—Veo que hice mal mandándosela. Aquí Cromwell me ha hablado de su inocencia y su virtud, y con toda razón, por lo que veo. A partir de ahora no haré nada que vaya en detrimento de su honor. De hecho, sólo hablaré con ella en presencia de los suyos.
Si la esposa de Edward Seymour hubiese de venir a la corte, podrían hacer una fiesta familiar, y así el rey podría cenar con Jane sin que fuese ninguna afrenta para su honestidad. ¿Debería quizá tener Edward una suite en palacio? Esas habitaciones mías de Greenwich, le recuerda a Enrique, que comunican directamente con las vuestras: ¿y si me trasladase yo y dejase a los Seymour instalarse allí? Enrique le mira, resplandeciente.
Él ha estado estudiando con atención a los hermanos Seymour desde la visita a Wolf Hall. Tendrá que trabajar con ellos; las mujeres de Enrique llegan arrastrando a sus familiares, no encuentra a sus novias en el bosque, ocultas debajo de una hoja. Edward es serio, grave, pero está dispuesto sin embargo a revelarte sus pensamientos. Tom es reservado, eso es lo que le parece; reservado y listo, un cerebro trabajando diligentemente tras la apariencia de afabilidad. Pero tal vez no sea el mejor cerebro. Tom Seymour no me dará ningún problema, piensa, y a Edward puedo llevarlo conmigo. Su mente está ya desplazándose hacia delante, hacia un periodo en que el rey indique lo que desea. Gregory y el embajador del emperador, ambos, han sugerido el camino que seguir. «Si puede anular los veinte años con su verdadera esposa —le ha dicho Chapuys—, estoy seguro de que se halla al alcance de vuestro ingenio dar con razones para librarle de su concubina. Nadie ha creído nunca que ese matrimonio fuese válido, para empezar, salvo aquellos cuya tarea es decirle que sí».
Él se pregunta, sin embargo, sobre el «nadie» del embajador. Nadie en la corte del emperador, quizá: pero toda Inglaterra ha jurado, aceptando matrimonio. No es cuestión liviana, le dice a su sobrino Richard, deshacerlo legalmente, aunque lo pida el rey. Esperaremos un poco, no acudiremos a nadie, que vengan ellos a nosotros.
Pide que se redacte un documento, en el que aparezcan todas las concesiones a los Bolena desde 1524. «Sería bueno tener a mano algo como eso, por si el rey lo pide».
No se propone quitarles nada. Más bien acrecentar sus propiedades. Cargarlos de honores. Reírles los chistes.
Aunque has de mirar bien de qué te ríes. El señor Sexton, el bufón del rey, se ha burlado de Ana y la ha llamado «lasciva». Creyó que tenía licencia, pero Enrique cruzó lentamente el salón y le abofeteó, le dio de cabezazos contra la pared y le expulsó de la corte. Dicen que Nicholas Carew le dio refugio, por compasión.
Antony se siente agraviado por lo de Sexton. A un bufón no le gusta oír hablar de la caída de otro. Y, especialmente, dice Anthony, cuando su único fallo es la previsión. Oh, dice él, habéis estado escuchando las murmuraciones de la cocina. Pero el tonto dice: «Enrique echó a patadas a la verdad y al señor Sexton con ella. Pero últimamente tiene un medio de arrastrarse por debajo de la puerta y de bajar por la chimenea. Un día la aceptará y la invitará a ocupar un sitio junto al fuego».
William Fitzwilliam viene a Rolls House y se sienta con él.
—¿Y qué tal la reina, Crumb? ¿Aún sois buenos amigos, aunque cenéis con los Seymour?
Él sonríe.
Fitzwilliam se levanta bruscamente, abre la puerta para comprobar que no hay nadie escuchando, luego vuelve a sentarse y continúa.
