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Authors: Ken Follett

Tags: #Aventuras, Histórica

Un lugar llamado libertad (27 page)

BOOK: Un lugar llamado libertad
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El chico se apartó de Lizzie y trató de huir, pero ella lo agarró por el tobillo y lo hizo tropezar. Mack lo levantó, lo empujó contra el muro de la casa y le colocó un fuerte gancho en la barbilla que lo dejó inconsciente sobre el cuerpo de su compañero de fechorías.

Lizzie se levantó.

—¡Gracias a Dios que estabas aquí! —dijo, lanzando un suspiro de alivio mientras unas lágrimas asomaban a sus ojos—. Me has salvado —añadió, rodeándolo con sus brazos—. ¡Gracias!

Él la estrechó con fuerza.

—Usted me salvó una vez… cuando me sacó del río.

Lizzie se aferró a él, tratando de controlar su temblor. Sintió sus manos en la nuca, acariciándole el cabello. Vestida con unos pantalones y una camisa de hombre sin enaguas de por medio, percibió todo su cuerpo apretado contra el suyo. La sensación era completamente distinta de la que experimentaba con su marido. Jay era alto y flexible mientras que Mack era bajo, duro y macizo.

Mack movió la cabeza y la miró con sus hipnóticos ojos verdes.

Los demás detalles de su rostro estaban borrosos.

—Usted me salvó a mí y yo la he salvado a usted —dijo con una burlona sonrisa en los labios—. Soy su ángel de la guarda y usted el mío.

Poco a poco, Lizzie empezó a tranquilizarse. Recordó que la camisa se había roto y sus pechos estaban al aire.

—Si fuera un ángel, no estaría en tus brazos —dijo, tratando de apartarse.

Mack la miró a los ojos un instante, volvió a sonreír, asintiendo con la cabeza como si estuviera de acuerdo, y desvió la mirada.

Después se inclinó y tomó el saco que el ladrón sostenía en su inerte mano. Sacó el chaleco de Lizzie y ella se lo puso a toda prisa para cubrir su desnudez. En cuanto se sintió a salvo, empezó a preocuparse por Jay.

—Tengo que buscar a mi marido —dijo mientras Mack la ayudaba a ponerse la chaqueta—. ¿Me querrás ayudar?

—Pues claro.

Mack le entregó la peluca y el sombrero, la bolsa, el reloj de bolsillo y el pañuelo.

—¿Y tu amiga la pelirroja? —le preguntó Lizzie.

—Se llama Cora. Me he encargado de dejarla en lugar seguro antes de acudir en su auxilio.

—Ah, ¿sí? —dijo Lizzie, sintiéndose ilógicamente irritada—. ¿Acaso sois amantes? —preguntó bruscamente.

—Sí —contestó Mack sonriendo—. Desde anteayer.

—El día de mi boda.

—Me lo estoy pasando muy bien. ¿Y usted?

Lizzie estuvo a punto de replicar con una grosería, pero logró dominarse. Después se echó involuntariamente a reír.

—Gracias por salvarme —dijo, inclinándose hacia delante para besarle fugazmente en los labios.

—Lo volvería a hacer a cambio de un beso como éste.

Lizzie le miró sonriendo y dio media vuelta.

Jay se encontraba de pie, observándola en silencio.

Se sintió tremendamente culpable. ¿La habría visto besar a McAsh? Adivinó que sí por la siniestra expresión de su rostro.

—¡Oh, Jay! —exclamó—. ¡Gracias a Dios que estás bien!

—¿Qué es lo que ha pasado aquí?

—Esos dos hombres me han robado.

—Ya sabía yo que no hubiéramos tenido que venir.

Jay la tomó del brazo y la sacó de la callejuela.

—McAsh los ha derribado al suelo y me ha salvado.

—Ese no es motivo suficiente para besarle —replicó Jay.

19

E
l regimiento de Jay estaba de guardia en Palace Yard el día del juicio de Wilkes.

El héroe liberal había sido condenado por difamación varios años atrás y había huido a París. A su regreso a principios de aquel año, había sido acusado de estar fuera de la ley. Sin embargo, mientras se desarrollaban los procedimientos judiciales contra él, había sido elegido diputado por Middlesex, aunque todavía no había ocupado su escaño en el Parlamento y el Gobierno esperaba poder impedir que lo hiciera con un veredicto de culpabilidad de los tribunales.

Jay sujetó las riendas de su caballo y contempló con cierta inquietud a los varios centenares de partidarios de Wilkes que se habían congregado delante de Westminster Hall donde se estaba celebrando el juicio. Muchos de ellos llevaban prendida en el sombrero la escarapela azul que los identificaba como seguidores de Wilkes. Los
tories
, como el padre de Jay, deseaban hacer callar a Wilkes, pero todos temían la reacción de sus seguidores.

En caso de que estallaran disturbios, el regimiento de Jay sería el encargado de restablecer el orden. Un pequeño destacamento… demasiado pequeño en opinión de Jay, sólo cuarenta hombres y unos cuantos oficiales bajo el mando del coronel Cranbrough, el comandante de Jay, formaba una fina línea blanquirroja que se interponía entre el edificio de los tribunales y la muchedumbre.

