13 cuentos de fantasmas (58 page)

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Authors: Henry James

Tags: #Terror

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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Me lo dijo como si fuera una lástima para él, no poder; pero puse fin a esto, lo mejor que pude.

—No puedes. ¿Por qué habías de poder? Vive para mi chica. Vive para Lavinia.

IV

Infortunadamente corrí el riesgo de aburrirle con aquella idea y, aunque no la descartó de momento, encontré en ella, al recordarla de nuevo, la razón de que Marmaduke no se dejara ver en algunas semanas. Vi a mi chica, como la había llamado, en el intervalo, pero evitamos el tema de Marmaduke. Fue exactamente esto lo que me dio perspectiva para encontrarla constantemente llena de él. Me determinó, en todas las circunstancias, a no rectificar su error sobre la idea de que los Dedrick no tenían hijos. Pero a pesar de lo que dejé por decir, que Lavinia hablara del joven era sólo una cuestión de tiempo, porque al cabo de un mes me dijo que había estado dos veces en casa de su madre —mi ex institutriz— y que le había visto en las dos ocasiones.

—¿Entonces?

—Es muy feliz.

—Y siempre tan ocupado…

—Como siempre, sí, con esa gente. No me lo dijo, pero puede verlo.

También yo podía, y aun su propio punto de vista.

—¿Qué es lo que te dijo?

—Nada… Pero creo que necesita algo —dijo Lavinia, que agregó—: Sólo que no es lo que tú piensas.

Me pregunté si sería lo que me había dicho la última vez que nos vimos. Bueno, ¿qué obstáculo hay?

—¿Para decirlo? No lo sé.

Fue el tono de estas palabras lo que me hizo comprender, al oírlas, la primera nota de una aceptación tan profunda y de una paciencia tan extraña que acabaron proporcionándome más motivos de maravilla que el resto del asunto.

—Si no puede hablar, ¿por qué viene?

Lavinia casi se sonrió.

—Bueno, creo que algún día sabré.

La miré fijamente y recuerdo que la besé.

—Eres admirable, pero el asunto es muy feo.

—¡Ah! —respondió ella—. Sólo trata de ser amable.

—¿Con ellos? Entonces, podría dejar tranquilos a los demás. Pero lo que yo llamo feo es que se contente con verse obligado por la gratitud…

—¿Con el matrimonio Dedrick?

Lavinia consideraba el caso como si tuviera muchos aspectos.

—Pero, ¿por qué no puede hacerles algún bien?

La idea no me sedujo.

—¿Qué bien puede hacer Marmaduke? Hay una cosa —continué—, en el caso de que quiera presentarte a ellos. ¿Me prometes rehusar?

Lavinia pareció desamparada, inexpresiva.

—¿Rehusar a que me presente a ellos?

A verlos, a ir a su casa…

Se mostró recelosa.

—¿Quieres decir que tú no irías?

—Nunca, nunca.

—Bueno, entonces creo que yo tampoco.

—Ah, pero esto no es una promesa.

Me mantuve firme.

—Necesito tu palabra.

Lavinia se resistió un poco.

—Pero, ¿por qué?

—Así, por lo menos, no podría hacer uso de ti —dije con energía.

Mi energía la dominó, aunque me daba cuenta de que la chica realmente habría accedido.

—Te lo prometo, pero sólo porque es una cosa que sé que nunca me va a pedir.

En aquel momento discrepé de ella, creyendo que la propuesta en cuestión era exactamente lo que ella creía que Marmaduke deseaba decirle. Pero en la vez siguiente que nos vimos me trató de otra cuestión, por la cuál, en cuanto me habló, la vi muy excitada.

—¿Sabes, de la hija de quien no me había hablado? Fue a verme ayer —me explicó—, y ahora sé que ha necesitado hablarme. Al fin me lo ha contado.

Mantenía mi mirada fija en ella.

—¿Qué te ha contado?

—Todo.

Lavinia parecía sorprendida ante mi actitud.

—¿No te ha contado lo de Maud—Evelyn?

Recordé perfectamente, pero de momento me sorprendió.

—Me habló algo de una hija, pero sólo para decir que ocurría algo raro con ella. ¿Qué es?

Lavinia hizo eco de mis palabras.

—¿Qué es? Cosa rara, querida. Lo que ocurre es sencillamente que la hija murió.

—¿Murió?

Me sentía naturalmente desconcertada.

—¿Cuándo murió?

—Hace muchos años… Quince, creo. Cuando era una niña todavía. ¿No lo entendiste así?

—¿Cómo iba a entenderlo, si me hablaba de ella «con» ellos y me decía que ellos vivían «para ella»?

—Bueno —explicó mi joven amiga—, esto fue exactamente lo que quiso decir, que vivían para su memoria. Ella está «con» ellos en el sentido en que no piensan en nada más.

Esta corrección fue motivo de sorpresa para mí, pero también de alivio. Al mismo tiempo dejaba en el aire, como vimos, una nueva ambigüedad.

—Si no piensan en nada más que en ella, ¿cómo pueden pensar tanto en Marmaduke?

