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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

1969 (44 page)

BOOK: 1969
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Entonces le quitó las esposas y lo amarró a la tubería del radiador. Tiró las llaves por la ventana.

Escuchó.

No se oía nada. Giró a la izquierda y vio las escaleras.

Subió abriéndose camino con el arma por delante.

Un pasillo. Cuatro dormitorios.

Las puertas de los dos primeros estaban abiertas. No había nadie.

Llegó al tercero, a la derecha. Estaba cerrado con un pestillo inmenso, de calabozo. Lo descorrió y abrió la puerta. Allí, sentada en la cama, halló a Rosa.

—Julio! —gritó echándose en sus brazos.

Lloraba.

—He venido por vosotros —explicó Alsina con la mirada ida—. ¿Estás bien? ¿Te han hecho algo?

—Sí, sí, estoy bien. He pasado mucho miedo, pero estoy bien. Pero ¡estás herido!

—No es nada.

Ella sacó un pañuelo de no se sabe dónde y le hizo un torniquete. Era el mismo brazo en que lo hiriera el gitano.

—¿Y Joaquín?

Ella señaló la puerta de enfrente con la cabeza.

—Lo han torturado. Oía sus gritos de noche.

—Siéntate en la cama y espera. Tranquila. Puede haber alguien con él —susurró Julio.

Se encaminó hacia la puerta del otro cuarto con decisión. Quitó el cerrojo y le dio una patada que reventó el marco. Apuntó su arma al interior y sólo vio un cuerpo sobre el lecho.

Era Ruiz Funes.

Se acercó y vio que estaba semiinconsciente. Tenía el rostro tumefacto, los ojos morados y le faltaban uñas en la mano derecha. Llevaba la camisa ensangrentada y tenía una mancha oscura en el pantalón, junto a la bragueta. Olía a mierda y a orines.

—Sabía que vendrías, amigo —musitó el preso abriendo los ojos y con una horrible y patética sonrisa. Le faltaban varios dientes.

—Sí, Joaquín, sí. Nos vamos —dijo Alsina, que comenzó a sollozar.

Pasos.

Cuando quiso darse cuenta, era tarde. Salió del cuarto a toda prisa y vio a Rosa en manos de Guarinós. Se ocultaba tras ella apuntándole a la sien derecha.

—Tira el arma o la mato —conminó el canalla.

—No he llegado hasta aquí para rendirme —replicó él, cuya mirada evidenciaba que su mente estaba muy lejos de allí; parecía un loco, quizá un poseso.

—Tira el arma, Alsina.

—Eres un imbécil, Guarinós. ¿No te has dado cuenta de que no me conoces? Siempre crees que sabes cómo voy a reaccionar y nunca aciertas. Como el día de Nochebuena.

Guarinós sonrió con frialdad. Alsina recordó su paso por el ejército y sus primeros días como policía. Estaba considerado un buen tirador.

—Sí, pensamos que era el día ideal para simular el suicidio de Ivonne. Un borrachín de guardia y una puta muerta que no importaba a nadie.

—Pero no hice lo que esperabais, ¿verdad?

—Pues no. Me sorprendiste, lo reconozco.

—Como ahora.

Un disparo.

El pómulo derecho de Guarinós estalló en mil pedazos y se desplomó, arrastrando a Rosa con él. Julio le pisó la muñeca del brazo en que sujetaba aún el arma, exánime.

—¿Estás bien, Rosa?

—Sí.

—Vamos por Joaquín, nos largamos —concluyó mientras arrojaba el arma de Guarinós por la ventana. Por un momento miró a aquel hijo de puta, un torturador, y se sintió bien por haber hecho del mundo un lugar mejor. Pensó que si había de penar en el infierno por aquello, merecía la pena.

—Jódete —le dijo al muerto—. Te dije que si le tocabas un pelo, te mataba.

Y salió de allí.

Les costó trabajo llevar a Ruiz Funes hasta el coche, pues no caminaba, apenas podía hablar y deliraba musitando incoherencias. Al fin lograron acomodarlo en el asiento trasero, tumbado, y lo cubrieron con una manta. Ellos ocuparon los asientos de delante.

—¿Podrás conducir con el brazo así? —se preocupó la joven.

—Sí. Ahora que se me curaba el navajazo... —comentó él sonriendo con resignación.

—Tengo que hablar contigo.

—No tienes que explicarme, nada, Rosa. Te quiero —contestó mientras ponía en marcha el motor.

Justo cuando el Simca 1000 se perdía tras doblar la esquina, un
jeep
hizo su aparición al otro lado de la calle. Tres tipos armados con fusiles de asalto descendieron de un brinco, al mando de Richard. Entraron en la casa al instante.

—¡Limpio abajo! —gritó uno de ellos.

—¡Limpio arriba! —dijo otro.

Un tercero se dirigió a Richard.

—Han volado, señor.

—Me lo temía —manifestó el agente de la CIA con fastidio.

Entonces el tipo que había subido al primer piso urgió:

—¡Señor, suba a ver esto!

