los dos a la mierda con vuestros me ses de más!

Vieron alejarse a Zach en dirección a la facultad de Ciencias Políticas JFK. Tenía mal carácter. Eso era algo que Audrey no había notado al comienzo de su relación. Todo son rosas en el inicio de cualquier relación, hasta que las espinas aparecen. Las de Zach habían empezado a mos trarse unos meses antes, quizá debido a la guerra. El no es taba en Políticas por casualidad. Tampoco Leo. Ambos eran idealistas, pero cada uno a su manera: mientras que Leo veía la política como una herramienta para hacer me jor al mundo, Zach la consideraba un arma con la que en mendarlo a la fuerza. Y lo que pretendían hacer esa noche se acercaba más a la visión de Zach.

Audrey se bebió de un trago el primer vaso de Jack Daniel´s. No hizo ninguna mueca por el sabor fuerte del alcohol. Con el arte de beber ocurre lo mismo que con montar en bicicleta: una vez que se aprende la técnica, nunca se olvida. Y ella tuvo un aprendizaje intensivo en sus inicios como universitaria. Sólo después de suspender todas las asignaturas en el primer trimestre, empezó a tomarse en serio los estudios y abandonó los malos hábitos. Sin embargo, aquí estaban de vuelta, frescos como el primer día.

Llenó hasta el borde un segundo vaso del cobrizo whiskey de Tennessee y, en contra de su voluntad, siguió recordando.

Un día antes de que todo ocurriera, aún no se habían puesto de acuerdo sobre qué hacer, aunque la intención sí estaba clara para los tres: llevar a cabo algún tipo de pro testa en contra de la reciente guerra del Golfo, aprove chando la gran cobertura que los medios iban a hacer de la conferencia de Yitzhak Rabin en Harvard. Pero las ideas de Zach eran muy radicales para Audrey y Leo, que pre tendían simplemente inundar el campus de panfletos. Tan tos que resultara casi imposible quitarlos todos antes de la llegada de Rabin y, en especial, de los periodistas.

– Yo creo que el lema debería ser algo del estilo de «Ninguna guerra lleva a la paz»- propuso Leo.

– Eso es demasiado genérico- dijo Audrey-. Y, ade más, ¿qué me dices de la Segunda Guerra Mundial? ¿Crees que esa guerra no llevó a la paz y nos libró de Hi tler y sus compinches? El problema no es tanto la guerra en sí como el modo en que se llevó a cabo. Los bombardeos de nuestro ejército lo destruyeron casi todo. En buena parte de Iraq no hay agua corriente, ni electricidad, ni asistencia médica decente. No tienen mucha comida, y la que envía el resto del mundo tampoco llega al pueblo iraquí. ¡Eso es lo que hay que decir!

Fue Zach quien le contestó a Audrey, y lo hizo de un modo ofensivo:

– Para decir todo eso necesitaríamos unos panfletos tan grandes como el estadio de los Red Sox…

– En eso te equivocas- respondió Audrey, molesta-. Basta con decir «Hoy morirán mil niños más en Iraq».

El silencio que siguió a lapropuesta de Audrey era pro metedor.

– A mí me parece bien- dijo Leo.

– Pues a mí no.

Zach se levantó de la silla donde estaba sentado. No había mucho espacio libre por el que caminar en la peque ña habitación donde se encontraban. Por eso, Zach empe zó a moverse de un lado a otro dando sólo tres o cuatro pa sos en cada sentido, como un león inquieto dentro de una jaula minúscula. Su voz cambió. Se hizo más agresiva:

– ¡Todo eso son tonterías! ¡Hay que hacer algo más fuerte para que nos hagan caso! ¡Los panfletos no bastan!

– Sí, ya hemos oído tus ideas- dijo Audrey-. Lleva mos toda la tarde oyéndolas. ¡Sólo te falta proponer que matemos a Rabin! ¿Eso sería suficientemente fuerte para ti?… Sé realista, Zach.

