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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (61 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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Nos llevaría demasiado lejos especular lo que habría podido ocurrir si la señora Frush hubiese puesto como condición de su munificencia el que las recibidoras de la misma morasen, el que conviviesen en paz, bajo el techo que les legaba; pero lo cierto es que ambas, mientras permanecían en pie allí, tuvieron en el mismo momento el mismo pensamiento espontáneo. Cada una percibió en el acto que aquella vieja mansión encantadora era exactamente lo que deseaba, y exactamente lo que deseaba la otra; satisfacía a la perfección sus anhelos de tener un puerto tranquilo y el futuro asegurado; cada una, en suma, estuvo dispuesta a aceptar a la otra con tal de quedarse con la mansión. De ahí que no se pusiera en venta; en vez de eso se convirtió en propiedad de ambas, tal como estaba, con las «buenísimas» viejas pertenencias de la difunta dama no sólo intocadas e indivisas, sino además restauradas devotamente y admiradas infinitamente, mientras los agentes de la voluntad testamentaria se regocijaban al ver tan simplificadas sus diligencias. Es posible que éstos tuvieran sus dudas interiores… o que las tuvieran sus esposas, quienes tal vez vaticinaran cínicamente la más feroz de las peleas, antes de que transcurrieran tres meses, entre las ilusas nuevas asociadas, así como la disolución de la asociación en medio de una completa gama de recriminaciones.

Cuanto es preciso decir es que tales profetas habrían profetizado vanamente en tal caso.

Las señoritas Frush no eran vanas; habían apurado el cáliz de la vida en solitario y les había parecido esencialmente amargo: no les eran desconocidos ni el desamparo ni la tristeza, conque agradecieron con la debida humildad esta suprema oportunidad de sus vidas. Transcurridos tres meses, por lo demás, cada una ya conocía lo peor de la otra.

Miss Amy se echaba su siesta vespertina antes de cenar, una hora en la que Miss Susan no era capaz de dormir (¡vaya una costumbre más extravagante!); en tanto que Miss Susan se echaba la suya justo después de esa refacción, justo en la hora en la que Miss Amy sentía más ganas de charlar. Miss Susan, erguida y sin respaldarse, tenía sus propias ideas sobre el modo como Miss Amy, en casi cualquier postura que pudiera calificarse de sentada, lograba hacerse sitio para el extremo inferior de la espalda en dos de los tres cojines del sofá… que además era, manifiestamente, un sitio más pequeño que el que estaban pensados para llenar.

Pero, una vez dicho esto, ya estaba dicho todo; no dejaban de gozar, por ambas partes, de la conciencia de poseer un suelo propio, no exento de ruinosos fragmentos, donde excavar. Sostenían la teoría de que sus vidas habían sido enormemente disímiles, y a cada una le parecía en este momento que la otra había conducido su carrera tan diferentemente con la sola finalidad de tener un variado repertorio de anécdotas que contarle. Miss Susan, en las pensions extranjeras, había tratado a la nobleza rusa, polaca, danesa, y aun a alguna flor ocasional de la inglesa, así como a bastantes norteamericanos de lo más singular, quienes, como decía ella misma, se habían formado de ella el más fa—vorable concepto, y con los que a menudo había mantenido luego correspondencia; en tanto que Miss Amy, menos convencional en el fondo, tras largos años en Londres, abundaba en recuerdos de la sociedad literaria, pictórica e incluso —Miss Susan lo escuchó con consternación— teatral, bajo cuya influencia había escrito —¡ea, no podía menos que salir!— una novela que había sido publicada anónimamente y una obra para la escena que había sido mecanografiada primorosamente. Para ella, a todas luces, no sería el menos poderoso de los encantos de la pintoresca perspectiva de Marr el incentivo que podría extraérsele para, como insinuaba ella misma, volver, ya heroicamente sacrificada la «sociedad general», al «trabajo en serio». Llevaba en la cabeza centenares de argumentos, con los que el futuro, en consecuencia, pareció erizarse para Miss Susan.

Ésta última, por su parte, no estaba aguardando sino a que amainase el viento para reapli—carse a sus bocetos. El viento era proclive a arreciar en Marr, como era natural en una población antigua, pequeña, arracimada, histórica y con tejados colorados, en la costa sur, que en tiempos pasados, como las primas se recordaban mutuamente, fuera en cierto modo reina y señora del Canal, y de la cual, por muy alta y seca que fuese la cima de su colina, el mar no se había retirado tanto como para no poder infligir continuamente pruebas de su mal carácter. Miss Susan había regresado a la tierra inglesa con un pequeño suspiro de cariño, que el hecho de conocer los Alpes y los Apeninos no hacía sino volver más estremecido; había escogido sus temas pictóricos y, con la cabeza ladeada y una sensación de que dichos temas eran más fáciles en el extranjero, permanecía sentada chupeteando su pincel de acuarelas y aguardando y vacilando nerviosamente, también quizá un poco incoherentemente. Lo que ocurría era que, cada cual a su manera, habían redescubierto sus orígenes; sólo que Miss Amy, que emergía de un hospedaje en Bloomsbury, hablaba de ellos en términos de prímulas y puestas de sol, en tanto que Miss Susan, que venía rebotada del Arno y del Reuss, los llamaba, con un recatado orgullo condensador, únicamente Inglaterra.

