Read Una noche de perros Online
Authors: Hugh Laurie
—Le estoy diciendo lo que creo que pasará. Como un favor. —Una palabra, debo admitir, un tanto curiosa en una situación como ésa—. Quiero que usted, Solomon y su sección salgan de todo esto sin demasiadas manchas de huevo en la pechera. Úselo o déjelo. Usted decide.
—Pero... —tartamudeó—, no puede... quiero decir... podría denunciarlo a la policía. —Creo que incluso él se dio cuenta de que era una chorrada.
—Por supuesto que podría. Si quiere que cierren su sección en un plazo de cuarenta y ocho horas y conviertan los despachos en coquetos salones para el personal del Ministerio de Agricultura y Pesca, entonces, adelante, denunciarme a la policía sería una excelente manera de conseguirlo. ¿Tiene la dirección?
Boqueó un poco más, después se sacudió para volver a la realidad, tomó una decisión, y de inmediato comenzó a mirar por todo el restaurante con grandes aspavientos, como una manera de comunicarle a los demás comensales que «Ahora voy a darle a este hombre un importante trozo de papel».
Cogí la dirección, me bebí el café de un trago y me levanté. Cuando miré atrás desde la puerta, tuve la fuerte sensación de que O'Neal se preguntaba cómo se las ingeniería para estar de vacaciones durante todo el mes siguiente.
La dirección correspondía a Kentish Town, a una de las manzanas de viviendas construidas y administradas por el ayuntamiento. Eran edificios de tres plantas, con la carpintería pintada, maceteros en las ventanas, setos bien podados y garajes a los que se llegaba por un camino de grava. Incluso el ascensor funcionaba.
Salí del ascensor en el segundo piso y me detuve en el rellano, muy ocupado en pensar qué alucinante serie de errores burocráticos habían hecho que esa zona estuviese tan bien servida. En la mayor parte de Londres, recogen los cubos de basura de las calles de clase media y los vacían en los barrios del ayuntamiento, antes de incendiar un par de Ford Cortina. Pero aquí no, obviamente. Aquí, había un edificio que funcionaba, donde las personas vivían con un cierto grado de dignidad, y no se sentían como si el resto de la sociedad estuviese desapareciendo más allá del horizonte en un autobús turístico. Me entraron ganas de escribirle a alguien una carta muy crítica, para después romperla y esparcir los trozos por el jardín.
De pronto se abrió la puerta del número catorce y apareció una mujer.
—Hola —dije—. Me llamo Thomas Lang. He venido a ver al señor Rayner.
Bob Rayner daba de comer a sus peces de colores mientras yo le contaba lo que quería.
Esta vez, llevaba gafas y un suéter amarillo, algo que supongo que se les permite hacer a los tipos duros en sus días libres. Su esposa me sirvió té y galletas. Pasamos unos diez minutos difíciles mientras yo me interesaba por el estado de su cabeza, y él me dijo que, de vez en cuando, tenía jaqueca, a lo que le respondí que lo lamentaba, y él afirmó que no debía preocuparme, porque ya las tenía antes de que lo golpeara.
Nada. Pelillos a la mar. Bob era un profesional.
—¿Cree que podrá conseguirlo? —pregunté.
Golpeó con los nudillos el cristal de la pecera, cosa que no pareció impresionar a los peces en lo más mínimo.
—Le saldrá caro —afirmó al cabo de un rato.
—Me parece bien.
Claro que sí. Porque pagaba Murdah.
Los hombres inteligentes de Oxford saben todo lo que hay que saber,
pero ninguno de ellos sabe la mitad de lo que sabe el inteligente señor Toad.
Kenneth Grahame
El resto de mi excursión londinense lo dediqué a hacer diversos preparativos.