Este se sentó de nuevo. En apariencia, la sensatez vol vio a él tan rápidamente como lo había abandonado. Pero sus ojos mostraban otra cosa, y por ello se mantuvo cabiz bajo, mirando hacia el suelo en vez de a la cara de Audrey, cuando dijo:

– Tienes razón. La tenéis los dos.… Está bien. Hagamos esos panfletos.

Pasaron el resto de la tarde y buena parte de la noche imprimiendo cientos de ellos. El día en que pensaban dar su particular golpe amaneció con tres bolsas de basura grandes llenas de panfletos en los que estaba escrito el lema «Hoy morirán mil niños más en Iraq». Decidieron limi tarse aponerlos en los edificios principales del corazón de la universidad, el Old Yard, y en los de la facultad de Cien cias Políticas. Los panfletos que sobraran los esparcirían por el suelo en tantos lugares del campus como les fuera posible. Ese era el plan.

Acordaron que debían intentar dormir antes de encon trarse por la noche, pero cuando Zach le abrió a Leo la puerta de su apartamento a las tres de la madrugada, éste supo que él y Audrey tampoco habían pegado ojo. Todos tenían la misma cara ojerosa y pálida.

– ¿Podemos marcharnos?- preguntó Audrey.

– Un momento -dijo Zach-. Voy al cuarto de baño.

Mientras esperaban a Zach, Audrey se dio cuenta de que no le vendría mal coger una bufanda. Iba a ser una noche muy fría.

– Ahora vengo -le dijo a Leo.

Al entrar en la habitación que compartía con Zach, se encontró de frente con él.

– ¿No ibas al cuarto de baño?

– Ya he ido.

Zach tenía una cara extraña y su respuesta fue muys eca, pero Audrey no le dio importancia. Debía de estar nervioso. Ella también lo estaba.

Unos minutos después descendían enfila india hacia el portal. Cada uno llevaba su propia bolsa negra de basura sobre la espalda, como tres siniestros ayudantes de Santa Claus. Sus ánimos estaban crispados y los quejidos de los es calones de madera no contribuían precisamente a serenarlos.

– Me va a dar un infarto- dijo Leo.

– ¡Cállate, imbécil!

El coche de Zach los esperaba al final del callejón. Me tieron las bolsas en el maletero a toda prisa, sin dejar un momento de vigilar. Luego, ellos mismos montaron en el coche. Alguien exhaló un sonoro y aliviado suspiro cuando las puertas se cerraron.

– Esto no ha hecho más que empezar- dijo Zach, me nospreciando aquel suspiro.

No hablaron en todo el camino desde el apartamento hasta el campus. Casi era posible oír el batir de los tres agi tados corazones sobre el ruido del motor. Aparcaron el coche unos doscientos metros al oeste de la facultad de Ciencias Políticas, en la calle University. Ya fuera del vehículo, a Audrey le pareció que no hacía frío, sino hasta calor. El miedo no tiene sólo desventajas.

– Vamos por el parque- dijo Zach.

Se refería a un espacio verde limitado por la calle John F. Kennedy y la ronda Memorial, paralela al río Charles. Los faroles dispersos sólo iluminaban sus paseos de cemento. El resto estaba convenientemente a oscuras. Avanzaron por la zona ajardinada dando un rodeo considerable. Unos minu tos después estaban frente a la facultad, de rodillas al pie de un árbol. Habían llegado a un momento crucial. Aún estaban a tiempo de abandonar lo que se habían propues lo. Audrey y Leo vacilaron, pero ninguno de los dos dijo nada. Era cara o cruz. No habría resultados intermedios. Si alguien los veía, su aventura se acabaría de inmediato. Nada en el mundo podría ser más sospechoso que tres fi guras andando a hurtadillas por la calle en una madruga da gélida, cargando con tres bolsas. Cara o cruz. La deci sión era únicamente suya. Y eligieron mal.

– Adelante- dijo Leo, con un aplomo que estaba muy lejos de sentir.

– Un momento- dijo Zach.

Del bolsillo de su chaqueta sacó tres piezas oscuras que Audrey tardó unos segundos en identificar.

