Read Una noche de perros Online
Authors: Hugh Laurie
—
Alicoum salem
—respondió la mujer.
Setenta.
Hugo descargó una palmada en uno de los bidones de agua y después se volvió para mirarme.
Me adelanté un par de pasos y entonces lo oí. Lo oí y lo sentí. Fue como una bomba.
Cuando ves coches que chocan en la televisión, oyes el sonido que han introducido los mezcladores y probablemente crees que sí, que así es como suena el choque de dos coches. Te olvidas, o, con un poco de suerte, nunca has sabido, cuánta energía se libera cuando media tonelada de metal choca contra otra media tonelada de metal. Lo mismo vale para una pared. Una enorme cantidad de energía, capaz de sacudir tu cuerpo de la cabeza a los pies, aunque estés a una distancia de cien metros.
La bocina del Land Rover, trabada con la navaja de Cyrus, rompía el silencio como el aullido de una bestia herida. Después se esfumó rápidamente, barrido por el sonido de puertas que se abrían, sillas apartadas, cuerpos que se asomaban al pasillo, que se miraban los unos a los otros, que miraban de nuevo el pasillo.
Inmediatamente después comenzaron a hablar, y la mayoría de ellos y ellas decían Jesús, y maldita sea, y qué coño ha sido eso, y de pronto me vi contemplando una docena de espaldas que se alejaban de nosotros, que se empujaban, resbalaban y tropezaban en un desesperado intento por llegar a la escalera.
—¿Cree que deberíamos ir a ver qué pasa? —le preguntó Francisco a la mujer detrás de la mesa.
Ella le devolvió la mirada y después miró a lo largo del pasillo.
—No puedo... ya sabe... —respondió, y acercó la mano al teléfono. No sé a quién creía que iba a llamar.
Francisco y yo nos miramos durante una centésima de segundo.
—¿No le...? —comencé, mientras miraba a la mujer con mi mejor expresión de inquietud—. ¿A usted no le ha sonado como si fuese una bomba?
La mujer apoyó una mano en el teléfono y levantó la otra, con la palma hacia afuera, hacia la ventana, para que el mundo se detuviese un momento y ella tuviera tiempo de reponerse.
En alguna parte sonó un alarido.
Alguien había visto la sangre en la camisa de Benjamín, o se había caído, o sencillamente había tenido ganas de gritar, y eso hizo que la mujer medio se levantase.
—¿Qué habrá sido eso? —preguntó Francisco, al tiempo que Hugo comenzaba a moverse alrededor de la mesa.
Esta vez ella no lo miró.
—Ya nos lo dirán —afirmó, con la mirada puesta en el pasillo—. Nos quedamos donde estamos y ellos nos dirán qué debemos hacer.
No había acabado de decirlo cuando se oyó un clic metálico y la mujer comprendió al instante que eso estaba fuera de lugar, que algo iba muy mal; porque hay clics buenos y malos, y éste era claramente uno de los peores.
Se volvió para mirar a Hugo.
—Señora —manifestó él, con los ojos brillantes—, ha perdido su oportunidad.
Así que aquí estamos.
Cómodos, y la mar de contentos.
Tenemos controlado el edificio desde hace treinta y cinco minutos y, en general, podría haber sido mucho peor.
El personal marroquí se ha marchado de la planta baja, y Hugo y Cyrus han vaciado el primer y segundo piso de un extremo al otro. Arriaron a los hombres y las mujeres por la escalera y los echaron a la calle con un montón de gritos de «Venga, venga» y «Muévanse» del todo innecesarios.
Benjamín y Latifa se han instalado en el vestíbulo, desde donde pueden pasar rápidamente de la fachada a la parte de atrás. Aunque todos sabemos que no será necesario; al menos durante un tiempo.
La policía se ha presentado en el lugar de los hechos. Primero en coches, luego en jeeps, y ahora en camiones. Se han desparramado con sus camisas ajustadas, con muchos gritos y movimientos de vehículos, y aún no han decidido si cruzarán la calle con su andar más chulesco, o agachados y a la carrera para evitar los disparos de los francotiradores. Probablemente han visto a Bernhard en la azotea, pero todavía no saben quién es ni qué hace allí.
Francisco y yo estamos en el despacho del cónsul.
Tenemos aquí a un total de ocho prisioneros —cinco hombres y tres mujeres, esposados los unos a los otros con las esposas que trajo Bernhard— y les preguntamos si no les importaría sentarse en la impresionante alfombra kelim. Les hemos explicado que si a cualquiera de ellos se le ocurriese salirse de la alfombra, lo harán a sabiendas del riesgo de morir de un disparo efectuado por Francisco o un servidor, con la ayuda de un par de metralletas Steyr AUG que, inteligentemente, hemos recordado traer con nosotros.
Sólo hemos hecho una excepción con el cónsul, porque no somos unos animales —somos conscientes de la importancia del rango y el protocolo, y no queremos ver a un hombre importante sentado en el suelo en la posición del loto—, y en cualquier caso, necesitamos que pueda hablar por teléfono.
