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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (22 page)

BOOK: Un lugar llamado libertad
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Mientras el último hombre cobraba su paga, Mack recogió del suelo las pistolas de Lennox, vació la pólvora para que no se pudieran disparar y las volvió a depositar sobre la mesa.

Lennox tomó las pistolas descargadas y la bolsa casi vacía del dinero y se levantó. Se hizo un profundo silencio en el local mientras Lennox se dirigía a la puerta que daba acceso a sus habitaciones privadas. Todos observaron sus movimientos con atención, como si temieran que pudiera encontrar algún medio de quitarles el dinero. Al llegar a la puerta, Lennox se volvió.

—Ya os podéis ir todos a casa —dijo, mirándoles con un destello de perversidad en los ojos—. Y no volváis el lunes. No habrá trabajo para vosotros. Estáis despedidos.

Mack se pasó casi toda la noche despierto, presa de una gran inquietud. Algunos descargadores decían que el lunes Lennox ya habría olvidado el incidente, pero Mack lo dudaba. Lennox no era el tipo de hombre acostumbrado a la derrota. No tendría ninguna dificultad en encontrar a otros dieciséis jóvenes para su cuadrilla.

La culpa era toda suya, pensó Mack. Los descargadores de carbón eran como los bueyes: fuertes, estúpidos y fáciles de conducir. Jamás se hubieran rebelado contra Lennox si él no los hubiera empujado.

Ahora Mack se sentía obligado a enderezar la situación.

El domingo por la mañana se levantó temprano y se dirigió a la otra habitación. Dermot y su mujer dormían sobre un colchón y los cinco niños dormían todos juntos en el otro extremo de la estancia.

Mack sacudió a Dermot.

—Tenemos que encontrar trabajo para la cuadrilla antes del lunes —le dijo.

Dermot se levantó y Bridget murmuró desde la cama:

—Vestíos de una forma respetable si queréis causar buena impresión a un intermediario.

Dermot se puso un viejo chaleco de color rojo y le prestó a Mack la camisa de seda azul con corbatín que se había comprado para el día de su boda. Por el camino, recogieron a Charlie Smith, el cual llevaba cinco años trabajando como descargador y conocía a todo el mundo. Se puso su mejor chaqueta azul y se dirigieron los tres juntos a Wapping.

Las sucias calles del barrio portuario estaban casi desiertas y las campanas de los cientos de iglesias de Londres convocaban a los fieles a la oración, pero casi todos los marineros, estibadores y obreros de los almacenes querían disfrutar de su día de descanso y solían quedarse en casa. Las pardas aguas del Támesis acariciaban perezosamente los desiertos embarcaderos y las ratas campaban a sus anchas por la orilla.

Todos los intermediarios de la descarga de carbón eran taberneros. Los tres hombres entraron en primer lugar en la Frying Pan, situada a escasos metros del Sun. Encontraron al tabernero, hirviendo jamón en el patio. Mack aspiró el delicioso aroma y se le hizo la boca agua.

—Hola, Harry —saludó alegremente Charlie.

El tabernero les miró con expresión avinagrada.

—¿Qué es lo que queréis, chicos, si no es cerveza?

—Trabajo —le contestaron—. ¿Tienes que descargar algún barco mañana?

—Sí y tengo una cuadrilla para hacerlo, pero gracias de todos modos.

Los tres amigos se retiraron.

—¿Qué le pasaba? —les preguntó Dermot a sus compañeros—.

Nos ha mirado como si fuéramos leprosos.

—Anoche debió de beber demasiada ginebra —dijo Charlie.

Mack temió que fuera algo mucho más grave, pero prefirió no decir nada de momento.

—Vamos al King's Head —dijo.

Varios descargadores de carbón que estaban bebiendo cerveza en el local saludaron a Charlie.

—¿Estáis ocupados, chicos? —les preguntó Charlie—. Buscamos un barco.

El tabernero le oyó.

—¿Vosotros trabajabais para Sidney Lennox, el del Sun?

—Sí, pero la semana que viene no nos necesita —contestó rápidamente Charlie.

—Ni yo tampoco —dijo el tabernero.

Al salir, Charlie dijo:

—Vamos a probar con Buck Delaney del Swan. Suele tener dos o tres cuadrillas a la vez.

El Swan era una taberna muy bulliciosa que contaba con cuadras para caballos, un café, un almacén de carbón y varias barras. Encontraron al propietario irlandés en su habitación privada que daba al patio. Delaney había sido descargador de carbón en su juventud, pero ahora se ponía peluca y un corbatín de encaje para tomar su desayuno a base de café y carne fría de buey.

—Permitidme que os dé un consejo, muchachos —les dijo—. Todos los contratantes de Londres saben lo que ocurrió anoche en el Sun. Ninguno de ellos os dará trabajo. Sidney Lennox ya se ha encargado de que así sea.

Mack se desesperó. Temía que ocurriera algo por el estilo.

—Yo que vosotros —añadió Delaney— tomaría un barco y me alejaría uno o dos años de la ciudad. Cuando regreséis, el incidente ya se habrá olvidado.

