Un rey golpe a golpe (18 page)

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Authors: Patricia Sverlo

Tags: #Biografía, Histórico

BOOK: Un rey golpe a golpe
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Con el título de «Rey de España», Juan Carlos asumía, además, todo lo que corresponde a la Corona (confirmado más tarde como legítimo por la Constitución de 1978), que forma lo que tradicionalmente se denomina el «título grande de su majestad», compuesto por: Majestad Católica; Rey de Castilla y León, de Aragón, de las Dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Menorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, del Algarve, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas Canarias, de las Indias Orientales y Occidentales, de las Islas y tierra firme del Mar Oceánico; archiduque de Austria; duque de Borgoña, de Brabante, de Milán, de Atenas y de Neopatria; conde de Habsburgo, de Flandes, del Tirol, de Barcelona, de Goceano, y del Rosselló y la Cerdeña; señor de Vizcaya y de Molina; y marqués de Oristán.

Todo esto era Juan Carlos sin que su padre, que ya no se sabía si seguía siendo conde de Barcelona o no, hubiera abdicado. Naturalmente, Don Juan no fue a la coronación de su hijo. Continuó viviendo en Estoril y, a partir de 1975, cuando viajaba a Madrid por alguna razón, prefería alojarse en casas de amigos antes que en La Zarzuela. Sólo unos años más tarde, en 1982, se decidió a instalarse definitivamente en España, en una casa del barrio residencial de Puerta de Hierro, en la capital del Estado, que también llamó Giralda, aunque tuvo su residencia en Estoril durante un tiempo.

Reinventar la monarquía

Tras la transmisión de poderes, para dar los primeros pasos, el equipo del rey seguía necesitando como el aire que respiraba —quizás más que nunca— encuestas y estudios de prospección que les indicaran por dónde habían de ir. Hacía falta reinventar la monarquía para ponerla en marcha. Juan Carlos le explicó una vez a Santiago Carrillo que durante veinte años había tenido que «hacer el idiota, lo que no es fácil». No se refería al hecho de que hubiera fingido adrede ser un mal estudiante ni nada parecido, sino que se había visto obligado a dar a entender que estaba con el Régimen, y lo cierto es que lo había hecho tan bien que todo el mundo había creído que era un fascista de verdad. Ahora era necesario rectificar. Pero si, como decía, no le había resultado fácil hacer el idiota, a estas alturas sería mucho menos fácil convencer España de que no lo era.

No había ninguna certeza de que el pueblo aceptara a ojos cerrados la monarquía. Pero las encuestas no sólo servían para valorar cómo estaba la situación sino también para modificar las circunstancias. Los reyes se habían de comportar de acuerdo con los deseos de la opinión pública.

Todas las actividades oficiales y privadas que llevaran a término se programarían en función de esto. Y para conseguirlo, en La Zarzuela contaban con un equipo de sociólogos que trabajaron en estrecha colaboración con la Secretaría General. Estaba Jorge Miquel, del Instituto Gallup, y Juan Díez Nicolás, que tuvo varias empresas de sondeos de opinión y fue un precursor de estas técnicas aplicadas a la política. Uno tras otra se tomaban muestras de opinión para examinar cómo iba evolucionando la valoración de la institución, en función de los acontecimientos de la Transición.

En este contexto también tuvo una relevancia especial el GODSA (Gabinete de Orientación y Documentación SA). En la Comisión de Estudios, uno de sus departamentos, los técnicos preparaban, entre otros cosas, informes de temas de interés y entrevistas a políticos que después entregaban a la prensa, sin tener que contar con los políticos, y ni mucho menos con los periodistas que después las firmarían. Pero la tarea del GODSA no se limitaba a un simple «trabajo intelectual». Iba mucho más allá. El «GODSA político-militar», como lo han denominado algunas personas, era un invento de Fraga en la época de «la calle es mía» como ministro de la Gobernación. Y su función primordial era luchar, en una especie de continuación de la «Operación Lucero», contra los riesgos que planeaban sobre la monarquía parlamentaria de la primera fase: fundamentalmente, el terrorismo, el separatismo y el republicanismo. Aglutinaba a un selecto grupo de políticos, juristas e intelectuales; pero, sobre todo, contaba con militares vinculados a los servicios de inteligencia del Alto Estado Mayor y del SECED (entre otros, Javier Calderón, que más tarde sería director general del CESID, y José Cortina, mando del CESID implicado en el 23-F en 1981). La vida oficial del GODSA fue breve. Cuando se nombró presidente a Suárez, desapareció formalmente, aunque continuó en la práctica y se convirtió en el embrión de Reforma Democrática, el primer partido de Fraga, con el que después se integraría en Alianza Popular. La mayoría de los militares acabaron destinados en el CESID. Aparte de estos apoyos políticos oficiosos, la monarquía de Juan Carlos en los primeros tiempos llevó a cabo su política oficial a través de un gobierno presidido por Arias Navarro. La «Operación Lolita» del Opus había previsto que Torcuato Fernández Miranda ocupara este lugar. Lo necesitaban para que ellos se pudieran colocar en los puestos de poder. Pero fue el mismo Torcuato quien lo estropeó. El 27 de noviembre ya lo tenía claro. Cuando se reunió con la gente de la operación, que insistía en el hecho de que tenía que ser el presidente, Torcuato se escudó en el rey: «Yo, lo que el rey quiera». Aun cuando ellos le decían: «Es que el rey hará lo que tú digas». Lo que pasaba era que a Torcuato se le había ocurrido sobre la marcha un plan mucho mejor que la «Operación Lolita», para el que tenía que mantener provisionalmente a Arias. Él, mientras tanto, sería el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, sitio que quedaba vacante en aquel momento. Desde allí podría maniobrar para poner en marcha su programa de reformas. Después —ya lo veremos —, hizo todo lo posible para sustituir a Arias, más que por un hombre de confianza suyo, por alguien dispuesto a seguir sus instrucciones. De este modo, él lo controlaba todo y no necesitaba a nadie más de su antiguo equipo.

