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Authors: Ira Levin

Un día perfecto (8 page)

BOOK: Un día perfecto
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Había algunos miembros en las aceras, pero se apresuraban hacia sus camas con los ojos fijos delante de ellos. Tuvo que cambiar de camino sólo una vez, anduvo rápido, y llegó a la plaza Baja de Cristo exactamente a las 11.15. Cruzó la gran extensión blanca iluminada por la luna, con su apagada fuente que reflejaba el pálido disco, y encontró el edificio J16 y el oscuro canal que lo dividía del J18.

No había nadie allí..., pero entonces, unos metros más atrás, entre las sombras, vio un mono blanco marcado con lo que parecía ser la cruz roja de un medicentro. Entró en la oscuridad y se acercó al miembro, que estaba apoyado silenciosamente en la pared del J16.

—¿Copo de Nieve? —preguntó.

—Sí. —La voz era de una mujer—. ¿Has tocado algún escáner?

—No.

—Es una extraña sensación, ¿verdad? —Llevaba una pálida máscara, fina y ajustada.

—Ya lo había hecho antes —dijo Chip.

—Mejor para ti.

—Sólo una vez, y alguien me empujó a hacerlo —aclaró. Parecía de más edad que él, aunque no podía decir cuánto.

—Vamos a ir a un lugar que está a cinco minutos andando desde aquí —dijo la mujer—. Allí es donde nos reunimos regularmente seis de nosotros, cuatro mujeres y dos hombres..., una relación terrible, cuento contigo para mejorarla. Vamos a hacerte algunas sugerencias; si decides seguirlas, puedes terminar siendo uno de nosotros; si no, no pasará nada, y esta noche será nuestro último contacto. Previendo esa segunda posibilidad, sin embargo, no podemos permitirte que sepas quiénes somos ni dónde nos reunimos. —Sacó la mano del bolsillo, con algo blanco en ella—. Tendré que vendarte los ojos —dijo—. Por eso llevo este mono de medicentro, para que no parezca extraño que te conduzca.

—¿A esta hora?

—Lo hemos hecho antes y nunca ha habido ningún problema —dijo la mujer—. ¿Te importa?

Se encogió de hombros.

—Supongo que no.

—Ponte esto sobre los ojos. —Le entregó dos tampones de algodón. Chip cerró los ojos y se los colocó, sujetando cada uno con un dedo. Ella empezó a enrollar un vendaje en torno a su cabeza y sobre los tampones. Chip retiró los dedos e inclinó la cabeza para facilitarle la tarea. Ella siguió desenrollando el vendaje, vuelta tras vuelta, por encima de su frente y por debajo de sus mejillas.

—¿Estás segura de que no perteneces realmente al medicentro? —preguntó.

Ella rió quedamente y dijo:

—Positivo. —Tiró del extremo del vendaje, lo aseguró con esparadrapo; lo comprobó, se aseguró de que estuviera bien apretado encima de sus ojos, luego cogió su brazo. Chip se dio cuenta de que le hizo dar la vuelta hacia la plaza, y después echaron a andar.

—No olvides tu máscara —dijo él.

Ella se detuvo en seco.

—Gracias por recordármelo —respondió. Soltó su brazo y al cabo de un momento volvió a sujetarlo. Empezaron a andar de nuevo.

Los pasos de la mujer cambiaron, dejaron de sonar en el espacio abierto, y una suave brisa enfrió el rostro de Chip debajo del vendaje; estaban en la plaza. La mano de Copo de Nieve en su brazo le hizo girar en diagonal hacia la izquierda, lejos de la dirección del Instituto.

—Cuando lleguemos a nuestro destino —dijo ella— pondré un trozo de esparadrapo sobre tu pulsera; sobre la mía también. Evitamos conocer nuestros numnombres tanto como nos es posible. Yo sé el tuyo, puesto que fui la que te localicé, pero los otros no; todo lo que saben es que les traigo un miembro prometedor. Más tarde puede que uno o dos tengan que conocerte.

