Abajo había dos fotos muy nítidas. En la primera, un muchacho sostenía en brazos un gato negro. En la segunda, John Kortighan, tomado en tres cuartos de perfil, estaba sentado en un taburete empuñando una pistola. Dirigía una mirada vacía y ausente hacia un punto ubicado a su derecha.
Con una sincronización perfecta, las miradas de los presentes se dirigieron a Russell, que, como siempre, había escogido la silla más apartada. Cuando se supo observado, una expresión inocente se formó en su rostro.
—Teníamos un acuerdo, ¿no?
Vivien esbozó una sonrisa. Porque era verdad. Russell estaba en su derecho y nadie podía acusarlo de haber incumplido la palabra dada. Aun así, al mirar la primera plana del periódico, le surgió una curiosidad. Decidió satisfacerla, tanto por ella como por todos los presentes.
—Russell, hay algo que quisiera saber.
—Dime.
—¿Cómo has hecho para tomarle esa foto a John? En ningún momento te vi con una cámara en las manos.
Con cara de buen chico, Russell se levantó y se acercó al escritorio.
—Hay una cosa que heredé de mi hermano. También me enseñó cómo y cuándo utilizarla.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó el puño apretado. Después estiró el brazo y abrió los dedos para que todos vieran lo que sostenían. Vivien casi no pudo contener la risa. Russell tenía en la palma de la mano una cámara fotográfica en miniatura.
Durante el funeral de mi madre llovía y Vivien me sostenía la mano.
Mientras oía el sonido de la lluvia sobre el paraguas, vi el descenso del ataúd a la fosa. Estábamos en el pequeño cementerio de Brooklyn donde ya reposaban mis abuelos y, en ese momento, lamentaba no haber sabido quién fue de verdad Greta Light. Pero creo que con el tiempo llegaré a saberlo, gracias al recuerdo de todas las palabras que nos dijimos, los juegos a que jugamos y los momentos de serenidad que vivimos. Aun cuando intenté estropearlo todo, podré hacerlo con la ayuda de mi tía, que es una mujer fuerte e increíble, a pesar de las lágrimas que le anegaban los ojos, frágiles como los de cualquier persona cuando se encuentra ante la muerte.
El cura habló de polvo, de tierra y de regresos.
Cuando lo vi y escuché esas palabras, mi pensamiento derivó hacia el padre McKean y hacia todo lo que hizo por mí y por otros chicos como yo. Fue terrible saber qué había detrás de su mirada, lo que fue capaz de hacer, y también lo fue descubrir cómo el mal puede llegar a sitios que deberían estarle vedados.
Me han explicado que la culpa de sus acciones no tiene relación con su voluntad, sino sólo con una parte de él que estaba prisionera de algo malvado sobre lo que no tenía control alguno.
Como si dentro de su cuerpo hubieran vivido dos almas diferentes.
No ha sido fácil aceptarlo, pero sí entenderlo, porque yo misma lo he vivido.
Vi esa parte enferma que bajaba a la sepultura junto con el cuerpo de Greta Light, mi madre. Dos partes corruptibles, destinadas a volver a la tierra para transformarse en polvo. Ella y el padre McKean, sus esencias vivas y verdaderas, estarán siempre cerca de mí, de la persona en que me convertiré. Mientras miraba los ojos de Vivien a través del dolor y las lágrimas, supe que me encaminaría por el sendero apropiado.
Mi padre no estaba presente en el funeral.
Me llamó por teléfono y me dijo que estaba en el otro extremo del mundo y que no llegaría a tiempo. En otro momento me habría pesado su ausencia, incluso habría llorado. En este momento reservo mis lágrimas para cosas más importantes. Ahora, esta ausencia es sólo una nueva caja vacía en una larga serie de cajas vacías. Unas cajas que han dejado de ser una mala sorpresa desde que entendí que no me interesa descubrir qué esconden dentro.
Yo tengo una familia. Es él quien ha escogido no formar parte de ella.
Cuando terminó todo y la gente ya se estaba alejando, me quedé sola con Vunny ante la tierra fresca y removida. Con la lluvia despedía un aroma a musgo y regeneración.
En cierto momento, ella se dio la vuelta y yo seguí su mirada.
De pie bajo la lluvia había un hombre alto, sin sombrero ni paraguas, con una gabardina oscura. Enseguida lo reconocí. Era Russell Wade, el tipo que hizo con ella la investigación y que está publicando una serie de artículos en el
New York Times
, titulados «La verdadera historia de un nombre falso».
En el pasado salió en los periódicos como protagonista de historias bastante dudosas. Ahora parece que ha encontrado el modo de cambiarlo todo. Esto significa que todo puede cambiar cuando menos te lo esperas y, sobre todo, si quieres que cambie. Vivien me dio el paraguas y se acercó a él.
Hablaron brevemente y después Wade se alejó. Mientras se iba, mi tía se quedó mirándolo. La lluvia le caía en la cara y le quitaba la sal de las lágrimas.
