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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

BOOK: 1222
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Por fin llegó el propio Mikkel. Como de costumbre, apenas me miró.

—Mikkel —lo llamé—. ¿Puedo preguntarte una cosa?

Se encogió de hombros y dio un paso indiferente hacia mí.

—¿Qué cosa?

—¿A qué vas a Bergen? ¿Para qué ibas allí?

—A un concierto. Maroon 5. Me lo perdí, claro. Fue ayer.

Dio la vuelta y siguió andando.

—¡Mikkel!
¡Mikkel
!

Se giró vacilante.

—Ven aquí. Por favor.

Dos pasos hacia atrás.

—¿Tú conocías a Kari Thue de antes?

—Un poco —dijo un pelín demasiado deprisa—. Apenas.

Ahora estaba decidido a proseguir su camino, así que me di por vencida.

Adrian y Veronica seguían sentados junto a la puerta de la cocina y el gran armario pintado de verde. Jugaban a su extraño juego y ni siquiera levantaron la vista cuando la señora de la comisión de la Iglesia estatal que hacía punto pisó la jota de tréboles.

—¿Me permites? —me preguntó Geir poniendo la mano en la silla de ruedas.

Asentí con la cabeza y el hombre me bajó con cuidado los tres escalones.

La pareja de musulmanes fueron casi los últimos en llegar.

—Para un momento —le dije en voz baja a Geir, y les dejamos pasar.

La gente se apretujaba en el Salón Azul. Los kurdos se sentaron muy cerca de las ventanas, al lado de la pequeña media pared que separaba la estancia de la Taberna de San Paal, en un sofá que de momento ocupaban solo ellos.

—¡Adrian, ven! —grité por encima del hombro—. Y tú también, Veronica.

En verdad formaban una extraña pareja. Ya no me sorprendía tanto el que Veronica hubiese elegido a ese chico nada más entrar en el hotel. De alguna manera pegaban: dos seres descarriados e intransigentes que se negaban a ser como los demás, y a los que los demás rechazaban.

Pero no me había olvidado de lo que Adrian había dicho de Veronica la primera vez que el chico interrumpió el vacilante intento de confesarse de Roar Hanson.

Lo recordaba muy bien, pues cuando lo dijo pensé que mentía.

Veronica seguía sentada en el suelo junto a la puerta de la cocina. Había recogido las cartas y estaba barajándolas con la elegante indiferencia de un jugador de póquer.

—¡Tú también! —grité.

Por primera vez desde que la conocía, Veronica parecía insegura. Por un lado deseaba demostrar su independencia, por otro, era lo bastante lista como para entender que parecería una niña rebelde si no hacía como los demás.

La policía había llegado, y había dado una orden. Todo el mundo obedeció.

Ella también, tras pensárselo un poco.

Durante las últimas veinticuatro horas, Veronica me había recordado a un gato en varias ocasiones. Ahora se levantó del suelo a regañadientes con unos movimientos suaves y continuos. Se deslizó por la habitación con actitud alerta, dando un pequeño rodeo, como si estuviera buscando a su presa. Hasta ese momento no me había dado cuenta de que llevaba un bolso en bandolera; era un bolso negro de tamaño mediano que yo no le había visto antes.

Pero estaba en la lista de Adrian.

—Ahí no —me apresuré a decir al ver que se dirigía hacia Adrian.

Hice un gesto en dirección contraria adonde estaba yendo.

—¡Por ahí! Tú también, Adrian. Sentaos junto a la chimenea. En ese sofá. Hay sitio libre.

Señalé a la pareja de musulmanes.

Por suerte, los dos jóvenes hicieron lo que les dije. En realidad no esperaba que fuese tan fácil. El policía más joven me miró escéptico; parecía que iba a decir algo, pero al final no abrió la boca.

—Mi nombre es Per Langerud —empezó el agente mayor carraspeando mientras se tapaba la boca con la mano—. Ante todo quisiera expresar mi…

Supuse que le costaba encontrar la palabra adecuada.

—… empatía —dijo por fin—, mi empatía por esa extremadamente difícil situación en la se han encontrado ustedes estos últimos días. Es muy comprensible que quieran irse a sus casas lo antes posible.

Un murmullo de satisfacción se expandió por el salón. Algunos aplaudieron tímidamente.

—He dicho lo antes posible —prosiguió Per Langerud elevando la voz—. Eso quiere decir cuando hayamos concluido la labor de investigación más necesaria e inmediata. Cuanto más dispuestos a colaborar se muestren ustedes, más deprisa haremos nuestro trabajo. Pero me temo que no podrán salir de aquí hasta mañana por la tarde, como muy pronto. Tal vez no hasta…

—¿Mañana por la tarde? —gritó Mikkel levantándose—. ¡Ni de coña! Yo saldré de aquí en cuanto se haga de día.

—Yo también —intervino la señora del punto—. ¡Quiero irme a casa! Tengo que irme a casa. Mi gato está solo, y yo no debería haber…

—No tenemos por qué aceptar esto —señaló Kari Thue, y al instante la apoyó uno de los hombres de negocios mayores que no se había separado de ella las últimas veinticuatro horas.

