20.000 leguas de viaje submarino (51 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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En aquel momento, el capitán Nemo, que dirigía el trabajo a la vez que trabajaba él mismo, pasó junto a mí. Le toqué con la mano y le señalé las paredes de nuestra prisión. La muralla de estribor se había acercado a menos de cuatro metros del casco del
Nautilus
. El capitán me comprendió y me hizo signo de seguirle. Retornamos a bordo. Me quité la escafandra y le acompañé al salón.

—Señor Aronnax —me dijo—, hay que recurrir a algún medio heroico. Si no, vamos a quedarnos sellados, como en el cemento, por esta agua solidificada.

—Así es —dije—. Pero ¿qué hacer?

—¡Ah, si mi
Nautilus
fuera capaz de soportar esta presión sin quedar aplastado!

—¿Por qué dice eso? —pregunté, no comprendiendo la idea del capitán.

—¿No comprende que si así fuera la congelación del agua habría de ayudarnos? ¿No se da cuenta de que por su solidificación haría estallar estos bloques de hielo que nos aprisionan, al igual que hace estallar a las piedras más duras? Sería un agente de salvación en vez de serlo de destrucción.

—Sí, tal vez, capitán. Pero por mucha resistencia que pueda ofrecer el
Nautilus
no es capaz de soportar esta espantosa presión sin aplastarse como una chapa.

—Lo sé, señor. No hay que contar con el socorro de la naturaleza, sino únicamente con nosotros mismos. Hay que oponerse a la solidificación. Hay que contenerla, frenarla. No sólo se estrechan las paredes laterales, sino que, además, no quedan más de diez pies de agua a proa y a popa del
Nautilus
. La congelación nos acosa por todas partes.

—¿Durante cuánto tiempo nos permitirá respirar a bordo el aire de los depósitos?

El capitán me miró de frente.

—Pasado mañana, los depósitos estarán vacíos.

Me invadió un sudor frío. Y, sin embargo, su respuesta no debía asombrarme. El
Nautilus
se había sumergido bajo las aguas libres del Polo el 22 de marzo y estábamos a 26. Hacía ya cinco días que vivíamos a expensas de las reservas de a bordo. Y lo que quedaba de aire respirable había que destinarlo a los trabajadores. En el momento en que esto escribo, mi impresión es aún tan viva, que un terror involuntario se apodera de todo mi ser y me parece que el aire falta a mis pulmones.

Entretanto, el capitán Nemo, inmóvil, silencioso, reflexionaba. Era manifiesto que una idea agitaba su mente. Pero parecía rechazarla, responderse negativamente a sí mismo, hasta que por fin la exteriorizó.

—Agua hirviente —murmuró.

—¿Agua hirviente? —dije sorprendido.

—Sí, señor. Estamos encerrados en un espacio relativamente restringido. ¿No se podría elevar la temperatura de este medio y retrasar su congelación mediante chorros de agua hirviente proyectados por las bombas del
Nautilus
?

—Hay que hacer la prueba —dije resueltamente.

—Hagámosla, señor profesor.

El termómetro registraba siete grados bajo cero en el exterior.

El capitán Nemo me condujo a las cocinas, donde funcionaban grandes aparatos destiladores que suministraban agua potable por evaporación. Se les llenó de agua y se descargó sobre ella todo el calor eléctrico de las pilas a través de los serpentines bañados por el líquido. En algunos minutos, el agua alcanzó una temperatura de cien grados y pudo ser enviada hacia las bombas mientras iba siendo continuamente renovada. El calor desarrollado por las pilas era tal que el agua fría extraída del mar llegaba ya hirviendo a los cuerpos de las bombas tras haber atravesado los aparatos.

A las tres horas del comienzo de la operación el termómetro marcaba en el exterior seis grados bajo cero. Habíamos ganado un grado. Dos horas después, el termómetro no indicaba más que cuatro grados.

—Lo conseguiremos —dije al capitán, tras haber seguido y controlado por numerosas observaciones los progresos de la operación.

—Creo que sí —me respondió—. Evitaremos el aplastamiento. Ya sólo nos queda por temer la asfixia.

Durante la noche, la temperatura del agua subió hasta un grado bajo cero. No se pudo elevarla más, pero como la congelación del agua marina no se produce más que a dos grados bajo cero, quedé definitivamente tranquilizado ante el peligro de la solidificación.

Al día siguiente, 27 de marzo, se habían arrancado ya seis metros de hielo del alvéolo y quedaban solamente cuatro. Eso significaba cuarenta y ocho horas más de trabajo. Y el aire no podía ya ser renovado en el interior del
Nautilus
, por lo que aquel día nuestra situación fue empeorando más y más.

Me abrumaba una pesadez invencible, una sensación de angustia que alcanzó un grado de opresión intolerable hacia las tres de la tarde. Los bostezos dislocaban mis mandíbulas. Jadeaban mis pulmones en busca del fluido comburente, indispensable a la respiración, que se rarificaba cada vez más. Tendido, sin fuerzas, casi sin conocimiento, me embargaba una torpeza física y moral. Mi buen Conseil, aquejado de los mismos síntomas, sufriendo idénticos padecimientos que yo, no me dejaba, me apretaba la mano, me animaba. A veces le oía murmurar:

—Si yo pudiera no respirar, para dejar más aire al señor.

