Ella se inclina hacia delante en su asiento, las manos cerradas sobre las rodillas.
—Os aconsejaré yo a vos, Cremuel. Llegad a un acuerdo conmigo antes de que nazca mi hijo. Aunque fuese una niña tendré más. Enrique nunca me abandonará. Esperó por mí bastante. Yo he hecho que le mereciese la pena esperar. Y si me diese la espalda se la dará también a esa gran tarea maravillosa que se ha llevado a cabo en este reino desde que yo me convertí en reina de él… Me refiero a la tarea en pro del Evangelio. Enrique nunca volverá a Roma. No hincará la rodilla. Desde mi coronación hay una Inglaterra nueva. Que no puede subsistir sin mí.
«No es así,
madame
—piensa él—. Yo podría separaros de la Historia si fuese preciso».
—Tengo la esperanza de que no estemos enfrentados —dice—. Os daré un consejo sencillo, como de amigo a amigo. Sabéis que soy, o era, un padre de familia. Siempre aconsejé sosiego a mi esposa en un periodo como éste. Si hay alguna cosa que pueda hacer por vos, decídmelo y lo haré. —Alza la vista hacia ella. Le brillan los ojos—. Pero no me amenacéis, buena señora. Me incomoda.
Ella replica:
—No me preocupa lo que pueda incomodaros. Debéis considerar qué es lo que os conviene, señor secretario. Lo que se ha hecho se puede deshacer.
—Estoy totalmente de acuerdo —dice él.
Hace una inclinación y sale. Ella le da lástima: está luchando con las armas de las mujeres, que son lo único que tienen. En la antecámara de su aposento, sólo está lady Rochford.
—¿Lloriqueando aún? —pregunta.
—Creo que ha recuperado la compostura.
—Está perdiendo su belleza, ¿no os parece? ¿Anduvo demasiado tiempo al sol este verano? Están empezando a salirle arrugas.
—Yo no la miro, señora mía. Bueno, no más de lo que un súbdito debería.
—Oh, ¿así que vos no la miráis? —Le parece divertido—. Entonces yo os lo explicaré. Parece a cada día que pasa de la edad que tiene y más. Las caras no son neutras. En ellas están escritos nuestros pecados.
—¡Cielo Santo! ¿Qué he hecho yo entonces?
Ella se ríe.
—Señor secretario, eso es lo que nos gustaría saber a todos. Pero bueno, quizá no sea siempre verdad. María Bolena, que se ha ido al campo, tengo entendido que florece allí como un mes de mayo. Está guapa y rellenita, dicen. ¿Cómo es posible? Una pelandusca acabada como María, que pasó por tantas manos que no puedes encontrar un mozo de establo que no la haya tenido. Pero poniendo a una al lado de la otra, resulta que está sana la que parece…, ¿cómo lo diría?…, muy usada.
Las otras damas irrumpen en la habitación parloteando.
—¿La habéis dejado sola? —dice Mary Shelton como si Ana no debiese estar sola. Se recogen las faldas y revolotean de nuevo hacia la cámara interior.
Él se despide de lady Rochford. Pero hay algo que se mueve al lado de sus pies, impidiéndole irse. Es la enana, a cuatro patas. Gruñe y hace como si quisiera morderle. Le cuesta reprimir el impulso de ahuyentarla a patadas.
Se entrega a su jornada. Se pregunta: ¿cómo puede ser la vida para lady Rochford, estar casada con un hombre que la humilla, un hombre que prefiere estar con sus putas y que no hace ningún secreto de ello? No tiene ningún medio de contestar a la pregunta; ninguna vía de acceso a los sentimientos de ella. Sabe que no le gusta que ella le ponga la mano en el brazo. Parece manar y rezumar de sus poros la desdicha. Aunque se ría, sus ojos nunca ríen; revolotean de una cara a otra, lo captan todo.
El día que
Purkoy
llegó de Calais a la corte, él había cogido a Francis Bryan por la manga:
—¿Dónde puedo conseguir uno?
