20.000 leguas de viaje submarino (54 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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—¿Qué hecho es ése? —preguntó Ned Land.

—A ello voy. En 1861, al nordeste de Tenerife, poco más o menos a la latitud en la que ahora nos hallamos, la tripulación del
Alecton
vio un monstruoso calamar. El comandante Bouguer se acercó al animal y lo atacó a golpes de arpón y a tiros de fusil, sin gran eficacia, pues balas y arpones atravesaban sus carnes blandas como si fuera una gelatina sin consistencia. Tras varias infructuosas tentativas, la tripulación logró pasar un nudo corredizo alrededor del cuerpo del molusco. El nudo resbaló hasta las aletas caudales y se paró allí. Se trató entonces de izar al monstruo a bordo, pero su peso era tan considerable que se separó de la cola bajo la tracción de la cuerda y, privado de este ornamento, desapareció bajo el agua.

—Bien, ése sí es un hecho —manifestó Ned Land.

—Un hecho indiscutible, mi buen Ned. Se ha propuesto llamar a ese pulpo «calamar de Bouguer».

—¿Y cuál era su longitud? —preguntó el canadiense.

—¿No medía unos seis metros? —dijo Conseil, que, apostado ante el cristal, examinaba de nuevo las anfractuosidades del acantilado submarino.

—Precisamente —respondí.

—¿No tenía la cabeza —prosiguió Conseil— coronada de ocho tentáculos que se agitaban en el agua como una nidada de serpientes?

—Precisamente.

—¿Los ojos eran enormes?

—Sí, Conseil.

—¿Y no era su boca un verdadero pico de loro, pero un pico formidable?

—En efecto, Conseil.

—Pues bien, créame el señor, si no es el calamar de Bouguer éste es, al menos, uno de sus hermanos.

Miré a Conseil, mientras Ned Land se precipitaba hacia el cristal.

—¡Qué espantoso animal! —exclamó.

Miré a mi vez, y no pude reprimir un gesto de repulsión. Ante mis ojos se agitaba un monstruo horrible, digno de figurar en las leyendas teratológicas.

Era un calamar de colosales dimensiones, de ocho metros de largo, que marchaba hacia atrás con gran rapidez, en dirección del
Nautilus
. Tenía unos enormes ojos fijos de tonos glaucos. Sus ocho brazos, o por mejor decir sus ocho pies, implantados en la cabeza, lo que les ha valido a estos animales el nombre de cefalópodos, tenían una longitud doble que la del cuerpo y se retorcían como la cabellera de las Furias. Se veían claramente las doscientas cincuenta ventosas dispuestas sobre la faz interna de los tentáculos bajo forma de cápsulas semiesféricas. De vez en cuando el animal aplicaba sus ventosas al cristal del salón haciendo en él el vacío. La boca del monstruo —un pico córneo como el de un loro— se abría y cerraba verticalmente. Su lengua, también de sustancia córnea armada de varias hileras de agudos dientes, salía agitada de esa verdadera cizalla. ¡Qué fantasía de la naturaleza un pico de pájaro en un molusco! Su cuerpo, fusiforme e hinchado en su parte media, formaba una masa carnosa que debía pesar de veinte a veinticinco mil kilos. Su color inconstante, cambiante con una extrema rapidez según la irritación del animal, pasaba sucesivamente del gris lívido al marrón rojizo.

¿Qué era lo que irritaba al molusco? Sin duda alguna, la sola presencia del
Nautilus
, más formidable que él, sobre el que no podían hacer presa sus brazos succionantes ni sus mandíbulas. Y, sin embargo, ¡qué monstruos estos pulpos, qué vitalidad les ha dado el Creador, qué vigor el de sus movimientos gracias a los tres corazones que poseen
[19]
!

El azar nos había puesto en presencia de ese calamar y no quise perder la ocasión de estudiar detenidamente ese espécimen de los cefalópodos. Conseguí dominar el horror que me inspiraba su aspecto y comencé a dibujarlo.

—Quizá sea el mismo que el del Alecton —dijo Conseil.

—No —respondió el canadiense—, porque éste está entero y aquél perdió la cola.

—No es una prueba —dije—, porque los brazos y la cola de estos animales se reforman y vuelven a crecer, y desde hace siete años la cola del calamar de Bouguer ha tenido tiempo para reconstituirse.

—Bueno —dijo Ned—, pues si no es éste tal vez lo sea uno de ésos.

En efecto, otros pulpos aparecían a estribor. Conté siete. Hacían cortejo al
Nautilus
. Oíamos los ruidos que hacían sus picos sobre el casco. Estábamos servidos.

Continué mi trabajo. Los monstruos se mantenían a nuestro lado con tal obstinación que parecían inmóviles, hasta el punto de que hubiera podido calcarlos sobre el cristal. Nuestra marcha era, además, muy moderada.

De repente, el
Nautilus
se detuvo, al tiempo que un choque estremecía toda su armazón.

—¿Hemos tocado? —pregunté.

—Si, así es —respondió el canadiense—, ya nos hemos zafado porque flotamos.

