—¿Así que nuestro hermano debe arder en la hoguera? ¿Eso es lo que queréis decirme? Feliz Navidad para vos, señor secretario. —Se vuelve—. Dicen que el dinero os sigue últimamente como un perro a su amo.
Él le pone una mano en el brazo:
—Rob… —Luego se echa atrás y dice cordialmente—: No se equivocan.
Sabe lo que piensa su amigo. El señor secretario es tan poderoso que puede mover la voluntad del rey; y si puede, ¿por qué no lo hace, salvo porque está demasiado ocupado llenando su bolsa? Él quiere pedir: dejadme que descanse un día, por amor de Dios.
Monmouth dice:
—¿Es que habéis olvidado a aquellos hermanos nuestros a los que quemó Thomas Moro? ¿Y aquellos a los que acosó empujándolos a la muerte? ¿A los que se doblegaron después de meses de prisión?
—Él no os doblegó a vos. Vivisteis para ver la caída de Moro.
—Pero su brazo se alza desde la tumba —dice Packington—. Moro tenía hombres en todas partes, rodeando a Tyndale. Fueron los agentes de Moro quienes lo traicionaron. Si pudieseis convencer al rey, no podría la reina…
—La reina necesita que la ayuden a ella. Y si deseáis ayudarla, decid a vuestras esposas que contengan sus lenguas venenosas.
Se aleja de allí. Los hijos de Rafe (sus hijastros más bien) le gritan que vaya y vea sus disfraces. Pero la conversación, interrumpida, le deja un regusto amargo que persiste a lo largo del festejo. Anthony le persigue con chistes, pero él vuelve sus ojos hacia la niña vestida como un ángel: es la hijastra de Rafe, la niña mayor de su esposa Helen. Lleva las alas de pavo real que él hizo hace mucho para Grace.
¿Hace mucho? Ni siquiera diez años. Los ojos de las plumas brillan; el día es oscuro, pero las hileras de velas hacen resaltar los hilos de oro, las manchas color escarlata de las bayas de acebo colgadas de la pared, los puntos de la estrella de plata. Esa noche, mientras flotan hacia la tierra copos de nieve, Gregory le pregunta:
—¿Dónde viven los muertos ahora? ¿Tenemos Purgatorio o no? Dicen que existe aún, pero nadie sabe dónde. Dicen que no sirve de nada rezar por las almas que sufren. No podemos sacarlas de allí rezando, como podíamos antes.
Cuando su familia murió, él había hecho todo lo que era costumbre hacer en aquellos tiempos: ofrendas, misas.
—No sé —le dice—. El rey no permitirá que se predique sobre el Purgatorio, porque es un tema muy controvertido. Puedes hablar con el arzobispo Cranmer. —Tuerce la boca—. Él te contará lo último que se piensa sobre el asunto.
—Me resultará muy duro si no puedo rezar por mi madre. O si me dejan rezar pero dicen que estoy perdiendo el tiempo porque nadie me oye.
Imagina el silencio ahora, en ese lugar que es un no lugar, en esa antesala de Dios donde cada hora dura diez mil años. Imaginaste una vez las almas encerradas en una gran red, una urdimbre tejida por Dios, mantenidas seguras allí hasta que se liberasen en su radiación. Pero si se corta la red y la urdimbre se rompe, ¿se derramarán en el espacio gélido, e irán cayendo, año tras año, más y más en el silencio, hasta que no quede el menor rastro de ellas?
Lleva a la niña hasta un espejo para que pueda verse las alas. Los pasos de la pequeña son tanteantes, está sobrecogida por su propia imagen. Los ojos del pavo real le hablan desde el espejo. «No nos olvides. Cuando el año cambia, estamos aquí: un susurro, un roce, un aliento de pluma de ti».
Cuatro días después llegará a Stepney el embajador de España y del Sacro Imperio Romano-Germánico, Eustache Chapuys. Recibe una cálida acogida en la casa, cuyos miembros se acercan a él y le desean felicidad en latín y en francés. Chapuys es saboyano, habla algo de español pero apenas habla inglés, aunque está empezando a entender más de lo que habla.