—¿Eso quiere decir que los descargadores de carbón tendrán que ser eternamente estafados por vosotros los contratantes? —replicó Dermot enfurecido.

Si Delaney se ofendió, lo disimuló muy bien.

—Mira a tu alrededor, muchacho —le dijo amablemente, abarcando con un vago gesto de la mano el servicio de plata, la estancia alfombrada y el próspero negocio que era el origen de todo aquel lujo—. Todo esto no lo he conseguido siendo honrado con la gente.

—¿Y qué impide que nosotros nos pongamos directamente en contacto con los capitanes y nos ofrezcamos a descargar los barcos? —preguntó Mack.

—Todo —contestó Delaney—. De vez en cuando aparece algún descargador de carbón como tú, McAsh, alguien con más arrestos que los demás que pretende formar su propia cuadrilla, prescindir del contratante y encargarse de los gastos de bebida y todo lo demás. Pero hay demasiada gente que gana demasiado dinero con la actual situación. —El tabernero sacudió la cabeza—. No eres el primero que protesta contra la injusticia del sistema, McAsh, y tampoco serás el último.

Mack se irritó ante el cinismo de Delaney, pero comprendió que el hombre decía la verdad. No se le ocurría nada más que decir. Sintiéndose derrotado, se encaminó hacia la puerta, seguido de Charlie y Dermot.

—Acepta mi consejo, McAsh —añadió Delaney—. Haz lo que yo. Búscate una pequeña taberna y dedícate a venderles bebidas a los descargadores de carbón. No intentes ayudarles y empieza a ayudarte a ti mismo. Lo harías muy bien, te lo aseguro. Tienes lo que hay que tener.

—¿Que haga lo que tú? —replicó Mack—. Tú te has hecho rico estafando a tus semejantes. Ni a cambio de un reino quisiera ser así.

Antes de salir, tuvo la satisfacción de ver que el rostro de Delaney se congestionaba de rabia.

Sin embargo, su alegría sólo duró el tiempo que tardó en cerrar la puerta. Había ganado la discusión, pero había perdido todo lo demás. Ojalá se hubiera tragado el orgullo y hubiera aceptado el sistema de los contratantes. Por lo menos, hubiera tenido un trabajo al día siguiente. Ahora no tenía nada… y había dejado a quince hombres con sus familias en la misma situación desesperada en la que él se encontraba. La perspectiva de mandar llamar a Esther a Londres estaba más lejos que nunca. Todo lo había hecho mal. Había sido un maldito insensato.

Los tres hombres se sentaron junto a una de las barras y pidieron pan y cerveza para desayunar. Había sido muy arrogante, pensó Mack, despreciando a sus compañeros por el hecho de aceptar sumisamente el destino que les había caído en suerte. Los había llamado mentalmente bueyes, pero, en realidad, el buey era él.

Recordó a Caspar Gordonson, el abogado radical que le había revelado cuáles eran sus derechos legales. Si pudiera hablar con Gordonson, pensó, le diría para qué servían los derechos legales.

Por lo visto, la ley sólo era útil para los que tenían el poder de hacerla cumplir… pero quizá él podría hacer otra cosa mejor. Tal vez, Gordonson accedería a convertirse en el defensor de los descargadores de carbón. Era abogado y constantemente escribía acerca de la libertad de los ingleses. Puede que él les echara una mano.

Merecía la pena intentarlo.

La carta fatídica que Mack había recibido de Caspar Gordonson procedía de una dirección de Fleet Street. El Fleet era una corriente de agua sucia que vertía su caudal en el Támesis al pie de la colina en cuya cima se levantaba la catedral de San Pablo. Gordonson vivía en una casa de ladrillo de planta y dos pisos, justo al lado de una espaciosa taberna.

—Debe de ser soltero —dijo Dermot.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Charlie Smith.

—Ventanas sucias, umbral lleno de polvo… en esta casa no hay ninguna señora.

Abrió la puerta un criado que no se sorprendió lo más mínimo cuando pidieron ver al señor Gordonson. En el momento en que ellos entraban, salieron dos caballeros muy bien vestidos que estaban manteniendo una acalorada discusión acerca de William Pitt, vizconde de Weymouth, canciller del Reino y secretario de Estado.

Sin interrumpir su conversación, uno de ellos saludó con un movimiento de la cabeza a Mack, el cual le miró con asombro, pues los caballeros solían ignorar a la gente de la clase baja.

Mack pensaba que la casa de un abogado tenía que ser un lugar lleno de polvorientos documentos y secretos murmullos, en la cual el único ruido que se escuchaba era el pausado rumor de las plumas, rascando el papel. Sin embargo, la casa de Gordonson parecía más bien una imprenta. En el vestíbulo se amontonaban los folletos y los periódicos atados con cuerdas mientras en el aire se aspiraba el olor del papel y la tinta y se oía un ruido de maquinaria procedente del sótano, donde funcionaba una prensa.

El criado entró en una estancia adyacente al vestíbulo. Mack se preguntó si no estaría perdiendo el tiempo. Seguramente las personas que escribían sesudos artículos en los periódicos no se ensuciaban las manos mezclándose con los trabajadores. A lo mejor, el interés de Gordonson por la libertad era de carácter puramente teórico.

