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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (54 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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—Cada uno debe llegar solo y por su propio pie… ¿no es eso? Aquí, mientras tanto, somos Hermanos, como en un gran monasterio, y así nos vemos inmediatamente unos a otros y así nos reconocemos. Pero antes, como hayamos podido, hemos tenido que llegar; sólo nos encontramos tras largas jornadas por senderos tortuosos. Es más, cuando nos encontramos, lo hacemos, ¿no cree?, con los ojos cerrados.

—¡Ah, no hable usted como si estuviéramos muertos! —rió Dane.

—No me importaría, si la muerte fuera así —contestó su amigo.

No cabía duda, viendo lo que Dane tenía delante, de que a nadie le importaría; pero al cabo de un momento, con la que hasta entonces hubo de ser la primera articulación de su asombro más elemental, preguntó:

—¿Dónde está?

—No me sorprendería que estuviera mucho más cerca de lo que nunca imaginamos. —¿Cerca de la ciudad, quiere decir?

—Cerca de todo… cerca de todos.

George Dane caviló.

—¿Quizá en alguna parte del sur? ¿Surrey, por ejemplo? Su Hermano lo miró con un atisbo de resistencia.

—¿Por qué recurrir a los nombres? Debe tener un clima propio, ya ve.

—Sí —rumió Dane, feliz—. ¡Sin eso…! —seguramente había vuelto a sentirse abrumado y no pudo reprimir la curiosidad—: ¿Qué es?

—Oh, sin duda forma parte de nuestra tranquilidad y nuestra paz, de nuestro cambio, en mi opinión, el que no lo sepamos en absoluto y que podamos, de hecho, si de eso se trata, darle el nombre de cualquier cosa que nos guste del mundo: de la cosa, por ejemplo, que más nos guste de él.

—Yo sé qué nombre darle —dijo Dane, tras una breve pausa. Luego, como su amigo atendiera con interés, completó—: Simplemente «El Mejor De Los Lugares».

—Comprendo… ¿qué más se puede decir? Yo me lo he planteado quizá de una forma un poco distinta —tan inocentes eran, allí sentados, como niños pequeños confiándose los nombres de sus figuritas de animales—: «El Gran Deseo Satisfecho».

—Ah, sí: ¡eso es!

—¿No nos basta con que sea un lugar arbitrado para nuestro provecho, y de una forma tan admirable que, por mucho que uno se esfuerce, nunca se oye chirriar la maquinaria? ¿No nos basta con que sea sólo algo totalmente sensacional?

—Hace por nosotros lo que aparenta hacer —continuó su amigo—; el misterio no va más allá. Es probable, por otra parte, que todo sea bastante sencillo, y según criterios totalmente prácticos; aunque su origen está en una idea espléndida, en la verdadera inspiración de un genio.

—Sí —repuso Dane—, y por parte de quien haya sido, ¡un genio tan exquisitamente personal!

—Precisamente: como todo lo bueno, parte de la experiencia. El «gran deseo» sale del alma: ¡he aquí su grandeza! El día en que sacudió el alma de la inteligencia oportuna este querido lugar se constituyó. Además, a la larga, siempre se encuentra: hay que encontrarlo. ¿Y cómo no vamos a hacerlo, al ritmo que crecen, cada día más y más, las presiones de toda clase?

Dane, con las manos entrelazadas en el regazo, penetró en estas sabias palabras.

—¡El ritmo de las presiones está creciendo! —observó, plácidamente.

—¡Veo bastante bien lo que todo esto le ha hecho a usted! — declaró el Hermano.

Dane sonrió:

—No habría sido capaz de resistirlo más. No sé qué habría sido de mí.

—Yo sí sé lo que habría sido de mí.

—Bueno, es lo mismo.

—Sí —dijo el compañero de Dane—, sin duda es lo mismo.

—Con lo cual permanecieron en silencio un poco más, como si observaran con complacencia, en el verde panorama del jardín, los vagos movimientos del monstruo (locura, capitulación, desmoronamiento) del que habían escapado. Su banco era como un palco en la ópera—. Y, ¿sabe usted?, puede que —prosiguió el Hermano—, en realidad, ya le conozca de antes. Puede incluso que nos hayamos conocido bien. Eso es algo que no sabemos.