– ¿Pasamontañas? Pero ¿te has vuelto loco? Si alguien nos ve con eso puesto va a pensar que somos terroristas.

– Si alguien nos ve, estaremos jodidos y tendremos que salir corriendo de aquí de todos modos. Pero con los pasa montañas nadie podrá decir cómo eran nuestras caras.

El argumento de Zach era difícil de rebatir. Aún así, Audrey pensaba que no debían ponerse aquella cosa en la cabeza. Una voz interior le advertía de que Zach guardaba algo en la manga. Y ella no era la única que tenía du das al respecto.

-Oíd, chicos- dijo Leo-. Esto no me gusta nada. Audrey tiene razón. Con eso parecemos terroristas.

– Sí- dijo Zach.

Su respuesta fue más que una simple aseveración. En la oscuridad de esa noche en la que casi no había luna, apenas conseguían distinguirse los rostros. Por eso no vieron que Zach sonreía. En caso contrario, quizá Leo no hubiera dicho:

– Oh, está bien. Dame esa porquería y acabemos con esto de una vez.

– Así me gusta, Leo. ¡Determinación!

– Que te jodan, Zach.

Avanzaron hacia el pabellón Rubenstein. Luego, más aprensivos que nunca, bordearon el ala oeste de la facultad de Políticas, para entrar, por la calle Ehot, a su explanada interior. Allí se acurrucaron junto a unos arbustos a trein ta metros escasos delfórum. La hierba estaba húmeda. En la noche fría, se miraron unos a otros, y los ojos de todos sonreían. Nadie los había visto llegar hasta allí. Ni siquiera en la calle Eliot, donde habían estado más expuestos. Y este lugar, una especie de jardín rodeado por los edificios de la facultad, les parecía relativamente seguro. Eso, si a ningún guardia del campus se le ocurría aparecer, claro estaba. Audrey miró hacia arriba, al cielo lleno de puntos lumino sos del que ella conseguía ver sólo una tira estrecha. Le apetecía cantar. Estaba exultante. La adrenalina hace mi lagros como estos. Bajó de nuevo los ojos hacia su amigo de la infancia y su novio, y dijo:

– ¿Pensáis quedaros ahí sentados toda la noche? Es hora de empezar.

Cada uno se centró en un edificio distinto. Zach en el pabellón Rubenstein, Leo en Belfer y Audrey en Littauer, que acogía alfórum de la facultad. Sólo restaba uno de los pabellones, Taubman, del que empezaría a ocuparse el que terminara antes. Lo llenaron todo de panfletos: paredes, ventanas, puertas, árboles, setos, faroles… Y no tardaron demasiado en hacerlo, porque emplearon trozos de chicle para fijarlos. Fue idea de Leo, y funcionó a la perfección.

Audrey no había vuelto a probar un chicle desde aquella noche. El simple olor de uno conseguía revolverle el estómago. Algo parecido al efecto que empezaba a provocarie el whiskey. Se había bebido casi media botella. Estaba en el salón, más caída que realmente sentada en su sillón favorito, frente a la chimenea que acababa de alimentar. Quizá sí hubiera perdido técnica, después de todo. Puede que saber beber alcohol no fuera igual que saber montar en bicicleta, y que, con el tiempo, se olvidara. Pero otras cosas no se olvidan jamás…

Ir desde la facultad de Ciencias Políticas hasta el Old Yard fue angustioso. El medio kilómetro que los separaba se les hizo indeciblemente largo. Una cosa era subir la ca lle John F. Kennedy de día y sin nada que ocultar, y otra muy distinta hacerlo en mitad de la noche con el miedo permanente de ser descubiertos. Habría sido mucho más fácil y menos peligroso regresar al coche y aparcarlo de nuevo, esta vez cerca del Old Yard. Por desgracia, ya era demasiado tarde cuando se les ocurrió hacer eso. El mal rato que pasaron de camino al Old Yard terminó al alcan zar por fin su extremo sur, marcado por Dudley House. No se permitieron mucho tiempo para recuperar la calma y el aliento. Allí mismo había dos residencias de estudiantes, por lo que tenían que moverse deprisa.

