13 cuentos de fantasmas (57 page)

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Authors: Henry James

Tags: #Terror

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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Lavinia era una entre nueve hermanos, varones y hembras, ninguno de los cuales había hecho nunca nada para ayudarla y que, en diversos países, contribuían, creo que en la misma escala, a poblar el planeta. Por entonces se mezclaban en la chica, de manera desconcertante, dos cualidades que suelen ser incompatibles: una gran timidez y, como el más pequeño defecto que pudiera justificar a una criatura indefensa en un mundo de maldad, una complacencia en sí misma en pequeños e inexplicables detalles, por la cual la regañaba algunas veces, pero que, como comprendí después, habría podido contrarrestar la monotonía de su vida de no evaporarse con todo lo demás. En todo caso era una de esas personas de las cuales no sabes si habrían sido atractivas de ser felices o habrían sido felices de ser atractivas. Si yo me sentía un poco molesta al ver que no se había entusiasmado con Marmaduke era probablemente menos porque hubiera esperado maravillas de él que porque ella daba demasiado por supuestas sus perspectivas. Lavinia había cometido un error y no había tardado mucho en reconocerlo, pero recuerdo que cuando me expuso su convicción de que Marmaduke se le declararía otra vez, lo consideré también muy probable, porque entretanto yo había hablado con él. «Lavinia está interesada en ti», le dije; y todavía puedo ver ahora, después de tanto tiempo, su rostro joven, apuesto e inexpresivo al oír mis palabras, como si realmente pensara hacerlo. No insistí mucho porque, después de todo, el muchacho no tenía mucho que ofrecer; pero mi conciencia estuvo más tranquila, después, por no haber dicho menos. Marmaduke tenía una renta, unas trescientas cincuenta libras al año, heredadas de su madre, y un tío le había prometido algo; no una pensión, sino un empleo, si recuerdo bien, en un negocio. Me aseguró que amaba como ama un hombre —¡un hombre de veintiún años!—, pero sólo una vez. Lo dijo, en todo caso, como un hombre lo dice, pero sólo una vez.

—Bueno, entonces —dije—, ya sabes lo que tienes que hacer.

—¿Hablarle otra vez, quieres decir?

—Sí… Pruébalo.

Me pareció que lo probaba, imaginariamente; después, con algo de sorpresa por mi parte, agregó:

—¿Sería muy malo que ella me hablara a mí?

Le miré fijamente.

—¿Quieres decir que te persiga, que se te declare? ¡Oh, estás escurriendo el bulto!

—No estoy escurriendo el bulto —en esto estuvo muy positivo—, pero cuando uno ha llegado ya tan lejos…

—¿No puede ir más? Tal vez —repliqué secamente—. Pero en este caso no debes hablar de «interés» por la chica. —Pero es que me interesa, me interesa.

Meneé la cabeza.

—No si te muestras tan orgulloso.

Le volví la espalda, pero al mumento le miré otra vez, sorprendida por un silencio que parecía ser la aceptación de mi juicio. Me di cuenta de que no lo había aceptado y percibí que en realidad era esencialmente absurdo. Expresó más, sobre esto, de lo que le había oído o visto nunca: con la sonrisa más extraña, más franca y, para un hombre de sus condiciones, triste.

—No soy orgulloso. Esto no está en mi manera de ser. Si no lo eres, no lo eres, ¿sabes? No creo que sea lo bastante orgulloso.

Se me ocurrió que esto, después de todo, podía ser verdad; pero, no sé por qué, hablé con cierta aspereza. —Entonces, ¿qué te pasa?

Dio un par de vueltas a la habitación, como si lo que había dicho le hubiera hecho un poco feliz.

—Bueno, ¿cómo puedo decir más de lo dicho?

Entonces, como si yo fuera a asegurarle que no sabía qué era lo que había dicho, continuó:

—Le juré que nunca me casaría. ¿No debería ser esto suficiente?

—¿Para que ella corra tras de ti?

—No, supongo que no para eso, pero sí para que esté segura de mí, para esperar.

—¿Esperar qué?

—Bueno, a que regrese.

—¿Que regreses de dónde?

—De Suiza. ¿No te lo he dicho? Voy allá el mes próximo con mi tía y mi prima.

Tenía razón al decir que no era orgulloso: esto era una alternativa claramente humilde.

II

No obstante, vean lo que ocurrió, el principio de lo cual fue algo que supe, a principios de otoño, por la pobre Lavinia. Marmaduke le había escrito, luego continuaban siendo amigos; y por esto sabía que la tía y la prima de Marmaduke habían regresado sin él. Marmaduke se había quedado más tiempo y había viajado más: había ido a los lagos italianos y a Venecia, y ahora estaba en París. Esto me sorprendió algo, porque sabía que siempre andaba escaso de dinero y que debía, con la ayuda de su tío, haber empezado el viaje con base en gastos pagados.

—Entonces, ¿a quién se ha pegado? —pregunté.

Lamenté en seguida haber dicho esto, porque vi que Lavinia se ruborizaba. Pareció que yo hubiera sugerido que se había pegado a una señora de mala reputación, aunque en este caso no se lo habría contado a Lavinia y, ¿con qué dinero?

