616 Todo es infierno (12 page)

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Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez

Tags: #Religion, Terror, Exorcismo

BOOK: 616 Todo es infierno
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»En cuanto al crimen de las niñas, el silencio imperó. Y el olvido. Quienes nunca llegaron a comprender, también quisieron olvidar. El dolor terrible, que hiere lacerante, no se puede soportar mucho tiempo. Para el pueblo, doce niños habían muerto en un desgraciado incendio. Cómo pudieron llegar las seis niñas y otros seis bebés varones a estar solos en un pajar, quedó como un misterio. Pero yo sí sé lo que pasó. Las seis niñas llevaron a los bebés al pajar y los asfixiaron. Luego prendieron fuego al sitio. El alcalde, el coadjutor de la parroquia, dos hombres del campo y yo mismo, llegamos antes del desenlace. Vimos a las niñas riéndose y dando saltos, con los rostros… No sé cómo definir las expresiones de esas caritas mientras contemplaban su macabro crimen. Para mí, aquello era obra de Satanás. De algún modo las había poseído. Pero los endemoniados no pierden del todo su voluntad, así es que mi ánimo se perturbó hasta lo indecible. Entre todos tratamos de agarrarlas. Uno de los rudos labriegos se derrumbó de la impresión como un fardo. Los demás reaccionamos, aunque no lo bastante rápido para evitar el incendio. Lo provocó una de las niñas, con una botella de gasolina. Las llamas crecieron y se fueron extendiendo. Nosotros corríamos para sacar a las chiquillas. Lo intentamos todo, pero en vano. Las seis murieron junto a los cadáveres de los recién nacidos. El labriego que se desmayó pereció esa misma noche por la impresión. El alcalde se quemó medio cuerpo mientras luchaba para salvar a las niñas, y no vivió más que unos días. El otro labriego falleció dos meses después sin que nadie supiera por qué. Su mujer lo encontró en la cama con los ojos abiertos como platos y los dedos de las manos crispados. Mi coadjutor, un hombre bueno y noble, se ahorcó un poco después. Yo también me quemé las manos y el rostro. La niña de la botella me roció con gasolina cuando ella misma estaba envuelta en llamas. Pero, a diferencia de ellos, mi vida ha sido larga. Quizá sea un castigo o una maldición. Entre las llamas que consumían mi rostro vi, como en un espejo, otro rostro. Su serenidad era infinita. Me pareció incluso triste o melancólico. Me miró, y yo supe que era el mal personificado. No se burló de mí, ni hizo nada. Sólo se mantuvo un instante y luego desapareció. Aquella mirada nunca la he olvidado ni la olvidaré. Cuando cierro los ojos, la veo frente a mí. En la negrura, siempre está presente.

–Todo lo que acaba de contarme es terrible. Y ese rostro que usted describe… Así hubiera definido el que yo mismo vi. Era sereno y sobrecogedor. Pero ¿adonde conduce esto? ¿Qué significa?

El anciano agitó la cabeza sobre su almohada. Sus brazos caían, lánguidos, sobre la áspera colcha de lana tosca. En una de sus manos aferraba una cruz de plata. Aquella visita iba más allá de la de un joven enfrentado por primera vez a los poderes oscuros. Su alma necesitaba apoyo, ser confortada, guiada con consejos. En su larga vida, fray Giulio nunca pensó que, de un modo tan poco ruidoso, sin convulsiones ni revoluciones, llegaría hasta él quien cerrara su círculo. Quien comprendiera su visión porque él mismo la hubiera tenido. ¿Qué podía significar? ¿Adonde podía conducir? Lo ignoraba. La fortaleza que en sus muchos años demostró frente a todas las situaciones, incluso frente a dos guerras mundiales, ahora estaba quebrada, hecha añicos como un frágil cristal. Y más aún desde que la madre Teresa de Calcuta y el mismo papa Juan Pablo II murieran… Pero de eso no pensaba! hablarle al joven sacerdote. No podía pensar en ello. No quería pensar en ello. Sus últimos momentos se tornaban amargos, de una amargura que empezaba a extenderse por su interior como un veneno. Sólo por pura heroicidad logró reponerse para contestar a Albert con una mentira piadosa que era más para conjurar los propios fantasmas que para apaciguar al jesuíta. La mentira era mejor que la verdad cuando la verdad no puede hacerle a uno libre.