Colocaron panfletos en todos los rincones posibles de las inmediaciones, y después le llegó el turno al edificio más antiguo de Harvard, el Massachusetts Hall, que acogía las oficinas de los dignatarios de la universidad y también cuartos de estudiantes, en los pisos superiores. Sólo les fal taba Harvard Hall, otro edificio de la universidad anti gua, que tenía, además, su propia leyenda. Según ésta, en la noche del 24 de enero de 1764 se produjo una gran tem pestad de nieve y viento. Y fue precisamente en esa noche tan poco propicia para el fuego cuando en el campus se es cuchó el aullido estridente de una alarma de incendios. Harvard Hall, cuyo más preciado tesoro eran los cinco mil volúmenes de su biblioteca, ardía en llamas. Era una época de vacaciones y apenas había nadie en el campus para intentar apagarlas. El fuego se ensañó con el edificio. Ar dieron prácticamente todos los libros. Entre ellos, y según cuenta la leyenda, todos los que John Harvard donó en 1638 a la recién fundada universidad. Todos menos uno, que logró escapar del fuego gracias a que un estudiante, de nombre Ephraim Briggs, se retrasó en su entrega. El título de ese único libro de John Harvard que sobrevivió a un incendio tan atípico y feroz como aquel, eraLa guerra del Cristianismo contra el Diablo, el mundo y la carne, de John Downame.

Audrey y Leo empezaron a colocar panfletos en las pare des y las inmediaciones del Harvard Hall. Tenían prisa pon terminar, porque después podrían volver al coche. Y, una vez en él, lo que restaba era más fácil: Zach daría unas vuel tas por la zona mientras ellos dos lanzaban panfletos al suelo desde las ventanillas abiertas, como si fuera confeti.

– ¿Qué vas a hacer, Zach?- susurró Audrey, repenti namente alarmada.

En vez de colocar panfletos, su novio se había agacha do junto a una de las ventanas del sótano, oculta por detrás de unos arbustos.

– ¡No!- gritó Leo.

Lo hizo en voz alta, a su pesar. No pudo evitarlo al ver lo que acababa de hacer Zach.

– Cállate… Imbécil.

Leo juró para sus adentros que si Zach volvía a decirle eso le partiría la cara. Fue un pensamiento rápido, casi in consciente, porque estaba aterrorizado. Zach había envuelto un puño con su bufanda y había roto el cristal de la ventana. Y nada de ello entraba en los planes. No en los de Leo, al menos.

-¿Tú sabías algo de esto?- le preguntó a Audrey.

– Zach, ¿adonde demonios vas?

La contestación de Audrey respondía a la pregunta de Leo. Ella estaba igual de sorprendida que su amigo.

– Este edificio va a arder por segunda vez- dijo Zach.

Había limpiado los restos de cristales del marco para iibnrse un hueco por el que entrar en el sótano de Harvard Hall. Antes de desaparecer en su interior, añadió:

–Eso sí que llamará la atención de nuestros compatriotas sobre Iraq, ¿no os parece?

Ellos no contestaron. Estaban demasiado aturdidos para pensar en una respuesta. Y lo peor es que no sabían qué hacer. Debían ir tras Zach e impedir que quemara el edificio. Eso parecía lo más correcto. Pero el deseo de huir era fuerte.

– Yo me largo de aquí- dijo Leo-. No quiero saber nada de esto.

– Espera, Leo… Yo…

Audrey aún no había decidido qué hacer. Vara eso ne cesitaba un poco más de tiempo y también que Leo no la dejara allí sola.

– ¿Hay alguien ahí?

