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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (23 page)

BOOK: Un lugar llamado libertad
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—Ya se ha intentado otras veces y no ha dado resultado —dijo Charlie Smith en tono abatido.

Mack recordó que Charlie llevaba muchos años trabajando como descargador de carbón.

—¿Y por qué no da resultado? —le preguntó.

—Porque los contratantes sobornan a los capitanes de los barcos para que no utilicen los servicios de las nuevas cuadrillas. Y entonces se producen problemas y riñas entre las cuadrillas y las sanciones por las riñas siempre se imponen a las nuevas cuadrillas porque los magistrados son también contratantes o amigos de contratantes… y, al final, los descargadores de carbón vuelven al antiguo sistema.

—Qué necios —dijo Mack.

Charlie se ofendió.

—Claro, porque, si fueran listos, supongo que no serían descargadores de carbón.

Mack comprendió que había sido un poco arrogante, pero no podía evitar indignarse ante el hecho de que los hombres fueran sus propios enemigos.

—Sólo necesitan un poco de determinación y solidaridad —dijo.

—Hay algo más —terció Gordonson—. Es una cuestión política. Recuerdo la última disputa de los descargadores de carbón. Fueron derrotados porque no tenían a nadie que los defendiera. Los contratantes estaban contra ellos y nadie estaba a favor suyo.

—¿Y por qué sería distinto esta vez? —preguntó Mack.

—Por John Wilkes.

Wilkes era el defensor de la libertad, pero ahora se encontraba en el exilio.

—No puede hacer mucho por nosotros desde París.

—No está en París. Ha vuelto.

Era una sorpresa.

—¿Y qué va a hacer?

—Presentarse candidato al Parlamento.

Mack no acertaba a comprender de qué forma ello podría influir en los círculos políticos de Londres.

—No veo muy claro de qué nos iba a servir eso a nosotros.

—Wilkes se pondrá del lado de los descargadores de carbón y el Gobierno se pondrá del lado de los contratantes. Ese debate en el que los trabajadores tendrían la ley de su parte le sería muy beneficioso a Wilkes.

—¿Y cómo sabe usted lo que hará Wilkes?

Gordonson esbozó una sonrisa.

—Soy su representante electoral.

Gordonson era más poderoso de lo que Mack suponía. Estaban de suerte.

Charlie Smith, todavía escéptico, dijo:

—O sea que usted quiere utilizar a los descargadores de carbón para sus fines políticos.

—Exacto —dijo Gordonson, posando la pipa—. Pero ¿por qué creéis que presto mi apoyo a Wilkes? Os lo voy a explicar. Hoy habéis venido a mí para quejaros de una injusticia. Es algo que ocurre muy a menudo. Hombres y mujeres corrientes son cruelmente explotados en beneficio de algún desalmado codicioso como George Jamisson o Sidney Lennox. Y eso es malo para el comercio porque las malas empresas perjudican a las buenas. Y, aunque fuera bueno para el comercio, sería una iniquidad. Amo a mi país y aborrezco a los malvados capaces de destruir a su pueblo y destrozar su prosperidad. Por eso me paso la vida luchando por la justicia. —Gordonson sonrió y se volvió a colocar la pipa entre los labios—. Confío en que no os parezca una presunción.

—De ninguna manera —dijo Mack—. Me alegro de que esté de nuestra parte.

16

E
l día de la boda de Jay Jamisson amaneció húmedo y frío. Desde su dormitorio en Grosvenor Square el joven podía ver Hyde Park, donde estaba acampado su regimiento. Una bruma muy baja cubría el suelo y, envueltas por ella, las tiendas de los soldados parecían velas de barco en medio de un grisáceo mar embravecido. Aquí y allá humeaban algunas hogueras que contribuían a oscurecer la atmósfera. Los hombres debían de sentirse muy desgraciados, aunque, en realidad, los soldados nunca estaban contentos.

Se apartó de la ventana. Su padrino de boda, Chip Marlborough, le ayudó a ponerse la chaqueta. Jay se lo agradeció con un gruñido.

Chip también era capitán del Tercer Regimiento de la Guardia Real. Su padre era lord Arebury, el cual mantenía relaciones de negocios con sir George. Jay se sentía muy halagado por el hecho de que semejante aristócrata hubiera accedido a ser su padrino de boda.

—¿Has visto los caballos? —le preguntó Jay con inquietud.

—Pues claro —contestó Chip.

Aunque el suyo era un regimiento de infantería, los oficiales siempre iban montados y Jay tenía la misión de supervisar a los hombres que cuidaban de los caballos. Se entendía muy bien con los animales y los comprendía instintivamente. Le habían concedido dos días de permiso para la boda, pero estaba preocupado, temiendo que los caballos no estuvieran debidamente atendidos.

