20.000 leguas de viaje submarino (34 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: 20.000 leguas de viaje submarino
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—Pues bien, capitán, lo que no osaron emprender los antiguos, esta unión entre los dos mares, que acortará en nueve mil kilómetros la travesía desde Cádiz a la India, lo ha hecho el señor Lesseps, quien dentro de muy poco va a convertir a África en una inmensa isla.

—Así es, señor Aronnax, y puede usted sentirse orgulloso de su compatriota. Es un hombre que honra tanto a una nación como sus más grandes capitanes. Como tantos otros, ha comenzado hallando dificultades e incomprensión, pero ha triunfado de todo por poseer el genio de la voluntad. Es triste pensar que esta obra, que hubiera debido ser internacional, que habría bastado por sí sola para ilustrar a un reino, no hallará culminación más que por la energía de un solo hombre. ¡Gloria, pues, al señor de Lesseps!

—Sí, ¡gloria a este gran ciudadano! —respondí, sorprendido por el tono con que el capitán Nemo acababa de hablar.

—Desgraciadamente —continuó diciendo— no puedo conducirle a través de ese canal de Suez, pero podrá usted ver los largos muelles de Port-Said, pasado mañana, cuando estemos en el Mediterráneo.

—¡En el Mediterráneo! —exclamé.

—Sí, señor profesor. ¿Le asombra?

—Lo que me asombra es pensar que podamos llegar pasado mañana.

—¿De veras?

—Sí, capitán, aunque ya debería estar acostumbrado a no sorprenderme ante nada desde que estoy con usted.

—Pero ¿qué es lo que le sorprende tanto?

—¿Qué va a ser? La increíble velocidad que deberá usted exigir al
Nautilus
para que pueda estar pasado mañana en el Mediterráneo tras haber dado la vuelta a África y doblado el cabo de Buena Esperanza.

—Pero ¿quién le ha dicho que vamos a dar la vuelta a África? ¿Quién ha hablado del cabo de Buena Esperanza?

—¡Pero…! A menos que el
Nautilus
pase por encima del istmo, navegando por tierra firme…

—O por debajo, señor Aronnax.

—¿Por debajo?

—Sí —respondió tranquilamente el capitán Nemo—. Desde hace mucho tiempo, la naturaleza ha hecho bajo esta lengua de tierra lo que los hombres están haciendo hoy en su superficie.

—¡Cómo! ¿Hay un paso?

—Sí, un paso subterráneo al que yo he dado el nombre de Túnel Arábigo, y que partiendo desde un poco más abajo de Suez acaba en el golfo de Pelusa.

—Pero ¿no está compuesto el istmo de arenas movedizas?

—Sólo hasta una cierta profundidad. A cincuenta metros hay una sólida base de roca.

Cada vez más sorprendido, pregunté:

—¿Es el azar el que le ha permitido descubrir ese paso?

—El azar y el razonamiento, y diría que más el razonamiento que el azar.

—Capitán, le escucho, pero mis oídos se resisten a oír lo que oyen.

—¡Ah!
Aures habent et non audíent
, siempre ha sido así. Bien, no sólo existe el paso, sino que yo lo he atravesado varias veces. Si no, no me hubiera aventurado hoy en el mar Rojo.

—¿Sería indiscreto preguntarle cómo descubrió ese túnel?

—No puede haber nada secreto entre hombres que no deben separarse nunca.

Haciendo caso omiso de su insinuación, esperé el relato del capitán Nemo.

—Señor profesor, fue un simple razonamiento de naturalista lo que me condujo a descubrir este paso, que soy el único en conocer. Yo había observado que en el mar Rojo y en el Mediterráneo existían peces de especies absolutamente idénticas: ofídidos, pércidos, aterínidos, exocétidos, budiones, lampugas, etc. Convencido de este hecho, me pregunté si no existiría una comunicación entre los dos mares. Pesqué un gran número de peces en las cercanías de Suez, les puse en la cola un anillo de cobre y los devolví al mar. Algunos meses más tarde, en las costas de Siria pesqué varios peces anillados. Estaba demostrada la comunicación entre ambos mares. La busqué con mi
Nautilus
, la descubrí, y me aventuré por ella. Y dentro de muy poco usted también habrá franqueado mi túnel arábigo, señor profesor.

5. «Arabian Tunnel»

Aquel mismo día referí a Conseil y a Ned Land cuanto de aquella conversación podía interesarles directamente. Al informarles de que dentro de dos días estaríamos en aguas del Mediterráneo, Conseil palmoteó de contento, pero el canadiense se alzó de hombros.

—¡Un túnel submarino! ¡Una comunicación entre los dos mares! ¿Quién ha oído hablar de tal cosa?

—Amigo Ned —respondió Conseil—, ¿había oído usted hablar alguna vez del
Nautilus
? No, y, sin embargo, existe. Luego, no se alce de hombros tan a la ligera, y no rechace nada bajo pretexto de que nunca ha oído hablar de ello.

—Ya veremos —replicó Ned Land, moviendo la cabeza—. Después de todo, nadie desea más que yo creer en la existencia de ese paso, y haga el cielo que el capitán nos conduzca al Mediterráneo.

