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Authors: Ira Levin

Un día perfecto (7 page)

BOOK: Un día perfecto
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El nuevo espíritu duró varios meses. Hasta las Marxvidades no hubo un día completo de fiesta y, cuando llegó, nadie supo qué hacer con él. Chip y Karl y sus amigas fueron a una de las islas del lago de los Jardines de Recreo y tomaron el sol sobre una gran piedra plana. Karl dibujó a su amiga. Era la primera vez, por lo que Chip sabía, que dibujaba una figura humana viva.

En junio Chip pidió otro cuaderno para Karl.

Su educación terminó cinco semanas antes de lo previsto, y les fueron asignados sus primeros trabajos: Chip a un laboratorio de investigación de genética vírica en USA90058; Karl al Instituto de Enzimología en JAP50319.

La noche antes de abandonar la academia prepararon sus bolsas de viaje. Karl sacó cuadernos de tapas verdes de los cajones de su escritorio: una docena de uno, media docena de otro, más libretas de otros cajones, e hizo con ellos un montón sobre su cama.

—Nunca vas a conseguir meterlos todos en tu bolsa —dijo Chip.

—No tengo intención de hacerlo —dijo Karl—. Ya están terminados. No los necesito. —Se sentó en la cama y hojeó uno de los cuadernos, arrancó un dibujo, luego otro.

—¿Puedo quedarme algunos? —preguntó Chip.

—Claro —dijo Karl, y le arrojó una libreta.

Eran casi todos bocetos del Museo Pre-U. Chip tomó uno de un hombre con cota de malla y una ballesta al hombro, y otro de un mono rascándose.

Karl recogió la mayoría de las libretas y se dirigió al extremo del pasillo, a la tolva de los desechos. Chip dejó el cuaderno sobre la cama de Karl y tomó otro.

En él había un hombre y una mujer desnudos de pie en un parque a las afueras de una ciudad de piedra sin labrar. Eran más altos de lo normal, hermosos y extrañamente dignos. La mujer era completamente distinta al hombre, no sólo genitalmente, sino que su pelo era más largo, sus pechos más abundantes y poseía una convexidad general más suave. Era un gran dibujo, pero algo en él inquietó a Chip, sin que pudiera saber qué era.

Volvió otras páginas, otros hombres y mujeres; los dibujos se hacían más seguros y enérgicos, hechos con menos líneas y más atrevidas. Eran los mejores dibujos que Karl hubiera hecho nunca, pero en cada uno de ellos había algo inquietante, una falta, un desequilibrio que Chip no conseguía definir.

De pronto le asaltó un estremecimiento.

No llevaban pulseras.

Volvió a mirarlos para comprobarlo, mientras el estómago se le anudaba dolorosamente. Ni una pulsera. Ninguno de ellos las llevaba. Y no había ninguna posibilidad de que los dibujos estuvieran inconclusos; en la esquina inferior derecha de cada uno había una «A» con un círculo alrededor.

Volvió a dejar el cuaderno y fue a sentarse en su cama; observó a Karl cuando regresó y tomó las otras libretas y con una sonrisa se las llevó.

Hubo un baile en el salón, pero fue corto y apagado a causa de lo ocurrido en Marte. Más tarde Chip fue con su amiga al cubículo de ella.

—¿Qué te pasa? —le preguntó ella.

—Nada —respondió.

Karl también se lo preguntó, por la mañana, mientras doblaban sus mantas.

—¿Qué te ocurre, Li?

—Nada.

—¿Sientes marcharte?

—Un poco.

—Yo también. Espera, dame tus hojas y las tiraré.

—¿Cuál es su numnombre? —preguntó Li YB.

—Karl WL35S7497 —dijo Chip.

Li YB lo anotó.

—¿Y cuál parece ser específicamente el problema? —preguntó.

Chip se secó las palmas de las manos en los muslos.

—Ha hecho algunos dibujos de miembros —dijo.

—¿Actuando agresivamente?

—No, no —se apresuró a decir Chip—. Sólo de pie o sentados, jodiendo, jugando con niños.

—¿Y bien?

Chip miró la lisa superficie del escritorio.

—No llevan pulseras —dijo.

Li YB no dijo nada. Chip le miró; le estaba contemplando fijamente. Al cabo de un momento, Li YB dijo:

—¿Varios dibujos?

—Todo un cuaderno.

—Y ni una pulsera.

—Ninguna.