Las dos casas han estado confraternizando desde una ventosa noche de otoño en que estalló un incendio en la del embajador, y sus sirvientes, gritando, ennegrecidos por la ceniza y llevando todo lo que pudieron salvar, llamaron a las puertas de Austin Friars. El embajador perdió su mobiliario y su guardarropa; era imposible no reírse al verlo, envuelto en una cortina chamuscada, con sólo una camisa debajo. Su séquito pasó la noche en jergones de paja, en el suelo del vestíbulo, tras abandonar su cuñado, John Williamson, su aposento para permitir que lo ocupase el inesperado dignatario. Al día siguiente, el embajador hubo de pasar por la vergüenza de tener que presentarse con ropas prestadas que le quedaban demasiado grandes; era eso o vestir la librea de Cromwell, un espectáculo del que la carrera de un embajador no podría haberse recuperado jamás. Él había puesto a trabajar a los sastres inmediatamente. «No sé cómo vamos a conseguir esa seda de color llama intenso que os gusta a vos. Pero la pediré a Venecia». Al día siguiente, él y Chapuys habían ido a ver lo que quedaba de la casa juntos y habían examinado el terreno bajo las vigas ennegrecidas. El embajador lanzó un gemido sordo mientras removía con un palo el fango negro y acuoso de lo que habían sido sus documentos oficiales. «¿Creéis —había dicho, levantando la vista— que hicieron esto los Bolena?»
El embajador no ha reconocido nunca a Ana Bolena, nunca ha sido presentado a ella; no debe gozar de ese placer, ha decretado Enrique, hasta que esté dispuesto a besarle la mano y llamarla reina. Es a la otra reina a la que él se mantiene leal, a la desterrada de Kimbolton; pero Enrique dice: Cromwell, alguna vez probaremos a poner a Chapuys cara a cara con la verdad. Me gustaría saber qué haría, dice el rey, si le interpusiese en el camino de Ana y no pudiese eludirla.
El embajador lleva hoy un sombrero sorprendente. Se parece más a los que lleva George Bolena que al sombrero de un consejero respetable.
—¿Qué os parece, Cremuel? —lo ladea.
—Muy adecuado. Tengo que conseguir uno igual.
—Permitidme que os lo regale… —Chapuys se lo quita de la cabeza con un floreo, luego lo reconsidera—. No, no os quedaría bien porque tenéis la cabeza muy grande. Mandaré que os hagan uno. —Lo coge del brazo—.
Mon cher
, la gente de vuestra casa es tan deliciosa como siempre, pero ¿podemos hablar a solas?
En una habitación privada, el embajador ataca.
—Dicen que el rey va a ordenar a los sacerdotes que se casen.
Le ha cogido con la guardia baja; pero no está dispuesto a que le agrien su buen humor.
—Habría cierto mérito en eso, porque se evitaría la hipocresía. Pero puedo deciros claramente que eso no sucederá. El rey no querrá oír hablar de ello.
Mira detenidamente a Chapuys; ¿habrá oído tal vez que Cranmer, arzobispo de Canterbury, tiene una esposa secreta? Seguro que no puede saberlo. Si lo supiese, le denunciaría y le hundiría. Odian a Thomas Cranmer, estos presuntos católicos, casi tanto como odian a Thomas Cromwell. Le indica al embajador el mejor asiento.
—¿No queréis sentaros y tomar un vaso de burdeos?
Pero Chapuys no se deja desviar.
—He oído decir que vais a echar a todos los monjes y monjas a los caminos.
—¿A quién oísteis decir eso?
—A los propios súbditos del rey.
