Read 616 Todo es infierno Online
Authors: David Zurdo & Ángel Gutiérrez
Tags: #Religion, Terror, Exorcismo
EVELYNTAYLOR
Ciudad de Nueva York, Estados Unidos.
Directora en América de la agencia de modelos Gloria Tebaldu
Suceso acontecido el día 27 de septiembre de 2001.
Entrevistada el día 23 de noviembre de 2001.
Edad en el momento del suceso: 52 años.
Causa de su experiencia próxima a la muerte: Presenta una reacción alérgica a un alimento ingerido en un restaurante japonés. La reacción es tan virulenta que empieza a mostrar los síntomas durante la misma cena. Los servicios de asistencia médica consiguen estabilizarla y la ingresan en estado crítico. Tras dos días en la Unidad de Cuidados Intensivos, fallece. Su reanimación espontánea acontece en el depósito de cadáveres.
Extracto de su declaración: Se ve a sí misma desde el exterior. Los médicos actúan sobre ella, tratando de salvarla. Afuera, las personas que aguardan el desenlace, lloran desconsoladas. Ella intenta acercarse para consolarlas, para decirles que está bien. Pero no oyen su voz. Nadie se da cuenta de su presencia. Una sensación de opresión, más que de miedo, se apodera de la señora Taylor, que trata de regresar a la Unidad de Cuidados Intensivos. Su cuerpo está en la cama, sin vida. Por fin lo comprende. Entonces percibe un impulso hacia arriba. A medida que asciende y se aleja del hospital y del mundo, la oscuridad va inundando su campo visual. Ahora no hay referencias. Flota en un lugar sin tiempo ni espacio reales. De repente, en una lejanía imposible de estimar, comienza a distinguir una especie de procesión de personas grises. Casi no hay luz, no puede apreciar los detalles. Todos van hacia un sitio con forma rectangular. Es su propia fosa. Lo comprende cuando ve el ataúd y, ya con algo más de iluminación, los rostros de sus familiares y amigos. Una vez más trata de comunicarse con ellos, les grita sin efecto alguno. No ve ninguna luz blanca ni un túnel; tampoco escenas de su vida. Lo que presencia es cómo las personas que asisten al fantasmal entierro empiezan a envejecer muy rápidamente, y a medida que desaparecen tragados por un hueco invisible, profieren un alarido de pánico. Nota también la presencia de una sombra inmaterial, una conciencia que observa desde la negrura. Esa presencia maligna es quien lo dirige todo.
El mal estaba siempre ahí, omnipresente, en las tres declaraciones. Aunque fuese terrible de admitir, era como si sólo quien llegaba a ver más allá, quien alcanzaba un cierto umbral prohibido a la mayoría, tenía una visión completa: túnel, luz blanca, paz, tranquilidad, alegría, y luego oscurecimiento, luz roja, terror, desesperanza… Sobre todo desesperanza. Y algo más. Algo más que ninguno de ellos recordaba, pero que todos estaban seguros de haber percibido. Algo que se había borrado de sus mentes, quizá como acto de protección. O quizá por un motivo. Pero ¿cuál?
Otras investigaciones más antiguas, que habían estado desperdigadas, tenían también un sentido similar. Buscando como un ratón de biblioteca en los archivos del Vaticano, con ayuda de varios expertos en documentación, ante Cloister habían ido apareciendo declaraciones, informes, referencias a hechos del pasado semejantes. Las primeras de esas referencias se perdían en la noche de los tiempos, cuando los sacerdotes egipcios se golpeaban en zonas vitales de la cabeza para inducir una muerte reversible -que no siempre lo era- y echar una ojeada al mundo de los muertos. Sus relatos contenían a veces el testimonio de personas aterrorizadas frente a una visión del mal sin forma, una sombra oscura sin rostro. Más tarde, algunos monjes de la Edad Media referían experiencias similares. Incluso un médico inglés del siglo xix, que acabó sus días en la cárcel por sus prácticas poco ortodoxas, imitaba a los sacerdotes egipcios con los enfermos mentales del hospital psquiátrico que dirigía.
En suma, los casos no eran muchos en cantidad, pero su carga de sentido resultaba abrumadora y apuntaba siempre hacia una dirección que nadie había logrado determinar. Todavía.
El padre Cloister recordó los más importantes entre aquellos casos. Eran para él como los restos de un naufragio, que se resisten a ser tragados por las aguas y, en su pugna con el océano, emergen en parte a la superficie, esperando que alguien los rescate; aunque hay veces que lo que se encuentra hubiera sido mejor no encontrarlo, del mismo modo que en ocasiones se desea algo que es mejor no conseguir. Pero Albert Cloister, hombre de sólida fe en Dios, tenía una fe aún más sólida: la verdad.
Su tesis, por la que obtuvo el doctorado cum laude en teología, acababa en una frase en apariencia incompatible con la religión, que, por el contrario, bien entendida, quizá era el fundamento racional de la más profunda y sólida creencia humana: «La fe nos conduce a la verdad y la verdad no necesita creyentes; porque la verdad no necesita a la fe, pero la fe sí necesita a la verdad».