Li YB inspiró profundamente, luego dejó escapar el aliento entre los dientes en una serie de rápidos silbidos. Miró su libreta de notas.

—KWL35S7497 —dijo.

Chip asintió.

Rompió el dibujo del hombre con la ballesta, que era agresivo, y rompió el del mono también. Llevó los trozos a la tolva de los desechos y los dejó caer por ella.

Guardó las últimas cosas en su bolsa de viaje —sus recortes, el cepillo de dientes, una foto enmarcada de sus padres y Papá Jan— y apretó para cerrarla.

La amiga de Karl se le acercó con la bolsa colgada del hombro.

—¿Dónde está Karl? —preguntó.

—En el medicentro.

—Bueno —dijo—. Dile adiós de mi parte, ¿quieres?

—Claro.

Se besaron en las mejillas.

—Adiós —dijo ella.

—Adiós.

Se alejó por el pasillo. Otros estudiantes, que ya no eran estudiantes, pasaron junto a él. Le sonrieron y le dijeron adiós.

Miró alrededor, al ahora desnudo cubículo. El dibujo del caballo estaba aún en el tablero de notas. Se acercó y lo observó; vio de nuevo el encabritado garañón, tan vivo y salvaje. ¿Por qué no se había limitado Karl a dibujar los animales del zoo? ¿Por qué había empezado a retratar a seres humanos?

Una sensación cobró forma en Chip, cobró forma y creció; una sensación de que había cometido un error hablándole a Li YB de los dibujos de Karl, aunque sabía por supuesto que había obrado correctamente. ¿Cómo podía ser un error ayudar a un hermano enfermo? No decirlo sí hubiera sido un error, callarse como había hecho antes, dejar que Karl siguiera dibujando a miembros sin pulseras y que enfermara más y más. Finalmente hubiera terminado dibujando a miembros actuando de forma agresiva. Peleando.

Por supuesto que había obrado correctamente.

Sin embargo, la sensación de que había cometido un error persistió, siguió creciendo y creciendo irracionalmente hasta convertirse en culpabilidad.

Alguien se le acercó y Chip se volvió bruscamente, creyendo que era Karl que venía a darle las gracias. Pero no, era alguien que se marchaba y pasaba junto a su cubículo.

Eso iba a suceder: Karl regresaría del medicentro y le diría:

—Gracias por ayudarme, Li. Estaba realmente enfermo, pero ahora me siento mucho mejor.

Y él diría:

—No me des las gracias a mí. Dáselas a Uni.

—No, no —insistiría Karl y le estrecharía la mano.

De pronto deseó no estar allí, no recibir el agradecimiento de Karl por haberle ayudado. Cogió su bolsa de viaje y se apresuró por el pasillo..., se detuvo en seco, inseguro de pronto, y regresó rápidamente. Tomó el dibujo del caballo colgado en el tablero de notas, abrió su bolsa sobre el escritorio y metió el dibujo entre las páginas de un cuaderno, volvió a cerrar la bolsa y se fue.

Bajó corriendo por las escaleras mecánicas, pidiendo disculpas al pasar junto a otros miembros, temeroso de que Karl pudiera ir tras él. Corrió todo el camino hasta el nivel inferior, donde estaba la ferroestación, y se puso en la larga cola para el aeropuerto. Permaneció con la cabeza inmóvil, envarada, sin mirar ni una sola vez hacia atrás.

Finalmente llegó al escáner. Lo miró durante unos instantes, luego lo tocó con su pulsera. «Sí», parpadeó la luz verde.

Cruzó apresuradamente la puerta.

Segunda parte
Despertar a la vida
1

Entre julio de 153 y marx de 162, a Chip le asignaron cuatro trabajos: dos en los laboratorios de investigación de Usa; uno muy breve en el Instituto de Ingeniería Genética de Ind, donde asistió a una serie de conferencias sobre los más recientes avances en inducción a la mutación; y un trabajo de cinco años en una planta de quimiosintéticos en Chi. Fue ascendido dos veces en su clasificación, y en 162 era taxonomista genético de segunda clase.

Durante esos años fue aparentemente un miembro normal y contento de la Familia. Hacía bien su trabajo, participaba en los programas atléticos y recreativos de su casa, tenía una actividad sexual semanal, llamaba mensualmente por teléfono y visitaba dos veces al año a sus padres, estaba en su sitio y a su hora para la televisión y los tratamientos y los encuentros con su consejero. No tenía ninguna inquietud que informar, ni física ni mental.