En cualquier caso, sus orígenes estaban con ellas en la mansión no menos que en la pequeña franja verde y el gran cinturón azul de la localidad. Estaban en los objetos y reliquias que acariciaban juntas y ante los cuales se maravillaban, hallando en ellos fundamento para mucha importancia inferida y mucho romanticismo invocado, embutiendo grandes historias en recipientes muy pequeños y tirando de cualquier oxidada campanilla a la que pudieran arrancarle algún herrumbroso tintineo del pasado. Ellas estaban allí, comoquiera que se mirase, en presencia de sus antepasados comunes, de quienes, más que nunca anteriormente, daban por cierto sólo lo mejor. ¿Acaso no era un hecho, a ese respecto, que lo mejor —vale decir, lo mejor del pequeño Marr, melancólico, mediocre y desheredado— estaba asentado en toda rígida silla que la antigua mansión solemne contuviera, e hilvanado en cada retazo de sus antiguas colchas pintorescas? Doscientos años de todo aquello flotaban en el salón de artesonado oscuro, crujían pacientemente en la ancha escalera y florecían herbáceamente en el jardín de tapias rojizas. No había nada que alguien hubiese hecho o sido en Marr que un Frush no hubiese hecho o sido. Aun así, ellas querían algo más concreto, y cuando charlaban se adentraban en esa fantasía; había media docena de retratos, relativamente recientes (llamaban al 1800 relativamente reciente) y que no acababan de satisfacer a una descendiente que había realizado copias de Tizianos en el palacio Pitti; pero sentían avidez de pormenores y les habría gustado poder poblar un poco más densamente el espacio ante ellas, colocarlo ante sus asientos como un friso con figuras en relieve.

Aventuraban teorías y pequeñas suposiciones, y casi se imaginaban consagradas a in—vestigar; todo por mor de la pompa y la circunstancia. Su anhelo era descubrir algo, y la propia Miss Susan, envalentonada por el vuelo más amplio de su compañera, casi se despojó de su miedo de descubrir algo malo. Era Miss Arny la que había señalado primero, como advertencia, que justamente a aquello podría conducir lo que hacían. Fue a ella, también, a quien se debió el comentario de que, de haber ocurrido algo muy malo en Marr, tendrían que sorprenderse si un Frush no hubiera tomado parte en ello. Aquél fue el momento en que el espíritu de Miss Susan alcanzó su tensión más elevada: replicó, con sus nerviosas risas estrambóticas, parecidas a un jadeo prolongado y alarmado o alarmante, que de ser así se sentiría realmente abochornada. Y por ello pararon un poco, sin resolverse a dejar establecido hasta dónde estaban preparadas a mostrarse tolerantes con el delito, ni tan siquiera tratar abiertamente la cuestión. Pero un observador habría concebido escasas dudas de que cada una suponía que la otra pensaba que podría condescender con el asesinato, aunque, puesta a elegir, lo que preferiría sería sacar a la luz… vaya, algún alegre enredo amoroso. Si Miss Susan hubiese sido capaz de preguntar si Don Juan había arribado alguna vez a aquel puerto, Miss Amy seguramente le habría dicho, a guisa de respuesta, que lo que a ella le gustaría saber era a qué puerto no había arribado. Sólo que era tristemente irrefutable que ninguno de los retratos masculinos se parecía en nada a él, ni los femeninos evocaban a ninguna de sus habituales víctimas.

Por fin, a pesar de los pesares, las primas se encontraron con un hallazgo: se descubrió un cofrecillo lleno de cosas antiguas, básicamente documentos; algo en letra impresa —periódicos y folletos que el paso del tiempo había amarilleado y desteñido— y el resto material epistolar: varios paquetitos de cartas, borrosas, apenas descifrables, pero manifiestamente clasificadas para su conservación y atadas, con cinta de espiga, según una moda ya remota, por pequeños legajos. Marr, bajo tierra, tiene cimientos sólidos: una base de grandes sótanos firmes y secos, que se asemejan a aristadas criptas de iglesias y que a la humilde imaginación contemporánea se le presentan como las cámaras del tesoro de adinerados mercaderes y tenaces banqueros de las antiguas épocas turbulentas. Una depresión en el espesor de uno de los muros había deparado, como fruto de una resuelta investigación —investigación realizada por uno de los mozos de la localidad empleados para trabajos ocasionales al que se le había ocurrido explorar en aquella dirección por su cuenta—, una colección de enmohecidas nimiedades, entre las cuales había sido sacado a la luz el cofrecillo de marras. Desde luego causó una impresión instantánea y fue tomado por todo un descubrimiento; aunque lo cierto es que resultó más bien decepcionante cuando, al ser forzado y abierto, no tuvo, aun en una evaluación optimista, nada mejor que ofrecer que cierta cantidad de correspondencia harto ilegible. Claro está que las buenas mujeres habían abrigado por un momento la palpitante esperanza de hallar unas guineas de oro, escondido tesoro de un avaro, o quizá incluso un buen puñado de esas monedas extranjeras de romance trasnochado, ducados, doblones o piezas de a ocho, que a veces se descubre que, desde allende los mares, acabaron escondidas en los viejos puertos. Pero hubieron de afrontar su desilusión, empeño que acometieron intentando sacarles el mayor partido posible a los papeles o, en otras palabras, acordando juzgarlos maravillosos. Bueno, eran sin duda maravillosos; lo cual no impidió, de todas suertes, que les parecieran asimismo, en su primera inspección, un fastidioso laberinto. Sin embargo, por muy desconcertantes que resultaran para los inexpertos ojos de Miss Susan, los paquetitos de marchitas cintas fueron, durante varias veladas, estudiados a la luz de la chimenea, pues, mientras ella dormitaba fastuosamente, Miss Amy los cogía por su cuenta; ello tuvo el solo resultado de que en cierta ocasión, cuando a eso de las nueve se despertó Miss Susan, ésta se encontrara a su compañera de fatigas profundamente dormida. Una algo exasperada confesión de ignorancia de la escritura gótica fue la consecuencia de aquello, y la conclusión de esto fue a su vez la idea de recurrir a Mr.