Adolfo Guarinós volvió en sí recordando como en un sueño que Alsina le había volado la cara. Se palpó el rostro, muy mareado, y comprobó horrorizado que tenía abierto un agujero en el pómulo. Tenía la zona de detrás de la oreja como mojada, húmeda, y sin osar levantarse se tocó, para comprobar que la bala había salido por allí dejándole un inmenso boquete. Una sombra se movía delante de él. Logró enfocar algo mejor entrecerrando los ojos y acertó a ver a uno de los gorilas de Wilcox que le apuntaba con un arma. Entonces, como si hubiera llegado al infierno, apareció Richard en el umbral de la puerta y, tras mirarle, lo señaló con el índice, esbozó una sonrisa y, para que el herido le entendiera, dijo en perfecto castellano:

—Aquí no hay nada que hacer ya. Nos vamos. Ah, y nos llevamos a éste; ahora es mío.

El oficial de guardia de la Embajada de Francia en Madrid, el teniente Douillet, se sorprendió mucho cuando uno de sus soldados requirió su presencia en la calle por cierto asunto de importancia; allí, delante de la verja principal, vio un tipo alto que escondía un brazo herido bajo una gabardina y venía acompañado por dos personas que le aguardaban en un vehículo estacionado en la acera de enfrente.

—Me llamo Julio Alsina —le dijo muy serio el individuo—. Soy policía y dispongo de cierta información que permitirá a su gobierno tener agarrados por los huevos a los mismísimos americanos para siempre. Necesito ayuda médica urgente, asilo y pasaportes para mí y para mis amigos. Me siguen y no tardarán en encontrarme si me quedo quieto, no tengo tiempo para que haga usted consultas. ¿Qué me dice?

Douillet miró a aquel loco con extrañeza y en lugar de mandarlo a freír espárragos se sorprendió al oírse decir:

—Abra la verja, soldado, y avise ahora mismo al médico y al agregado militar.

Apuntes

Don Raúl falleció una semana después a consecuencia de la herida del hombro; una septicemia agravada por la diabetes que padecía se lo llevó sin que los médicos del Hospital Provincial de Murcia pudieran hacer nada por salvarle. Se decía que hasta el propio Caudillo había acudido, con absoluta discreción, al sepelio del finado cacique. El fiel servidor de don Raúl, Edelmiro García, el alcalde pedáneo, fue condenado por varias muertes acaecidas en El Colmenar. Bautizado por la prensa como «el carnicero de La Tercia», murió un año después tras una reyerta carcelaria.

El gobernador civil, don Faustino Aguinaga, expiró dos días después que don Raúl al sufrir un desgraciado accidente doméstico: se electrocutó en la bañera al caerle encima un aparato de radio, infortunio al cual hubo que añadir el triste deceso del comisario don Jerónimo Gambín que, incomprensiblemente, se estrelló contra un árbol al salirse su coche en una recta camino de Águilas.

Adolfo Guarinós desapareció misteriosamente tras el tiroteo en la «Casita»; como si se lo hubiera tragado la tierra, nunca más se supo de él, para alegría de sus víctimas y de los familiares de éstas. Hay quien rumorea que tampoco se le buscó demasiado.

Dicen que míster Thomas abandonó La Tercia tras el contratiempo de la muerte de su amigo don Raúl por complicaciones sobrevenidas tras un accidente de caza, y que adquirió una enorme finca en Panamá, adonde se retiró definitivamente del mundo hasta su muerte en 1976.

El mismo día que Julio Alsina dejó la pensión para no volver jamás llegó un telegrama para él. Doña Salustiana, ignorante de que no volvería a ver a su realquilado, lo dejó en la bandeja que había en la entrada de la pensión para depositar el correo de los huéspedes.

Allí estuvo más de dos años sin que nadie le hiciera caso, hasta que Inés lo tiró a la basura. Nadie leyó nunca su contenido:

«Su esposa Adela Gutiérrez Moreno fallecida en accidente de automóvil. Stop. Contacte con nosotros. Stop. Gobierno Civil de Ceuta. Stop.»

Alsina

El 20 de julio de 1969, el hombre puso pie, al fin, en la Luna. Julio Alsina, pegado al televisor, sonrió cuando el locutor francés tradujo la frase que acababa de pronunciar Neil Amstrong, el primer ser humano que pisaba el satélite:

—Un pequeño paso para el hombre y un gran paso para la humanidad.

Mientras el locutor se deshacía en alabanzas al progreso y destacaba lo especial del histórico momento que vivían, Julio se levantó, apagó el aparato y miró por la ventana.

Aquello le importaba un carajo.

Rosa y Joaquín, que se apoyaba en un bastón desde lo de la «Casita», paseaban sobre la hierba en el amplio jardín. Era una noche hermosa. Al fondo se atisbaba una vista preciosa del Canal de la Mancha, con sus aguas bravías y de tonos grises, tan distintas de las que él conociera, azules y calmas, en el lugar donde todo aquello comenzó.