—¿Comprobáis los historiales de todo el mundo que es asignado aquí?

—No. ¿Por qué?

—¿No es así como me localizaste, descubriendo que de pequeño acostumbraba a pensar en clasificarme yo mismo?

—Cuidado, aquí hay tres escalones —dijo ella—. No, eso fue sólo una confirmación. Ahora otros dos, y luego tres más. Lo que descubrí fue tu expresión, la expresión de un miembro que no se halla a un ciento por ciento en el seno de la Familia. Tú también aprenderás a reconocerlos si te unes a nosotros. Supe quién eres, y luego fui a tu habitación y vi ese dibujo en la pared.

—¿El caballo?

—No,
Marx escribiendo
—dijo ella burlonamente—. Claro que el caballo. Dibujas de una forma que ningún miembro normal pensaría nunca en dibujar. Entonces comprobé tu historial, tras haber visto el dibujo.

Habían abandonado la plaza y estaban en una de las aceras de su lado occidental..., K o L, no estaba seguro de cuál.

—Cometiste un error —dijo—. Ese dibujo lo hizo otra persona.

—Tú lo hiciste —negó ella—; pediste carboncillos y cuadernos de dibujo.

—Para el miembro que lo dibujó. Un amigo mío de la Academia.

—Bien, eso es interesante —dijo ella—. Engañar en el centro de suministros es el mejor signo de todos. De todos modos, te gustó lo suficiente el dibujo como para conservarlo y enmarcarlo. ¿O hiciste que lo enmarcara también tu amigo?

Chip sonrió.

—No, lo hice yo —dijo—. No se te escapa nada.

—Ahora giraremos a la derecha, aquí.

—¿Eres una consejera?

—¿Yo? Odio, no.

—Pero ¿puedes sacar historiales?

—A veces.

—¿Estás en el Instituto?

—No hagas tantas preguntas. Escucha, ¿cómo quieres que te llamemos? En vez de Li RM.

—Chip.

—¿Chip? No..., no te limites a decir la primera cosa que te pase por la cabeza. Tendrías que ser algo como Pirata o Tigre. Los otros son Rey y Lila y Leopardo y Quietud y Gorrión.

—Chip era como me llamaban cuando era niño —dijo él—. Me he acostumbrado a ese nombre.

—De acuerdo —admitió ella—, pero no es el nombre que yo hubiera elegido. ¿Sabes dónde estamos?

—No.

—Estupendo. Ahora a la izquierda.

Cruzaron una puerta, subieron por unos escalones, cruzaron otra puerta y penetraron en una sala llena de ecos, donde caminaron y giraron, caminaron y giraron, como si eludieran un cierto número de objetos irregularmente situados. Subieron por una escalera mecánica parada y luego siguieron a lo largo de un corredor que se curvaba hacia la derecha.

La mujer le detuvo y le pidió que pusiera al descubierto su pulsera. Alzó la muñeca, y la pulsera fue apretada contra su piel y frotada. La tocó, en lugar de su numnombre ahora había algo liso. Esto y su ceguera le hizo sentir de pronto como si se hubiera desmaterializado, como si estuviera flotando sobre el suelo, como si se deslizara directamente a través de las paredes que hubiera a su alrededor y ascender hacia el espacio, disolverse allí y convertirse en nada.

La mujer tomó de nuevo su brazo. Caminaron un poco más y se detuvieron. Oyó una llamada y luego dos llamadas más, el abrirse de una puerta, voces quedas.

—Hola —dijo la mujer, y lo guió hacia adelante—. Éste es Chip. Insiste en el nombre.

Se oyó el roce de sillas contra el suelo, el saludo de varias voces. Una mano cogió la suya y la estrechó.

—Soy Rey —dijo un miembro, un hombre—. Me alegro de que decidieras venir.

—Gracias —respondió.

Otra mano apretó la suya con más fuerza que la anterior.

—Copo de Nieve dice que eres un artista. —Un hombre más viejo que Rey—. Soy Leopardo.