Volvieron a cruzar la mirada, con cierta serenidad, y por fin Dane dijo:

—No, no lo sabemos.

—A eso me refería cuando dije que llegábamos con los ojos cerrados. Sí… ahí fuera hay algo. Hay un abismo, un eslabón perdido, ¡la gran laguna! —rió el Hermano—. Es una historia tan simple como la de la antigua, antiquísima ruptura… la brecha que los afortunados católicos han sido siempre capaces de abrir, que aún son capaces de abrir, «retirándose», en su sinfín de moradas religiosas. No me refiero a los ejercicios espirituales, sino únicamente a la simplificación material. No me refiero a desembarazarse del propio yo; hablo sólo (si es que alguien tiene un yo que lo merezca) de recuperarlo. El lugar, el tiempo, la forma, estuvieron, para la vieja fe, estuvieron siempre ahí: para ellos, en la práctica, nunca han dejado de estar ahí. Siempre pueden escapar: las casas santas están para acogerlos. Ya era hora, pues, de que nosotros (nosotros, los grandes pueblos protestantes, aún más anulados y aplastados si cabe en el orden concreto de la sensibilidad, aún más atestados en puros términos de cantidad, y aún más prostituidos, mediante nuestra «obra», por lo meramente profano) aprendiéramos a escapar, encontráramos en alguna parte nuestro retiro y nuestro remedio. ¡No eran grandes oportunidades lo que nos faltaba!

Dane apoyó una mano en el brazo de su compañero.

—Es asombroso cómo uno habla por boca de todos nosotros cuando está hablando de su propia experiencia. ¡Eso fue exactamente lo que yo dije! —había empezado a recordar, por encima del abismo, la última vez.

Lo único que quería el Hermano, como si eso fuera a hacerles bien a los dos, era que hablase sin reservas. —¿Lo que «dijo»…?

—Lo que le dije a él… aquella mañana. —Dane percibió otra campana a lo lejos y oyó un lento caminar. Una sosegada presencia pasaba por alguna parte: ninguno de los dos se volvió a mirar. Poco a poco, se les hacía cada vez más evidente el perfecto sentido del gusto. Era supremo: estaba en todas partes—. No hice más que desprenderme de mi carga… y él la recogió.

—¿Y era muy grande?

—¡Oh, un fardo enorme! —dijo Dane con alegría.

—¿Preocupaciones, dudas, penas?

—Oh, no… ¡algo peor!

—¿Peor?

—Éxito… ¡de la más vulgar especie! —ahora lo decía como si fuera divertido.

—Ah, ¡lo conozco! En el futuro, tal como van las cosas, nadie va a ser capaz de resistirlo.

—Sin algo de esta naturaleza… nunca. El mejor es el peor: el mayor, el más horrible. Lo único que me pesa de estar aquí —continuó Dane— es pensar en mi pobre amigo.

—¿La persona que ha mencionado?

Asintió con ternura.

—Mi sustituto en el mundo. No puede haber benefactor más indecible. Se presentó una mañana en la que todo parecía estar a punto de estallar, una mañana en la que el mundo entero parecía, fuera o no por efecto de los nervios, haberse comprimido monstruosamente en mi estudio y empeñado en ponerse a crecer allí. No, no eran los nervios; era sólo que todo se había descompuesto, desquiciado, sumergido completamente en la vorágine de nuestro eterno demasiado. No sabía oú donner de la tête: no habría sido capaz de dar un paso más.

La comprensión con que el Hermano escuchaba les hacía parecer niños bebiendo de un mismo tazón.

—¿Y entonces recibió el aviso?

—¡Lo recibí! —suspiró Dane felizmente.

—Bueno, todos lo recibimos. Aunque yo diría que cada uno a su modo.

—¿Ah, sí? ¿Cómo lo recibió usted?

El Hermano sonrió, dubitativo:

—Cuéntemelo usted primero.