Redacté una larga e incomprensible declaración, donde sólo describí aquellas partes de mi aventura donde me había comportado como un hombre bueno e inteligente, y la dejé en manos del señor Halkerston en la agencia del National Westminster Bank, en Swiss Cottage. Era larga porque no tenía tiempo para escribir una corta, e incomprensible porque a mi máquina de escribir le falta la d.
Halkerston se mostró preocupado, aunque no puedo decir si fue por mí o por el grueso sobre que le di. Me preguntó si tenía instrucciones especiales respecto a las circunstancias en las que debía abrirlo, y cuando le respondí que eso lo dejaba a su buen juicio, se apresuró a depositar el sobre encima de la mesa y llamó a alguien para que se lo llevase a la caja fuerte.
También retiré el resto del dinero de Woolf en cheques de viaje.
Libre como un pájaro y con pasta en el bolsillo, visité de nuevo la tienda de Blitz Electronics en Tottenham Court Road, donde pasé una hora en compañía de un agradable hombre con turbante. Hablamos de frecuencias de radio, y me aseguró que el Sennheiser Mikroport SK 2012 era lo más, y que no debía aceptar sustitutos, así que no los acepté.
A continuación me dirigía al este, hacia Islington, para ver a mi abogado, quien me estrechó la mano con gran contento y dedicó los siguientes quince minutos a decirme que debíamos ir cualquier día de éstos a jugar de nuevo al golf. Le contesté que era una idea estupenda, pero que, estrictamente hablando, tendríamos que haber jugado al golf antes para poder jugar de nuevo, ante lo cual se ruborizó y dijo que seguramente había estado pensando en Robert Lang. Respondí que seguramente, y procedí a dictar y firmar mi testamento, donde legaba todas mis fincas y mis vasallos a la fundación Salvemos a los Niños.
Luego, cuando sólo faltaban cuarenta y ocho horas para mi vuelta a las trincheras, me topé con Sarah Woolf.
Cuando digo que topé es que realmente topé contra ella.
Había alquilado un Ford Fiesta por un par de días, para que me llevase por Londres mientras hacía las paces con mi Creador y mis acreedores, y mientras hacía mis recados me encontré a un suspiro de Cork Street. Así que, sin ninguna razón de la que quiera hacerme responsable, giré a la izquierda, después a la derecha, y de nuevo a la izquierda, y acabé pasando por delante de las galerías, que estaban casi todas cerradas, con la mente embargada por el recuerdo de días más felices. Por supuesto, no habían sido más felices en absoluto, pero habían sido días, y Sarah había estado en ellos, y eso se aproximaba bastante.
El sol brillaba, y creo que en la radio sonaba
Isn't she lovely
cuando volví la cabeza, sólo por una fracción de segundo, hacia el edificio Glass. Miré de nuevo hacia delante, precisamente cuando algo azul salió como un rayo de detrás de una furgoneta.
«Salió como un rayo» es, por lo menos, lo que hubiese escrito en el parte para la compañía de seguros. Pero supongo que «trotó», «paseó», «deambuló», e incluso «caminó» se habrían aproximado más a la verdad.
Pisé el freno, demasiado tarde, y vi con gran espanto cómo el rayo azul primero se alejaba, luego defendía su terreno y después clavaba sus puños en el capó del Fiesta mientras el parachoques delantero se deslizaba hacia sus espinillas.
No había nada que hacer. Nada en absoluto. Si el parachoques hubiera estado lleno de barro, la habría tocado. Pero no lo estaba y no lo hice, cosa que me enfureció. Abrí la puerta y salía dispuesto a decir «¿Qué coño pasa contigo, tío? ¿No tienes ojos en la cara?» cuando comprendí que las piernas que casi había roto me eran conocidas. Alcé la mirada y vi que el rayo azul tenía un rostro, y unos sorprendentes ojos grises que hacían que los hombres hablaran en jerigonza, y unos dientes estupendos, algunos de los cuales se veían.
—Santo Dios —exclamé—. Sarah.