Lavinia se vio en dificultades para responderme, aunque me dio la impresión de que ya estaba, y así fue, de parte de Marmaduke o, en todo caso —contra su voluntad—, simpatizando con los Dedrick. Pero su respuesta fue rápida.

—Esto es su razón, precisamente: que pueden hablarle tanto de ella.

—Comprendo —dije, aunque persistía mi sorpresa—, pero, ¿cuál es el interés de Marmaduke?

—¿En cultivar esos recuerdos?

Otra vez mi pregunta ponía en apuros a Lavinia.

—Bueno, la chica era muy interesante. Parece que encantadora.

Quedé boquiabierta.

—¿Una niña con delantalito?

—Ya no llevaba delantalito. Creo que cuando murió tenía catorce años. ¡Si es que no tenía dieciséis! En todo caso, era maravillosa por su belleza.

—Ésta es la regla. Pero, ¿qué le importa a él si nunca la vio?

Lavinia pensó otra vez, pero ahora no dio con una respuesta.

—Bueno, tendrás que preguntárselo a él.

Decidí preguntárselo en cuanto pudiera, pero antes de poder hacerlo observé otras contradicciones.

—¿No sería mejor preguntarle, al mismo tiempo, qué quiso decir cuando me contó que se «comunicaban»?

Oh, era sencillo: lo hacían con la ayuda de médiums.

—¿Comprendes? Con médiums y golpes en las sesiones. Empezaron hace un año o dos.

—¡Ah, idiotas! ¿Le han arrastrado a eso? —exclamé, llevada de mi estrechez mental.

—Nada de esto. No lo desean y Marmaduke no tiene nada que ver con ello.

—Entonces, ¿en qué se divierte, él?

Lavinia se volvió. Otra vez parecía desconcertada. Al fin me dijo:

—Haz que te muestre la foto de la chica.

Seguía sin comprender.

—¿Le divierte la foto de la chica?

Una vez más Lavinia se ruborizó por él.

—Bueno, muestra una belleza juvenil.

—¿Y va enseñando la foto por ahí?

Lavinia titubeó y dijo:

—Creo que sólo me la ha enseñado a mí.

—¡Ah, tú has sido la última! —me permití decir.

—¿Por qué no, si también yo me siento impresionada?

Había algo en ella que escapaba a mi comprensión y seguramente la miré con dureza.

—Está muy bien, de tu parte, sentirte impresionada.

—No quiero decir sólo por la belleza de la cara —continuó diciendo—. Quiero decir por el asunto en general, por la actitud de los padres, por su extraordinaria fidelidad y por la manera en que, como él dice, han hecho de su memoria una verdadera religión. Esto es; sobre todo, lo que vino a decirme.

Desvié mi mirada y poco después Lavinia se iba, pero no pude contenerme, antes de que saliera de mi casa, y le dije que nunca había supuesto que Marmaduke fuera tan tonto.

V

Si yo tuviera realmente el cinismo que probablemente ustedes me atribuyen, diría francamente que el principal interés del resto de esta historia está para mí en describir la clase de tonto que yo suponía que era Marmaduke. Pero temo que después de todo mi historia resulte sobre todo la explicación de mi propia tontería. Si no hubiera poseído toda la historia no habría acabado por aceptarla y no la habría aceptado si no se hubiera salvado, de alguna manera, de lo grotesco. Déjenme decir en seguida que lo grotesco y aun algo peor me pareció, al principio, que era lo que sazonaba el caso. Después de mi conversación con Lavinia envié a nuestro amigo el aviso de que deseaba verle. Y cuando vino, me tomé la libertad de exigirle que me confirmara o me desmintiera lo que Lavinia me había contado. Había un punto que especialmente deseaba aclarar y que me parecía más importante que el color del pelo de Maud—Evelyn o lo largo de sus delantales: la cuestión, quiero decir, de la buena fe de mi amigo. ¿Era tonto de remate o no era más que un mercenario? Me pareció que de momento la elección se limitaba a estas dos alternativas.

Después de decirme «será tan ridículo como quieras, pero sencillamente me han adoptado», tuve con él, en el acto, en interés de la honestidad común, de la cual él tenía conciencia, una charla sobre la manera como podía corresponder a la generosidad de sus benefactores salvando el respeto que se debía a sí mismo. Me vi obligada a decir que para una persona tan inclinada desde el principio a pelearse con él, su amabilidad pudo resultar persuasiva. Su explicación fue que el equivalente que él representaba era algo para sus amigos fuera de toda medida. Ni por un momento pretendió ser más importante de lo que lo hacía la fantasía de sus amigos. No les había embaucado, en manera alguna; todo era obra de ellos, de su insistencia, de su excentricidad, sin duda, y aun, si yo quería, de su locura. ¿No bastaba que estuviera dispuesto a declararme, mirándome a los ojos, que les había realmente tomado afecto y que no le aburrían en lo más mínimo? Yo tenía, evidentemente —¿no lo veía?— un ideal para el que no estaba en condiciones, si se lo permitía, de encarnar. Fue él quien planteó las cosas así y me arrancó la declaración de que había algo de irresistible en el refinamiento de su descaro: «No voy a casa de la señora Jex», me dijo. (La señora Jex era el médium favorito de los Dedrick.) «Me parece fea, vulgar y pesada, y detesto este aspecto del asunto. Además —agregó con palabras que después yo recordaría—, no la necesito. Puedo pasarme de ella. Pero mis amigos, aunque no sean el tipo con el cual no te hayas encontrado a menudo, no son feos, no son vulgares, no son en modo alguno un «mal trago». Son, al contrario, a su manera poco convencional, una buena compañía. Son divertidos siempre. Son deliciosamente extraños, anacrónicos y bondadosos… Son como los personajes de una vieja historia o de otro tiempo. Esto es, en todo caso, asunto nuestro —mío y de ellos— y te ruego que creas que no permitiría ninguna reprimenda sobre el asunto a una persona que no fueras tú.»