Otras manos acudieron rápidas, mujeres:

—Hola, Chip. Soy Lila.

—Y yo Gorrión. Espero que te conviertas en un regular.

—Yo soy Quietud, la mujer de Leopardo. Hola. —Esta última mano y la voz que le acompañaba eran viejas; las otras dos jóvenes.

Fue conducido hasta una silla y sentado en ella. Sus manos hallaron la superficie de una mesa ante él, lisa y desnuda, con el borde ligeramente curvado; una mesa grande ovalada o redonda. Los otros se estaban sentando: Copo de Nieve a su derecha, sin dejar de hablar, alguien a su izquierda. Olió algo que se estaba quemando, aspiró profundamente para asegurarse. Ninguno de los otros parecía darse cuenta de ello.

—Se está quemando algo —dijo.

—Tabaco —respondió la mujer vieja, Quietud, a su izquierda.

—¿Tabaco? —dijo.

—Lo fumamos —dijo Copo de Nieve—. ¿Te gustaría probarlo?

—No —respondió.

Algunos se echaron a reír.

—No es realmente mortífero —dijo Rey, más lejos a su izquierda—. De hecho, sospecho que puede tener algunos efectos benéficos.

—Es muy agradable —añadió una de las mujeres jóvenes, desde el otro lado de la mesa.

—No, gracias —insistió.

Se rieron de nuevo, hicieron comentarios entre sí, y uno tras otro guardaron silencio. Su mano derecha sobre la mesa fue cubierta por la de Copo de Nieve; sintió deseos de retirarla, pero se contuvo. Había sido un estúpido viniendo. ¿Qué hacía allí, sentado ciego entre aquellos miembros enfermos con falsos nombres? Su propia anormalidad no era nada frente a la de ellos. ¿Tabaco? Había sido declarado extinto hacía un centenar de años, ¿dónde odio lo habían conseguido?

—Lamentamos lo del vendaje, Chip —dijo Rey—. Supongo que Copo de Nieve te explicó por qué era necesario.

—Lo hizo —dijo Chip. Copo de Nieve hizo eco de sus palabras. Su mano se apartó de la de Chip, que retiró la suya de encima de la mesa y sujetó la otra sobre sus rodillas.

—Somos miembros anormales, lo cual es evidente —dijo Rey—. Hacemos un gran número de cosas que generalmente son consideradas enfermizas. Nosotros creemos que no lo son. Sabemos que no lo son. —Su voz era fuerte, profunda y autoritaria. Chip lo visualizó como un hombre robusto y poderoso, de unos cuarenta años—. No voy a entrar en demasiados detalles —prosiguió—, porque en tu actual condición podrías sentirte impresionado y trastornado, del mismo modo que te sientes evidentemente impresionado y trastornado por el hecho de que fumemos tabaco. Averiguarás por ti mismo los detalles en el futuro, si hay un futuro en lo que a ti y a nosotros se refiere.

—¿Qué quieres decir con «en mi actual condición»? —preguntó Chip.

Hubo un momento de silencio. Una mujer tosió.

—Mientras te hallas embotado y normalizado por tu más reciente tratamiento —dijo Rey.

Chip se inmovilizó, el rostro vuelto en dirección a la voz de Rey, cortado por la irracionalidad de lo que éste acababa de decir. Retomó las palabras y las contestó:

—No estoy embotado ni normalizado.

—Lo estás —aseguró Rey.

—Toda la Familia lo está —dijo Copo de Nieve, y desde algo más lejos le llegó la voz del viejo Leopardo:

—Todo el mundo lo está, no sólo tú.

—¿En qué crees que consiste el tratamiento? —preguntó Rey.

Chip dijo:

—Vacunas, enzimas, anticonceptivos, a veces un tranquilizante...

—Siempre un tranquilizante —dijo Rey—. Y LPK, que minimiza la agresividad y minimiza también la alegría y la percepción de cualquier cosa peleadora de la que sea capaz el cerebro.

—Y un depresor sexual —dijo Copo de Nieve.