—Ah, para vuestra amante —había inquirido aquel diablo tuerto, haciéndose eco de las murmuraciones.
—No —había dicho él, sonriendo—, sólo para mí.
Calais no tardó en andar alborotado. Revolotearon cartas cruzando el Canal. Al señor secretario le gustaría un perro bonito. Buscadle uno, buscadle uno rápido, antes de que algún otro se apunte el mérito. Lady Lisle, la esposa del gobernador, se preguntaba si debería desprenderse de su propio perro. Procedentes de unos y de otros, aparecieron media docena de podencos. Todos ellos de varios colores, alegres y risueños, con un rabo emplumado y unas patitas pequeñas y delicadas. Ninguno de ellos era como
Purkoy
, con sus orejas erguidas, su hábito interrogatorio.
Pourquoi
?
Buena pregunta.
Adviento: primero el ayuno y luego el banquete. En los almacenes y despensas, uvas pasas, almendras, nuez moscada, macis, clavos, regaliz, higos y jengibre. Los emisarios del rey de Inglaterra están en Alemania, celebrando conversaciones con la Liga de Esmalcalda, la confederación de príncipes protestantes. El emperador está en Nápoles. Barbarroja está en Constantinopla. El criado Anthony está en el gran salón de Stepney, encaramado a una escalera y vestido con una túnica bordada con la luna y las estrellas.
—¿Todo bien, Tom?
La estrella de Navidad se balancea encima de su cabeza. Cromwell se queda parado mirando hacia arriba, observando sus bordes plateados: afilados como hojas de cuchillos.
No hace más de un mes que Anthony se incorporó a la casa, pero ya resulta difícil pensar en él como un mendigo que estaba a la entrada. Cuando él había regresado de su visita a Catalina, se había reunido a la entrada de Austin Friars la multitud habitual de londinenses. Acudían para mirar fijamente a sus criados, sus caballos y sus guarniciones, sus banderas desplegadas; pero hoy él llega con una guardia anónima, un grupo de hombres cansados que vienen de Dios sabe dónde. «¿Dónde habéis estado, lord Cromwell?», berrea un hombre: como si él les debiese una explicación a los londinenses. A veces se ve a sí mismo, con sus ojos mentales, vestido con desechos robados, un soldado de un ejército desbaratado: un muchacho hambriento, un extranjero, boquiabierto ante la puerta de su propia casa.
Están a punto de pasar al patio, pero él dice: alto; un rostro macilento cabecea a su lado; un hombrecillo ha conseguido abrirse paso como una comadreja entre la multitud y se aferra a su estribo. Llora y es tan notoriamente inofensivo que nadie alza una mano contra él; sólo él, Cromwell, siente que se le erizan los pelos del cogote: así es como te atrapan, desvían tu atención hacia algún incidente preparado mientras el asesino viene por detrás con el cuchillo. Pero los hombres de armas son una muralla a su espalda, y ese desdichado tiembla tanto encogido allí que si sacase un puñal se cortaría sus propias rodillas. Se inclina:
—¿Te conozco? Te he visto aquí antes.
Por la cara del hombre corren lágrimas. No tiene ni un diente visible, una condición que perturbaría a cualquiera.
—Dios os bendiga, mi señor. Que él vele por vos y aumente vuestra riqueza.
—Oh, ya lo hace. —Está cansado de explicar a la gente que él no es su señor.
—Dadme un sitio —suplica el hombre—. Estoy en andrajos, como veis. Dormiré con los perros si queréis.
—A los perros podría no gustarles.
Uno de los miembros de su escolta interviene:
—¿Queréis que lo aparte, señor?
Ante esto el hombre rompe a llorar de nuevo.
—Oh, callad —dice él, como si fuese un niño. El lamento redobla, fluyen las lágrimas como si tuviese una bomba detrás de la nariz. ¿Se le desprenderían los dientes de tanto llorar? ¿Es posible?
—Soy un hombre sin amo —gime la pobre criatura—. Mi querido señor murió en una explosión.