Aquella misma tarde, a 21° 30’ de latitud Norte, el
Nautilus
, navegando en superficie, se aproximó a la costa árabe. Pude ver Yidda, importante factoría comercial para Egipto, Siria, Turquía y la India. Distinguí claramente el conjunto de sus construcciones, los navíos amarrados a lo largo de los muelles y los fondeados en la rada por su excesivo calado. El sol, ya muy bajo en el horizonte, deba de lleno en las casas de la ciudad, haciendo resaltar su blancura. En los arrabales, las cabañas de madera o de cañas indicaban las zonas habitadas por los beduinos.

Pronto Yidda se esfumó en las sombras crepusculares, y el
Nautilus
se sumergió en las aguas, ligeramente fosforescentes.

Al día siguiente, 10 de febrero, aparecieron varios barcos que llevaban rumbo opuesto al nuestro, y el
Nautilus
volvió a sumergirse, pero a mediodía, hallándose desierto el mar, emergió nuevamente a la superficie.

Acompañado de Ned Land y de Conseil fui a sentarme en la plataforma. La costa se dibujaba al Este como una masa esfumada en la bruma.

Adosados al costado de la canoa, hablábamos de unas cosas y otras, cuando Ned Land, con la mano tendida hacia un punto del mar, me dijo:

—¿No ve usted nada, allí, señor profesor?

—No, Ned, pero ya sabe usted que yo no tengo su vista.

—Mire bien, allí, por estribor, casi a la altura del fanal. ¿No ve una masa que parece moverse?

—En efecto —dije, tras una atenta observación—, parece un largo cuerpo negruzco en la superficie del agua.

—¿Tal vez otro
Nautilus
? —dijo Conseil.

—No —respondió el canadiense—, o mucho me equivoco o es un animal marino.

—¿Hay ballenas en el mar Rojo? —pregunto Conseil.

—Sí, muchacho, se ven a veces.

—No es una ballena —dijo Ned Land, que no perdía de vista el objeto señalado—. Las ballenas y yo somos viejos conocidos, y no puedo confundirme.

—Esperemos un poco —dijo Conseil—. El
Nautilus
se dirige hacia allá y dentro de poco sabremos a qué atenernos.

Pronto el objeto negruzco estuvo a una milla de distancia. Parecía un gran escollo, pero ¿qué era? No podía pronunciarme aún.

—¡Ah! ¡Se mueve, se sumerge! —exclamó Ned Land—. ¡Mil diantres! ¿Qué animal puede ser? No tiene la cola bifurcada como las de las ballenas o los cachalotes, y sus aletas parecen miembros troncados.

—Pero entonces… es…

—¡Miren! —dijo el canadiense—, se ha vuelto de espalda y enseña las mamas.

—Es una sirena, una verdadera sirena, diga lo que diga el señor —dijo Conseil.

El nombre de sirena me puso en la vía, y comprendí que aquel animal pertenecía a ese orden de seres marinos que han dado nacimiento al mito de las sirenas, mitad mujeres y mitad peces.

—No, no es una sirena, sino un curioso ser del que apenas quedan algunos ejemplares en el mar Rojo. Es un dugongo.

—Orden de los sirenios, grupo de los pisciformes, subclase de los monodelfos, clase de los mamíferos, rama de los vertebrados.

Y cuando Conseil hablaba así, no había más que decir.

Ned Land continuaba mirando, con los ojos brillantes de codicia. Su mano parecía dispuesta al manejo del arpón. Se hubiese dicho que esperaba el momento de lanzarse al mar para atacarlo en su elemento.

—¡Oh! —exclamó, con una voz trémula de emoción—. ¡Jamás he matado eso!

En esa frase estaba expresado todo el arponero.

En aquel momento, apareció el capitán Nemo. Vio al dugongo y comprendió la actitud del canadiense. Dirigiéndose a él, dijo:

—Señor Land, si tuviera usted un arpón ¿no le quemaría la mano?

—Usted lo ha dicho, señor.

—¿Le desagradaría recuperar por un momento su oficio de arponero y añadir ese cetáceo a la lista de los que ha golpeado?

—Puede creer que no.

—Bien, pues haga la prueba.

—Gracias, capitán —respondió Ned Land, cuyos ojos brillaban de alegría.

—Pero le recomiendo muy vivamente —añadió el capitán—, y en su propio interés, que no falle.

—¿Es que es peligrosa la caza del dugongo? —pregunté, a la vez que el canadiense se alzaba de hombros.

—Sí, a veces —respondió el capitán—, porque el animal se revuelve contra sus atacantes, y en sus embestidas logra, frecuentemente, hacer zozobrar las barcas. Pero con el buen ojo y mejor brazo del señor Land no cabe temer ese peligro. Si le recomiendo que no falle es porque el dugongo está considerado, y con justicia, como una pieza gastronómica, y yo sé que el señor Land es aficionado a la buena mesa.