Vio a Rosa reír conversando con Joaquín y se sintió feliz. A la mañana siguiente, los servicios secretos franceses traerían a los padres de la joven y les darían la feliz noticia de que iban a ser abuelos. Recordó a Blas Armiñana con cariño y lamentó la cicatriz que su muerte creara en su amigo Ruiz Funes para siempre. Eran muchos los que habían quedado en el camino abriendo pequeñas tumbas en su corazón. Pensó en el Alfonsito, en Cercedilla, el ufólogo ingenuo, y en el bueno de Jonás.

Pensó en Ivonne.

Entonces, tras recordar la época en que estuvo muerto, decidió salir a pasear con aquellas dos personas a las que tanto amaba, con una extraña sensación en el cuerpo.

Y es que en el fondo albergaba una duda sobre lo que acababa de ver en el televisor.

¿Era real todo aquello o había presenciado un pase público de la película que él mismo vio rodar en La Tercia?

Richard

Un día después de que el hombre pusiera pie en la Luna, Richard Black recibió un paquete en su despacho de la Embajada de Estados Unidos en Madrid. Al principio no supo qué hacer con él: las normas de seguridad desaconsejaban abrir paquetes sin remite, aunque al menos se observaba que llevaba matasellos de París. Después de sopesarlo, y carcomido por la curiosidad, el agente de la CIA terminó por abrirlo: en su interior, una cámara fotográfica con el compartimento para el carrete abierto. No llevaba película. Aquello le extrañó, la verdad: tenía visos de ser una broma estúpida de algún imbécil. Apenas una hora más tarde, llegó un telegrama a su nombre. Después de quedarse a solas y con la cámara sobre la mesa de su despacho, abrió el sobre con cierta ansiedad y leyó el texto en voz alta:

—«Como puede comprobar, olvidé poner el carrete. Stop. No había fotos. Stop. Recuerdos del aficionado que le ganó la partida. Stop. Posdata. He enviado un mensaje igual a sus superiores, que depurarán sus responsabilidades. Stop. Julio Alsina. Stop.»

Richard arrojó con furia al otro extremo del cuarto la cámara, que se desintegró en mil añicos, y gritó como si le hubieran arrancado el corazón. Maldijo a Alsina. Aquel maldito malnacido se había escapado con el secreto. Había jugado con ellos.

Cuando el supervisor, acompañado de dos marines, llegó a la puerta del despacho de Richard Black, comprobó que se hallaba atrancada. Entonces sonó un disparo y tuvieron que precipitarse para derribarla a patadas. Hallaron a Richard sobre su mesa, con el cráneo reventado, los sesos esparcidos por el cuarto, el arma aún humeante en la mano derecha y el papel de un telegrama en la izquierda.

Cuento de Navidad

Juan de Dios Céspedes se encontraba más bien deprimido. Nunca imaginó que acabaría de sepulturero en el cementerio de Murcia, pero al fin y a la postre era un trabajo digno y honrado con el que, mal que bien, mantenía a sus tres hijos. El problema era que su mujer, Lola, había sido despedida de su trabajo como auxiliar administrativa por hallarse otra vez en estado de buena esperanza.

Los tres críos habían pedido multitud de juguetes a los Reyes Magos, pero aquel año pintaban bastos y, lamentablemente, la Navidad no llegaría a su casa tal como los niños merecían.

Pasó varios días fantaseando con esos cuentos en que Papá Noel aterriza en la Tierra disfrazado de tipo normal para ayudar a gente pobre como ellos, pero, tras la desilusión de la lotería el 22 de diciembre (no le tocó ni la pedrea), comenzó a hacerse a la idea.

Al menos vivían dignamente y no les faltaba de nada.

Corría el año 1985 y hacía ya diez años de la muerte del general Franco. Se había calmado el ruido de sables, la democracia se afianzaba y la dictadura comenzaba a parecer sólo un mal sueño.

Entonces ocurrió el milagro. Un milagro en forma de propina de cincuenta mil pesetas.

El día antes de Navidad, un tipo elegante, de unos cincuenta y tantos años, bajó de un taxi y le hizo una serie de encargos que, según él, le reportarían una cuantiosa gratificación.

El misterioso individuo estaba interesado en que Juan de Dios localizara el nicho 236 y consiguiera que, en sólo veinticuatro horas, el marmolista lo hubiera cubierto con una lápida de encargo.

Juan de Dios le hizo ver que resultaría caro, porque su amigo Vicente tendría que dejar otros encargos a medio cumplimentar, pero el desconocido dijo que no repararía en gastos.

También tenía que conseguir unas flores y dos coronas. El dinero tampoco era problema.

Al intuir que allí había una clara posibilidad para alegrar la Navidad a su familia, el sepulturero se empleó a fondo, y cuando el misterioso desconocido volvió la tarde siguiente, el día de Nochebuena, todo estaba preparado.

Vino en un coche grande y lujoso acompañado por una dama muy guapa, su mujer, y por tres críos de quince, doce y ocho años. Los acompañaba otro hombre, muy elegante, que usaba un recargado bastón y a quien los críos llamaban tío Joaquín.

Juan de Dios supuso que eran inmigrantes españoles en Francia, porque entre ellos hablaban en castellano, pero se dirigían a los chiquillos en francés. Con todo, le pareció extraño que el patriarca de aquel clan tuviera pasaporte con nombre y apellidos franceses.

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