—Dios nos ampare, ¿qué clase de explosión? —Su atención se desvía: ¿anda la gente desperdiciando pólvora? Es algo que podemos necesitar si viene el emperador.
El hombre se balancea, los brazos sobre el pecho, las piernas a punto de ceder. Él, Cromwell, se inclina y le alza cogiéndole por la almilla andrajosa; no quiere que ruede por el suelo y asuste a los caballos.
—Levántate. Dime tu nombre.
Un gemido ahogado:
—Anthony.
—¿Y qué puedes hacer tú, además de llorar?
—Si os pluguiese, yo era muy valorado antes… ¡Ay! —Rompe a llorar sin control, abatido y tambaleante.
—Antes de la explosión… —dice él, pacientemente—. Bueno, ¿qué hacías? ¿Regar el huerto? ¿Limpiar las letrinas?
—Ay —gime el hombre—. Ninguna de esas cosas. Nada tan útil. —Se le hincha el pecho—. Señor, yo era un bufón.
Él suelta la almilla, le mira fijamente, y rompe a reír. Una risa incrédula corre de hombre en hombre por la multitud. Los miembros de su escolta se inclinan en sus sillas, riendo.
El hombrecito parece librarse de su presa de un brinco. Recupera el equilibrio y alza la vista hacia él. Tiene las mejillas completamente secas, y una sonrisa astuta ha sustituido las muestras de desesperación.
—Entonces —dice—, ¿puedo entrar?
Ahora, cuando se acerca la Navidad, Anthony mantiene a toda la casa boquiabierta con las historias de los horrores que les han sucedido en la época de la Navidad a personas que él conoce: asaltos a posaderos, establos que se incendian, ganado extraviado por las colinas. Remeda voces diferentes para hombres y mujeres, hace hablar a los perros impertinentemente a sus amos, puede imitar al embajador Chapuys y a cualquier otro que nombres.
—¿Me imitáis a mí? —le pregunta.
—Vos os resistís a darme la oportunidad —dice Anthony—. Ojalá tuviera un amo que hiciera rodar las palabras dentro de la boca o que estuviese siempre santiguándose y exclamando «María y José», o sonriendo, o frunciendo el ceño, o que tuviese un tic. Pero vos no tarareáis ni arrastráis los pies ni retorcéis los pulgares.
—Mi padre tenía un carácter feroz. Aprendí de niño a estar quieto y callado. Si tenía que fijarse en mí, me pegaba.
—En cuanto a qué es lo que hay ahí —Anthony le mira a los ojos, se da una palmadita en la frente—, ¿quién lo sabe? Sería como imitar a un postigo. Una tabla tiene más expresión. Una tina de recoger el agua de la lluvia.
—Os daré un buen personaje, si queréis un nuevo amo.
—Al final lo conseguiré. Cuando aprenda a imitar el poste de una puerta. Una piedra enhiesta. Una estatua. Hay estatuas que mueven los ojos. En el país del norte.
—Tengo algunas guardadas. En las bóvedas de seguridad.
—¿Podéis dejarme la llave? Quiero ver si aún siguen moviendo los ojos, en la oscuridad, sin sus guardianes.
—¿Sois papista, Anthony?
—Es posible. Me gustan los milagros. He sido peregrino en mis tiempos. Pero el puño de Cromwell está más cerca que la mano de Dios.
En Nochebuena Anthony canta
Diversión con buena compañía
, imitando al rey y con un plato por corona. Se expande ante tus ojos, sus magros miembros se llenan de carne. El rey tiene una voz estúpida, demasiado aguda para un hombre grande. Es algo que fingimos no apreciar. Pero ahora él se ríe con Anthony, tapándose la boca con la mano. ¿Cuándo ha visto Anthony al rey? Parece conocer todos sus gestos. No me sorprendería, piensa, que haya estado correteando por la corte estos años, consiguiendo un
per diem
y sin que nadie le haya preguntado para qué está allí o cómo ha conseguido entrar en nómina. Si puede imitar a un rey, puede fácilmente imitar a un tipo útil y diligente que tiene que ver cosas y resolver asuntos.