Cranbrough recibía órdenes de los magistrados de Westminster, representados por sir John Fielding. Fielding era ciego, pero tal circunstancia no parecía impedirle el desempeño de sus funciones. Se trataba de un célebre juez reformista, demasiado blando a juicio de Jay. Afirmaba, por ejemplo, que el delito tenía su origen en la pobreza, lo cual era algo así como decir que el adulterio tenía su origen en el matrimonio.

Los jóvenes oficiales estaban deseando entrar en acción y Jay también lo deseaba, pero tenía un poco de miedo. Jamás había hecho uso de la espada o de su arma de fuego en un combate real.

La jornada se estaba haciendo muy larga y los capitanes interrumpían por turnos la patrulla para irse a beber un vaso de vino.

Hacia el atardecer, mientras le estaba dando una manzana a su caballo, Jay fue abordado por Sidney Lennox.

El corazón le dio un vuelco en el pecho. Lennox quería cobrar su dinero. Seguramente había acudido a Grosvenor Square para reclamar el pago de la deuda, pero había aplazado la petición por ser el día de su boda. Jay no le podía pagar, pero temía que Lennox fuera a ver a su padre.

—¿Qué estás haciendo aquí, Lennox? —le preguntó con fingida bravuconería—. No sabía que fueras partidario de Wilkes.

—Por mí, John Wilkes se puede ir al infierno —contestó Lennox—. He venido por las ciento cincuenta libras que perdió usted en el juego del faraón en Lord Archer's.

Jay palideció al oír mencionar la cantidad. Su padre le pasaba treinta libras mensuales, pero nunca era suficiente y no sabía cuándo podría tener en sus manos ciento cincuenta libras. La sola idea de que su padre pudiera enterarse de que había vuelto a perder dinero en el juego le hizo sentir una súbita debilidad en las piernas. Haría cualquier cosa con tal de evitarlo.

—Te voy a tener que pedir que esperes un poco más —dijo, tratando de adoptar un aire de arrogante indiferencia.

Lennox no le contestó directamente.

—Creo que usted conoce a un hombre llamado Mack McAsh.

—Por desgracia, sí.

—Ha organizado su propia cuadrilla de descargadores de carbón, con la ayuda de Caspar Gordonson. Ambos nos están causando un montón de problemas.

—No me extraña. Era un auténtico incordio en la mina de carbón de mi padre.

—Pero el problema no es sólo McAsh. Sus dos compinches Dermot Riley y Charlie Smith tienen también sus propias cuadrillas y habrá otras a finales de esta semana.

—Eso os va a costar una fortuna a vosotros los contratantes.

—Arruinará nuestro negocio a menos que les paremos los pies.

—Aun así, yo no tengo nada que ver con eso.

—Pero nos podría ayudar.

—Lo dudo.

Jay no quería verse mezclado en los asuntos de Lennox.

—Para mí eso tiene un valor monetario.

—¿De cuánto? —preguntó cautelosamente Jay.

—Ciento cincuenta libras.

Jay sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. La perspectiva de liquidar su deuda era una suerte inesperada. Pero Lennox no estaría dispuesto a renunciar a tanto. Seguramente exigiría un favor muy importante a cambio.

—¿Qué tendría que hacer? —preguntó cautelosamente.

—Quiero que los armadores se nieguen a contratar a las cuadrillas de McAsh. Ahora bien, algunos de los propietarios de las minas son también contratantes y, por consiguiente, colaborarán. Pero la mayoría son independientes. El propietario más importante de Londres es su padre de usted. Si él encabeza el movimiento, los demás lo seguirán.

—Pero ¿por qué razón iba a hacerlo? A él le traen sin cuidado los contratantes y los descargadores de carbón.

—Es concejal de Wapping y los contratantes representan muchos votos. Tiene que defender nuestros intereses. Además, los descargadores de carbón son muy alborotadores y conviene mantenerlos controlados.

Jay frunció el ceño. La tarea iba a ser muy difícil. Él no ejercía la menor influencia en su padre. A sir George no se le podía convencer de que hiciera algo así por las buenas, pero él tendría que intentarlo.

Un rugido de la multitud indicó que Wilkes estaba saliendo del edificio. Jay montó apresuradamente en su caballo.

—Veré lo que puedo hacer —le dijo a Lennox, alejándose al trote.

Se cruzó con Marlborough y le preguntó—: ¿Qué es lo que ocurre?

—Le han denegado la fianza a Wilkes y lo llevan a la prisión de los Tribunales Reales.

El coronel estaba reuniendo a sus tropas.

—Corra la voz… nadie deberá abrir fuego a no ser que lo ordene sir John. Dígaselo a sus hombres.

Jay reprimió una indignada protesta. ¿Cómo podrían los soldados controlar a la multitud con las manos atadas? se preguntó mientras comunicaba la orden.

