Oí el rechinar de sus dientes contra la embarcación antes de que el dugongo desapareciera en el agua, arrastrando consigo el arpón. Pero pronto retornó el barril a la superficie y, unos instantes después, apareció el cuerpo del animal vuelto de espalda. El bote se acercó y se lo llevó a remolque hacia el
Nautilus
.
Hubo de emplearse palancas de gran potencia para izar al dugongo a la plataforma. Pesaba casi cinco mil kilogramos. Se le despedazó bajo los ojos del canadiense, que no quiso perderse ningún detalle de la operación.
El mismo día, el
steward
me sirvió en la cena algunas rodajas de esta carne, magníficamente preparada por el cocinero. Tenía un gusto excelente, superior incluso a la de ternera, si no a la del buey.
Al día siguiente, 11 de febrero, la despensa del
Nautilus
se enriqueció con otro delicado manjar, al abatirse sobre él una bandada de golondrinas de mar, palmípedas de la especie
Sterna Nilótica
, propia de Egipto, que tienen el pico negro, la cabeza gris con manchitas, el ojo rodeado de puntos blancos, el dorso, las alas y la cola grisáceas, el vientre y el cuello blancos y las patas rojas. Cazamos también unas docenas de patos del Nilo, aves salvajes con el cuello y la cabeza blancos moteados de puntos negros, que eran muy sabrosos.
El
Nautilus
se desplazaba a una velocidad muy moderada, de paseo, por decirlo así. Observé que el agua del mar Rojo iba haciéndose menos salada a medida que nos aproximábamos a Suez.
Hacia las cinco de la tarde avistamos, al Norte, el cabo de Ras Mohammed, que forma la extremidad de la Arabia Pétrea, comprendida entre el golfo de Suez y el golfo de Aqaba.
El
Nautilus
penetró en el estrecho de Jubal, que conduce al golfo de Suez. Pude ver con claridad la alta montaña que domina entre los dos golfos el Ras Mohammed. Era el monte Horeb, ese Sinaí en cuya cima Moisés vio a Dios cara a cara, y al que la imaginación corona siempre de incesantes relámpagos.
A las seis, el
Nautilus
, alternativamente sumergido y en superficie, pasó ante Tor, alojada en el fondo de una bahía cuyas aguas parecían teñidas de rojo, observación ya efectuada por el capitán Nemo.
Se hizo de noche, en medio de un pesado silencio, roto a veces por los gritos de los pelícanos y de algunos pájaros nocturnos, por el rumor de la resaca batiendo en las rocas o por el lejano zumbido de un vapor golpeando con sus hélices las aguas del golfo.
Desde las ocho a las nueve, el
Nautilus
navegó sumergido a muy pocos metros de la superficie. Debíamos estar ya muy cerca de Suez, según mis cálculos. A través de los cristales del salón, veía los fondos de roca vivamente iluminados por nuestra luz eléctrica. Me parecía que el estrecho iba cerrándose cada vez más.
A las nueve y cuarto emergió nuevamente el
Nautilus
. Impaciente por franquear el túnel del capitán Nemo, no podía yo estarme quieto y subí a la plataforma a respirar el aire fresco de la noche.
En la oscuridad vi una pálida luz que brillaba, atenuada por la bruma, a una milla de distancia.
—Un faro flotante —dijo alguien cerca de mí.
Me volví y reconocí al capitán.
—Es el faro flotante de Suez —añadió—. No tardaremos en llegar al túnel.
—Supongo que la entrada no debe ser fácil.
—No. Por eso, soy yo quien asegura la dirección del barco tomando el timón. Y ahora le ruego que baje, señor Aronnax, pues el
Nautilus
va a sumergirse para no reaparecer a la superficie hasta después de haber atravesado el
Arabian Tunnel
.
Seguí al capitán Nemo. Se cerró la escotilla, se llenaron de agua los depósitos y el navío se sumergió una decena de metros.
En el momento en que me disponía a volver a mi camarote, el capitán me detuvo.
—¿Le gustaría acompañarme en la cabina del piloto, señor profesor?
—No me atrevía a pedírselo —respondí.
—Venga, pues. Así verá todo lo que puede verse en esta navegación a la vez submarina y subterránea.
El capitán Nemo me condujo hacia la escalera central. A media rampa, abrió una puerta, se introdujo por los corredores superiores y llegó a la cabina del piloto que se elevaba en la extremidad de la plataforma. Las dimensiones de la cabina eran de unos seis pies por cada lado, y era muy semejante a la de los
steamboats
del Mississippi o del Hudson. En el centro estaba la rueda, dispuesta verticalmente, engranada en los guardines del timón que corrían hasta la popa del
Nautilus
. Cuatro portillas de cristales lenticulares encajadas en las paredes de la cabina daban visibilidad al timonel en todas direcciones.
Pronto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad de la cabina y vi al piloto, un hombre vigoroso que manejaba la rueda. El mar estaba vivamente iluminado por el foco del fanal situado más atrás de la cabina, en el otro extremo de la plataforma.