—¿Qué derecho tienen a retenernos aquí cuando sea viable salir? Solo pueden retenerme si tienen motivos razonables para sospechar que he cometido algo ilegal, lo que no…

—¡Silencio! —gritó Per Langerud; su voz había cambiado de barítono a bajo—. Puedo asegurarles que tenemos derecho a…

—Ni de coña —exclamó de repente Adrian, levantándose de la silla y dando un paso amenazador hacia el policía.

Ante todo el chico resultaba cómico; pesaba cincuenta kilos menos y como mínimo era treinta años más joven que el policía.

—Ni siquiera sabemos si sois polis de verdad —resopló—. Yo me iré de aquí mañana aunque…

—¿… sea esquiando? —pregunté en voz alta—. ¿Es eso lo que queréis? ¿Poneros unos esquís prestados e ir caminando a la ciudad?

Los policías más jóvenes se habían acercado a Adrian. Les hice una seña para que lo dejaran. Se retiraron vacilantes y se sentaron en la parte este de la habitación, en la punta de una silla, listos para intervenir. Varias de las catorceañeras lloraban, algunas incluso sollozaban. La señora del punto había vuelto a enterrar la cara en su labor, que debía de haber echado a perder con los mocos y las lágrimas.

—Permaneceréis en el hotel mientras os lo ordenen las autoridades —dije en voz muy alta—. Aunque solo sea porque no tenéis ninguna posibilidad de salir de aquí por vuestros propios medios.

La implacable lógica de ese sencillo razonamiento tuvo su impacto. Las catorceañeras moquearon y se limpiaron las lágrimas. Mikkel se sentó. El silencio era tan absoluto que se podía oír el tintineo de las agujas cuando la mujer de la comisión de la Iglesia Estatal volvió a hacer punto frenéticamente; de pronto dejó el jersey a medio hacer sobre la mesa.

—Ahora vais a escuchar lo que la policía tiene que decir. —La voz me temblaba, pero no sabía si era de nervios o de rabia. Seguramente por ambas cosas. Aunque no me sentía ni rabiosa ni angustiada. Solo extenuada—. Y nadie se irá de aquí hasta que la policía nos diga que podemos hacerlo.

Per Langerud se pasó la mano por el pecho, como si las gruesas bolitas de su vieja chaqueta de lana fueran a desaparecer con un par de cepillados. Adrian tenía razón en que aquellos hombres no parecían policías. Langerud llevaba unos bombachos demasiado estrechos y unas medias grises de lana, que por el contrario le quedaban demasiado grandes y que constantemente se le caían sobre las altas botas de montaña. Los agentes más jóvenes parecían listos para asistir a un
après-ski
en la elegante estación invernal de Geilo. Los dos llevaban unos anoraks carísimos, y las botas no eran baratas. No eran artículos que puedan comprarse con un sueldo de policía. Tal vez los habían mandado a la tienda a adquirir un equipo apropiado para la expedición a la montaña, y ellos habían aprovechado las prisas para pasarse de presupuesto.

Langerud se tomó su tiempo. Volvió a pasarse la mano por el pecho. Con el dedo índice intentó tirar un poco de los estrechísimos bombachos. Luego se escrutó los nudillos y ladeó la cabeza como si estuviera oyendo un extraño sonido que nadie más era capaz de oír. Cuando todo el mundo empezó a sentirse francamente incómodo, una sonrisa condescendiente se dibujó en su cara cuadrada. Abrió la boca.

—Perdóname —dije en voz muy alta—. Perdóname, inspector jefe…

Me arriesgué con lo del título. Tuve suerte. Se volvió hacia mí, extrañado, irritado y curioso a la vez.

—Me pregunto si podría… ¿Podría hablar un momento…?

—¿Conmigo?

—Sí.

—¡Habla!

—¿Podrías acercarte un poco?

Volvió a fruncir el entrecejo en un gesto que expresaba más sentimientos de los que yo podía captar. Probablemente pensó que lo más sencillo era escuchar lo que yo tenía que decir. Tal vez también lo más sensato. Al menos se me acercó, y cuando le hice una seña con el dedo índice se inclinó hacia delante y aproximó la oreja a mis labios.

Olía a loción para después del afeitado y a café.

Cuando le hube dicho lo que tenía que decirle, se enderezó lentamente.

Ya no me costaba leerle la mente. Sabía exactamente lo que estaba pensando: dudaba. Lo que yo le había pedido se alejaba mucho del procedimiento ordinario de una investigación de asesinato. Si nos hubiéramos tomado tiempo para reflexionar, es probable que hubiéramos caído en la cuenta de que el procedimiento ni siquiera era legal. Al menos había muchas razones para cuestionar la ética de lo que le estaba pidiendo. Él debía responder que no. Tanto su edad como el cometido que le habían encargado probaban que Per Langerud era un policía experto y capaz.

Por eso asintió.

Es decir: asintió con la cabeza. Muy breve y casi imperceptiblemente, pero dio su consentimiento. Me dio permiso para intentarlo y se volvió tan de repente que sospeché que quería evitar contagiarme su propia duda.