—¡Oh, se hace amigo de la gente con facilidad! A los dos minutos de hablar con uno, es como si se concieran de mucho tiempo —dijo la chica— Y todos están siempre dispuestos a ser amables con él.

Esto era absolutamente verdad, y yo vi lo que Lavinia veía en ello.

—¡Ah, querida, debe de tener un círculo inmenso de amistades preparado para ti!

—Bueno —replicó Lavinia—, si la gente viene tras nosotros, no voy a creer que lo hace por mí. Será por él, y la cosa no me importa. Pero me gustará… Ya verás.

Ya vi. Vi por lo menos lo que ella imaginaba ver: su salón lleno de mujeres a la moda y su actitud angélica. —¿Sabes lo que me dijo antes de salir de viaje? —continuó.

Me pregunté si le habría hablado.

—Que nunca, nunca se casaría…

—Con nadie que no fuera yo.

Me miró ingenuamente.

—Entonces, ¿está enterada?

—Tal vez.

Adiviné.

—¿Y no lo crees?

De nuevo titubeé.

—Sí.

Pero todo esto no me explicaba por qué Lavinia había mudado de color.

—¿Es un secreto, lo de quién le acompaña?

—Oh, no… Parece que son muy simpáticos. Sólo que me impresionó ver lo bien que le conoces, que comprendieras en seguida que era una nueva amistad lo que motiva que no haya regresado. Es su afecto a la familia Dedrick. Viaja con ella.

Otra vez me imaginé lo que sucedía.

—¿Quieres decir que lo lleva con ella?

—Sí, lo han invitado.

No, realmente, reflexioné, Marmaduke no es orgulloso. Pero lo que dije fue:

—¿Quién demonio es la familia Dedrick?

—Gente amable, bondadosa, que conoció hace un mes, accidentalmente. En Suiza. Se paseaba, solo, sin su tía y su prima, que se habían ido por otro lado para reunirse con él más tarde, en algún sitio. Se puso a llover y él se guareció como pudo. Pasó la familia Dedrick y lo recogió en su coche. Pasaron varias horas juntos, intimaron y quedaron encantados con él.

—¿Son mujeres?

Al parecer se distrajo por un momento.

—Creo que aproximadamente cuarenta.

—¿Cuarenta mujeres?

Se dio cuenta en seguida de su confusión.

—¡Oh, no! Quiero decir que la señora Dedrick tiene unos cuarenta años.

—¿Unos cuarenta?.. Entonces, Miss Dedrick…

—No hay ninguna Miss Dedrick.

—¿Ninguna hija?

—No con ellos, en todo caso. Va el matrimonio solo.

Pensé de nuevo.

—¿Y qué edad tiene el esposo?

Lavinia siguió mi ejemplo.

—Bueno, aproximadamente cuarenta, también.

—Esto está muy bien —dije. Y de momento lo pareció.

La ausencia de Marmaduke se prolongó y vi a Lavinia a menudo. Hablamos siempre de él, aunque esto significara un interés por sus asuntos mayor que el que yo había supuesto asumir. Nunca había buscado la relación de la familia de su padre, ni había visto a su tía y a su prima, de manera que el relato que estas parientes hicieron de su separación me llegó finalmente a través de Lavinia, la cual, porque las conocía poco, recibió la explicación de manera indirecta. Las pobres señoras con quienes había empezado el viaje consideraban, al parecer, que Marmaduke las había tratado mal, que las había abandonado, sacrificándolas egoístamente por una compañía encontrada en la carretera, reproche que mortificaba mucho a Lavinia, aunque yo podía darme cuenta de que aquella compañía no le gustaba mucho a ella, tampoco.

—¿Qué puede hacer si es tan atractivo?

Lavinia se mostraba indignada a veces para mostrarse complacida unos minutos después. Marmaduke era atractivo; pero también resultó, entre nosotras, que los Dedrick habían de ser extraordinarios. No tuvimos nuevas pruebas porque de pronto dejaron de llegar cartas de Marmaduke y esto, naturalmente, era uno de sus signos. Entretanto tuve tiempo de reflexionar —una especie de estudio de la conducta humana que siempre me ha gustado— acerca de en qué consiste ser atractivo. El resultado de mis meditaciones, que la experiencia no ha hecho más que confirmar, es que es una cualidad que consiste sencillamente en sí misma. Es una cualidad que no implica ninguna otra. Y Marmaduke no tenía otras. ¿Para qué, realmente, necesitaba ninguna?

III

Regresó, al fin; pero sucedió que si, al venir a verme, la descripción inmediata de sus nuevos amigos avivó aún más de lo que yo esperaba mi sentido de la variedad de la especie humana, mi curiosidad sobre ellos no fue lo bastante viva para complacer a Marmaduke cuando sugirió que yo debería verlos. Es difícil de explicar, y no pretendo hacerlo de una manera acertada, pero ¿no ocurre a menudo que uno piense bien de una persona sin sentir el deseo vehemente de conocerla, por el simple deseo de pensar bien de ella, más de lo que se sienta por otras personas? De todos modos —y de esto poca culpa tiene Marmaduke—, no hacía muy interesantes a los Dedrick el hecho que estuvieran locos por él. No dije esto —procuré decir poco—, lo cual no impidió que Marmaduke me preguntara si podía traerlos para presentármelos:

—Si no, ¿por qué no? —dijo riéndose. Se reía por cualquier cosa.