—Escuchadme,
monsieur
. Cuando mis emisarios van por ahí, lo que más les piden los monjes es que se les deje marchar. Y las monjas también, no pueden soportar su esclavitud, acuden a mis hombres llorando y pidiendo la libertad. Yo tengo la intención de pensionarlos, o encontrarles puestos útiles. Si son doctos se les pueden asignar estipendios. Si son sacerdotes ordenados, las parroquias los utilizarán. Y en cuanto al dinero sobre el que están sentados los frailes, me gustaría que algo de él fuese a los curas de las parroquias. No sé cómo debe de ser en vuestro país, pero algunos beneficios sólo proporcionan cuarenta y cinco chelines al año. ¿Quién va a asumir una cura de almas por una suma con la que no puede pagar ni la leña del fuego? Y cuando yo haya asignado al clero un ingreso del que pueda vivir, me propongo hacer a cada sacerdote mentor de un escolar pobre, para que le ayude a llegar a la universidad. La generación siguiente de sacerdotes será ilustrada, e ilustrarán a su vez. Decid esto a vuestro señor. Decidle que mi propósito es que la buena religión prospere, que no se marchite.
Pero Chapuys no acepta eso. Está dándose tirones en la manga y sus palabras caen una sobre otra atropelladamente.
—Yo no digo mentiras a mi señor. Le digo lo que veo. Veo una población inquieta, Cremuel, veo descontento, veo desdicha; veo hambre, antes de la primavera. Estáis comprando trigo en Flandes. Dad gracias al emperador, que permite que sus territorios os alimenten. Ese comercio podría interrumpirse, ¿sabéis?
—¿Qué ganaría él matando de hambre a mis compatriotas?
—Ganaría esto, que viesen lo pérfidamente que están gobernados y lo ignominioso que es el proceder del rey. ¿Qué están haciendo vuestros emisarios con los príncipes alemanes? Hablar, hablar, hablar, mes tras mes. Sé que tienen la esperanza de firmar un tratado con los luteranos e importar aquí sus prácticas.
—El rey no dejará que se modifique la forma de la misa. Es muy claro en eso.
—Sin embargo —Chapuys blande un dedo en el aire—, ¡el hereje Melanchton le ha dedicado un libro! No se puede ocultar un libro, ¿verdad? No, negadlo si queréis, Enrique acabará aboliendo la mitad de los sacramentos y haciendo causa común con esos herejes, con el propósito de incomodar a mi señor, que es el emperador. Enrique empezó burlándose del papa y acabará abrazando al diablo.
—Parece que lo conocéis mejor que yo. A Enrique, quiero decir. No al diablo.
Está asombrado del giro que ha tomado la conversación. Hace sólo diez días disfrutó de una agradable cena con el embajador, en la que Chapuys le aseguró que el emperador sólo pensaba en la tranquilidad del reino. No se habló entonces de bloqueos, no se habló de matar a Inglaterra de hambre.
—Eustache —dice—, ¿qué ha pasado?
Chapuys se sienta bruscamente, se echa hacia delante apoyando los codos en las rodillas. Se le hunde más el sombrero, hasta que se lo quita y lo pone en la mesa, no sin una mirada de pesar.
—Thomas, he tenido noticias de Kimbolton. Dicen que la reina no puede retener ya el alimento, que ni siquiera puede beber agua. No ha dormido dos horas seguidas en seis noches. —Chapuys se tapa los ojos con los puños—. Temo que no vaya a vivir más de un día o dos. No quiero que muera sola, sin nadie que la quiera. Temo que el rey no me deje ir. ¿Me dejaréis ir vos?
El dolor del hombre le conmueve; brota del corazón, de más allá de sus instrucciones como enviado.
—Iremos a Greenwich y se lo pediremos —dice—. Hoy mismo. Iremos ahora. Poneos otra vez el sombrero.
En la barca él dice: «Este viento es de deshielo». Chapuys no parece apreciarlo. Va encogido, envuelto en capas de piel de cordero.
—El rey se proponía justar hoy —dice él.
—¿En la nieve? —dice Chapuys, resoplando.
—Puede hacer que le despejen el campo.