Patten. Mr. Patten era el vicario y se sabía que se interesaba, como tal, por los viejos anales de Marr; además de lo cual —y de que no faltaba quien sostenía que a veces su deber para con los asuntos del momento era sacrificado en aras de tales investigaciones—

era un hombre con un muy peculiar buen humor, rubicundo el rostro, de cejas pobladas y sombrero de teja negro que llevaba campechanamente ladeado.

—Él nos aclarará —dijo Amy Frush— si hay algo en estas cartas.

—¿Y si hubiera —sugirió Susan— algo que tal vez no nos gustase?

—Vaya, precisamente en eso estaba pensando —contestó Miss Amy con su habitual despreocupación—. Si hay en ellas algo que sería preferible no saber…

—…¿no tenemos más que pedirle que no nos lo cuente? Oh, ciertamente —apostilló la decente Miss Susan. Incluso se encargó ella misma de hacerle esta petición cuando, a invitación de nuestras amigas, Mr. Patten acudió a tomar el té con ellas y a charlar sobre el asunto; Miss Amy no elevó ninguna protesta ante dicha petición, pero se prometió firmemente a sí misma que lo que quiera que fuese que hubiera para saber, y por muy censurable que fuera, se lo sonsacaría en privado a su intérprete. Se halló concibiendo desde ese preciso instante la esperanza de que hubiese algo demasiado malo para su prima —y demasiado malo para cualquier otra persona— y de que lo más decoroso fuese que quedara entre ellos dos. Al enseñarle los papeles, Mr. Patten exclamó, acaso de forma ligeramente imprecisa y desde luego absolutamente nada clerical:

—¡Mecachis, qué divertido!

Y se retiró, tres tazas de té después, con el gabán abultado por su botín.

II

Aquella noche, como de costumbre, la pareja se separó a las diez, en el pasillo superior delante de sus puertas respectivas, hasta el día siguiente; pero, apenas hubo depositado Miss Amy su vela sobre su tocador, la sobresaltó un extraordinario sonido procedente, al parecer, no sólo de la habitación de su compañera sino, además, de la mismísima garganta de ésta. Fue algo que Amy Frush habría descrito, si alguna vez lo hubiese descrito, como una mezcla de gárgara y alarido, y que la movió, tras unos instantes de escalofriante silencio que sólo le dieron tiempo para decirse «¡Alguien debajo de la cama!», a dirigir sus pasos de vuelta al pasillo valerosamente y sin respiración. Aún no había salido a él, no obstante, cuando su prima, irrumpiendo en su cuarto, chocó con ella y la detuvo diciendo:

—¡Hay alguien en mi habitación!

Se agarraron la una a la otra.

—Pero ¿quién?

—Un hombre.

—¿Debajo de la cama?

—No, de pie.

Continuaron agarradas la una a la otra, pero se estremecieron.

—¿De pie? ¿Dónde, cómo?

—Pues justo en mitad de la habitación, delante de mi espejo.

El rostro de Amy ya había palidecido hasta hacer juego con el de su compañera; pero su terror fue dominado por sus tendencias especulativas:

—¿Mirándose en él?

—No, dándole la espalda. Mirándome a mí—susurró la pobre Susan con voz apenas audible—. Ordenándome que me mantuviera alejada —agregó, trémulamente—. Con vestimenta extraña, de otra época; con la cabeza torcida.

Amy quedó asombradísima:

—¿Torcida?

—¡Horriblemente! —exclamó la refugiada mientras, apretadas una contra otra, se miraban con intensidad.

Extrañamente, aquél fue, para Miss Amy, el pormenor que la convenció; y debido a él fue capaz, pasado un momento, de realizar el esfuerzo de precipitarse a atrancar su propia puerta.

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