Pero él tenía que intentarlo todo. Había conducido a sus compañeros de la cuadrilla de descargadores por el camino de la rebelión y ahora todos se habían quedado sin trabajo; tenía que hacer algo.

Se oyó una sonora y estridente voz desde el interior de la estancia.

—¿McAsh? ¡Jamás he oído hablar de él! ¿Quién es? ¿No lo sabes? ¡Pues pregúntaselo! Bueno, no importa…

Poco después un hombre calvo y sin peluca apareció en la puerta y miró a los tres descargadores de carbón a través de unas gafas.

—Creo que no conozco a ninguno de ustedes —dijo—. ¿Qué desean de mí?

Fue una presentación más bien descorazonadora.

—Hace poco me dio usted un mal consejo, pero, a pesar de ello, vuelvo para que me dé otro.

Se produjo una pausa en cuyo transcurso Mack creyó haber ofendido a Gordonson, pero éste no tardó en soltar una jovial carcajada.

—¿Quién es usted, si puede saberse?

—Malachi McAsh, llamado Mack. Trabajaba como minero de carbón en Heugh, cerca de Edimburgo, hasta que usted me escribió y me dijo que era un hombre libre.

El semblante de Gordonson se iluminó al recordarlo.

—¡Tú eres el minero amante de la libertad! Chócala, hombre.

Mack le presentó a Dermot y Charlie.

—Pasad. ¿Os apetece un vaso de vino?

Le siguieron al interior de una desordenada estancia amueblada con una mesa de escribir y estanterías con libros en las paredes. En el suelo se amontonaban toda clase de publicaciones y la mesa aparecía enteramente cubierta de galeradas. Un viejo y obeso perro dormía sobre una raída alfombra delante de la chimenea. Se aspiraba un denso aroma que quizá emanaba de la vieja alfombra, del perro o de ambas cosas a la vez. Mack apartó un libro de derecho que había sobre una silla y se sentó.

—Prefiero no tomar vino, gracias —contestó.

Quería estar en pleno uso de todas sus facultades.

—¿Una taza de café, quizá? El vino da sueño, pero el café despierta. —Sin esperar una respuesta, Gordonson le dijo al criado—: Café para todos. —Volviéndose a mirar a Mack, añadió—: Bueno, McAsh, ¿por qué fue malo mi consejo?

Mack le contó la historia de su fuga de Heugh. Dermot y Charlie le escucharon con atención, pues él jamás les había contado nada.

Gordonson encendió la pipa y exhaló unas nubes de humo, sacudiendo de vez en cuando la cabeza con expresión asqueada. Llegó el café cuando Mack ya estaba a punto de terminar su relato.

—Conozco a los Jamisson desde hace tiempo… son codiciosos, despiadados y brutales.

—¿Qué hiciste al llegar a Londres?

—Encontré trabajo como descargador de carbón —contestó Mack, explicándole lo que había ocurrido en el Sun.

—Las pagas que ofrecen los taberneros a los descargadores de carbón son un escándalo que viene de muy antiguo.

Mack asintió con la cabeza.

—Me han dicho que no soy el primero en protestar.

—En efecto. En realidad, el Parlamento aprobó hace diez años una ley que prohíbe esta práctica.

Mack le miró, asombrado.

—Pues entonces, ¿cómo es posible que lo sigan haciendo como si tal cosa?

—La ley jamás se ha hecho cumplir.

—¿Por qué no?

—El Gobierno teme que se produzcan dificultades en el suministro de carbón. Londres vive gracias al carbón… aquí no se hace nada sin él… no se cocería el pan, no se elaboraría cerveza, no se soplaría el vidrio, no se fundiría el hierro, no se herrarían los caballos, no se fabricarían clavos…

—Comprendo —dijo Mack, interrumpiéndole con impaciencia—. No tendría que sorprenderme que la ley no haga nada por la gente como nosotros.

—Bueno, en eso te equivocas —dijo Gordonson con cierta pedantería—. La ley no toma decisiones. Carece de voluntad. Es como un arma o una herramienta: trabaja por los que la toman en sus manos y la utilizan.

—Los ricos.

—Generalmente, sí —reconoció Gordonson—. Pero podría trabajar para vosotros.

—¿Cómo? —preguntó ansiosamente Mack.

—Imagínate que tú te inventaras un sistema alternativo de cuadrillas para la descarga de los barcos de carbón.

Era lo que Mack esperaba.

—No sería difícil —dijo—. Los hombres podrían elegir a uno de ellos para que fuera el contratante e hiciera los tratos con los capitanes. El dinero se repartiría en cuanto se cobrara.

—Supongo que los descargadores de carbón preferirían trabajar con el nuevo sistema y poder gastarse la paga a su antojo —añadió el abogado.

—Sí —dijo Mack, disimulando su emoción—. Y pagar tan sólo la cerveza que consumieran, tal como lo hace todo el mundo. —Pero ¿accedería Gordonson a ponerse del lado de los descargadores de carbón? En caso afirmativo, todo cambiaría.

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