III

—Pues bien —dijo George Dane—, era un joven al que nunca había visto, un hombre mucho más joven que yo en cualquier caso, que me había escrito enviándome algún artículo, algún libro. Leí lo que me mandó, me causó buena impresión, se lo dije y le di las gracias… con lo que por supuesto volví a tener noticias de él. ¡Claro que sí! —Dane suspiró con aire cómico—. Me preguntaba cosas… cosas interesantes; pero para ahorrar tiempo y cartas le dije: «Venga a verme, a desayunar, hablaremos un rato; pero no puedo prometerle más de media hora». Llegó puntualmente, un día en que, más que ningún otro en mi vida, yo parecía, y así era en realidad, en aquel sinfín de presiones y quebraderos, haber dejado de ser dueño de mi propia alma, estar rodeado sólo de asuntos ajenos, y ahogado en la pura y enojosa banalidad. Me sentía realmente enfermo, como nunca me había sentido: como si, de perder por una hora siquiera el dominio de lo primordial, el dominio de aquello por lo que yo luchaba, nunca más fuese a recuperarlo. Las aguas embravecidas iban a cerrarse sobre mí y yo me hundiría de raíz en las negras profundidades en las que yacen los muertos de la batalla.

—Le sigo paso a paso —dijo el cordial Hermano—. Las aguas embravecidas, dice, de nuestros horribles tiempos.

—De ésos precisamente. Y no, por supuesto, como a veces soñamos, las de ningún otro.

—Sí, cualquier otro tiempo no es más que un sueño. En realidad sólo conocemos el nuestro.

—Gracias a Dios: con él nos basta —sonrió Dane, satisfecho—. Pues bien, mi joven amigo apareció, y aún no llevaba un minuto en su presencia y ya tuve la impresión de que había algo en él que de un modo u otro iba a ayudarme. Había acudido a mí con envidia, una envidia extravagante, casi vehemente. Yo representaba para él, Dios nos asista, el gran «éxito»; él, por su parte, era un muerto de hambre, maltrecho y humillado.¿Cómo puedo explicar lo que pasó entre nosotros…? Fue tan extraño, tan repentino, tan instantáneo el entendimiento y el acuerdo que se estableció entre los dos. ¡Era tan listo! ¡Y estaba tan ojeroso, tan hambriento!

—¿Hambriento? —preguntó el Hermano.

—No hambre de pan, si a eso es a lo que se refiere, aunque tampoco eso le sobraba. Creo, en fin, que también de pan. Pero a lo que yo me refiero… bueno, es a lo que yo tenía y al monumento que se había hecho de mí, mientras yo seguía allí cubierto hasta las cejas de ridículas evidencias. El, pobre muchacho, llevaba diez años tocando serenatas bajo balcones cerrados y aún no había visto ni moverse siquiera una contraventana. Fue mi oscura persiana la primera que le abrió una rendija; mi lectura de su libro, mis impresiones sobre él, mi nota y mi invitación, eran literalmente la única respuesta que alguna vez había caído en su sombrío callejón. El vio en mi habitación desordenada, en mi día destrozado, en mi cara aburrida y mi humor ruinoso (resulta embarazoso, pero debo decírselo) la prueba misma del gran pastel, el resplandor mismo de la gloria. Y vio en mi atracón y mi «renombre», ¡pobre iluso!, aquello por lo que se había estado desviviendo en vano.

—Se había desvivido por ser usted —dijo el Hermano. Y añadió—: Ya veo adónde va ir a parar.

—A que al cabo de cinco minutos le dije: «Querido amigo, me gustaría que hiciera la prueba… ¡Me gustaría que, durante un rato sólo, pudiera usted ser yo!». Ha dado usted en el blanco, querido Hermano, y eso fue exactamente lo que ocurrió… por extraordinaria que fuera la comprensión que se dio entre los dos. Vi lo que él podía darme, y él también lo vio. Vio además lo que yo podía tomar; de hecho, lo que veía era asombroso.

—¡Debía ser un joven muy interesante! —rió el contertulio de Dane.