Recuerdo que le dije, tres meses más tarde: «No me has dicho nunca para qué realmente te necesitan.» Pero creo que esto fue una forma de crítica que se me ocurrió precisamente porque había empezado a adivinar. Por aquel tiempo yo había sabido algo y Lavinia también —aunque ella más tarde que yo— y habíamos compartido nuestros conocimientos y yo había formado un cuadro pasablemente exacto de lo que iba a ver. Fue lo que agregó Lavinia lo que lo completó. El retrato de la pequeña niña muerta había evocado algo atractivo, aunque una no haya vivido tanto en el mundo sin oír muchas historias de niñas muertas; y llegó el día en que sentí como si hubiera estado con Marmaduke en cada una de las habitaciones convertidas por los padres de la chica en un templo de dolor y de adoración, con la ayuda no sólo de las pocas reliquias pequeñas y queridas, sino de las más sentidas ficciones, de ingeniosos e imaginarios recuerdos y prendas, de imitaciones del dolor que consuela y de la pasión que devora. La chica, indiscutiblemente bella, había sido, evidentemente, amada con pasión y faltando en sus vidas —supongo que originalmente un simple accidente— otros elementos, ya fueran diversiones o disgustos, abundantes en otra gente, sus sentimientos habían llenado por completo su conciencia y habían llegado a ser una ligera manía. La idea era fija y excluía cualesquiera otras. El mundo, en general, no da oportunidad para semejante ritual, pero el mundo había ignorado de manera consistente aquella pareja sencilla y tímida, que era sensible a las cosas falsas y cuya sinceridad y fidelidad, lo mismo que su mansedumbre y sus rarezas, eran de un carácter rígido, anticuado.

No tengo que decir que ninguno de estos objetos de interés, o que mi curiosidad por sus preocupaciones, absorbiera mis ocios, porque yo tenía muchas cosas que hacer y muchas complicaciones que resolver, demasiadas preocupaciones e inquietudes más profundas. Por su parte, Lavinia tenía otros contactos y otros problemas también, la pobre; y pasaba períodos de tiempo en que ni veía a Marmaduke ni oía una palabra de los Dedrick. Una vez, sólo una vez, en Alemania, en una estación de ferrocarril, le encontré en su compañía. Eran dos tipos incoloros, corrientes, británicos de cierta edad, de la especie que se puede identificar por la librea de sus criados o por las etiquetas de sus equipajes, y a la sola vista de ellos sentí mi conciencia justificada por haber evitado desde el principio el difícil problema de conversar con ellos. Marmaduke me vio en el acto y vino hacia mí. No cabía duda alguna sobre la satisfacción del joven. Había engordado, pero no hasta el punto de la obesidad, y podía perfectamente pasar por el bello, feliz y boyante hijo de unos padres que chocheaban y que no podían perderle de vista, para los cuales era un modelo de hijo respetuoso y solícito. Le siguieron con mirada plácida y complacida cuando se me acercó, pero sin decir nada, ajustados a la manera de él, de no decir nada de ellos. Tenía su encanto, lo confieso, la manera de ser natural en aquella situación y al mismo tiempo tener conciencia de ella. El sabía que yo, para entonces, estaba enterada de sus cosas; mientras cada uno de los dos escrutaba con buen humor la cara del otro —porque habiéndolo aceptado todo, al fin yo no sentía más que un poco de curiosidad—, me di cuenta de que medía mis pensamientos. Cuando volvió a sus padres embobados, tuve que reconocer que chochos como eran no habían hecho de él un chico mimado. Cosa incongruente en su situación, Marmaduke era más hombre que antes. Sentí como una sombra de pesar cuando, en aquella ocasión, tomé mi tren, que no era el suyo, y recordé unas palabras que un par de años antes había dicho a la pobre Lavinia, la cual me había explicado, refiriéndose a lo que era nuestro tema de conversación más frecuente, algo nuevo que yo llegué a olvidar:

—Ahora siente por Maud—Evelyn lo mismo que los viejos.

—Bueno, no es más que una compasión por la cual paga.

—¿Paga? —interrogó, desconcertada.

—Los lujos y las comodidades —le expliqué— de que goza al vivir con ellos.

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