El
Nautilus
flotaba, pero no marchaba. Las paletas de su hélice no batían el agua.

Un minuto después, el capitán Nemo y su segundo entraban en el salón. Hacía bastante tiempo que no le había visto. Sin hablarnos, sin vernos tal vez, se dirigió al cristal, miró a los pulpos y dijo unas palabras a su segundo. Éste salió inmediatamente. Poco después, se taparon los cristales y el techo se iluminó.

Me dirigí al capitán, y le dije, con el tono desenfadado que usaría un aficionado ante el cristal de un acuario.

—Una curiosa colección de pulpos.

—En efecto, señor naturalista —me respondió—, y vamos a combatirlos cuerpo a cuerpo.

Creí no haber oído bien y miré al capitán.

—¿Cuerpo a cuerpo?

—Sí, señor. La hélice está parada. Creo que las mandíbulas córneas de uno de estos calamares han debido bloquear las aspas, y esto es lo que nos impide la marcha.

—¿Y qué va usted a hacer?

—Subir a la superficie y acabar con ellos.

—Empresa difícil.

—Sí. Las balas eléctricas son impotentes contra sus carnes blandas, en las que no hallan suficiente resistencia para estallar. Pero los atacaremos a hachazos.

—Y a arponazos, señor —dijo el canadiense—, si no rehúsa usted mi ayuda.

—La acepto, señor Land.

—Les acompañaremos —dije, y siguiendo al capitán Nemo nos dirigimos a la escalera central.

Allí se hallaba ya una decena de hombres armados con hachas de abordaje y dispuestos al ataque. Conseil y yo tomamos dos hachas y Ned Land un arpón.

El
Nautilus
estaba ya en la superficie. Uno de los marinos, situado en uno de los últimos escalones, desatornillaba los pernos de la escotilla. Pero apenas había acabado la operación cuando la escotilla se elevó con gran violencia, evidentemente «succionada» por las ventosas de los tentáculos de un pulpo. Inmediatamente, uno de estos largos tentáculos se introdujo como una serpiente por la abertura mientras otros veinte se agitaban por encima. De un hachazo, el capitán Nemo cortó el formidable tentáculo, que cayó por los peldaños retorciéndose.

En el momento en que nos oprimíamos unos contra otros para subir a la plataforma, otros dos tentáculos cayeron sobre el marino colocado ante el capitán Nemo y se lo llevaron con una violencia irresistible. El capitán Nemo lanzó un grito y se lanzó hacia afuera, seguido de todos nosotros.

¡Qué escena! El desgraciado, asido por el tentáculo y pegado a sus ventosas, se balanceaba al capricho de aquella enorme trompa. Jadeaba sofocado, y gritaba «¡Socorro! ¡Socorro!». Esos gritos, pronunciados en francés, me causaron un profundo estupor. Tenía yo, pues, un compatriota a bordo, varios tal vez. Durante toda mi vida resonará en mí esa llamada desgarradora.

El desgraciado estaba perdido. ¿Quién podría arrancarle a ese poderoso abrazo? El capitán Nemo se precipitó, sin embargo, contra el pulpo, al que de un hachazo le cortó otro brazo. Su segundo luchaba con rabia contra otros monstruos que se encaramaban por los flancos del
Nautilus
. La tripulación se batía a hachazos. El canadiense, Conseil y yo hundíamos nuestras armas en las masas carnosas. Un fuerte olor de almizcle apestaba la atmósfera.

Por un momento creí que el desgraciado que había sido enlazado por el pulpo podría ser arrancado a la poderosa succión de éste. Siete de sus ocho brazos habían sido ya cortados. Sólo le quedaba uno, el que blandiendo a la víctima como una pluma, se retorcía en el aire. Pero en el momento en que el capitán Nemo y su segundo se precipitaban hacia él, el animal lanzó una columna de un líquido negruzco, secretado por una bolsa alojada en su abdomen, y nos cegó. Cuando se disipó la nube de tinta, el calamar había desaparecido y con él mi infortunado compatriota.

Una rabia incontenible nos azuzó entonces contra los monstruos, diez o doce de los cuales habían invadido la plataforma y los flancos del
Nautilus
. Rodábamos entremezclados en medio de aquellos haces de serpientes que azotaban la plataforma entre oleadas de sangre y de tinta negra. Se hubiera dicho que aquellos viscosos tentáculos renacían como las cabezas de la hidra. El arpón de Ned Land se hundía a cada golpe en los ojos glaucos de los calamares y los reventaba. Pero mi audaz compañero fue súbitamente derribado por los tentáculos de un monstruo al que no había podido evitar.

No sé cómo no se me rompió el corazón de emoción y de horror. El formidable pico del calamar se abrió sobre Ned Land, dispuesto a cortarlo en dos. Yo me precipité en su ayuda, pero se me anticipó el capitán Nemo. El hacha de éste desapareció entre las dos enormes mandíbulas. Milagrosamente salvado, el canadiense se levantó y hundió completamente su arpón hasta el triple corazón del pulpo.

—Me debía a mí mismo este desquite —dijo el capitán Nemo al canadiense.