—Ahora —dijo el capitán— busquemos nuestro paso.
Una serie de cables eléctricos unían la cabina del timonel con la sala de máquinas, y desde allí el capitán podía comunicar simultáneamente dirección y movimiento a
su Nautilus
. El capitán Nemo oprimió un botón metálico, y al instante disminuyó la velocidad de rotación de la hélice.
En silencio, yo miraba la alta y escarpada muralla ante la que íbamos pasando, basamento inquebrantable del macizo arenoso de la costa. Continuamos así durante una hora, a unos metros de distancia tan sólo. El capitán Nemo no perdía de vista la brújula, y a cada gesto que hacía, el timonel modificaba instantáneamente la dirección del
Nautilus
.
Yo me había colocado ante la portilla de babor, y por ello veía magníficas aglomeraciones de corales y zoófitos, algas y crustáceos que agitaban sus patas enormes entre las anfractuosidades de la roca.
A las diez y cuarto, el capitán Nemo se puso él mismo al timón. Ante nosotros se abría una larga galería, negra y profunda. El
Nautilus
se adentró audazmente por ella. Oí un ruido insólito en sus flancos. Eran las aguas del mar Rojo que la pendiente del túnel precipitaba hacia el Mediterráneo. El
Nautilus
se confió al torrente, rápido como una flecha, a pesar de los esfuerzos de su maquinaria que, para resistir, batía el agua a contrahélice.
A lo largo de las estrechas murallas del paso, no veía más que rayas brillantes, líneas rectas, surcos luminosos trazados por la velocidad bajo el resplandor de la electricidad. Mi corazón latía con fuerza y yo sujetaba sus latidos con la mano.
A las diez treinta y cinco, el capitán Nemo abandonó la rueda del gobernalle y volviéndose hacia mí, dijo:
—El Mediterráneo.
En menos de veinte minutos, arrastrado por el torrente, el
Nautilus
había franqueado el istmo de Suez.
Al día siguiente, 12 de febrero, al despuntar el día, el
Nautilus
emergió a la superficie. Yo me precipité a la plataforma. A tres millas, al Sur, se dibujaba vagamente la silueta de Pelusa.
Un torrente nos había llevado de un mar a otro. Pero ese túnel, de fácil descenso, debía ser impracticable en sentido opuesto.
Hacia las siete de la mañana, Ned y Conseil se unieron a mí en la plataforma. Los dos inseparables compañeros habían dormido tranquilamente, sin preocuparse de las proezas realizadas mientras tanto por el
Nautilus
.
El canadiense se dirigió a mí y me preguntó con un tono burlón:
—¿Qué, señor naturalista, y ese Mediterráneo?
—Estamos flotando en su superficie, amigo Ned.
—¡Cómo! ¡Así que esta misma noche! —exclamó Conseil.
—Sí, esta misma noche, en algunos minutos, hemos franqueado ese istmo infranqueable.
—No me lo creo —respondió el canadiense.
—Pues se equivoca, señor Land. Esa costa baja que se redondea hacia el Sur es la costa egipcia.
—A otro con ésas, señor —replicó el testarudo canadiense.
—Puesto que el señor lo afirma, Ned, hay que creer al señor.
—Además, Ned, el capitán Nemo me hizo el honor de invitarme a ver su túnel. Estuve a su lado, en la cabina del timonel, mientras él mismo dirigía al
Nautilus
a través del estrecho paso.
—¿Oye usted, Ned? —dijo Conseil.
—Usted, que tiene tan buena vista —añadí—; puede ver desde aquí las escolleras de Port-Said que se internan mar adentro.
El canadiense miró atentamente.
—En efecto, tiene usted razón, señor profesor, y su capitán es un hombre extraordinario. Estamos en el Mediterráneo. Bien. Charlemos, pues, si le parece, de nuestros asuntos, pero sin que nadie pueda oírnos.
Comprendí la intención del canadiense. En todo caso, pensé que más valía hablar, puesto que así lo deseaba, y nos fuimos los tres a sentarnos cerca del fanal, donde estaríamos menos expuestos a las salpicaduras de las olas.
—Le escuchamos, Ned —le dije—, ¿qué es lo que tiene usted que comunicarnos?
—Lo que tengo que comunicarles es muy sencillo. Estamos en Europa, y antes de que los caprichos del capitán nos lleven al fondo de los mares polares o de nuevo a Oceanía, debemos abandonar el
Nautilus
.
Debo confesar que continuaba resultándome embarazosa esa discusión con el canadiense. Yo no quería de ninguna forma coartar la libertad de mis compañeros, y sin embargo no tenía el menor deseo de dejar al capitán Nemo. Gracias a él, gracias a su aparato, iba yo completando cada día mis estudios oceanográficos y reescribiendo mi libro sobre los fondos submarinos en el seno mismo de su elemento. Ciertamente, jamás volvería a tener una ocasión semejante de observar las maravillas del océano. Yo no podía, pues, hacerme a la idea de abandonar el
Nautilus
antes de haber completado el ciclo de mis investigaciones.