Benjamín se ha encargado de trastear con la centralita, y nos ha prometido que cualquier llamada a cualquier otro número del edificio se recibirá en este despacho.
Así que, el señor James Beamon, como el debidamente nombrado representante del gobierno de Estados Unidos en Casablanca, segundo en la cadena de mando en territorio marroquí del embajador en Rabat, está ahora sentado a su mesa, observando a Francisco, con una mirada de tranquila evaluación.
Beamon, como bien sabemos por nuestras averiguaciones, es un diplomático de carrera. No es el vendedor de zapatos jubilado que esperas encontrarte en un destino como éste, un hombre que ha donado cincuenta millones de dólares para la campaña electoral del presidente y ha sido recompensado con una mesa grande y trescientos banquetes al año. Beamon ronda los sesenta, es alto, fornido, y no tiene un pelo de tonto. Sabrá manejar esta situación con prudencia y determinación.
Que es exactamente lo que queremos.
—¿Qué pasa con el lavabo? —pregunta Beamon.
—Una persona, cada media hora —responde Francisco—. Ustedes decidirán el orden. La acompañará uno de nosotros, nada de cerrar la puerta. —Francisco se acerca a la ventana y observa la calle a través de unos prismáticos.
Yo consulto mi reloj: diez y cuarenta y uno.
«Vendrán al amanecer», me digo. Como lo han hecho los atacantes desde la invención del ataque.
El amanecer. Cuando estemos cansados, hambrientos, aburridos, asustados.
Vendrán al amanecer y vendrán por el este, con el sol naciente a sus espaldas.
El cónsul recibió la primera llamada a las once y veinte.
Wafiq Hassan, inspector de policía, se presentó a Francisco, y después le dijo hola a Beamon. No tenía nada específico que comentar, excepto su deseo de que todos actuásemos con sentido común, y que todo este asunto se pudiese solucionar sin problemas. Francisco señaló más tarde que hablaba un buen inglés, y Beamon recordó que había cenado en casa de Hassan anteanoche. El tema de la conversación había sido lo tranquila que era Casablanca.
A las once cuarenta, era la prensa. Lamentaban mucho molestarnos, obviamente, pero ¿teníamos pensado hacer alguna declaración? Francisco deletreó su nombre dos veces, y respondió que entregaríamos una declaración escrita a un representante de la CNN tan pronto como apareciesen.
A las doce y cinco sonó de nuevo el teléfono. Beamon atendió la llamada y dijo que en ese momento no podía hablar. ¿Podría llamar mañana o mejor pasado? Francisco cogió el teléfono, escuchó un momento y luego se rió como un descosido del turista de Carolina del Norte que quería saber si el consulado garantizaba la calidad del agua potable del hotel Regency.
Incluso a Beamon le hizo gracia.
A las dos y cuarto nos enviaron la comida. Un estofado de cordero con verduras y una enorme cazuela de cuscús. Benjamín la recogió de la escalinata de la entrada, mientras Latifa hacía una gran exhibición de su Uzi.
Cyrus encontró unos cuantos platos de papel, pero ni un solo cubierto, así que nos sentamos a esperar que se enfriase un poco la comida antes de utilizar los dedos.
Dadas las circunstancias, no estuvo mal.
A las tres y diez, oímos los motores de los camiones, y Francisco corrió a la ventana.
Los dos nos dimos un hartón de ver a los conductores que aceleraban y cambiaban de marcha para avanzar, girar diez grados y retroceder.
—¿Por qué se mueven? —preguntó Francisco, que los miraba a través de los prismáticos.
Me encogí de hombros.
—¿El vigilante de la zona azul?
Me miró, furioso.
—Coño, no sé —añadí—; será por hacer algo. Quizá quieran utilizar el ruido como pantalla mientras cavan un túnel. No podemos hacer nada al respecto.
Francisco se mordió el labio inferior durante un segundo, antes de acercarse a la mesa. Cogió el teléfono y marcó el número del vestíbulo. Latifa debió de ser quien atendió la llamada.
—Lat, alerta —le avisó Francisco—. Si ves u oyes algo, me llamas.
Colgó el teléfono, un pelín demasiado fuerte.
«Nunca has sido tan duro como proclamas ser», pensé.
Para las cuatro de la tarde, el teléfono no dejaba de sonar. Los marroquíes y los norteamericanos llamaban cada cinco minutos, y siempre querían hablar con alguien que no era la persona que había atendido.
Francisco decidió que era hora de rotar nuestras posiciones, así que llamó a Cyrus y a Benjamín para que subiesen, y yo bajé para acompañar a Latifa.
La encontré en medio del vestíbulo. Miraba a través de las ventanas, y daba saltitos al tiempo que pasaba la Uzi de una mano a la otra.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Tienes que ir al lavabo?
Me miró y asintió, y le dije que fuese y que no se preocupase tanto.
—Cae el sol —avisó Latifa, medio paquete de cigarrillos más tarde.