El permiso era muy corto porque el regimiento se encontraba en servicio activo. No estaban en guerra: la última guerra en la que había participado el Ejército británico había sido la de los Siete Años contra los franceses en América, la cual había terminado cuando Jay y Chip iban todavía a la escuela. Pero los habitantes de Londres estaban tan alterados e intranquilos que las tropas se mantenían en estado de alerta para poder sofocar cualquier disturbio. Cada día algún grupo de trabajadores iniciaba una huelga, organizaba una marcha al Parlamento o recorría las calles, rompiendo los cristales de las ventanas a pedradas. Precisamente aquella semana los tejedores de seda, indignados por las reducciones de sus salarios, habían destruido tres de los cuatro telares de Spitalfields.

—Espero que el regimiento no tenga que entrar en acción en mi ausencia —dijo Jay—. Lamentaría mucho no poder participar.

—¡Deja ya de preocuparte! —le dijo Chip, escanciando brandy de una jarra en dos copas, pues era un gran aficionado a dicha bebida—. ¡Por el amor! —brindó.

—¡Por el amor! —repitió Jay.

—En realidad, sabía muy poco acerca del amor, pensó. Había perdido la virginidad cinco años atrás con Arabella, una de las criadas de su padre. Creyó en aquel momento que él había seducido a la chica, pero ahora, mirando hacia atrás, comprendía que había sido justo al revés. Tras haber compartido tres veces su lecho, la criada le dijo que estaba embarazada. Entonces él le pagó treinta libras que le facilitó un prestamista para que desapareciera. Ahora sospechaba que la chica no estaba embarazada y que lo había estafado.

Desde entonces había cortejado a docenas de muchachas, había besado a muchas y se había acostado con unas cuantas. No le resultaba difícil encandilar a las mujeres: le bastaba con simular interés por todo lo que decían, aunque su apostura y sus buenos modales también influían lo suyo. Se las metía en el bolsillo sin demasiado esfuerzo, pero ahora, por primera vez, él había sido objeto del mismo trato. En presencia de Lizzie, siempre se le cortaba la respiración y le parecía que ella era la única persona presente en la estancia, tal como les ocurría a las chicas cuando él las quería seducir. ¿Sería eso el amor? No tenía más remedio que serlo.

Su padre había aceptado aquella boda por la oportunidad que le ofrecería de conseguir el carbón de Lizzie. Por eso había permitido que Lizzie y su madre se instalaran en su casa de invitados y por eso pagaría el alquiler de la casa de Chapel Street donde vivirían Jay y Lizzie después de la boda. Los jóvenes no le habían hecho ninguna solemne promesa a sir George, pero tampoco le habían dicho que Lizzie estaba totalmente en contra de explotar las minas de High Glen. Jay esperaba que todo acabara resolviéndose satisfactoriamente.

Se abrió la puerta y entró un criado:

—¿Desea usted recibir al señor Lennox, señorito?

Jay le miró con semblante irritado. Le debía dinero a Sidney Lennox por deudas de juego. De buena gana lo hubiera despedido con viento fresco —al fin y al cabo no era más que un tabernero—, pero temía que en tal caso Lennox se pusiera pesado.

—Será mejor que lo hagas pasar —le dijo al criado—. Perdona —añadió, dirigiéndose a Chip.

—Conozco a Lennox —dijo Chip—. Yo también he perdido dinero con él.

Entró Lennox y Jay aspiró inmediatamente el característico olor agridulce que emanaba de él, un olor como de algo fermentado.

—¿Qué tal estás, maldito bribón? —le dijo Chip al tabernero a modo de saludo.

Lennox le miró fríamente.

—Observo que no me llama usted maldito bribón cuando gana.

Jay le miró con inquietud. Lennox lucía un traje de color amarillo con calcetines de seda y zapatos con hebilla, pero parecía un chacal vestido de hombre. Las costosas prendas que vestía no podían disimular su expresión amenazadora. Pese a lo cual, Jay no conseguía romper los lazos que lo unían a él. Era una amistad muy útil, pues montaba rápidamente una timba.

Además, siempre se mostraba dispuesto a conceder crédito a los jóvenes oficiales que se quedaban sin dinero pero querían seguir jugando. Ahí estaba lo malo. Jay le debía ciento cincuenta libras y le daría una cierta vergüenza que Lennox se empeñara en cobrar la deuda en aquel momento.

—Ya sabes que hoy es el día de mi boda, Lennox —le dijo.

—Sí, ya lo sé —dijo el tabernero—. He venido para brindar por su salud.

—Pues claro, faltaría más. Chip… un trago para nuestro amigo.

Chip escanció tres generosas medidas de brandy.

—Por usted y su novia —brindó Lennox.

—Gracias —dijo Jay.

Los tres hombres bebieron.

—Mañana —dijo Lennox, dirigiéndose a Chip— habrá una gran partida de faraón en el café Lord Archer's, capitán Marlborough.

—Me parece muy bien —dijo Chip.

—Espero verle allí. Usted estará sin duda muy ocupado, capitán Jamisson.

—Por supuesto que sí —contestó Jay. «De todos modos, no podría permitirme el lujo de ir», pensó.

Lennox posó la copa.

—Les deseo un buen día y espero que la niebla se levante —dijo, abandonando la estancia.