—Se me ha permitido… —empecé a decir a la vez que acercaba mi silla a las personas allí congregadas— formular primero unas preguntas. Antes de que la policía proceda a hacer lo que tiene que hacer y todos podamos irnos a casa.

Tres policías, unos cuantos empleados del hotel y miembros de la Cruz Roja, una pandilla de chicas vestidas de rojo y con coleta, unos niños con sus padres, varios médicos, Kari Thue y Mikkel, Magnus y la señora que hacía punto, los alemanes y el resto de los pasajeros del tren accidentado, todos me miraban a mí y solo a mí. Vi desprecio y curiosidad en sus ávidas miradas, expectación e impaciencia, indiferencia y tal vez algo parecido al miedo, pero no en la cara en que me habría gustado verlo.

De repente no supe qué decir.

El silencio era muy extraño.

Todavía me zumbaban los oídos, pero ese eco en mis tímpanos de la tormenta pasada era lo único que podía oír en el espacioso salón. Aquellas personas estallarían en cualquier momento; protestarían, exigirían que se hiciera algo, que se dijera algo. Si no me daba prisa, al cabo de unos segundos habría perdido mi oportunidad.

—¿Por qué llevas los calcetines rojos de Adrian? —pregunté mirando a Veronica.

Algunos se rieron por lo bajo. Otros callaron.

Una fina arruga dividió en dos la frente de la joven.

—Me los ha prestado —contestó lentamente.

—¿Cómo? ¿Podrías hablar un poco más alto?

—Me los ha prestado. Tenía los pies fríos.

Su expresión dejaba pocas dudas de lo que pensaba sobre mí. Su voz, que ya antes era excepcionalmente grave, se volvió aún más grave.

—Adrian tenía frío y yo le presté mi jersey —añadió—. Yo tenía los pies fríos y él me prestó sus calcetines.

—Pero no al mismo tiempo —dije—. Él te pidió prestado el jersey ya la primera tarde, o al menos antes de acostarse. Tú le pediste los calcetines al día siguiente.

Veronica tenía la mirada clavada en mí, pero daba la impresión de no ver nada. La fina arruga de su frente había desaparecido, y ella volvía a ser una persona con una palidez de muerte y rostro inexpresivo.

—Lo que tú digas —dijo colocándose el pelo detrás de la oreja.

Desde el fondo del salón me llegó claramente un resoplido lleno de desprecio.

—Kari Thue —dije en voz alta—, entiendo que estés impaciente. A ti no te interesan ni los calcetines ni los jerséis prestados. Pero voy a aprovechar la ocasión y preguntarte algo a ti. ¿Podrías tener la amabilidad de levantarte? Veo muy mal desde aquí atrás.

No hubo reacción.

—De acuerdo —dije—. Supongo que me oyes. ¿Cómo sabías que la madrugada en que murió Cato Hammer el vendaval amainó un rato alrededor de las tres?

Ella seguía inmóvil. No podía verla, pero de repente me imaginé una liebre, una cría de liebre marrón que se aprieta aterrada contra el suelo, pensando que puede hacerse invisible.

La inquietud se propagó a su alrededor.

—Contéstale.

—¡Te ha hecho una pregunta!

—Pero si yo no sabía que el vendaval amainó sobre las tres —dijo Kari Thue, aún sin levantarse—. ¿Cómo puedes decir que yo…?

—Cuando empezaron a correr los rumores sobre la huida de Cato Hammer, tú ratificaste la teoría de que alguien había robado una moto de nieve diciendo que el vendaval había amainado justo sobre esa hora.

—Supongo simplemente que estaría despierta sobre las tres —se apresuró a decir Kari Thue; todavía no podía verla—. Estaría despierta, tampoco es tan raro. Y vi que el tiempo había mejorado.

—De acuerdo —dije—. Estabas despierta. Y de hecho justo a esa hora hacía menos viento. Lo corrobora el diario del hotel.

Se levantó y sonrió triunfante a sus partidarios, quienes le devolvieron la sonrisa, un poco preocupados.

—Exactamente. Entonces no entiendo por qué…

—Sin embargo dijiste que estabas dormida —la interrumpí—. A la mañana siguiente, al bajar a recepción, incluso te quejaste de lo dormida que estabas. En tu opinión era una irresponsabilidad que Berit hubiera dejado dormir a los huéspedes toda la noche. Habríamos podido sufrir una conmoción cerebral, dijiste; deberían habernos despertado.

—Pero yo…

—Según todos los indicios, Cato Hammer fue asesinado alrededor de las tres. ¿Estabas dormida o despierta? Sobre las tres, me refiero. Tendrás que elegir una u otra posibilidad, pues no pueden ser las dos a la vez. ¿Cuándo mentiste? ¿Entonces o ahora?

En el fondo me sentía a gusto. A decir verdad, me lo estaba pasando muy bien.

—Estaba… estaba despierta. Pero solo unos minutos, para… tuve que ir al lavabo. Luego me dormí, y dormí muy profundamente.

—De acuerdo. —Hice una mueca de indiferencia, antes de clavar la mirada en Mikkel—. También tú estuviste en el lavabo, ¿no? Sobre las tres de la madrugada del jueves.

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