–Esa entidad maléfica pretende desviarte de tu recto camino y de tu labor. Pero no dejes que infunda el mal en ti. Debes mantenerte firme, con voluntad y resolución. Confía siempre en Dios. Él es la luz que nos ilumina en el camino tenebroso, aunque no comprendamos sus acciones. Confía en Dios, en Dios Nuestro Señor, y él abrirá tu mente.

Aquellas palabras no sonaron tan convincentes como lo habrían sido de haberse pronunciado con auténtica convicción. Ni siquiera tenían un sentido pleno. Y la última frase, en la que el viejo monje le exhortaba a poner su confianza en el Todopoderoso, le recordaba demasiado a sus propias palabras en más de una ocasión, cuando las respuestas no llegaban, cuando no había respuestas claras que dar a una persona anhelante.

–Necesito saber la verdad -masculló Albert, y luego repitió la misma frase en voz alta.

–Ahora debes volver a Roma. Estoy cansado. Dile a Ignatius que le tengo presente en mis oraciones, y que él rece también por mí. Lo necesitaré muy pronto.

Fray Giulio reflexionó durante unos segundos. Desde el primer momento había dudado sobre si Cloister debía o no llegar hasta el final. Sentía miedo por él, a la vez que compasión. Pero las palabras del joven jesuita le convencieron por fin de que debía tener conocimiento de todos los datos, y volvió a pensar lo mismo que antes de conocerlo, cuando el cardenal Franzik le contó su caso: tenía derecho, y casi obligación como sacerdote, a buscar la verdad.

–Cuando regreses a Roma, dile a monseñor Franzik que te muestre el códice que se custodia en el Archivo Secreto.

–¿Un códice? – inquirió Albert, extrañado.

–Sí. Un códice antiguo cuya procedencia se ignora. Espero que te sirva de algo en este camino espinoso que has de recorrer. El mismo Juan Pablo II transitó por él, al menos en los últimos momentos de su vida -el anciano reconsideró contarle todo, y lo hizo-: El también tuvo una visión del más allá y, como muchos otros, esa visión no fue feliz.

–¿El Papa?

–Él también compartió nuestro desasosiego. Sabía de tus investigaciones a través del buen Ignatius. Nunca las tomó demasiado en serio hasta el final…

–¿Qué fue lo que vio Su Santidad?

–Sólo dijo una frase, articulada en un susurro. Una frase que yo no voy a pronunciar.

Cloister supo al instante cuál debió de ser esa frase, y sintió un repentino escalofrío. Quiso hablar de nuevo, pero fray Giulio se lo impidió. Su voz sonó ahora más profunda y pausada, como si arrastrara cada sílaba:

–La santa madre Teresa estuvo también en ese lugar terrible. Justo antes de expirar, el arzobispo de Calcuta le practicó en persona un exorcismo. Creía que el demonio se había apoderado de su cuerpo. Pero lo que sucedió fue bien distinto… Ahora déjame, hijo mío. Vuelve a Roma. Vete, por favor, déjame solo. Iluso de mí. Quise confortarte y este encuentro ha aumentado mi propio desasosiego. No puedo decirte ya nada más y debo preparar mi alma para los últimos momentos de vida de mi cuerpo. En verdad no sé qué más decirte. Ya no sé nada, ni siquiera lo que sé y lo que no sé. Ojalá en el otro mundo mis dudas se disipen. Tú aún tienes tiempo de resolver las tuyas, si es que Dios lo quiere. Regresa a Roma, y que la Providencia te guíe.