Cuando volvió a mi lado advertí en sus ojos una nueva tristeza. Una tristeza diferente a la que sentía por la muerte de mamá.
Le apreté la mano y ella entendió. Estoy segura de que antes o después hablaremos del asunto.
Ahora estoy aquí, todavía en Joy, sentada en el jardín bajo un cielo ya despejado. Delante de mí, en un charco de agua se refleja el sol y me parece un buen augurio. Aun cuando en estos momentos la casa parece poblada por fantasmas, estoy segura de que en poco tiempo volveremos a hablar hasta que aprendamos a sonreír de nuevo. Aquí he entendido muchas cosas, y lo he hecho del modo más simple. Las he aprendido en el día a día. Mientras trataba de entender a los chicos que convivían conmigo, creo que empecé a conocerme a mí misma.
He sabido que, gracias al interés del gobierno y de muchas otras personas que echarán una mano, la comunidad Joy no dejará de existir. Aun cuando Vivien me propone ir a vivir con ella, he decidido quedarme aquí, para ayudar en lo que pueda si me aceptan. Ya no necesito a Joy, pero albergo la ilusión de que Joy me necesite a mí.
Me llamo Sundance Green y mañana cumpliré dieciocho años.
Aprieto el botón y la voz de mi secretaria llega con la eficiencia que la caracteriza.
—Sí, señor Wade.
—No me pase llamadas durante un cuarto de hora.
—Bien. Buena lectura, señor Wade.
Hay una chispa de diversión en su voz. Creo que ha entendido por qué me tomo estos minutos. Además, fue ella quien me ha traído hace un rato el
New York Times
que en este momento tengo frente a mí, en el escritorio. La primera plana trae un titular con unas letras que podrían verse desde un avión.
«La verdadera historia de un nombre falso - Tercera parte.»
Pero lo que más me interesa es el nombre del autor.
Empiezo a leer el artículo y me bastan un par de columnas para darme cuenta de que es asombrosamente bueno. La sorpresa es tan grande que postergo el sentimiento de orgullo para después. Russell tiene la capacidad de atraer al lector y atraparlo sin remedio. Desde luego, la historia es muy cautivadora, pero debo reconocer que él la sabe contar de modo magistral.
Se enciende el piloto del intercomunicador y oigo la voz de la secretaria.
—¿Quién es? He dicho que no quería ser molestado.
—Su hijo está aquí.
—Hágalo pasar.
Escondo el periódico en el cajón del escritorio. Podría decir que lo he hecho para no incomodar a mi hijo, pero mentiría. En realidad es para evitar mi propia incomodidad. Es una sensación que detesto; a veces he perdido centenares de miles de dólares con tal de evitarla.
Poco después entra Russell. Se lo ve tranquilo y de aspecto reposado. Viste una ropa decorosa e incluso se ha molestado en afeitarse.
—Hola, papá.
—Hola, Russell. Te felicito. Parece que te has hecho famoso. Estoy seguro de que esto te reportará un montón de dinero.
Él se encoge de hombros.
—Hay cosas en la vida que el dinero no puede comprar.
Respondo con un gesto parecido.
—Estoy seguro, pero no tengo mucha experiencia al respecto. En mi vida siempre me he ocupado de las otras cosas.
Se sienta frente a mí. Me mira a los ojos. Es una buena sensación.
—Después de esta lección de filosofía barata, ¿qué puedo hacer por ti?
—He venido a darte las gracias. Y por negocios.
Espero a que continúe. Pese a todo, mi hijo siempre ha tenido el don de despertarme la curiosidad. Además del de sacarme de mis casillas como ninguna otra persona.
—Sin tu ayuda no habría conseguido este resultado. Te lo agradeceré todo la vida.
Unas palabras que me dan mucho placer. Nunca imaginé que las oiría alguna vez de boca de Russell. Pero la curiosidad permanece.
—¿Y de qué clase de negocios se trata?
—Tienes algo mío que querría recuperar, pagándolo.
Al fin entiendo y no logró reprimir la sonrisa. Abro el cajón y de abajo del periódico saco el contrato firmado por él, que tuve a cambio de mi ayuda. Lo pongo sobre el escritorio.
—¿Te refieres a esto?
—Exacto.
Me retrepo en mi asiento y lo miro a los ojos.
—Lo lamento, hijo, pero como bien has dicho hay cosas que el dinero no puede comprar.
Él sonríe.
—Pero yo no pensaba ofrecerte dinero.
—¿Ah, no? ¿Y con qué pretendes pagarme?
Se mete la mano en el bolsillo y saca un pequeño objeto gris, de plástico. Una grabadora portátil.
—Con esto.
La experiencia me ha enseñado a permanecer impasible. Esta vez también lo logro. El problema consiste en que él conoce esta habilidad mía.
—¿Qué es?, si puede saberse —pregunto para ganar tiempo, pero sé muy bien de qué se trata y qué contiene. Y él me lo confirma.