—Volved atrás con el pensamiento. Al galanteo de la Bolena, al matrimonio con la Bolena. ¿Qué parecía el rey a ojos de los adultos? Alguien que sólo se ocupa de sus propios placeres. Como un niño, quiero decir. Que se apasiona, que se deja esclavizar por una mujer, que está hecha después de todo exactamente igual que las otras mujeres… Algunos decían que era impropio de un hombre.
—¿Decían eso? Vaya, me sorprende mucho. No se puede decir de Enrique que no sea un hombre.
—Un hombre —y Fitzwilliam resalta la palabra—, un hombre debería ser gobernador de sus pasiones. Enrique muestra mucha fuerza de voluntad pero poca sabiduría. Eso le hace daño. Ella le hace daño. El daño seguirá.
Parece que no la nombrará, a Ana Bolena, La Ana, la concubina. Así que, si ella hace daño al rey, ¿no sería actuar como un buen inglés apartarla de él? La posibilidad yace entre ellos, próxima ya pero aún inexplorada. Es traición, por supuesto, hablar contra la reina actual y sus herederos; una traición de la que sólo está exento el rey, ya que él no podría ir contra su propio interés. Le recuerda esto a Fitzwilliam: aunque Enrique hable contra ella, añade, no hay que dejarse arrastrar.
—Pero ¿qué buscamos en una reina? —pregunta Fitzwilliam—. Ella debería tener todas las virtudes de una mujer ordinaria, pero además en un alto grado. Debe ser más honesta, más humilde, más discreta y más obediente incluso que ellas: a fin de constituir un ejemplo. Hay quienes se preguntan: ¿es Ana Bolena alguna de esas cosas?
Él mira al señor tesorero: seguid.
—Creo que puedo hablar claramente con vos, Cromwell —dice Fitz: y (después de comprobar una vez más en la puerta) lo hace—. Una reina debería ser dulce y compasiva. Debería mover al rey a la misericordia…, no a la dureza.
—¿Tenéis algún caso concreto en la cabeza?
Fitz estaba en casa de Wolsey de joven. Nadie sabe qué papel desempeñó Ana en la caída del cardenal; tenía la mano oculta en la manga. Wolsey sabía que no podía esperar de ella ninguna piedad, y no recibió ninguna. Pero Fitz parece dejar a un lado al cardenal. Dice:
—Yo tenía en poco a Thomas Moro. No era el experto en asuntos de Estado que creía ser. Creía que podía manejar al rey, creyó que podía controlarle, creyó que Enrique aún seguía siendo un príncipe dulce y joven al que podía llevar de la mano. Pero Enrique es un rey al que hay que obedecer.
—Sí, ¿y?
—Y pienso que, con Moro, ojalá las cosas hubiesen acabado de otra forma. Un erudito, un hombre que era Lord Canciller, sacarlo bajo la lluvia y cortarle la cabeza…
—¿Sabéis? —dice él—, yo a veces me olvido de que ya no está. Llega de pronto una noticia y pienso: ¿qué diría Moro de esto?
Fitz alza la vista.
—No habláis con él, ¿verdad?
Él se ríe.
—No acudo a él a pedirle consejo.
Aunque lo hago, por supuesto, consulto al cardenal: en la intimidad de mis breves horas de sueño.
—Thomas Moro —dice Fitz— perdió toda posibilidad con Ana al no acudir a verla coronada. Le habría hecho matar un año antes de lo que sucedió, si hubiese podido demostrar que había cometido traición.
—Pero Moro era un abogado listo. Entre otras cosas que también era.
—La princesa María…, lady María, debería decir…, no es ningún abogado. Es una muchacha sin amigos.
—Oh, yo diría que su primo, el emperador, cuenta como amigo suyo. Y es un buen amigo, además.
Fitz parece irritado.
—El emperador es un gran ídolo, asentado en otro país. Ella necesita, día a día, un defensor más cercano. Necesita a alguien que promueva sus intereses. Basta ya, Crumb…, basta de bailar alrededor del asunto.