—Amigo Ned, respóndame francamente. ¿Se aburre usted a bordo? ¿Lamenta que el destino le haya lanzado en manos del capitán Nemo?
Durante algunos instantes, el canadiense guardó silencio. Luego, cruzándose de brazos, dijo:
—Francamente, no me pesa este viaje bajo el mar. Y me sentiré contento de haberlo hecho. Pero para haberlo hecho, menester es que haya terminado. Ésa es mi opinión.
—Terminará, Ned.
—¿Dónde y cuándo?
—¿Dónde? No lo sé. ¿Cuándo? No puedo decirlo. Supongo que acabará cuando estos mares no tengan ya nada que enseñarnos. Todo lo que tiene comienzo tiene forzosamente fin en este mundo.
—Yo pienso como el señor —dijo Conseil—, y es muy posible que tras haber recorrido todos los mares del Globo, el capitán Nemo nos dé el vuelo a los tres.
—¡El vuelo! —exclamó el canadiense—. ¿Un voleo, quiere decir?
—No exageremos, señor Land. No tenemos nada que temer del capitán Nemo, pero tampoco comparto la esperanza de Conseil. Conocemos los secretos del
Nautilus
, y no creo que su comandante tome el riesgo de verlos correr por el mundo, por darnos la libertad.
—Pero, entonces, ¿a qué espera usted? —preguntó el canadiense.
—A que se presenten circunstancias favorables, que podremos y deberemos aprovechar, ya sea ahora ya dentro de seis meses.
—¡Ya, ya! —dijo Ned Land—. ¿Y dónde cree que estaremos dentro de seis meses, señor naturalista?
—Tal vez aquí, tal vez en China. Usted sabe cómo corre el
Nautilus
. Atraviesa los océanos como una golondrina el aire o un exprés los continentes. No rehúye los mares frecuentados. ¿Quién nos dice que no va a aproximarse a las costas de Francia, de Inglaterra o de América, en las que podríamos intentarla evasión tan ventajosamente como aquí?
—Señor Aronnax, sus argumentos se caen por la base. Habla usted en futuro: «Estaremos allí… estaremos allá…». Yo hablo en presente: «Ahora estamos aquí, y hay que aprovechar la ocasión».
Puesto contra el muro por la lógica de Ned Land y sintiéndome batido en ese terreno, no sabía ya a qué argumentos apelar.
—Oiga, supongamos, por imposible que sea, que el capitán Nemo le ofreciera hoy mismo la libertad. ¿Qué haría usted?
—No lo sé —le respondí.
—Y si añadiera que esa oferta no volvería a hacérsela nunca más, ¿aceptaría usted?
No respondí.
—¿Y qué es lo que piensa el amigo Conseil? —preguntó Ned Land.
—El amigo Conseil —respondió plácidamente el interrogado— no tiene nada que decir. Está absolutamente desinteresado. Al igual que el señor y que su camarada Ned, es soltero. Ni mujer, ni hijos, ni parientes le esperan. Está al servicio del señor, piensa como el señor, habla como él, y por eso, y sintiéndolo mucho, no debe contarse con él para formar mayoría. Dos personas tan sólo están en presencia: el señor, de un lado, y Ned Land, de otro. Dicho esto, el amigo Conseil escucha y está dispuesto a marcar los tantos.
No pude impedirme sonreír al ver cómo Conseil aniquilaba por completo su personalidad. En el fondo, el canadiense debía estar encantado de no tenerlo contra él.
—Entonces, señor Aronnax, puesto que Conseil no existe, discutámoslo entre los dos. Yo he hablado ya y usted me ha oído. ¿Qué tiene que responder?
Era evidente que había que concluir y me repugnaba recurrir a más evasivas.
—Amigo Ned, he aquí mi respuesta. Tiene usted razón, y mis argumentos no resisten a los suyos. No podemos contar con la buena voluntad del capitán Nemo. La más elemental prudencia le prohíbe ponernos en libertad. Por el contrario, la prudencia exige que aprovechemos la primera ocasión de evadirnos del
Nautilus
.
—Bien, señor Aronnax, eso es hablar razonablemente.
—Sin embargo, quiero hacer una observación, una sola. Es menester que la ocasión sea seria. Es preciso que nuestra primera tentativa de evasión tenga éxito, pues si se aborta, no tendremos la oportunidad de hallar una segunda ocasión, y el capitán Nemo no nos perdonará.
—Eso es muy sensato —respondió el canadiense—. Pero su observación es aplicable a toda tentativa de huida, ya sea dentro de dos años o de dos días. Luego la cuestión continúa siendo ésta; si se presenta una ocasión favorable, hay que aprovecharla.
—De acuerdo. Y ahora, dígame, Ned, ¿qué es lo que entiende usted por una ocasión favorable?
—La que nos depararía la proximidad del
Nautilus
a una costa europea en una noche oscura.
—¿Y trataría usted de escapar a nado?