Precisamente fue aquí donde Adolfo Suárez trabajó por primera vez con Juan Carlos, desde su puesto de director general de Televisión. Se encargó personalmente de crear una filmoteca con imágenes de Juan Carlos y Sofía, en favor de la causa monárquica juancarlista, y de suprimir todas las apariciones de Carlos Hugo y de Don Juan.
Otra tarea imprescindible consistía en estudiar mediante qué mecanismos, y en qué condiciones exactamente, se podría desarrollar la evolución hacia la monarquía. Ya habían empezado antes de 1969, con iniciativas como la creación de una comisión de seis militares, nombrados por el Estado Mayor Central, la Sección de Planes y Proyectos, con Alfonso Armada y Emilio Alonso Manglano entre otros. A esta comisión se le había encargado que estudiara el tema «Ideas básicas que deben ser mantenidas a ultranza por las Fuerzas Armadas». Se trataba de descubrir algo así como el alma del Ejército, o las razones por las cuales estaría dispuesto a iniciar otra guerra civil. Todo había de estar «atado y bien atado». El informe, una vez terminado, fue entregado en La Zarzuela.
Al príncipe le gustó mucho. Los años siguientes se hicieron muchos más estudios de prospección, sobre todo de los sectores sociales, como los informes FOESSA dirigidos por el profesor Juan Linz, sobre la realidad política y social de España. En la encuesta que esta fundación realizó en 1970, se llegaba a la conclusión de que el sistema preferido para suceder al de Franco era la república (para un 49% de la población, mientras que el Régimen tan sólo contaba con el 29,8% de apoyo, y la monarquía, con el 20,8%). Así, pues, quedaba mucho trabajo por hacer.
También se encargaron análisis sobre las posibilidades de cambio político respetando la legalidad franquista. En 1973, una serie de jóvenes «progres», entre otros Luis Solana, cada uno de los cuales puso una cantidad, financiaron el dictamen del catedrático de Derecho Constitucional Jorge de Esteban. Cuando estuvo acabado, entregaron los borradores al príncipe.
Torcuato Fernández Miranda no sólo escribió un libro, sino que también elaboró su propio plan. Éste fue fácil de entender para Juan Carlos, porque no tuvo que leerlo. Ya se lo explicó su viejo profesor. Así, pues, el plan que le gustó fue el de Torcuato, que se convirtió en el hombre clave del cambio. Merced a los estudios y las encuestas, sabían que el patrón diseñado se ajustaría al cuerpo político de España.
El 20 de diciembre de 1973, el Dodge negro del almirante Carrero Blanco voló por los aires en la calle Claudio Coello de Madrid. Cuando se dirigía, como cada día desde hacía años, siempre siguiendo el mismo itinerario, a la misa de una iglesia de Serrano, enfrente de la Embajada de los Estados Unidos, de pronto subió como un cohete a gran altura para ir a caer al patio interior de un convento de jesuitas. Con una travesía como aquélla, el almirante, el chófer y el escolta personal murieron en el acto.
La princesa Sofía se enteró antes de que el príncipe y que la mayoría de los españoles, cuando iba en el coche para llevar a los niños al colegio, porque tenía por costumbre escuchar por radio la frecuencia de la Policía. Cuando llegó a La Zarzuela, fue a decírselo rápidamente a Juan Carlos a su despacho. En aquel momento le llamaban por teléfono para darle la noticia Los príncipes quisieron ir enseguida al hospital, pero Armada no estaba demasiado seguro de que fuera prudente, y decidió enviar antes una «avanzadilla», en misión de exploración, porque no se sabía si era un hecho aislado o si era una acción coordinada de manera más amplia. Al final, les dio permiso y los príncipes marcharon en un coche que conducía el mismo Juan Carlos, aunque ya no había heridos que visitar.
Después, al volver a La Zarzuela, el príncipe habló con Franco, y llegaron al acuerdo de que acudiría a presidir el entierro en representación suya, vestido con el uniforme de la Marina para honrar al almirante.
El atentado contra Carrero tenía el claro objetivo de desactivar, o como mínimo entorpecer, los mecanismos que había puesto en marcha el Régimen para facilitar la transición de poderes a Juan Carlos cuando Franco muriera; es decir, la perpetuación del mismo Régimen. Pero curiosamente, las revisiones recientes sobre la Transición se han negado a entenderlo así. Según la excéntrica nueva versión que han elaborado periodistas del calibre de Victoria Prego (relanzada últimamente a la actualidad con su célebre frase «¡A por ellos!», en la Puerta del Sol de Madrid), ETA prácticamente pretendía boicotear el camino hacia la democracia, encarnada en el mismo Carrero Blanco, un demócrata de toda la vida como sabe todo el mundo y, para complicar más la peripecia, los servicios secretos de los Estados Unidos debían haber colaborado en el atentado con ETA, pese a que los padres de la nueva versión de la historia no pueden aclarar con qué intención exactamente.