Las palabras finales del monje sonaron categóricas. Albert se levantó de la silla, turbado, y tomó su mano enjuta. La piel sobre ella era como un pergamino seco. La apretó suavemente y, sin decir nada, se dio la vuelta y salió de la habitación. Era su despedida. Ahogó el llanto, pero no pudo hablar. El pobre anciano moribundo le había hecho internarse más y más hacia el centro de la espiral que lo absorbía como un remolino en el mar. Era un hombre bueno y un sabio. Pero no dio sentido a lo que el jesuita acumulaba dentro de sí. Al contrario: la mención a Juan Pablo II, a la madre Teresa y su propia visión en Sicilia, siendo joven, le infundían aún mayores miedos y dudas. Era como si le hubiera estado esperando para tenderle un puente hacia la comprensión -hacia la clave que necesitaba- de una realidad que seguía oculta. Oculta, pero quizá a la vista de los ojos de su espíritu y de su mente.

Recordó entonces un poema que, al leerlo por primera y única vez siendo un adolescente, le sobrecogió de tal modo que nunca pudo olvidarlo, aunque no podía recordar quién era su autor o su título, ni el libro que lo citaba entre sus páginas. El poema, no obstante, se había grabado a fuego dentro de él.

La noche es luminosa cuando se compara con un almaoscura.

El cielo sin estrellas y sin luna parece claro.Qué densa es la tristeza de la negrura. Qué grávida yatroz.

¿Qué es la felicidad? Una realidad y una ilusión.Para algunos, existe. Para otros es quimera. Y locura.

Y espejismo.

Una lágrima no abre una verja. No rompe un candado.Se conmueven los corazones. Sí. Pero no lo suficiente.Qué pálido es el héroe. Qué falso cuando sólo puedearrojarse a la batalla.La felicidad, a veces, no es ni siquiera un anhelo.

Capítulo 10

Boston.

Audrey ya estaba despierta cuando sonó el teléfono, pero seguía tumbada en la cama. Apenas se había levantado desde su noche de borrachera. El día anterior no fue a trabajar ni se molestó en responder a las llamadas de su secretaria. Era otra vez ella la que llamaba.

–Dime, Susan -dijo Audrey, tras descolgar por fin el auricular.

–¡Ya era hora! ¿Dónde te habías metido? Ayer estuve llamándote durante todo el día, a casa y al móvil, y tuve que cancelar todas las visitas de tu agenda.

Audrey se restregó los ojos. Le dolían la cabeza y los músculos del vientre.

–Dame un respiro, Susan, ¿quieres? Ayer fue un mal día.

La secretaria llevaba tres años trabajando con Audrey y aún no le había visto tener un solo día bueno. Uno en el que no acabara al final de la tarde contemplando, triste y meditabunda, la avenida Commonwealth.

–Está bien, Audrey. Pero dime una cosa, ¿piensas venir hoy?

–Por la mañana, no. Tengo que ver a un paciente.

–¿A uno de la residencia de ancianos?

–Sí.

–Ésos no dan dinero.

Audrey hubiera podido dejar de trabajar aquel mismo día y, con sus ahorros y lo que le dieran por su elegante casa, vivir el resto de su vida sin el menor problema económico. Susan debía ser consciente de ello, pero estaba obsesionada con hacer ganar dinero a Audrey, y no sólo porque de ello dependiera su empleo.

–Esos ancianos no dan dinero, es verdad… -reconoció Audrey-. Intenta pasar para otros días mis citas de hoy por la mañana y de ayer, ¿de acuerdo?

–Tú mandas.

–Gracias.

Audrey estaba a punto de colgar el teléfono cuando Susan preguntó:

–¡Audrey! ¿Sigues ahí?

–Sí.

–Se me olvidaba decirte que ha llamado un tal Joseph Nolan, preguntando por ti.

–¿Joseph Nolan?

Esto era una sorpresa para Audrey.

–Dijo que os habíais conocido en la residencia de ancianos. Por lo visto, consiguió tu número de la madre superiora, y quería saber si podía hablar contigo.

–¿Para qué?

–Ni idea. No quiso dejar ningún recado, pero yo que tú indagaría. ¡Tiene una voz sexy! ¿Es guapo?

Los hombres eran otra de las fijaciones de Susan. La lista de sus novios era tan extensa como el listín telefónico de la ciudad de Boston. Continuamente andaba pretendiendo buscarle pareja a Audrey, que no estaba interesada en el asunto. Ya se lo había hecho saber muchas veces, pero Susan no desistía con facilidad.

–Hablamos luego, Susan.