Llega el día de Navidad. Tocan las campanas en la iglesia de Dunstan. Vagan en el viento copos de nieve. Los podencos llevan cintas. El primero que llega es el señor Wriothesley; era un gran actor cuando estaba en Cambridge y estos últimos años ha estado al cargo de las funciones en su casa. «Basta con que me dejéis un papel pequeño —le había rogado—. ¿Podría ser un árbol? Así no necesitaría aprender ninguna cosa. Los árboles tienen un ingenio extemporáneo».
—En las Indias —dice Gregory—, los árboles pueden caminar. Se levantan ellos solos, con sus raíces, y si sopla el viento pueden trasladarse a un sitio más recogido.
—¿Quién te contó eso?
—Me temo que fui yo —dice Llamadme Risley—. Pero él disfrutó mucho oyéndolo. Estoy seguro de que no le hizo ningún daño.
La bella esposa de Wriothesley está vestida de Maid Marion, la enamorada de Robin Hood, el pelo suelto le cae hasta la cintura. Wriothesley sonríe bobaliconamente, vestido con unas faldas a las que se aferra su hija que aún está dando los primeros pasos.
—He venido de virgen —dice—. Son tan raras en estos tiempos que mandan unicornios a buscarlas.
—Id y cambiaos —dice él—. No me gusta. —Alza el velo del señor Wriothesley—. No estáis muy convincente, con esa barba.
Llamadme Risley hace una inclinación.
—Pero he de llevar un disfraz, señor.
—Nos queda uno de gusano —dice Anthony—. O podríais ser también una rosa gigante a rayas.
—San Desembarazo era una virgen y se dejó barba —aporta Gregory—. Para alejar a sus pretendientes y proteger así su castidad. Las mujeres le rezan si quieren librarse de sus maridos.
Llamadme Risley va a cambiarse. ¿Gusano o flor?
—Podríais ser un gusano en el capullo —sugiere Anthony.
Han llegado Rafe y su sobrino Richard; les ve intercambiar una mirada; coge en brazos a la niña de Wriothesley, le pregunta por su hermano pequeño y admira su gorro.
—Señora, he olvidado vuestro nombre.
—Me llamo Elizabeth —dice la niña.
Richard Cromwell dice:
—¿Estáis todos estos días?
Me ganaré a Llamadme, piensa él. Se lo quitaré del todo a Stephen Gardiner, y verá dónde están sus verdaderos intereses, y será leal sólo a mí y a su rey.
Cuando llega Richard Riche con su esposa, él admira las mangas nuevas de raso rojizo de ella.
—Robert Packington me cobró seis chelines —dice ella, en tono ofendido—. Y cuatro peniques por forrarlas.
—¿Le ha pagado Riche? —Él se ríe—. A Packington no hay que pagarle. Eso sólo lo envalentona.
Cuando llega el propio Packington, está serio. Es evidente que tiene algo que decir, y no es sólo «¿Qué tal?». Le acompaña su amigo Humphrey Monmouth, un defensor incondicional del gremio de pañeros.
—William Tyndale aún está en prisión, y probablemente lo maten, según me han dicho. —Packington vacila, pero es evidente que debe hablar—. Pienso en él sufriendo la cárcel, mientras nosotros disfrutamos de nuestro banquete. ¿Qué haréis por él, Thomas Cromwell?
Packington es un hombre del Evangelio, un reformador, uno de sus amigos más antiguos. Le expone como amigo sus problemas: él no puede negociar personalmente con las autoridades de los Países Bajos, necesita el permiso de Enrique. Y Enrique no se lo dará, porque Tyndale nunca le dará una buena opinión sobre su divorcio. Tyndale, lo mismo que Martín Lutero, piensa que el matrimonio de Enrique con Catalina aún es válido, y ninguna consideración política le hará cambiar de criterio. Sería lógico que lo hiciese, que se aviniese con el rey de Inglaterra, para ganarse su amistad; pero Tyndale es un hombre obstinado, simple y terco como una roca.