Jay disimuló su alivio. No se había hablado para nada del dinero.

Lennox sabía que el padre de Jay había pagado la última deuda y confiaba quizá en que sir George volviera a hacerlo. Jay se preguntó por qué razón le habría visitado Lennox. No creía que lo hubiera hecho simplemente para tomarse un trago de brandy. Tenía la desagradable sensación de que el tabernero había querido decirle algo. Se respiraba en el aire una tácita amenaza. Pero ¿qué daño le podía causar un tabernero al hijo de un acaudalado empresario?

Jay oyó desde la calle el rumor de los carruajes que se estaban acercando a la casa y se quitó a Lennox de la cabeza.

—Ya podemos bajar —le dijo a su amigo.

El salón era inmenso y había sido amueblado con piezas muy caras fabricadas por Thomas Chippendale. Entre los agradables efluvios de la cera de lustrar, el padre, la madre y el hermano de Jay ya estaban allí, vestidos para ir a la iglesia. Alicia le dio un beso a su hijo. Sir George y Robert lo saludaron con cierta turbación. Nunca habían sido una familia demasiado afectuosa y la pelea del día de su cumpleaños aún perduraba en su memoria.

Un criado estaba sirviendo el café. Jay y Chip tomaron sus tazas.

Antes de que bebieran el primer sorbo, se abrió la puerta y Lizzie entró como un huracán.

—¿Cómo te atreves? —gritó—. ¿Cómo te atreves?

Jay sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. ¿Qué pasaba ahora? Lizzie tenía el rostro arrebolado a causa de la indignación, respiraba afanosamente y le brillaban los ojos de furia. Estaba preciosa con su sencillo vestido de novia blanco con sombrero del mismo color.

—¿Qué es lo que he hecho? —preguntó Jay en tono quejumbroso.

—¡La boda se anuló! —dijo Lizzie.

—¡No! —gritó Jay.

No era posible que alguien le hubiera arrebatado a Lizzie en el último momento. La idea le resultaba insoportable.

Lady Hallim entró en la estancia con expresión trastornada.

—Lizzie, por favor, no hagas disparates —le dijo.

La madre de Jay asumió el mando de la situación.

—Lizzie querida, ¿qué es lo que ocurre? Dinos, por favor, por qué estás tan alterada.

—¡Por esto! —contestó Lizzie, mostrando los papeles que sostenía en la mano.

—Es una carta de mi administrador —dijo lady Hallim, retorciéndose nerviosamente las manos.

—Dice que los agrimensores de los Jamisson —explicó Lizzie— han hecho perforaciones en la finca Hallim.

—¿Perforaciones? —preguntó Jay, desconcertado.

Miró a Robert y vio en su rostro una expresión huidiza.

—Están buscando carbón, naturalmente —dijo Lizzie con impaciencia.

—¡Oh, no! —protestó Jay.

Comprendía lo que había ocurrido. Su padre estaba tan ansioso de apoderarse del carbón de Lizzie que ni siquiera había esperado a que se celebrara la boda.

Sin embargo, la avidez de su padre le podía hacer perder la novia. Aquella posibilidad lo puso tan furioso que lo indujo a insultar a sir George.

—¡Eres un insensato! —le dijo temerariamente—. ¡Mira lo que has hecho!

Era impensable que un hijo le hablara en semejante tono a su progenitor y, además, sir George no estaba acostumbrado a que nadie se rebelara contra sus designios. Se le congestionó la cara y los ojos parecieron escapársele de las órbitas.

—¡Pues que se anule la maldita boda! —rugió—. Me importa un bledo.

Alicia intervino.

—Cálmate, Jay, y tú también, Lizzie —dijo. Incluía también a sir George, pero evitó diplomáticamente mencionarle—. Aquí tiene que haber un error. Está claro que los agrimensores de sir George no interpretaron bien sus órdenes. Lady Hallim, se lo ruego, acompañe a Lizzie a la casa de invitados y déjenos resolver este malentendido. Estoy segura de que no tendremos que recurrir a la drástica medida de anular la boda.

Chip carraspeó. Jay se había olvidado de su presencia.

—Si me disculpan… —dijo, encaminándose hacia la puerta.

—No salgas de la casa —le suplicó Jay—. Espérame arriba.

—De acuerdo —dijo Chip, a pesar de que hubiera preferido estar en cualquier otro sitio.

Alicia empujó amablemente a Lizzie y a lady Hallim hacia la puerta detrás de Chip.

—Por favor, déjenme unos minutos, saldré enseguida y todo se arreglará.

Lizzie se retiró con expresión más de duda que de enojo. Jay confió en que comprendiera que él no sabía nada acerca de las perforaciones. Su madre cerró la puerta y se volvió hacia ellos. Jay rezó, pidiendo que hiciera algo para salvar la boda. ¿Acaso tenía algún plan? Su madre era muy inteligente y, en aquellos momentos, era su única esperanza.

En lugar de hacerle reproches a sir George, Alicia le dijo:

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