Audrey no estaba de humor para conversaciones intrascendentes. Colgó el teléfono. Quería volver a tumbarse en la cama durante un rato más, pero venció la tentación y se incorporó. Tenía cosas urgentes que hacer.

En ocasiones, la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad parecía una especie de roca. Al menos, ésa era la impresión de Audrey. Nada cambiaba en la residencia, o los cambios eran tan leves que resultaba casi imposible detectarlos. El tiempo pasaba despacio en aquel lugar. Audrey estaba segura de que, si pudiera viajar dos mil años hacia el futuro, encontraría el descuidado edificio de ladrillo exactamente igual a como lo veía en este momento. Era como las pirámides. Eterno. Pero no por ser capaz de sobrevivir al tiempo, sino por poder seguir estando perpetuamente muerto.

Audrey no fue a la habitación de Daniel esta vez. Pensó que el anciano estaría disfrutando del soleado día en el jardín trasero, y acertó. Estaba sentado en el mismo banco en donde lo encontró cuando se conocieron. Al verla, el viejo sonrió con su habitual expresión bobalicona.

–Tienes… mala… cara, Audrey.

–Sí, lo sé. ¿Puedo sentarme?

–Claro.

Permanecieron uno junto al otro, sin hablarse. Los dos con el rostro hacia delante, viendo pasear por la hierba a los otros ancianos residentes, que las monjas llevaban de la mano.

–¿Hice algo… malo, el otro día?

Audrey se volvió hacia Daniel, sorprendida. El siguió con la mirada puesta en el mismo sitio.

–No, claro que no. ¿Por qué dices eso?

–Él… estaba… con… tentó.

–¿Ese que habla contigo estaba contento?

–Sí. Yo no sé… qué te dije…, pero él me dijo que… lo había hecho… muy bien, que te había… asustado.

Audrey sintió un escalofrío. No era la primera vez que le ocurría estando con Daniel.

–Se supone que nunca recuerdas lo que te dice esa voz.

Daniel se encogió de hombros y respondió:

–Él quiso que me… acordara… de eso.

Otra vez, Audrey detectó miedo en Daniel. En un paciente normal, ella tendría claro cuál era el siguiente paso en la evaluación psicológica y el tratamiento. Pero el viejo jardinero no era un paciente normal. Ni tampoco era común lo que había ocurrido en la última sesión. Audrey no podía apartar de sus pensamientos esa mención de Daniel a cuatro mentiras. ¿Habría sido una inimaginable casualidad? Y, en el caso de que no fuera así, ¿cómo podría entonces explicar aquello? Éstas eran las preguntas a las que se había propuesto encontrar una respuesta. Desde que consiguió levantarse de la cama, no había parado de reflexionar sobre el mejor modo de conseguirlo. Le parecía obvio que para ello necesitaba poner al descubierto a esa otra personalidad de Daniel -tan enigmática-, que, en efecto, había conseguido asustarla. Y mucho.

La hipnosis era una opción, aunque se trataba de una técnica ya algo anticuada. Además, dadas las características mentales de Daniel, podría ser difícil utilizarla con él. Existía, sin embargo, un método relativamente nuevo, aún casi experimental, conocido por EMDR. El EMDR era llamado así por las siglas de
Eye Movement Desensitization and Reprocessing,
Insensibilización y Reprocesamiento mediante el Movimiento de los Ojos. Se le suponía capaz de crear en el paciente un estado psicológico adecuado para hacerle rememorar sus traumas más profundos y enfrentarse a ellos. Aunque esta técnica y la de la hipnosis compartían algunas similitudes, sus objetivos eran distintos: la hipnosis pretendía crear en el paciente un estado mental alterado de relajación que lo sumiera prácticamente en la inconsciencia, mientras que lo que buscaba el EMDR era obligar al enfermo a ahondar en sus recuerdos, sin dejar de estar alerta y consciente de la realidad en todo momento. Esta diferencia podía parecer trivial, pero no lo era. Audrey conocía varios casos de niños con síntomas graves de estrés postraumático en los que el EMDR se había utilizado con muy buenos resultados, y Daniel era lo más parecido a un niño que podía ser un adulto.

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