—¿Por qué no? Porque me sorprende que tu rendición no requiera ninguna garantía. Debes andar con cuidado. —Oh, son inofensivos. Tan seguros como el Banco de Inglaterra. Son maravillosos, por su respetabilidad y por su bondad.

—Esas son precisamente cualidades en las cuales mi trato no puede contribuir con gran cosa.

Yo había observado que Marmaduke no había llegado al extremo de decirme que sus nuevos amigos fueran divertidos y por otra parte se había apresurado a decir que vivían en Westbourne Terrace. No tenían cuarenta, sino cuarenta y cinco años; pero el señor Dedrick se había ya retirado, con alguna fortuna ganada en determinada profesión ejercida. Eran la gente más sencilla y bondadosa y al mismo tiempo más original y más insólita, y nada podía exceder, francamente, al entusiasmo que mostraban por Marmaduke, el cual hablaba de ellos con una resignación plácida que era casi irritante. Supongo que le habría despreciado si, después de aceptar sus favores, hubiera dicho que le aburrían; pero el hecho de que no le aburrieran me molestaba a mí más de lo que le desconcertaba a él.

—¿A quién conocen?

—A nadie más que a mí. Hay gente así, en Londres.

—¿Gente que no conoce a nadie más que a ti?

—No, no quise decir eso: gente que no conoce a nadie. Hay gente extraordinaria en Londres y muy simpática. No tienes idea. No puedes conocer a todo el mundo. Tienen sus vidas y siguen su camino… Encuentras en ellas —¿cómo llamas a eso?— refinamiento, libros, inteligencia y música y pintura y religión y una mesa excelente… Toda clase de cosas agradables. Te topas con ellas sólo por casualidad, pero todo se está moviendo continuamente.

Estuve de acuerdo en esto: el mundo es maravilloso y hay que ver lo que se puede. Dentro de mis límites, también yo encuentro bastantes maravillas.

—¿Pero estás tú —le pregunté— tan entusiasmado con ellos…?

—¿Como ellos lo están conmigo?

Había adivinado mi pregunta y me miraba francamente.

—Espero que llegaré a estarlo.

—Entonces, ¿llevarás a Lavinia?

—¿A verlos? No.

Comprendí, en seguida, que había cometido un error.

—¿Con qué pretexto podría presentarla?

Pensé: «Olvidaba que no están prometidos.» —Bueno —dijo Marmaduke un momento después—, nunca me casaré con otra.

Estas palabras, repetidas, me irritaban.

—¡Ah!, pero, ¿qué puede importarle a ella, o a mí, eso, si no te casas con ella?

No respondió a esto. Volvió la cabeza para mirar algo en la habitación. Después, al encararse conmigo otra vez, había enrojecido.

—Debió aceptarme aquel día —dijo con gravedad y dulzura, mirándome fijamente como si deseara decir algo más.

Recuerdo que aquella dulzura me irritó; un poco de resentimiento habría podido ser una promesa de que el caso podía enderezarse. Pero abandoné el caso sin dejarle decir nada más y volviendo a los Dedrick le pregunté cómo, sin otra ocupación o sociedad, podían pasar todo su tiempo. Al parecer mi pregunta le desconcertó por un momento, pero en seguida encontró una respuesta, que desde mi punto de vista le convenía más que volver a hablar de Lavinia.

—¡Oh, tienen a Maud—Evelyn!

—¿Quién es Maud—Evelyn?

—Su hija.

—¿Su hija?

Yo creía que no tenían hijos. Marmaduke se explicó a medias.

—Desgraciadamente, la han perdido.

—¿La han perdido?

Yo quería saber más y él titubeó de nuevo.

—Quiero decir que mucha gente se habría resignado, pero ellos, no.

Especulé.

—¿Quieres decir que otra gente se habría desentendido?

—Sí. Quizá trataría de olvidarla. Pero los Dedrick no pueden.

Me preguntaba qué habría hecho la joven. ¿Habría sido algo muy malo? Pero no era nada que me afectara y sólo dije:

—¿Se comunican con ella?

—¡Oh, continuamente!

—Entonces, ¿por qué no está con ellos?

Marmaduke pensó.

—Está… Ahora.

—¿«Ahora»? ¿Desde cuándo?

—Desde el año pasado.

—¿Entonces, ¿por qué me dices que la han perdido?

—Ah —dijo sonriendo tristemente—, así lo entiendo. Yo, por lo menos, no la veo.

Me sorprendí aún más.

—¿La tienen aparte?

Marmaduke pensó unos momentos.

—No, no es eso. Como te dije, viven para ella.

—Pero no quieren que tú lo hagas. ¿Es esto?

Al oír esto me miró por primera vez, pensé, de una manera un poco extraña.

—¿Cómo podría, yo?

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