La verdad era lo único que él buscaba. Lo único por lo que estaba dispuesto a realizar cualquier sacrificio.
Desde que abandonó Notre Dame, los minutos habían ido pasando hasta formar horas enteras. Estaba a punto de anochecer. El crepúsculo empezaba a dar paso a la oscuridad. El padre Cloister salió del pozo de sus pensamientos, guardó los papeles en la cartera y se levantó para marcharse, caminando lentamente. Las aguas del río corrían, ajenas a sus cavilaciones. Nunca las aguas de un río son las mismas que en un instante anterior. Y, sin embargo, los pensamientos que llenaban la mente de Albert Cloister, densos como la brea e igual de oscuros, podrían haber hecho detenerse el flujo del Sena en cualquier imaginación. Se sentía abrumado e inquieto. Antes de regresar al colegio en que lo había hospedado su congregación, entró en un bar y compró un paquete de cigarrillos.
Boston.
Audrey tenía su consulta en la distinguida zona de Back Bay. Estaba en un edificio rehabilitado del siglo XVIII, que aunaba la elegancia de una época ya pasada con las comodidades de los tiempos modernos. Lo mismo se aplicaba a la propia clínica. Maderas costosas cubrían las paredes, hasta media altura, dejando espacio, más arriba, para cuadros de escenas idílicas. En el despacho de Audrey, la alfombra que separaba su mesa del inevitable diván donde se acomodaban sus pacientes, era una pieza genuina traída de Irán, la antigua Persia. Y, teniendo en cuenta su valor, podría jurarse que en verdad sería perfecta si no fuera por ese único nudo mal hecho adrede, que en las más excepcionales alfombras evita la perfección. No se puede desafiar a Dios tratando de hacer las cosas como él las haría. Eso siempre tiene un precio. A Dios no le gusta la competencia. Además, detesta las recriminaciones, por justas que sean. Es lo que Audrey creía. Y pensaba tener buenas razones para ello.
No había sacado mucho en claro de su primera conversación con Daniel. Apenas logró sonsacarle datos sueltos acerca de sus pesadillas. Lo que había averiguado sobre su estado mental fue gracias a lo que le contaron la madre superiora y otras monjas, más que a lo que Daniel le reveló. No era un buen principio, desde luego. Aunque, en su profesión, los principios raramente eran buenos -tampoco los finales-, y ¿qué otra cosa podía esperarse siendo Daniel retrasado mental? La religiosa había llamado cruel a Audrey por insinuar que de nada le serviría la psicoterapia al anciano jardinero, pero esa era la cruda verdad. ¿Y no dicen que la verdad te hace libre? Los argumentos no tenían importancia, sin embargo. Ésta era una guerra perdida de antemano. Resultaba difícil negarse a los ruegos de la madre superiora. Así es que, en una semana, tendría otra infructuosa conversación con su paciente retrasado y su flor muerta. Audrey había querido poner por escrito sus impresiones sobre Daniel, como era habitual hacerlo con los otros pacientes. El dossier mostraba su nombre, «Daniel Smith», y la fecha de ese día estampados en la portada. De modo rutinario, Audrey repasó sus notas leyéndolas en voz alta:
1.
El paciente muestra lo que parece ser un caso claro de estrés postraumático, debido al incendio que devastó el lugar donde había residido durante toda su vida. A su agravamiento contribuyen otros factores: el hecho de haber estado a punto de fallecer, las secuelas físicas que le han quedado y el cambio de entorno al pasar a vivir en un lugar completamente nuevo.
2.
El trauma parece manifestarse sobre todo en la forma de terribles pesadillas. Este síndrome confusional nocturno puede considerarse sintomático, ya que las pesadillas incluyen elementos que es posible asociar con la causa principal del trauma: el incendio (ver Nota 5, sobre el contenido de las pesadillas).
3.
El paciente es retrasado mental. Por tanto, resulta plausible que no tenga plena consciencia de lo que le ha ocurrido y que los síntomas más severos del trauma se muestren así en una fase inconsciente, mientras duerme. De ahí la virulencia de las pesadillas. Otro posible síntoma, como la elusión de preguntas que tienen relación directa con el incendio -y también preguntas sobre las pesadillas, que están relacionadas con él indirectamente-, no puede ser confirmado por el momento como resultante de un estrés postraumático. El retraso mental del paciente impide sacar de ello las conclusiones que sí podrían obtenerse de un patrón estándar de comportamiento.
4.
El paciente muestra un exagerado apego hacia una planta muerta, que es lo único que le queda de su vida anterior al incendio. Este ejemplo de emotividad desproporcionada podría ser también un síntoma de estrés postraumático, aunque se ha confirmado que el paciente ya mostraba el mismo comportamiento antes del incendio. De nuevo, el retraso mental supone una barrera en el diagnóstico y, sobre todo, en un eventual tratamiento psicológico.
5.