—¡Ah! —dijo el canadiense—, así que esa bestia se permite también el lujo de ser apetitosa en la mesa…

—Así es, señor Land. Su carne, que es verdadera carne, goza de gran estimación, hasta el punto de que en toda la Malasia está reservada a la mesa de los príncipes. Por eso se le ha hecho víctima y objeto de una caza tan encarnizada que, al igual que su congénere, el manatí, va escaseando cada vez más.

—Entonces, capitán —dijo Conseil—, si por casualidad éste fuera el último de su especie, convendría dejarle con vida, en interés de la ciencia.

—Tal vez —replicó el canadiense—, pero en interés de la cocina, más vale cazarle.

—Adelante, pues, señor Land —respondió el capitán Nemo.

Siete hombres de la tripulación, tan mudos e impasibles como siempre, aparecieron en la plataforma. Uno de ellos llevaba un arpón y una cuerda semejante a las utilizadas por los pescadores de ballenas. Se retiró el puente de la canoa, se arrancó ésta a su alvéolo y se botó al mar. Seis remeros se instalaron en sus bancos y otro se puso al timón. Ned, Conseil y yo nos instalamos a popa.

—¿No viene usted, capitán? —le pregunté.

—No. Les deseo buena caza, señores.

Impulsado por sus seis remeros, el bote se dirigió rápidamente hacia el dugongo, que flotaba a unas dos millas del
Nautilus
.

Llegado a algunos cables del cetáceo, el bote aminoró su marcha hasta que los remos descansaron en las aguas tranquilas. Ned Land, arpón en mano, se colocó a proa.

El arpón con que se golpea a la ballena está ordinariamente sujeto a una cuerda muy larga que se desenrolla rápidamente cuando el animal herido la arrastra consigo. Pero la cuerda que iba a manejar Ned Land en esa ocasión no medía más de una decena de brazas, y su extremidad estaba fijada a un barrilito que, al flotar, debía indicar la marcha del dugongo bajo el agua.

Puesto en pie, observaba yo al adversario del canadiense, que se parecía mucho al manatí. Su cuerpo oblongo terminaba en una cola muy alargada, y sus aletas laterales en verdaderos dedos. Se diferenciaba del manatí en que su mandíbula superior estaba armada de dos dientes largos y puntiagudos que formaban a cada lado defensas divergentes. Tenía dimensiones colosales, su longitud sobrepasaba casi los siete metros. No se movía y parecía dormir en la superficie del agua, lo que hacía más fácil su captura.

El bote se aproximó prudentemente a unas tres brazas del animal, manteniéndose a dicha distancia, con los remos inmovilizados.

Ned Land, con el cuerpo ligeramente echado hacia atrás, blandía su arpón con mano experta.

De repente se oyó un silbido y el dugongo desapareció. El arpón, lanzado con gran fuerza, había debido herir el agua únicamente.

—¡Mil diablos! —exclamó, furioso, el canadiense—. ¡Erré el golpe!

—No —le dije—, el animal está herido, mire la sangre, pero el arpón no le ha quedado en el cuerpo.

—¡Mi arpón! ¡Mi arpón! —gritó Ned Land.

Los marineros comenzaron a remar, y el timonel dirigió el bote hacia el barril flotante.

Repescado el arpón, la canoa se lanzó a la persecución del cetáceo, que emergía de vez en cuando para respirar. Su herida no había debido debilitarle, pues se desplazaba con una extremada rapidez. El bote, impulsado por brazos vigorosos, corría tras él. Varias veces consiguió acercarse a unas cuantas brazas y entonces el canadiense intentaba golpearle, pero el dugongo se sumergía frustrando las intenciones del arponero, cuya natural impaciencia se sobreexcitaba con la ira. Ned Land obsequiaba al desgraciado animal con las más enérgicas palabrotas de la lengua inglesa. Por mi parte, únicamente sentía un cierto despecho cada vez que veía cómo el dugongo burlaba todas nuestras maniobras.

Llevábamos ya una hora persiguiéndole sin descanso, y comenzaba ya a creer que no podríamos apoderarnos de él, cuando el animal tuvo la inoportuna inspiración de vengarse, inspiración de la que habría de arrepentirse. En efecto, el animal pasó al ataque en dirección a la canoa.

Su maniobra no escapó a la atención del arponero.

—¡Cuidado! —gritó.

El timonel pronunció unas palabras en su extraña lengua, alertando sin duda a sus compañeros para que se mantuvieran en guardia.

Llegado a unos veinte pies de la canoa, el digongo se detuvo, olfateó bruscamente el aire con sus anchas narices agujereadas no en la extremidad sino en la parte superior de su hocico y luego, tomando impulso, se precipitó contra nosotros. La canoa no pudo evitar el choque y, volcada a medias embarcó una o dos toneladas de agua que hubo que achicar, pero abordada al bies y no de lleno, gracias a la habilidad de patrón, no zozobró.

Ned Land acribillaba a golpes de arpón al gigantesco animal, que, incrustados sus dientes en la borda, levantaba la embarcación fuera del agua con tanta fuerza como la de un león con un cervatillo en sus fauces. Sus embates nos habían derribado a unos sobre otros, y no sé cómo hubiera terminado la aventura si el canadiense, en su feroz encarnizamiento, no hubiese golpeado, por fin, a la bestia en el corazón.

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