—María sólo necesita seguir respirando —dice él—. No me acusan a menudo de bailar.
Sir William se levanta.
—Está bien. A buen entendedor.
El sentimiento es que hay algo que está mal en Inglaterra y que hay que enderezar. No se trata de las leyes ni de las costumbres. Es algo más profundo.
Fitzwilliam deja la estancia, luego vuelve a entrar. Dice bruscamente:
—Si la siguiente es la hija del viejo Seymour, habrá envidias entre los que piensan que debería ser preferida su propia noble casa…, después de todo, los Seymour son una familia antigua, y con ella él no tendrá este problema. Quiero decir, los hombres corriendo tras ella como perros tras una…, en fin… Basta con mirarla, a la muchachita de Seymour, y te das cuenta de que nadie le ha levantado nunca las faldas.
Esta vez se va; pero dirigiéndole a él, Cromwell, una especie de saludo burlón, un floreo en dirección a su sombrero.
Viene a verle sir Nicholas Carew. Hasta las mismas fibras de su barba están erizadas de conspiración. Él medio espera que el caballero le haga un guiño al sentarse.
Cuando llega el asunto, Carew es sorprendentemente enérgico.
—Queremos fuera a la concubina. Sabemos que vos también lo queréis.
—¿Sabemos?
Carew le mira, desde debajo de sus cejas erizadas; como un hombre que ha lanzado su único cuadrillo de ballesta, ahora debe recorrer el terreno, buscando un amigo o un enemigo o sólo un lugar donde ocultarse durante la noche. Sopesadamente, aclara.
—Mis amigos en este asunto incluyen a una buena parte de la nobleza antigua de esta nación, esos linajes honorables y… —Ve la expresión de Cromwell y acelera—: Hablo de aquellos que están muy cerca del trono, los de la estirpe del viejo rey Eduardo. Lord Exeter, la familia Courtenay. También lord Montague y su hermano Geoffrey Pole. Lady Margaret Pole, que como sabéis, fue tutora de la princesa María.
Él alza la vista.
—Lady María.
—Sí, vos debéis llamarla así. Nosotros la llamamos «princesa».
Asiente.
—No dejaremos que eso nos impida hablar.
—Esos a los que he nombrado —dice Carew— son las personas principales en cuyo nombre hablo, pero, como vos sabréis, la mayor parte de Inglaterra celebraría que el rey se librase de ella.
—Yo no creo que la mayor parte de Inglaterra esté al tanto del asunto ni le interese.
Carew se refiere, por supuesto, a la mayor parte de su Inglaterra, la Inglaterra de sangre antigua. Para sir Nicholas no existe ningún otro país.
—Supongo —dice él— que Gertrude, la esposa de Exeter, participa en este asunto.
—Ella ha estado —Carew se inclina hacia delante para transmitir algo muy secreto— en comunicación con María.
—Lo sé —dice él con un suspiro.
—¿Leéis sus cartas?
—Yo leo las cartas de todo el mundo —incluidas las vuestras—. Pero, mirad —dice—, esto huele a intriga contra el propio rey, ¿no os parece?
—En modo alguno. El honor del rey figura en el centro de todo.
Él asiente. Una cuestión que aclarar.
—¿Entonces? ¿Qué queréis de mí?
—Queremos de vos que os unáis a nosotros. Nos satisface que la muchacha de Seymour sea coronada. La joven es parienta mía, y se sabe de ella que es partidaria de la verdadera religión. Creemos que hará volver a Enrique a Roma.
—Una causa próxima a mi corazón —murmura él.
Sir Nicholas se inclina hacia delante.
—Ése es nuestro problema, Cromwell. Vos sois un luterano.
Él se acaricia la chaqueta, a la altura del corazón.
—No, señor, yo soy un banquero. Lutero condena al Infierno a los que prestan a interés. ¿Creéis que yo puedo ser de los suyos?