Ella me miró, con el rostro blanco por el susto. Medio pasmada, y el otro medio también.
—¿Thomas?
Nos miramos el uno al otro.
Mientras nos mirábamos el uno al otro, en medio de Cork Street, Londres, con un sol brillante y Stevie Wonder poniendo el toque sentimental desde el coche, las cosas parecieron cambiar a nuestro alrededor.
No sé cómo pasó, pero en aquellos pocos segundos, todos los compradores, los vendedores, los constructores, los turistas y los vigilantes de aparcamiento, con todos sus zapatos, camisas, pantalones, vestidos, calcetines, bolsos, relojes, casas, coches, hipotecas, bodas, deseos y ambiciones... sencillamente se esfumaron.
Nos dejaron a Sarah y a mí, en medio de la calle, en un mundo muy silencioso.
—¿Estás bien? —le pregunté, algo así como mil años más tarde.
Sólo por decir algo. En realidad, no sabía qué preguntaba. ¿Me refería a que estaba bien porque no la había lesionado, o si estaba bien porque otro montón de gente no la había lesionado?
Sarah me miró como si ella tampoco lo supiese, pero después de un rato creo que nos decidimos por lo primero.
—Estoy bien.
Entonces, como si hubiesen acabado de comer, los extras de nuestra película comenzaron a moverse de nuevo, a hacer ruido. Hablaban, arrastraban los pies, tosían, dejaban caer cosas. Sarah hacía cosas con las manos. Me volví para mirar el capó del Ford. Había dejado su huella.
—¿Estás segura? —dije—. Me refiero a que probablemente...
—De verdad, Thomas, estoy bien. —Hubo una pausa, que ella dedicó a arreglarse el vestido, y yo a mirar cómo lo hacía. Después me miró—. ¿Cómo estás tú?
—¿Yo? Yo...
Iba a decir «bien». ¿Por dónde se suponía que debía empezar?
Fuimos a un pub. El Duque de esto o lo otro, escondido en la esquina de unas antiguas caballerizas cerca de Berkeley Square.
Sarah ocupó una de las mesas y abrió el bolso, y mientras ella rebuscaba en su interior, haciendo eso que hacen las mujeres, le pregunté si quería una copa. Dijo que un whisky doble. No podía recordar si había algo en contra de darles alcohol a las personas que acaban de sufrir un shock, pero sí tenía claro que no pediría un té bien caliente con azúcar en un pub de Londres, así que me acerqué a la barra y pedí dos Macallan dobles.
La observé a ella, las ventanas, y también la puerta.
Tenían que haber estado siguiéndola. Era de obligado cumplimiento.
Con todo lo que había en juego, resultaba inconcebible que la dejasen ir por ahí sin vigilancia. Yo era el león, si tenéis la bondad de creéroslo por un momento, y ella la cabra amarrada. Hubiese sido una locura dejarla campar libremente.
A menos...
Nadie entró, nadie asomó la cabeza, nadie pasó por la acera y espió de reojo. Nada. Miré a Sarah.
Había acabado con el bolso, y ahora miraba hacia el centro del local, con el rostro como una pizarra en blanco. Estaba en una nube, sin pensar en nada. También podía ser que estuviese en un aprieto, y que pensase en todo. No podía decirlo con seguridad. Pero estaba del todo seguro de que sabía que la miraba, así que el hecho de no devolverme la mirada era extraño. Claro que «extraño» no es «un crimen».
Recogí las bebidas y emprendí el camino de regreso a su mesa.
—Gracias —dijo. Cogió la copa y se tomó el whisky de un trago.
—Tranquila.
Me miró por un instante con auténtica agresividad, como si yo fuese sólo una persona más al final de una fila muy larga de gente que se mete en sus cosas y le dice lo que debe hacer. Entonces recordó quién era yo —o recordó simular que recordaba quién era yo— y sonrió. Le devolví la sonrisa.