Me venían las lágrimas a los ojos al oírle hablar así.

Nuestra situación en el interior era tan intolerable que cuando nos llegaba el turno de revestirnos con las escafandras para ir a trabajar lo hacíamos con prisa y con un sentimiento de intensa felicidad. Los picos resonaban sobre la capa helada, los brazos se fatigaban, las manos se desollaban, pero ¡qué importaban el cansancio y las heridas! ¡Allí el aire vital llegaba a los pulmones! ¡Se respiraba! ¡Se respiraba!

Y, sin embargo, nadie prolongaba más de lo debido su tiempo de trabajo. Cumplida su tarea, cada uno hacía entrega a sus compañeros jadeantes del depósito que debía verterle la vida. El capitán Nemo era el primero en dar ejemplo. Llegada la hora, cedía su aparato a otro y regresaba a la atmósfera viciada de a bordo, siempre tranquilo, sin un desfallecimiento, sin una queja.

Aquel día se realizó con más vigor aún el trabajo habitual. Quedaban solamente por arrancar dos metros. Dos metros de hielo nos separaban tan sólo del mar libre. Pero los depósitos estaban ya casi vacíos de aire. Lo poco que quedaba debía reservarse a los trabajadores. Ni un átomo para el
Nautilus
.

Cuando regresé a bordo, me sentí sofocado. ¡Qué noche! Imposible es describir tales sufrimientos. Al día siguiente, a la opresión pulmonar y al dolor de cabeza se sumaban unos terribles vértigos que hacían de mí un hombre ebrio. Mis compañeros padecían los mismos síntomas. Algunos hombres de la tripulación emitían un ronco estertor.

Aquel día, el sexto de nuestro aprisionamiento, el capitán Nemo, estimando demasiado lento el trabajo del pico, decidió aplastar la capa de hielo que nos separaba aún del agua libre. Este hombre había conservado su sangre fría y su energía, y pensaba, combinaba y actuaba, dominando con su fuerza moral el dolor físico.

Por orden suya se desplazó al navío de la capa helada en que se sustentaba, y cuando se halló a flote se le haló hasta situarlo encima del gran foso delimitado según su línea de flotación. Luego, al ir llenándose sus depósitos de agua, descendió hasta encajarse en el alvéolo. Toda la tripulación subió a bordo y se cerró la doble puerta de comunicación. El
Nautilus
se hallaba así sobre la capa de hielo, que no excedía de un metro de espesor y que las sondas habían agujereado en mil puntos.

Se abrieron al máximo las válvulas de los depósitos, y cien metros cúbicos de agua se precipitaron en ellos, aumentando en cien mil kilogramos el peso del
Nautilus
.

Olvidando nuestros sufrimientos, esperábamos, escuchábamos, abiertos aún a la esperanza de la última baza a la que jugábamos nuestra salvación.

A pesar de los zumbidos que llenaban mis oídos pude oír los chasquidos que bajo el casco del
Nautilus
provocó su desnivelamiento. Inmediatamente después, el hielo estalló con un ruido singular, semejante al del papel cuando se rasga, y el
Nautilus
descendió.

—Hemos pasado —murmuró Conseil a mi oído.

No pude responderle. Cogí su mano y se la apreté en una convulsión involuntaria.

De repente, el
Nautilus
, llevado por su tremenda sobrecarga, se hundió como un obús bajo las aguas, por las que cayó como lo hubiera hecho en el vacío.

Toda la fuerza eléctrica se aplicó entonces a las bombas que inmediatamente comenzaron a expulsar el agua de los depósitos. Al cabo de unos minutos, se consiguió detener la caída. Y muy pronto, el manómetro indicó un movimiento ascensional. La hélice, funcionando a toda velocidad, sacudió fuertemente al casco del navío hasta en sus pernos, y nos impulsó hacia el Norte.

Pero ¿cuánto tiempo podía durar la navegación bajo el banco de hielo hasta hallar el mar libre? ¿Tal vez un día? Yo habría muerto antes.

A medias reclinado en un diván de la biblioteca, jadeaba por la opresión pulmonar. Mi rostro estaba amoratado, mis labios, azules, mis sentidos, abotargados. Ya no veía ni oía nada y mis músculos no podían contraerse. Había perdido la noción del tiempo y me sería imposible decir las horas que transcurrieron así. Pero sí tenía conciencia de que comenzaba la agonía, de que iba a morir…

Súbitamente, volví en mí al penetrar en mis pulmones una bocanada de aire. ¿Habíamos emergido a la superficie del mar y dejado atrás el banco de hielo? ¡No! Eran Ned y Conseil, mis dos buenos amigos, que se habían sacrificado para salvarme. En el fondo de un aparato quedaban algunos átomos de aire y en vez de respirarlo lo habían conservado para mí, y mientras ellos se asfixiaban, me vertían la vida gota a gota. Quise retirar de mí el aparato, pero me sujetaron las manos, y durante algunos instantes respiré voluptuosamente.