Ned se inclinó, sin responderle.

Un cuarto de hora había durado el combate. Vencidos, mutilados, mortalmente heridos, los monstruos desaparecieron bajo el agua.

Rojo de sangre, inmóvil, cerca del fanal, el capitán Nemo miraba el mar que se había tragado a uno de sus compañeros, y gruesas lágrimas corrían de sus ojos.

19. El Gulf Stream

Ninguno de nosotros podrá olvidar jamás aquella terrible escena del 20 de abril. La he escrito bajo el imperio de una violenta emoción. He repasado luego mi relato, y se lo he leído a Conseil y al canadiense. Lo han encontrado lleno de exactitud en los hechos, pero insuficiente en su expresividad. Y es que para describir tales cuadros haría falta la pluma del más ilustre de nuestros poetas, el autor de
Los trabajadores del mar
[20]
.

He dicho que el capitán Nemo lloraba mirando al mar. Inmenso fue su dolor. Era el segundo compañero que perdía desde nuestra llegada a bordo. ¡Y qué muerte! Aquel amigo, aplastado, asfixiado, roto por el formidable brazo de un pulpo, triturado por sus mandíbulas de hierro, no debía reposar con sus compañeros en las apacibles aguas del cementerio de coral.

Lo que me había desgarrado el corazón, en medio de aquella lucha, fue el grito de desesperación del desgraciado, ese pobre francés que olvidando su lenguaje de convención había recuperado la lengua de su país y de su madre en su llamamiento supremo. Tenía yo, pues, un compatriota entre la tripulación del
Nautilus
, asociada en cuerpo y alma al capitán Nemo, que como éste huía del contacto con los hombres. ¿Sería el único que representara a Francia en esa misteriosa asociación, evidentemente compuesta de individuos de nacionalidades diversas? Éste era otro de los insolubles problemas que me planteaba sin cesar.

El capitán Nemo retornó a su camarote, y durante bastante tiempo no volví a verle. De su tristeza, desesperación e irresolución cabía hacerse una idea por la conducta del navío de quien él era el alma y al que comunicaba todas sus impresiones. El
Nautilus
no seguía ya ninguna dirección determinada; iba, venía y flotaba como un cadáver a merced de las olas. La hélice estaba ya liberada, pero apenas se servía de ella. Navegaba al azar. Parecía no poder arrancarse al escenario de su última lucha, a ese mar que había devorado a uno de los suyos.

Diez días transcurrieron así, hasta el 1 de mayo. Ese día, el
Nautilus
reemprendió su marcha al Norte, tras haber avistado las Lucayas, ante la abertura del canal de las Bahamas. Seguimos entonces la corriente del mayor río marino, que tiene sus orillas, sus peces y su temperatura propias. Hablo del Gulf Stream.

Es un río, en efecto. Corre libremente por el Atlántico, y sus aguas no se mezclan con las oceánicas. Es un río salado, más salado que el mar que le rodea. Su profundidad media es de tres mil pies y su anchura media de sesenta millas. En algunos lugares, su corriente marcha a la velocidad de cuatro kilómetros por hora. El invariable volumen de sus aguas es más considerable que el de todos los ríos del Globo.

La verdadera fuente del Gulf Stream, reconocida por el comandante Maury, o su punto de partida, si se prefiere, está situada en el golfo de Gascuña. Allí, sus aguas, aún débiles de temperatura y de color, comienzan a formarse. Desciende al Sur, costea el África ecuatorial, calienta sus aguas con los rayos solares de la zona tórrida, atraviesa el Atlántico, alcanza el cabo San Roque en la costa brasileña y se bifurca en dos brazos, uno de los cuales va a saturarse de las calientes moléculas del mar de las Antillas. Entonces, el Gulf Stream, encargado de restablecer el equilibrio entre las temperaturas y de mezclar las aguas de los trópicos con las aguas boreales, comienza a desempeñar su papel de compensador. Se calienta fuertemente en el golfo de México y luego se eleva al Norte a lo largo de las costas americanas hasta llegar a Terranova, donde se desvía por el empuje de la corriente fría del estrecho de Davis y reemprende la ruta del océano siguiendo sobre uno de los grandes círculos del Globo la línea loxodrómica; hacia el grado 43 se divide en dos brazos, uno de los cuales, ayudado por el alisio del Nordeste, vuelve hacia las Azores y el golfo de Gascuña, mientras el otro, tras templar las costas de Irlanda y de Noruega, llega más allá de las Spitzberg, donde su temperatura desciende a cuatro grados, para formar el mar libre del Polo.

Por ese río oceánico era por el que navegaba entonces el
Nautilus
. A su salida del canal de las Bahamas, el Gulf Stream, con catorce leguas de anchura y trescientos cincuenta metros de profundidad, marcha a ocho kilómetros por hora. Esta rapidez decrece a medida que avanza hacia el Norte. Es de desear que persista esta regularidad, pues si, como se ha creído notar, se modificaran su velocidad y su dirección, los climas europeos se verían sometidos a perturbaciones de incalculables consecuencias.

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