Los datos que el paciente ha dado sobre las pesadillas son escasos y dispersos, aunque en ellos parece existir un cierto grado de conexión. Habló de plantas y animales muertos, de ríos secos y campos desolados (¿por un incendio?); también, de cielos «rojos como sangre» -frase textual- (¿el rojo de las llamas?).
Tratamiento farmacológico recomendado: continuación del suministro de ansiolíticos, y administración conjunta con antidepresivos. En el caso de que los síntomas no remitan, considerar el empleo de neurolépticos.
Audrey cerró el expediente y luego se restregó los ojos con las manos. Se sentía exhausta. Los problemas de los demás la agotaban, y eso no era bueno para su labor de psiquiatra. Pero… ¿qué más daba? ¿Qué le importaba ya nada, en realidad, desde aquella tarde de verano de hacía cinco años en que su hijo desapareció sin dejar rastro?…
Tenía que espantar esos pensamientos. Hay recuerdos que duelen y que no conviene desenterrar.
–Desenterrar -musitó.
Qué poco apropiada era esa palabra tópica para unos recuerdos que nunca habían muerto, ni habían sido enterrados. Con una expresión dolida en el rostro, Audrey se levantó de su butaca de cuero para dirigirse a la ventana del despacho. Era amplia, con un marco blanco de madera rematado por un arco suave. La tranquilizaba contemplar el tráfico de la avenida Commonwealth, cuyo bulevar central estaba flanqueado por una hilera de árboles y bancos. Cuando nevaba, como ocurrió unos días antes, los parches de hierba de ambos lados se cubrían de una capa blanca. Sobre ella, era normal ver al final del día una feliz mancha multicolor de niños, que se lanzaban bolas unos a otros y hacían muñecos de nieve.
Unos jóvenes pasaron por delante de los ojos de Audrey, en la calle, y sintió envidia de ellos. Seguramente fueran estudiantes de la Universidad de Boston. Muchas de sus instalaciones se levantaban a lo largo de la avenida Commonwealth. Los jóvenes eran tres: dos chicos y una chica. Iban embutidos en sus abrigos. La palidez de sus rostros, debida al frío, se compensaba por unas saludables manchas rojizas en los carrillos y, sobre todo, por una expresión de entusiasmo, difícilmente contenido, que se debía al mero hecho de estar vivos, de vivir. Audrey también fue así una vez. Ella, y sus amigos Zach y Leo. Los tres tenían esa arrogancia imprescindible para quien pretende cambiar el mundo, la confianza plena en que el futuro le depara a uno grandes cosas. Pero habían salido derrotados. El mundo no cambió. Cambiaron ellos. Y se hicieron mucho peores de lo que eran.
En el cristal de la ventana, Audrey vio el reflejo de su sonrisa amarga. Se sentía tan sola… Leo llevaba muerto nueve años. Su corazón se negó a seguir aguantando un cuerpo de ciento veinte kilos de peso con el hígado destrozado por el alcohol. A Leo lo dejó tirado su corazón; y a ella fue Zach quien la abandonó, tras enterarse de que estaba embarazada. «No quiero ser responsable de nadie», le dijo el muy bastardo, que no pensó en eso mientras se divertían en el asiento de atrás de su Chevrolet.
–La vida es una mierda -dijo Audrey, justo en el momento en que unas alegres risas le llegaban desde la avenida, atenuadas por el cristal.
Era el fin de la tarde de una jornada que había amanecido lluviosa y gélida. El paraguas de Audrey la separaba de un cielo gris con el que su aspecto sombrío no desentonaba. Pronto, hasta ese tímido gris desaparecería, cuando la noche se llevara consigo la poca luz que trajo el amanecer. Su agenda había estado repleta de sesiones de terapia. Un maníaco suicida, tres obsesivo-compulsivos y dos alcohólicos le habían contado sus más profundas miserias con todo detalle. Podría decirse que había sido un mal día, si no lo fueran todos. Y aún le quedaba otra sesión todavía más absurda que las anteriores.
Cuando llegó a la residencia de ancianos de las Hijas tle la Caridad, la madre superiora le indicó que Daniel estaba en su habitación, y hacia ella se dirigía Audrey. El estrecho corredor que llevaba a los cuartos de los ancianos le pareció claustrofóbico como nunca. El suelo, cubierto por baldosas de dos tonos de verde, estaba gastado por demasiadas limpiezas con desinfectantes baratos. Pero incluso por encima del hedor de la lejía, se detectaba en el aire el tufo propio de la enfermedad y la decrepitud.
No era la primera vez que se planteaba abandonar aquella penosa tarea que ella misma se había impuesto. Y nadie, ni siquiera la madre superiora, podría echárselo en cara si lo hiciera. Pero no podía dejarlo. Tenía que seguir obligándose a acudir a la residencia y a donar dinero para obras de caridad. Sólo así podría demostrarle a Dios cuánto se había equivocado al castigarla, arrebatándole a su hijo por lo que ocurrió en Harvard cuando ella era todavía una simple estudiante. «Fue un accidente, un horrible accidente», se repitió, como había hecho miles de veces.