Miré al reloj. Eran las once de la mañana. Debíamos estar a 28 de marzo. El
Nautilus
navegaba a la tremenda velocidad de cuarenta millas por hora y se retorcía en el agua.

¿Dónde estaría el capitán Nemo? ¿Habrían sucumbido él y sus compañeros?

En aquel momento, el manómetro indicó que nos hallábamos tan sólo a veinte pies de la superficie, separados de la atmósfera por un simple campo de hielo. ¿Sería posible romperlo? Tal vez. En todo caso, el
Nautilus
iba a intentarlo. En efecto, pude advertir que adoptaba una posición oblicua, inclinando la popa y levantando su espolón. Había bastado la introducción de agua para modificar su equilibrio. Impelido por su poderosa hélice atacó al
ice-field
por debajo como un formidable ariete. Iba reventándolo poco a poco en sucesivas embestidas para las que tomaba impulso de vez en cuando dando marcha atrás, hasta que, por fin, en un movimiento supremo se lanzó sobre la helada superficie y la rompió con su empuje.

Se abrió la escotilla, o mejor, se arrancó, y el aire puro se introdujo a oleadas en el interior del
Nautilus
.

17. Del cabo de Hornos al Amazonas

Imposible me sería decir cómo llegué a la plataforma. Tal vez me llevó el canadiense. Pero estaba allí, respirando, inhalando el aire vivificante del mar: Junto a mí, mis dos compañeros se embriagaban también con las frescas moléculas del aire marino.

Quienes, por desgracia, han estado demasiado tiempo privados de alimento no pueden lanzarse sin riesgo sobre la primera comida que se les presente. Nada nos obligaba a nosotros, por el contrario, a moderarnos; podíamos aspirar a pleno pulmón los átomos de la atmósfera, y era la brisa, aquella brisa, la que nos infundía una voluptuosa embriaguez.

—¡Ah, qué bueno es el oxígeno! —decía Conseil—. Que el señor respire a sus anchas, no tema respirar, que hay aire para todo el mundo.

Ned Land no hablaba, pero en sus poderosas aspiraciones abría una boca para hacer temblar a un tiburón. El canadiense «tiraba» como una estufa en plena combustión.

Recobramos en breve nuestras fuerzas. Al mirar en torno mío vi que nos hallábamos solos en la plataforma. Ningún hombre de la tripulación, ni tan siquiera el capitán Nemo, había subido a delectarse al aire libre. Los extraños marinos del
Nautilus
se habían contentado con el aire que circulaba por su interior.

Mis primeras palabras fueron para expresar a mis compañeros mi gratitud. Ambos habían prolongado mi existencia durante las últimas horas de mi larga agonía. No había gratitud suficiente para corresponder a tanta abnegación.

—¡Bah, señor profesor!, no vale la pena hablar de eso —dijo Ned Land—. ¿Qué mérito hay en ello? Ninguno. No era más que una cuestión de aritmética. Su existencia valía más que la nuestra, luego había que conservarla.

—No, Ned —respondí—. No valía más. Nadie es superior a un hombre bueno y generoso, y usted lo es.

—Está bien, está bien —decía, turbado, el canadiense.

—Y tú, mi buen Conseil, has sufrido mucho.

—Pero no demasiado, créame el señor Me faltaba un poco de aire, sí, pero creo que hubiera ido acostumbrándome. Además, ver cómo el señor iba asfixiándose me quitaba las ganas de respirar, como se dice, me cortaba la respi…

No acabó Conseil su frase, avergonzado de haberse deslizado por la trivialidad.

Vivamente emocionado, les dije:

—Amigos míos, estamos ligados los unos a los otros para siempre, y ambos tenéis derechos sobre mí, que…

—De los que yo usaré y abusaré —replicó, interrumpiéndome, el canadiense.

—¿Qué? —dijo Conseil.

—Sí —añadió Ned Land—. El derecho de arrastrarle conmigo cuando abandone este infernal
Nautilus
.

—Por cierto —dijo Conseil—, ¿vamos en la buena dirección?

—Sí, puesto que vamos siguiendo al sol, y el sol, aquí, es el Norte —dije.

—Cierto, pero está por saber si nos dirigimos al Pacífico o al Atlántico, es decir, hacia los mares frecuentados o desiertos.

No podía yo responder a esta observación de Ned Land, y mucho me temía que el capitán Nemo nos llevara hacia ese vasto océano que baña a la vez las costas de Asia y de América. Completaría así su vuelta al mundo submarino y regresaría a los mares en los que el
Nautilus
hallaba su más total independencia. Pero si volvíamos al Pacífico, lejos de toda tierra habitada, ¿cómo podría llevar a cabo sus proyectos Ned Land?

No tardaríamos mucho en conocer la respuesta a esta importante cuestión. El
Nautilus
navegaba rápidamente. Pronto dejó atrás el círculo polar y puso rumbo al cabo de Hornos. El 31 de marzo, a las siete de la tarde, avistábamos la punta de América.

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