—Doce años en un barril de roble —comenté alegremente—, en la ladera de una montaña, a la espera de su gran momento, y entonces vas y te lo bebes sin siquiera dejar que te roce las encías. ¿Quién quiere ser un whisky de malta?
Me hacía el gracioso, obviamente. Pero dadas las circunstancias, me sentía con derecho a serlo. Me habían disparado, golpeado, derribado de mi moto, encarcelado, mentido, amenazado, follado, maltratado, y hecho que atentara contra personas a las que no conocía.
Y la razón de todo —el premio al final de este sudoku en el que llevaba viviendo desde que podía recordar— estaba sentada ahora al otro lado de la mesa, en un seguro y cómodo pub de Londres, tomándose una copa. Mientras que en el exterior, la gente iba y venía, compraba gemelos y comentaba la bonanza del clima.
Creo que vosotros también os hubierais hecho los graciosos.
Volvimos al Ford y fuimos a dar una vuelta.
Sarah seguía sin decir mucho, excepto que estaba absolutamente segura de que nadie la seguía, y yo le había respondido que muy bien, que era una tranquilidad saberlo, y no la había creído en lo más mínimo. Así que conduje con la mirada atenta al espejo retrovisor. Fuimos por estrechas callejuelas de dirección única, por arboladas avenidas libres de coches, pasamos bruscamente de un carril a otro en el Westway, y no vi nada. Me dije que no valía la pena reparar en gastos, y entré y salí de dos edificios de aparcamientos, que siempre son una pesadilla para el coche perseguidor. Nada.
Dejé a Sarah en el coche mientras yo me apeaba para buscar un transmisor magnético. Pasé los dedos por los rebordes interiores de los parachoques y los guardabarros durante quince minutos hasta estar absolutamente seguro. Incluso me detuve un par de veces y escudriñé el cielo para descubrir la presencia de algún helicóptero.
Nada.
De haber sido un jugador, y de haber tenido algo para apostar, lo hubiese apostado todo a que estábamos limpios, que no nos seguían, y que no nos observaban.
Solos en un mundo tranquilo.
La gente dice mucho eso de que cae la noche, o que cae el crepúsculo, y es algo que nunca me ha parecido correcto. Quizá en otros tiempos se referían a «sobrevino». Decían «sobrevino la noche». Quizá ellos, los que fuesen, pensaban en un sol que se desplomaba. Eso bien podría ser, excepto que entonces tendría que haber un «cayó el día». El día cayó sobre el Lobo Feroz. Pero como bien sabemos, si alguna vez hemos leído un libro, el día no cae o se levanta. Apunta. En los libros, el día apunta, y la noche cae.
En la vida real, la noche surge del suelo. El día resiste todo lo que puede, brillante y dispuesto, absoluta y claramente, el último invitado en marcharse de la fiesta, mientras la tierra se oscurece, rezuma noche alrededor de tus tobillos, se traga para siempre las lentillas caídas, y te impide encontrar la bola en el
rough
al borde del
green.
Subió la noche en Hampstead Heath mientras Sarah y yo caminábamos, a veces cogidos de la mano, a veces no.
Caminamos en silencio durante la mayor parte del tiempo, entregados a escuchar los sonidos de nuestros pies en la hierba, el fango, las piedras. Las golondrinas volaban de aquí para allá, entraban y salían de las copas de los árboles y los arbustos como homosexuales furtivos, mientras que los homosexuales furtivos iban de aquí para allá, en una muy buena imitación de las golondrinas. Esa noche reinaba una gran actividad en el Heath, o quizá era lo mismo todas las noches. Los hombres parecían estar en todas partes, solos, en parejas, en tríos, y más, que ponderaban, señalaban, negociaban, lo hacían; enchufándose los unos a los otros para dar, o recibir, aquel microsegundo de carga eléctrica que les permitiría regresar a casa y concentrarse en uno de los casos del inspector Morse sin inquietarse.