Sir Nicholas se ríe cordialmente.
—Yo no sabía. ¿Qué haríamos nosotros sin Cromwell para prestarnos dinero?
—¿Y qué va a pasar con Ana Bolena? —pregunta él.
—No sé. ¿Un convento?
Así que el trato está acordado y sellado: él, Cromwell, tiene que ayudar a las viejas familias, a los verdaderos fieles; y después, bajo el nuevo régimen, tendrán en cuenta sus servicios: su celo en este asunto puede hacerles olvidar las blasfemias de estos últimos tres años, que de otro modo exigirían merecido castigo.
—Sólo una cosa, Cromwell. —Carew se levanta—. La próxima vez no me hagáis esperar. Es impropio que un hombre de vuestra condición tenga a uno de la mía paseando a la espera en una antesala.
—Ah, ¿aquel ruido erais vos?
Aunque Carew lleva el raso almohadillado del cortesano, él siempre lo imagina con armadura de gala: no aquella con la que se combate, sino la que se compra en Italia para impresionar a los amigos. El pasear, por tanto, debía ser necesariamente un asunto ruidoso: clac, cataclac. Alza la vista.
—No pretendía ofenderos, sir Nicholas. En delante lo haremos todo rápido. Considerad que me tenéis a vuestra mano derecha, listo para el combate.
Ése es el tipo de grandilocuencia que entiende Carew.
Ahora Fitzwilliam está hablando con Carew. Carew, con su mujer, que es hermana de Francis Bryan. Su mujer está hablando, o al menos escribiendo, a María para hacerle saber que sus perspectivas mejoran muy deprisa, que La Ana puede ser desplazada. Es, como mínimo, un medio de mantener tranquila a María por un tiempo. Él no quiere que lleguen a sus oídos los rumores de que Ana desencadena nuevas hostilidades. Podría asustarse e intentar escapar; dicen que tiene varios planes absurdos, como drogar a las Bolena que la rodean y huir de noche. Él ha advertido a Chapuys, aunque no con todas esas palabras, por supuesto, de que si Mary escapa es probable que Enrique le haga a él responsable, y que no tenga en cuenta la protección que le otorga su estatus diplomático. Como mínimo, será echado a patadas, igual que Sexton el bufón. En el peor de los casos, puede no volver a ver nunca sus costas natales.
Francis Bryan está manteniendo a los Seymour en Wolf Hall al tanto de los acontecimientos de la corte. Fitzwilliam y Carew hablan con el marqués de Exeter y con Gertrude, su esposa. Gertrude habla en la cena con el embajador imperial, y con la familia Pole, que son todo lo papistas que se atreven a ser, que llevan vacilando al borde de la traición los últimos cuatro años. Nadie habla con el embajador francés. Pero todos hablan con él, Thomas Cromwell.
Esto es, en resumen, lo que sus nuevos amigos están planteando: si Enrique pudo repudiar a una esposa, y tratándose además de una hija de España, ¿no va a poder asignar una pensión a la hija de Bolena y recluirla en alguna residencia en el campo, tras descubrir deficiencias en los documentos matrimoniales?
Su repudio de Catalina, después de veinte años de matrimonio, ofendió a toda Europa. El matrimonio con Ana no es reconocido en ninguna parte más que en este reino, y no ha durado ni tres años; podría anularlo, como una locura. Después de todo, cuenta con una iglesia propia para hacerlo, con arzobispo propio.
Él ensaya mentalmente una petición. «¿Sir Nicholas? ¿Sir William? ¿Vendríais a mi humilde casa a cenar?»
No se propone en realidad pedírselo. Pronto llegaría la noticia a la reina. Una mirada en clave basta, un cabeceo y un guiño. Pero pone una vez más la mesa mentalmente.
La preside Norfolk. Montague y su bendita madre. Courtenay y su maldita esposa. Deslizándose tras ellos, nuestro amigo
monsieur
Chapuys.