—Es una grabación con las llamadas que le hiciste al general Hetch. Este minúsculo objeto a cambio de ese contrato.
—Nunca te atreverías a usarlo en mi contra.
—Ponme a prueba. Ya lo tengo todo planeado. Se titulará «Verdadera historia de la verdadera corrupción».
Adoro el ajedrez. En ese juego, cuando se ha perdido, debe rendirse homenaje al adversario. En mi mente cojo el rey y lo humillo sobre el tablero. Después agarro el contrato y con un gesto teatral lo rompo en pedacitos y lo arrojo a la papelera.
—Ya está. No tienes más ataduras.
Russell se levanta y deja la grabadora en el escritorio.
—Sabía que llegaríamos a un acuerdo.
—Ha sido un chantaje.
Me mira con expresión divertida.
—Por supuesto que sí.
Russell mira la hora, en un Swatch de pocos dólares. El reloj de oro que una vez le regalé lo habrá vendido.
—Tengo que irme. Larry King me espera para una entrevista.
Conociéndolo, bien podría tratarse de una broma. Pero con la fama que le ha llegado de golpe no me sorprendería que fuera verdad.
—Adiós, papá.
—Adiós. No puedo decir que haya sido un placer.
Se aleja hacia la puerta. Sus pasos en la moqueta no suenan. Ni siquiera la puerta, cuando la abre. Lo llamo.
—Russell...
Se vuelve hacia mí. Tiene esa cara que todos dicen que es una calco de la mía.
—¿Sí?
—Un día de éstos, si te apetece, podrías ir a comer a casa. Creo que tu madre se sentiría muy dichosa de verte.
Me mira con unos ojos que en el futuro deberé aprender a conocer. Tarda un poco en responder.
—Lo haré con mucho gusto. Sí, con mucho gusto.
Después sale y se va.
Por un momento me quedo pensando. Durante toda mi vida he sido un hombre de negocios. Creo que hoy he hecho uno muy bueno. Alargo la mano y cojo la grabadora. Pulso el
play
.
Vaya. Siempre pensé que mi hijo era un muy mal jugador de póquer, pero debe de ser una de esas personas capaces de aprender de sus propios errores.
La cinta está vacía.
Nada, nada de nada.
Me levanto y me acerco a la ventana. Nueva York está ahí abajo, es una de las muchas ciudades que he logrado conquistar a lo largo de mi vida. Hoy me parece un poco más valiosa, mientras un alegre pensamiento cruza mi mente.
Mi hijo, Russell Wade, es un gran periodista y un gran cabrón.
Creo que este segundo aspecto de su personalidad lo ha heredado de mí.
Estoy en Boston, en el cementerio donde descansan los restos de mi hermano. He abierto la puerta vidriada y entrado en el panteón de la familia, un lugar que desde hace tiempo acoge a los Wade. La lápida es de mármol blanco, como todas. Robert me sonríe inmutable desde su foto transformada en un relieve de cerámica, en el cual su rostro no envejecerá.
Ahora tenemos más o menos la misma edad.
Hoy he estado almorzando con mis padres. No recordaba que su casa fuese tan grande, tan opulenta. Cuando me vieron entrar, los del personal de servicio me echaron un vistazo con las mismas miradas que habrá recibido Lázaro después de la resurrección. Alguno de ellos nunca me había visto en persona.
Henry me abrió la puerta y, mientras me acompañaba para el encuentro con mis padres, me apretó el brazo y me miró con complicidad.
Después me susurró:
—«La verdadera historia de un nombre falso.» De verdad es un gran trabajo, señor Russell.
Durante la comida, en esa casa donde fui niño y donde viví tantos momentos con Robert y con mis padres, después de años de distanciamiento los recelos no se han borrado del todo. Todo aquel silencio y todas aquellas crudas palabras no pueden borrarse en un instante sólo por obra de la buena voluntad. De todos modos, tomamos manjares exquisitos y hablamos como no lo habíamos hecho en mucho tiempo.
A los cafés, mi padre dijo haber oído por ahí que mi nombre sonaba para el Pulitzer. Cuando repuse que esta vez no podrían quitármelo, sonrió. También sonrió mi madre, y yo, al fin, pude respirar.
Fingí que no pasaba nada y miré la sabrosa infusión que humeaba en la taza.
Me acordé de la llamada que hice mientras volvía de Chillicothe. Desde el avión de mi padre telefoneé al
New York Times
, me anuncié y pedí por Wayne Constance. Muchos años antes, en la época de mi hermano, Wayne era el responsable de Internacional. Ahora era nada menos que el director del periódico.
—Hola, Russell. ¿Qué puedo hacer por ti? —Un poco de frialdad. Desconfianza. Curiosidad.
No esperaba algo diferente. Sabía que no me merecía otra cosa.
—Soy yo quien puede hacer algo por ti, Wayne. Tengo entre manos una verdadera bomba.