Consulté mi reloj, luego miré a través de las ventanas traseras, y efectivamente, allí estaba el sol que caía y la noche que se levantaba.
—Sí.
Latifa comenzó a arreglarse el peinado. A modo de espejo, utilizó el cristal de la ventana de la recepción.
—Voy a salir —dije.
Ella se volvió, sobresaltada.
—¿Qué? ¿Estás loco?
—Sólo quiero echar una ojeada, nada más.
—¿Ojear qué? —replicó Latifa, y vi que estaba furiosa conmigo, como si en realidad la estuviese abandonando—. Bernhard está en la azotea. Ve todo lo que se puede ver. ¿Para qué necesitas salir?
Me chupé el labio inferior por un momento, y consulté de nuevo mi reloj.
—Aquel árbol me preocupa.
—¿Quieres mirar un puto árbol?
—Las ramas pasan por encima del muro. Sólo quiero echar una ojeada.
Se acercó a mi hombro y miró a través de la ventana. El aspersor continuaba en marcha.
—¿Qué árbol?
—Aquel de allí. El plátano.
Las cinco y diez.
El sol se encontraba más o menos a la mitad de su caída.
Latifa estaba sentada en el primer escalón de la escalera principal, puliendo el suelo de mármol con la bota y jugando con la Uzi.
La miré y pensé, obviamente, en el sexo que habíamos disfrutado juntos, pero también en las risas, las frustraciones y los espaguetis. Latifa podía llegar a ser un verdadero coñazo. No cabía duda de que estaba absolutamente jodida y era un caso perdido en casi todos los aspectos. Pero también era una tía estupenda.
—Todo saldrá bien —afirmé.
Ella levantó la cabeza y me miró.
Me pregunté si estaría recordando las mismas cosas que yo.
—¿Y quién coño ha dicho lo contrario? —replicó. Se pasó los dedos entre los cabellos y arrastró un mechón sobre su rostro para hacerme callar.
Me reí.
—Ricky —gritó Cyrus, con medio cuerpo por encima de la balaustrada del primer piso.
—¿Qué?
—Sube. Cisco te llama.
Los rehenes estaban ahora dispersos sobre la alfombra, las cabezas en los regazos, espalda contra espalda. La disciplina se había relajado lo suficiente como para que algunos de ellos hubiesen extendido las piernas más allá del borde de la alfombra. Tres o cuatro de ellos canturreaban
Swannee River
sin mucho entusiasmo.
—¿Qué?
Francisco señaló a Beamon, que me tendió el teléfono. Fruncí el ceño y lo rechacé con un gesto, como si probablemente fuese mi esposa. Pero Beamon no apartó el teléfono.
—Saben que es usted norteamericano —dijo.
Me encogí de hombros en un explícito «y qué».
—Habla con ellos, Ricky —añadió Francisco—. ¿Por qué no?
Así que, de nuevo, me encogí de hombros, un malhumorado «Dios, qué pérdida de tiempo», y me acerqué a la mesa. Beamon me fulminó con la mirada cuando cogí el teléfono.
—Un maldito norteamericano —susurró.
—Béseme el culo —repliqué, y acerqué el teléfono a la oreja—. ¿Sí?
Se oyó un clic, un zumbido y luego otro clic.
—Lang —dijo una voz.
Allá vamos, pensé.
—Sí —contestó Ricky.
—¿Cómo está?
Era la voz de Russell P. Barnes, el gilipollas mayor del reino, e incluso a través de las interferencias, su voz tenía un tono de absoluta confianza.
—¿Qué coño quiere? —preguntó Ricky.
—Salude, Thomas.
Le hice una seña a Francisco para que me diese los prismáticos. Me los dio y me acerqué a la ventana.
—¿Quiere mirar a la izquierda, por favor?
La verdad es que no quería.
En la esquina de la calle, en un cercado de jeeps y camiones del ejército, había un grupo de hombres. Algunos con uniformes, otros no.
Levanté los prismáticos y vi cómo aumentaban de tamaño las casas y los árboles, y luego Barnes apareció fugazmente. Volví atrás y lo enfoqué. Allí lo tenía, con un teléfono a la oreja, y los prismáticos en los ojos. Me saludó.
Miré al resto del grupo, pero no vi ningún pantalón gris de rayas.
—Sólo es un saludo, Tom —dijo Barnes.
—Claro —asintió Ricky.
Continuaron los chasquidos en la línea mientras nos esperábamos el uno al otro. Tenía claro que yo podía esperar más que él.
—Bueno, Thomas, ¿para cuándo podemos esperar que salgan?
Aparté los prismáticos y miré a Francisco, a Beamon y a los rehenes. Los miré a todos y después pensé en los otros.
—No saldremos —afirmó Ricky, y Francisco asintió lentamente.
Miré a través de los prismáticos y vi reír a Barnes. No lo oí, porque había apartado el teléfono del rostro, pero le vi echar la cabeza hacia atrás y enseñar los dientes. Luego se volvió hacia el grupo que lo rodeaba y dijo algo, y algunos de ellos también se rieron.