Sobran comentarios críticos sobre estas versiones de martingalas palaciegas. La falta de rigor está protegida por la constante desinformación de los medios de comunicación, con una especial relevancia del puro espectáculo televisivo en que los informativos se han transformado.
La única cosa cierta es que la muerte de Carrero supuso un trastorno importante para los planes ya elaborados por el grupo concreto de tecnócratas monárquicos del Opus involucrados en la «Operación Lolita». Más que nada, para que Franco, ya en plena decadencia física, inexplicablemente aprovechar para hacer un cambio en la línea de gobierno, probablemente influenciado por su familia. Ante la sorpresa general, nombró presidente del Gobierno a Carlos Arias Navarro, un falangista, cuando lo más lógico habría sido que a Carrero le sucediera el vicepresidente, Torcuato Fernández Miranda. Arias era precisamente el político responsable de la catástrofe del atentado, como ministro de la Gobernación (Interior). Conocido popularmente con el apodo de «El carnicero de Málaga» (denominación que se había ganado en su época de represor, como fiscal militar de Málaga durante la posguerra), no se podía decir que fuese un hombre especialmente carismático. Y nadie entendió su nombramiento. Pero tampoco la enigmática frase «no hay mal que por bien no venga», que dijo el Caudillo al referirse a la muerte de Carrero, en su discurso, surrealista, de fin de año. Que sus decisiones fueran comprendidas o entendidas no era una de las mayores preocupaciones de Franco.
Lo único que ocurrió fue que Franco siguió los consejos de lo que se conocía como «el búnker» o «aparato del Pardo», un grupo muy próximo a él que integraban su señora, Carmen Polo; su yerno, el marqués de Villaverde; su médico, Vicente Pozuelo; y sus ayudantes, el general José Ramón Gavilán y el capitán de Marina Antonio Urcelay. Arias Navarro representaba para ellos la garantía de que podrían seguir allí, mandando, en el futuro. Para el grupo «Lolita» todo se derrumbó momentáneamente. Los seguidores del almirante fueron destituidos en cadena: Gregorio López Bravo, José María López de Letona, Gonzalo Fernández de la Mora… Torcuato Fernández Miranda, que también pronunció un simpático discurso en aquella época, como despedida de su cargo, en el que hablaba de «nubarrones» y otros fenómenos atmosféricos que padecía España, fue prácticamente expulsado de la vida política y tuvo que refugiarse en la residencia del Banco de Crédito Local. Laureano López Rodó tuvo más suerte, con un nuevo destino en Viena, como embajador. Pero ellos y los demás volvieron después, con la subida al trono de Juan Carlos.
Por lo demás, que Arias estuviese al frente no sería tan trascendental. Quizás no era tan hábil como Fernández Miranda, lo que podría haber dificultado el cambio pacífico y sin ruptura. Pero los planes USA siguieron adelante con él. En el entorno del príncipe no hubo cambios.
El trabajo de sus colaboradores continuó en la misma línea. Y Arias, a su manera, elaboró el borrador de su propio plan de transición pacífica. El 12 de febrero de 1974 lo expuso ante las Cortes en un memorable discurso, que retardaba un poco el ritmo sobre el plan de los del Opus, pero no introducía cambios sustanciales. Su programa, como el de aquéllos, rechazaba toda «ruptura», opción por la que se luchaba en los movimientos populares. La diferencia entre Arias y los tecnócratas estaba en el hecho que el aperturismo proyectado se basaba en la modificación de las Leyes Fundamentales no por la vía de la reforma, como en el plan del Opus, sino por la vía de la interpretación. Igual que la «Operación Lolita», el «Espíritu del 12 de octubre» de Arias Navarro consistía en «vestir al muñeco» del franquismo con un nuevo disfraz, sin cambiar la esencia. Para poner su plan en marcha, el 16 de diciembre de 1974, Arias aprobó el Estatuto de las Asociaciones Políticas, de tan corto alcance que les pareció ridículo hasta a los mismos falangistas.
Con la «Operación Lolita» o sin ella, fuese como fuese, el Régimen pudo recomponer la situación política sin excesivos problemas tras la muerte de Carrero. Esto no quiere decir que, en un principio, no supusiera en efecto un momento especialmente peligroso, por el hueco momentáneo de poder que implicaba, para la estabilidad. Así lo creyeron, entre otros muchos, Trevijano y Don Juan, que vieron entonces una oportunidad, apoyándose en la oposición democrática, para provocar la ruptura con la finalidad particular, en el caso del conde de Barcelona, de recuperar la corona que había perdido su padre y que ahora le quería quitar su hijo.