Como, en efecto, Juan Carlos hacía lo que le decía Torcuato, Carlos Arias mantuvo su sitio y Torcuato Fernández Miranda consiguió lo que quería el 2 de diciembre de 1975. En el acto de toma de posesión del nuevo Gobierno, Carlos Arias afirmó que seguía «perseverando en el Espíritu del de febrero». Pero el organismo que propuso la iniciativa fue el que se constituyó el 31 de enero de 1976, una comisión mixta del Gobierno y el Consejo del Reino de Torcuato. La tarea de esta comisión era estudiar propuestas sobre el programa de reformas, y las bases para modificar las Leyes Fundamentales. Comenzaron a trabajar sobre los trabalenguas de la Transición: «Los principios fundamentales del Movimiento son inmutables pero no irreformables», «hay que hacer la reforma sin reformar los principios», «una reforma dentro de la continuidad», «una reforma sin aire revisionista», etc. Lo importante era calcular cómo se podía impedir que la derecha no perdiera nunca el poder. Y las dificultades se materializaban en problemas de orden público, en la oleada sin tregua del movimiento obrero y la oposición de izquierdas para hacerse oir, que había empezado el 6 de enero con una huelga en el Metro de Madrid y continuó el 12 con otra, esta vez general, también en Madrid, con más de 100.000 personas apoyando a los desempleados (del metal, funcionarios de Correos, empleados de Telefónica…). Por lo general, las reivindicaciones consistían en la petición de aumentos salariales, 30 días de vacaciones al año, jornada laboral de 40 horas… Las asambleas a menudo se celebraban en iglesias. El sindicato vertical de Franco se había hecho añicos y se había revelado que existía un sindicalismo paralelo perfectamente organizado, con claros objetivos políticos, y no solamente laborales.

La idea de la evolución del sistema de Torcuato era que hacía falta «integrar» a la izquierda sin potenciarla. Y calculaba que sólo se integraría si se sabía débil. El mecanismo para llegar a una cosa tras otra era la represión pura y dura. El 6 de febrero se dictó la Ley Antiterrorista. El 3 de marzo, la Policía abrió fuego contra una manifestación obrera en Vitoria, y mató a cuatro manifestantes e hirió a otros muchos. En aquel momento, Adolfo Suárez estaba como ministro interino de la Gobernación sustituyendo a Fraga, de viaje por Alemania. Alrededor de las 5 de la tarde se había celebrado una enorme asamblea de huelguistas en una parroquia de las afueras de Gasteiz. La Policía echó botes de humo en el interior de la iglesia para obligarles a que salieran. Pero afuera también había un gran número de manifestantes concentrados. La Policía no dudó en utilizar las armas de fuego contra ellos. Aun así, tuvieron que pedir contingentes de refuerzo a Burgos, Logroño, Donostia e Irún para «apaciguar» la situación. El 5 de marzo se celebraba en Gasteiz el funeral por los muertos, con una nueva manifestación masiva. El rey siguió todos los acontecimientos de cerca: «Noche dura la de anteayer, Alfonso. ¿Estuvo Suárez tan bien como dicen?», preguntó a Alfonso Osorio, que, naturalmente, le confirmó que el ministro interino había estado formidable. Por primera vez el rey se fijó en Suárez.