Un carruaje salió, cruzando la entrada. La muchedumbre emitió un rugido capaz de helarle la sangre en las venas al más valiente. Jay sintió una punzada de temor mientras los soldados abrían paso al vehículo, golpeando a la muchedumbre con sus mosquetes. Los seguidores de Wilkes corrieron al puente de Westminster y Jay comprendió que el coche tendría que cruzar el río para pasar a Surrey y dirigirse a la prisión. Espoleó su caballo en dirección al puente, pero el coronel Cranbrough le hizo señas de que se detuviera.

—No cruce el puente —le dijo—. Hemos recibido instrucciones de mantener el orden aquí, a la entrada de los tribunales.

Jay refrenó su montura.

Surrey era un distrito aparte y los magistrados de Surrey no habían pedido ayuda al Ejército. Era ridículo, pensó Jay, contemplando cómo el vehículo cruzaba el Támesis. Antes de que llegara a la orilla de Surrey, la muchedumbre lo obligó a detenerse y desenganchó los caballos.

Sir John Fielding seguía el vehículo en compañía de dos ayudantes que lo guiaban y le decían lo que estaba ocurriendo. Jay observó que doce hombres muy forzudos se situaban entre las guarniciones y empezaban a tirar del coche. Consiguieron que éste diera la vuelta y lo dirigieron de nuevo hacia Westminster mientras la multitud lanzaba vítores de aprobación.

El corazón de Jay latía violentamente. ¿Qué ocurriría cuando la chusma llegara a Palace Yard? El coronel Cranbrough levantó una mano en gesto de advertencia para indicar que no deberían intervenir.

Jay le preguntó a Chip:

—¿Crees que deberíamos apartar el coche de la multitud?

—Los magistrados no quieren que haya derramamientos de sangre —contestó Chip.

Uno de los acompañantes de sir John se abrió paso entre la muchedumbre e intercambió unas palabras con Cranbrough. Una vez cruzado el puente, el coche se dirigió hacia el este. Cranbrough les gritó a sus hombres:

—Sigan a distancia… ¡no emprendan ninguna acción!

El destacamento se situó detrás de la multitud. Jay rechinó los dientes de rabia. Aquello era una humillación. Unos cuantos disparos de mosquete hubieran dispersado a la muchedumbre en cuestión de segundos. Wilkes lo hubiera explotado políticamente, pero ¿qué importaba?

El carruaje enfiló el Strand para dirigirse al centro de la ciudad.

La muchedumbre cantaba, bailaba y gritaba «Wilkes y libertad» y «Número cuarenta y cinco». No se detuvieron hasta que llegaron a Spitalfields. Allí el coche se detuvo delante de la iglesia. Wilkes bajó y entró en la taberna Three Tuns, seguido por sir John Fielding.

Algunos de los seguidores quisieron entrar detrás de ellos, pero no todos lo consiguieron. Por consiguiente, se quedaron un rato en la calle hasta que Wilkes se asomó desde una ventana del piso de arriba y tomó la palabra entre los enfervorizados aplausos de la multitud.

Jay estaba demasiado lejos y no pudo oír lo que decía, pero captó el sentido general: Wilkes estaba haciendo un llamamiento al orden.

Durante su discurso, el ayudante de Fielding salió de la taberna y volvió a intercambiar unas palabras con el coronel Cranbrough, el cual comunicó en voz baja la noticia a sus capitanes. Había conseguido más de lo que esperaba: Wilkes saldría por una puerta de atrás y aquella misma noche se entregaría en la prisión del Tribunal Real.

Wilkes terminó su discurso; saludó con la mano, inclinó la cabeza y desapareció. Al comprender que ya no volvería a salir, la gente se empezó a cansar y se fue retirando poco a poco. Sir John salió de la taberna y estrechó la mano a Cranbrough.

—Espléndido trabajo, mi coronel, quiero expresar mi gratitud a sus hombres. Se ha evitado el derramamiento de sangre y se ha cumplido la ley.

Estaba tratando de salvar la cara, pensó Jay, pero, en realidad, la multitud se había burlado de la ley.

Mientras la guardia regresaba a Hyde Park, Jay se sintió invadido por una profunda tristeza. Se había preparado para pasarse todo el día luchando y no podía soportar la decepción, pero el Gobierno no podía seguir apaciguando eternamente al populacho. Más tarde o más temprano, tendría que apretarle las tuercas. Y entonces habría acción.

Una vez hubo despedido a sus hombres y comprobado que los caballos estuvieran debidamente atendidos, Jay recordó la propuesta de Lennox. No sabía cómo exponerle a su padre el plan del tabernero, pero sería mucho más fácil que pedirle ciento cincuenta libras para pagar otra deuda de juego. Antes de regresar a casa, decidió pasar por Grosvenor Square.

Era tarde. La familia ya había cenado, le dijo el sirviente, y sir George se encontraba en un pequeño estudio de la parte de atrás de la casa. Jay permaneció indeciso un instante en el frío vestíbulo de suelo de mármol. Aborrecía tener que pedirle algo a su padre. Sir George o bien se burlaría de él por pedirle algo equivocado, o bien lo reprendería por exigirle más de lo debido. Pero tenía que hacerlo.

Llamó con los nudillos a la puerta y entró.

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