—Monjes trabajadores, sin duda.
Él no puede evitar reírse ante la tenacidad del embajador.
—Es mejor esperar que la diversión no se vea interrumpida, así Enrique estará de buen humor. Acaba de regresar de hacer una visita en Eltham a la princesita. Debéis preguntarle por su salud. Y debéis hacerle un regalo de Año Nuevo, ¿habéis pensado en ello?
El embajador le mira furioso. Lo único que él le daría a Elizabeth sería un coscorrón.
—Me alegro de que no se haya helado el río. A veces no podemos utilizarlo en varias semanas. ¿Lo habéis visto helado?—Ninguna respuesta—. Catalina es fuerte, sabéis. Si no nieva más y el rey lo permite, podréis cabalgar hasta allí mañana. Ha estado enferma antes y se ha recuperado. La encontraréis sentada la cama y os preguntará por qué habéis ido.
—¿Por qué habláis tanto? —dice Chapuys, sombrío—. No es propio de vos.
¿Por qué en realidad? Si Catalina muere será una gran cosa para Inglaterra. Carlos puede ser un sobrino afectuoso pero no mantendrá una disputa por una muerta. La amenaza de guerra se esfumará. Será una nueva era. Lo único que espera es que ella no sufra. Eso no tendría ningún sentido.
Desembarcan en el muelle del rey. Chapuys dice:
—Vuestros inviernos son tan largos. Ojalá fuese otra vez joven y estuviese en Italia.
Han despejado el muelle de nieve pero los campos están aún cubiertos por ella. El embajador recibió su educación en Turín. Allí no hay esa clase de viento, que aúlla alrededor de las torres como un alma en pena.
—Os olvidáis de los pantanos y el aire viciado, ¿verdad? —dice él—. A mí me pasa igual, no recuerdo más que la luz del sol.
Coloca una mano bajo el codo del embajador para conducirlo a tierra. Chapuys por su parte se sujeta con firmeza el sombrero. Tiene las borlas mojadas y gotean, y en cuanto al embajador parece que estuviese a punto de llorar.
El gentilhombre que les recibe es Harry Norris.
—Vaya, el gentil Norris —cuchichea Chapuys—. Podría ser peor.
Norris es, como siempre, el modelo de la cortesía.
—Corrimos lanzas —dice, en respuesta a la pregunta—. El mejor fue Su Majestad. Lo encontraréis contento. Ahora estamos ya vistiéndonos para el baile de máscaras.
Él nunca ve a Norris pero recuerda a Wolsey saliendo de su propia casa tambaleándose ante los hombres del rey, huyendo a una casa fría y vacía en Esher: arrodillándose en el barro y farfullando gracias, porque el rey le había enviado por Norris una muestra de buena voluntad. Se arrodilló para dar gracias a Dios, pero parecía que se estaba arrodillando ante Norris. No importa lo mucho que Norris lubrifique las cosas ahora a su alrededor; él nunca podrá borrar de su mente esa escena.
Dentro de palacio, un tráfago estruendoso, golpeteo de pisadas; músicos reuniendo sus instrumentos, sirvientes de categoría superior que ladran órdenes brutales a los de más baja condición. Cuando el rey sale a recibirles, lo hace con el embajador francés a su lado. Chapuys se queda sobrecogido. Es
de rigueur
un saludo efusivo: muamua. Con qué suavidad y facilidad ha vuelto Chapuys a su personaje; con qué cortés floreo hace la reverencia a Su Majestad. Un diplomático tan experto puede llegar a embaucar incluso a sus propias rodillas; Chapuys le recuerda, no por primera vez, a un maestro de danza. Sostiene al costado el llamativo sombrero.
—Feliz Navidad, embajador —dice el rey; luego añade esperanzadamente—: Los franceses me han hecho ya grandes regalos.
—Y los regalos del emperador los recibirá Su Majestad por Año Nuevo —se ufana Chapuys—. Os parecerán más majestuosos aún.