Esta vez fue Trevijano quien telefoneó a Don Juan, y no al revés, tan pronto tuvo noticias de lo que había pasado. Y le organizó en París, en el Hotel Meurice, una entrevista con todos los exiliados, con los intelectuales, con la gente del Ruedo Ibérico… La idea era que Don Juan hiciera unas declaraciones al diario francés
Le Monde
, la biblia del progresismo europeo, en las que se manifestara en contra de todo lo que significaba la dictadura. Naturalmente, las declaraciones eran fruto de la creatividad de Trevijano, y se resumían en doce puntos clave, que incluían la amnistía, la legalización de todos los partidos políticos, un referéndum para decidir si se quería monarquía o república, el reconocimiento de los derechos de las diversidades nacionales del Estado, el establecimiento completo de las libertades y derechos civiles, la libertad sindical y de prensa, la independencia del poder judicial y la separación entre Iglesia y Estado. Tras las declaraciones, los diversos partidos políticos y grupos de la oposición se fueron sumando en cadena, apoyando la declaración, para crear una situación irreversible de ruptura con el Régimen. Todos aceptaron el proyecto. Don Juan se hizo demócrata para la ocasión y también accedió. La publicación estaba prevista para el día 28 de junio. Pero cuando ya estaba todo listo, la intervención de Juan Carlos y de los consejeros tradicionales de Don Juan estropeó el asunto en el último momento. Aunque estaba claro que la iniciativa suponía la ruptura, a la vez que con Franco, con su hijo, Don Juan tuvo la ocurrencia de consultárselo en una entrevista en Palma de Mallorca, adonde había ido a reparar su barco. Como prueba de que tras la muerte de Carrero no veía la cosa tan mal como Fernández Miranda y los otros, el príncipe hizo todo lo que pudo para sacarle la idea de la cabeza. Por otro lado, los consejeros del conde insistieron en el hecho de que la Restauración sólo se podía hacer con el apoyo del Ejército, y que aquello supondría el fin de la monarquía, cuestión en la que, probablemente, tenían toda la razón. Y, finalmente, muy cerca ya del día 28, en la segunda quincena de junio, el secretario de Don Juan telefoneó a Trevijano para decirle que no podía hacer las declaraciones. Don Juan no se atrevía, decía que estaba abandonado por todo el mundo, que no contaba ni con el apoyo familiar ni con el de los monárquicos, que el único que creía en él era el mismo Trevijano… Sin darse por vencido, Trevijano no tuvo más remedio que seguir adelante sin él. Transformó el texto de las respuestas de Don Juan en los doce puntos de la declaración programática de la Junta Democrática, una nueva plataforma que agrupaba a varios sectores de la oposición, que se reunió por primera vez el 25 de julio de 1974 en el Hotel Intercontinental de París.
Éste sí que fue el final definitivo de Don Juan. Éste, que siempre se daba cuenta un poco tarde de las cosas, en julio de 1974 todavía hacía declaraciones de cariz liberal, como si aún estuviera a tiempo de algo: «Concibo la monarquía como garantía de los derechos del hombre y sus libertades…». Cuando las hizo, se le prohibió poner los pies en España y Juan Carlos tuvo que pedir disculpas, deplorando sus palabras delante de Franco, que le dijo: «No se preocupe. Otras veces hemos superado circunstancias parecidas». El príncipe, emocionado, le abrazó efusivamente.
Más inquietante todavía para el Régimen que la muerte de Carrero, que al fin y al cabo era sustituible, fue el estallido de la Revolución de los Claveles, en abril de 1974, en el vecino Estado portugués. Y no solamente para los españoles residentes, que vieron cómo los radicales incendiaban la residencia del embajador. Aquello podía ser contagioso.
Después se vio que no había para tanto. Los principios revolucionarios iniciales fueron traicionados y, poco a poco, la situación se fue calmando y retrocediendo, hasta situarse dentro de los parámetros de las democracias europeas. En la comunidad de exiliados aristocráticos de Estoril, algunos habían huido al extranjero a toda velocidad, preocupados sobre todo por sus propiedades. Pero otros no sólo se quedaron, sino que aprovecharon la situación para comprar barato a los que salían a salto de mata del país. Como el duque de Braganza, pretendiente a la Corona lusa, que se hizo una finca y un palacio romántico en Sintra, que hoy valen más de 30 veces lo que le costaron entonces. Don Juan también se quedó y, muy dignamente, dijo: «Le debo tanto a Portugal, que prefiero la inseguridad y el riesgo antes que dañarle lo más mínimo». En realidad, Mário Soares le había garantizado la seguridad de Villa Giralda y de sus ocupantes.
Pero, pese a tener un éxito rotundo, la Revolución de los Claveles significaba un precedente muy malo, una situación nueva que hacía falta aprender a controlar. Un mes tras el estallido, la Comisión Trilateral ya se reunió para estudiar medidas políticas que evitaran el acceso al gobierno por la vía electoral-parlamentaria de la izquierda, en Portugal y en los diversos países en peligro, entre ellos España, que se preveía que se convertiría en «democrática» en un futuro muy próximo. La Trilateral era —y es— un consorcio de empresas transnacionales y de bancos, una especie de gobierno mundial en la sombra, impulsado desde el grupo económico Rockefeller.