La inesperada voz hizo que Audrey y Leo contuvieran el aliento. Vieron acercarse el haz de una linterna, y casi tropezaron el uno con el otro intentando escapar, cuando sus piernas les respondieron de nuevo. El guardia de segu ndad venía por Johnston Gate, a su izquierda, y la prime ra intención de Leo y Audrey fue salir corriendo en sentido contrario, hacia Hollis Hall. Pero se dieron cuenta a tiem p o de que no llegarían a la esquina, antes de que el guardia apareciera. Por mero instinto, se lanzaron con sus bolsas ha cia una caseta que tenían delante. Los dos sudaban a pesar del frío. Tuvieron suerte de que al guardia no lo acompa ñara un perro, porque, en ese caso, ya los habría descubier to. Audrey y Leo se asomaron con cautela para ver qué hacía el guardia, un hombre bajo y dueño de una voluminosa barriga. No estaba muy lejos de allí cuando oyó el grito de Leo y había venido a echar un vistazo. Esperaba encon trarse a algún estudiante borracho vagando por las cerca nías del Harvard Hall. Por eso le preocupó descubrir los panfletos que los tres amigos habían estado pegando.

– ¿Pero qué diablos…? «Hoy morirán mil niños más en Iraq»- leyó el guardia en voz alta.

Se preocupó todavía más al inspeccionar el edifico y ver que una de las ventanas del sótano estaba rota. Aquello no era la obra de un borracho inconsciente. Quienquiera que fuese, se había molestado en abrir un hueco limpio de cris tales por el que colarse en el edificio.

– Harry…- llamó por su walkie, e insistió al recibir un zumbido de estática por única respuesta-. Harry, ¿me oyes?… ¡Maldito cacharro!

El guardia subió a grandes zancadas las escaleras que llevaban hasta la puerta,. En unos pocos segundos consiguió encontrar la llave apropiada, abrir y entrar en Harvard Hall. Desde su escondrijo, Audrey y Leo vieron cómo iban encendiéndose luces sucesivamente, conforme el guardia, avanzaba por dentro del edificio. Pero llegó un momento, en el segundo piso, en que dejaron de encenderse.

– Lo ha descubierto…- dijo Audrey.

Leo la agarró por el brazo porque sabía lo que ella es taba a punto de hacer.

– Sólo conseguirás que os detengan a los dos.

–No puedo dejar que…

La frase de Audrey se quedó a medias, porque vio que las luces del Harvard Hall empezaban a apagarse de nue vo, una tras otra, en una sucesión opuesta a la anterior. La última en apagarse fue la luz de la entrada. Y de la oscuridad del interior surgió Zach.

– Tenéis que ayudarme. Ese tipo pesa por lo menos cien kilos.

Leo no pudo impedir esta vez que Audrey corriera ha cia el edificio. Al llegar junto a su novio, vio que tenía sangre en la cara.

– ¿Qué ha pasado?… ¿Qué te ha hecho?

En un primer instante Zach pareció no entender a qué se refería. Luego, supo por la mirada de ella que tenía algo en la cara. Se pasó la mano por el pómulo y comprobó que estaba manchado de sangre.

– No es mía. Es de él.

– ¿Esa sangre es del guardia?

– ¿Preferirías que fuera mía?

– Yo sí- dijo Leo, que se les había unido-. ¿Qué le has hecho a ese pobre hombre?

– Tú, cállate, imbé…

El puñetazo de Leo le impactó a Zach en los labios. Un chorro de su propia sangre se mezcló con la del guardia, que aún le manchaba la cara.

– ¡Hijo de puta! ¡Te voy a matar!

–¡BASTA! – Si aquel grito de Audrey no había despertado a todo el campus de Harvard, nada podría hacer lo-. ¡Basta!

La serenidad de la noche volvió durante unos segun dos, hasta que Zach dijo con voz amenazadora:

– Ya arreglaré cuentas contigo más tarde, cuando no esté ella para defenderte. Ahora tengo un edificio que quemar.

Zach entró de nuevo en Harvard Hall. Le había roba do la linterna al guardia. Todo era oscuridad más allá del haz luminoso que partía de su mano.

– Se ha vuelto loco.

– No, Leo, no está loco. Es algo peor.

Audrey sabía de qué hablaba. Ella estaba estudiando para convertirse algún día en psiquiatra. Y ya había apren dido a distinguir a un loco de un fanático.

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