Por su parte, la oposición de izquierdas seguía luchando por la ruptura. Aunque tanto los líderes del PCE como los del PSOE, entre otros, ya habían pactado con la Corona una clase de rendición a cambio de ciertas cuotas de poder, todavía no habían podido controlar a su militancia de base, que no sabía nada de las conversaciones secretas ni de los compromisos que habían adquirido sus dirigentes. Haciendo un papelón indecente, se sumaron a los otros en la Coordinación Democrática, más conocida como «Platajunta». La coordinadora unía, en una sola organización, a la Junta Democrática (en la que estaba el PCE y otros partidos, la mayoría a la izquierda de éste) y la Plataforma de Convergencia Democrática (con el PSOE como epicentro). El 29 de marzo se reunieron en el despacho de Antonio García Trevijano, apasionado impulsor de la Platajunta, representantes de todos los grupos: Comisiones Obreras, Movimiento Comunista, Partido Carlista, Partido Comunista, Partido Socialista Demócrata, Partido Socialista Obrero Español, Partido Socialista Popular, Partido del Trabajo y Unión General de Trabajadores. Y al finalizar, entregaron un documento a la prensa que se podía resumir en una idea básica: «Coordinación Democrática se opone a la continuidad del Régimen». Solicitaba la liberación inmediata de los presos y detenidos políticos, sin exclusión, el regreso de los exiliados, la plena libertad sindical, los derechos y libertades políticas de las diversas nacionalidades, apertura de un periodo constituyente… Y el manifiesto lo firmaron todos los grupos asistentes, excepto los democristianos de Joaquín Ruiz-Jiménez. La Policía hizo acto de presencia en el despacho de Trevijano y detuvo allí mismo a los reunidos. Pero no todos recibieron el mismo trato. Raúl Morodo y Javier Solana (el de la OTAN), por ejemplo, dos de los que fueron detenidos aquel día, tuvieron buenos padrinos para conseguir salir a la calle inmediatamente. Iñigo Cavero, Fernando Álvarez de Miranda y otros ministros se interesaron por ellos y fueron puestos en libertad. Quedaron detenidos, en cambio, Marcelino Camacho, Nazario Aguado, José Álvarez Dorronsoro y Antonio García Trevijano. Trevijano, Tono para los amigos, había acertado cuando aquella vez, hacía más de diez años, se lo había adelantado al entonces príncipe Juan Carlos. El primer Gobierno del rey le había enchironado sólo cuatro meses tras la coronación. Juan Carlos, compungido, le envió un mensaje a Carabanchel a través de un emisario: «¡Hay que ver, Tono, que estoy de rey y no puedo hacer nada!»

El 4 de abril, en Madrid se convocó una manifestación proamnistía, que Fraga prohibió terminantemente. Aun así, se llevó a cabo y, sorprendentemente, el PCE fue uno de los grupos que la convocaron. Está claro que esto facilitó que la Policía detuviera a los comunistas que consideraba más peligrosos, con la idea de dejarlos encerrados por lo menos hasta el 1 de mayo, previendo las movilizaciones que se podrían organizar aquel día. De este modo consiguieron que el día de los trabajadores se registrara una «baja conflictividad», en gran medida gracias al PCE, que buscaba la respetabilidad para incorporarse de lleno a la transición pactada. En el ámbito del nacionalismo vasco, sin embargo, los problemas no remitían. El 5 de abril se produjo una fuga masiva de presos políticos de la prisión de Segovia. Aun cuando la mayor parte fueron detenidos al día siguiente, la reacción represiva no se hizo esperar. El día 8 la Policía abatió a disparos a dos militantes de ETA, el 25 a uno más y, en menos de 40 días, se produjeron 140 detenciones. Otro acontecimiento importante en este período fue el de Montejurra el 9 de mayo, también con Suárez de ministro interino (de nuevo sustituyendo a Fraga, que andaba por Venezuela). Se trataba de un acto de un sector de los carlistas, los de Carlos Hugo, que apoyaban la ruptura desde una postura nacionalista.

El suceso se quiso presentar como un enfrentamiento entre esta sección carlista y otra sección, la que apoyaba a otro Borbón, Sixto. Pero en realidad eran miembros de la ultraderecha quienes, apostados en un terraplén, dispararon sobre la multitud que subía hacia el monasterio de Iratxe, cerca ya de la cumbre de Montejurra. Hubo un muerto y varios heridos, pero a José Luis Marín García-Verde, más conocido como «el hombre de la gabardina», que fue fotografiado allí mismo pistola en mano, no se le juzgó nunca. Hoy vive como jubilado en Huelva. Fue un toque de atención a quienes querían salirse del redil, del camino que iba marcando la Transición. Y la manera como se resolvió, sin que la sangre llegara al río, pacíficamente y sin historias vengativas, era un mérito más que Suárez podía apuntar en su historial, de cara a un futuro ascenso que no tardaría en llegar.

El problema de Arias

El 26 de enero de 1976 se había prorrogado la legislatura de las Cortes hasta el 30 de junio de 1977.

Entonces todavía no había prisa por hacer cambios; en el Gobierno de Arias tampoco. Los primeros meses de Arias fueron útiles porque permitieron ganar tiempo sin crear excesivas tensiones, e hicieron posible desplegar los mecanismos necesarios para controlar las instituciones. En el gabinete de Arias estaban representados quienes se consideraban «reformistas», como Manuel Fraga y Antonio Garrigues Díaz-Cañabete; Alfonso Osorio y José María de Areilza eran, además, monárquicos; y también hombres fieles a los Principios del Movimiento, como Adolfo Suárez, que era el secretario general. Suárez en aquel momento era, además, un hombre de Torcuato Fernández Miranda, y jugaba a su favor, manteniéndole al tanto de todo lo que pasaba en el seno del Gobierno, de los comentarios y actitudes de Arias. Gracias a él a la Zarzuela tenían noticias puntuales de todas las frases fuera de tono que pronunciaba el presidente, como aquélla de «el rey no dice más que tonterías».

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