—Sin lugar a dudas: mucho más interesante que yo. Sólo por esta razón lo que yo le dije en broma (con una ironía fantástica y desesperada) se convirtió en sus manos, a la vista de su oportunidad, en el medio bendito, en la bendita medida, gracias a los que estoy ahora aquí sentado en su compañía. «¡Oh, con que pudiera hacer un cambio… echarlo todo durante una hora a las espaldas de otro! ¡Ojalá existieran esas espaldas!»: así se lo expresé. Y entonces, viendo algo en su rostro, le dije: «¿Querría usted, si ocurriera un milagro, hacerse cargo?». Le hice saber lo que eso significaba: hasta qué punto significaba que desde aquel preciso instante debería él tomar las riendas. Significaba tener que terminar mi trabajo, abrir mis cartas, atender mis compromisos y estar sujeto, para bien y para mal, a mis relaciones y complicaciones. Significaba que tendría que vivir con mi vida, pensar con mi cerebro, escribir con mi mano, hablar con mi voz. Significaba, por encima de todo, que yo me largaba. Aceptó con grandeza: al hacerlo se elevó como un héroe. Lo único que dijo fue: «¿Y de usted, qué va a ser?».

—¡Ese era el problema! —admitió el Hermano.

—Ah, pero lo fue sólo un minuto. Salió en mi ayuda otra vez —continuó Dane—, cuando vio que yo no podía responder a esa pregunta, que lo poco que podía decir era que quería pensar, quería olvidar, quería hacerlo… hacer lo único que tenía importancia, lo único que trataba de obtener, pobre de mí, eso y sólo eso… y por ello quería antes que nada volverlo a ver de verdad, aislado, desenterrado, descongelado, como lo he visto ahora durante todo este tiempo. «Sé lo que quiere», afirmó tranquilamente tras una pausa. «¡Ay! ¡Lo que yo quiero no existe!» «Sé lo que quiere», repitió. Entonces empecé a creerle.

—¿Tenía usted alguna idea? —la atención del Hermano palpitaba.

—Oh, sí —dijo Dane—, y era mi idea precisamente lo que me hacía desesperar. La tenía, todo lo definida que podía tenerla, en mi imaginación y en mis anhelos: como no la tenía, absolutamente no la tenía, en la realidad. Estábamos los dos en el sofá esperando el desayuno. Al poco rato me puso la mano en la rodilla: de pronto una luz magnífica asomó a su rostro convirtiéndolo en algo, a mis ojos, indescriptiblemente hermoso. «Existe… existe», dijo por fin. Y así recuerdo que seguimos sentados mirándonos el uno al otro, hasta que me di cuenta de que le creía ciegamente. Recuerdo que no fuimos nada solemnes: los dos sonreíamos con la alegría de unos descubridores. El estaba tan satisfecho como yo: estaba tremendamente satisfecho. Así lo vi por su forma de responder a la súplica que no pude reprimir: «¿Dónde está, pues? ¡Dígamelo, por el amor de Dios, dígamelo ahora mismo!».

¡El Hermano se había sentido tan compenetrado! —¿Le dio la dirección?

—Estaba trazando su plan… lo husmeaba, le daba caza. Es un hombre de grandes luces; mientras nosotros estamos aquí pensando remedios y contando chismes, él debe estar haciendo con todo lo que le dejé algo mucho mejor de lo que yo hice jamás. Con sólo verle la cara, y notar su mano en la rodilla, me di cuenta enseguida de que él no sólo conocía mis deseos, sino de que estaba más cerca de ellos de lo que habría podido estarlo yo en diez años. De pronto se levantó de un salto, y fue directo a mi escritorio, donde se sentó como si fuera a expedirme una receta o un pasaporte. Fue entonces (a la simple vista de su espalda, vuelta hacia mí) cuando tuve la certeza de que el conjuro funcionaba. Me quedé sentado ahí, contemplándolo con la sensación más rara, más profunda, más dulce del mundo: la sensación de un dolor que ha cesado. La vida toda se había elevado; o yo al menos, por así decirlo, me sentía despegado del suelo. El ya estaba donde había estado yo.

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