—Eso también —confirmó Rey—. Diez minutos de sexo automático una vez a la semana es apenas una fracción de lo que es posible.

—No lo creo —dijo Chip.

Le dijeron que era cierto.

—Es cierto, Chip.

—De veras, es la verdad.

—¡Todo es verdad!

—Tú estás en genética —dijo Rey—, ¿no es en esa dirección en la que está la ingeniería genética? ¿Extirpar la agresividad, controlar el impulso sexual, construir a partir de la servicialidad, la docilidad y la gratitud? Mientras tanto los tratamientos son los que hacen el trabajo, mientras la ingeniería genética va más allá de la estatura y el color de la piel.

—Los tratamientos nos ayudan —dijo Chip.

—Ayudan a Uni —rectificó la mujer del otro lado de la mesa.

—Y a los adoradores de Wei que programaron a Uni —añadió Rey—. Pero no nos ayudan a nosotros, al menos no tanto como nos perjudican. Nos convierten en máquinas.

Chip negó con la cabeza varias veces.

—Copo de Nieve nos dijo —era Quietud, con una voz seca y baja que encajaba con su nombre— que tienes tendencias anormales. ¿No has observado nunca que son más fuertes justo antes del tratamiento, y más débiles justo después?

—Apostaría —observó Copo de Nieve— a que hiciste el marco del dibujo un día o dos antes de un tratamiento, no un día o dos después.

Chip pensó unos instantes.

—No lo recuerdo —dijo al fin—, pero, cuando era pequeño y pensaba en clasificarme yo mismo, después de los tratamientos me parecía algo estúpido y pre-U, mientras que antes de los tratamientos era... excitante.

—Aquí lo tienes —dijo Rey.

—¡Pero era una excitación enfermiza!

—Era sana —dijo Rey, y la mujer al otro lado de la mesa añadió:

—Estabas vivo, sentías algo. Cualquier sentimiento es más sano que ningún sentimiento.

Chip pensó en el sentimiento de culpabilidad que había ocultado a sus consejeros desde lo sucedido con Karl en la Academia. Asintió.

—Sí —dijo—; sí, es posible. —Volvió su rostro hacia Rey, hacia la mujer, hacia Leopardo y Copo de Nieve, con el deseo de poder abrir los ojos y verles—. Pero no comprendo esto —añadió—. Vosotros recibís tratamientos, ¿no? Entonces, ¿por qué no...?

—Tratamientos reducidos —dijo Copo de Nieve.

—Sí, recibimos tratamientos —dijo Rey—, pero nos las hemos arreglado para que algunos de sus componentes fueran reducidos, de modo que somos un poco más que las máquinas que Uni cree que somos.

—Y esto es lo que te estamos ofreciendo —dijo Copo de Nieve—. Una forma de ver más, sentir más, hacer más y gozar más.

—Y sentirse más infeliz; dile eso también. —Era una nueva voz, suave pero clara, la de la otra mujer joven. Estaba al otro lado de la mesa y a la izquierda de Chip, cerca de donde estaba Rey.

—Eso no es cierto —dijo Copo de Nieve.

—Sí lo es —dijo la voz clara..., casi infantil. No debía tener más de veinte años, supuso Chip—. Habrá días en los que odiarás a Cristo, Marx, Wood y Wei, y desearás prender fuego a Uni. Habrá días en los que desearás arrancarte la pulsera y correr a una montaña como los viejos incurables, sólo para ser capaz de hacer lo que deseas y efectuar tus propias elecciones y vivir tu propia vida.

—Lila —dijo Copo de Nieve.

—Habrá días en los que nos odiarás a nosotros —siguió testarudamente ella— por haberte despertado y convertido en algo más que una máquina. Las máquinas están en su hogar en el universo; la gente es la alienígena.

—Lila —dijo de nuevo Copo de Nieve—. Estamos intentando conseguir que Chip se una a nosotros; no estamos intentando asustarle para que se vaya. —Y a Chip—: Lila es realmente anormal.

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