Interiormente, sin embargo, distaba mucho de ser normal. La sensación de culpabilidad con la que había abandonado la academia le había conducido a retraerse ante su siguiente consejero, porque deseaba retener esa sensación que, aunque desagradable, era la sensación más intensa que jamás había experimentado y, sorprendentemente, una ampliación de su sensación de existir; y el hecho de ocultársela a su consejero —de no informar de inquietud alguna y representar el papel de un miembro contento y relajado— le había conducido a lo largo de los años a retraerse de todos los que le rodeaban, una actitud general de cautelosa alerta. Todo le parecía cuestionable: las galletas totales, los monos, la uniformidad de las habitaciones y de los pensamientos de los miembros, y especialmente el trabajo que realizaba, cuya finalidad sabía muy bien que no haría más que solidificar la uniformidad universal. No había alternativas, por supuesto, ninguna alternativa imaginable a nada, pero seguía encerrado en sí mismo y se hacía preguntas. Sólo en los primeros días después de cada tratamiento era realmente el miembro que fingía ser.

Únicamente una cosa en el mundo era indiscutiblemente correcta: el dibujo del caballo de Karl. Lo enmarcó —no en un marco del centro de suministros sino en uno que se hizo él mismo, con trozos de madera arrancados de la parte de atrás de un cajón— y lo colgó en su habitación en Usa, en la de Ind y en la de Chi. Era mucho mejor contemplarlo que contemplar
Wei dirigiéndose a los quimioterapeutas
o
Marx escribiendo o Cristo expulsando a los mercaderes.

En Chi pensó en casarse, pero se le dijo que no debía reproducirse y entonces creyó que contraer matrimonio no tenía mucho sentido.

A mediados de marx de 162, poco antes de cumplir veintisiete años, fue transferido de vuelta al Instituto de Ingeniería Genética en IND26110 y destinado a un recién establecido Centro de Subclasificación Genética. Nuevos microscopios habían hallado distinciones entre genes que hasta entonces habían parecido idénticos, y él era uno de los 663B y C cuya misión era definir las subclasificaciones. Su habitación estaba a cuatro edificios del centro, lo cual le daba la oportunidad de efectuar dos cortos paseos al día, y pronto encontró una amiga cuya habitación estaba en el piso debajo del suyo. Su consejero era un año más joven que él, Bob RO. Al parecer la vida iba a seguir como siempre.

Sin embargo, una noche de abril, mientras se preparaba para lavarse los dientes antes de irse a la cama, descubrió una pequeña cosa blanca metida entre las cerdas de su cepillo. Perplejo, la sacó. Era un trozo pequeño de papel apretadamente enrollado. Dejó a un lado el cepillo y desenrolló el fino rectángulo, lleno con una apretada letra escrita a máquina. «Pareces un miembro más bien poco usual —decía la nota—. De los que se preguntan qué clasificación elegirían, por ejemplo. ¿Te gustaría conocer a algunos otros miembros poco usuales? Piensa en ello. Sólo estás parcialmente vivo. Podemos ayudarte más de lo que puedes llegar a imaginar.»

La nota lo sorprendió por lo que había en ella de conocimiento de su pasado y lo inquietó por su clandestinidad y su «Sólo estás parcialmente vivo». ¿Qué querían decir..., aquella extraña afirmación y todo el extraño mensaje? ¿Y quién la había puesto en su cepillo de dientes, entre todos los lugares posibles? Pero no había ningún otro lugar mejor, comprendió con sorpresa, para asegurarse de que él y sólo él la encontraría. ¿Quién, entonces, la había puesto allí, de una manera no tan estúpida? Cualquiera podía haber entrado en su habitación por la noche o durante el día. Al menos otros dos miembros lo habían hecho; había encontrado notas en su escritorio de Paz SK, su amiga, y del secretario del club fotográfico de la casa.

Se lavó los dientes, se metió en la cama y volvió a leer la nota. El que la había escrito, o uno de los otros «miembros no usuales», debía haber tenido acceso a la memoria de UniComp sobre sus pensamientos juveniles de autoclasificación, y aquello debió parecer suficiente para que el grupo pensara que podía simpatizar con ellos. ¿Era eso cierto? Eran anormales; de eso estaba seguro. Sin embargo, ¿qué era él? ¿Era anormal también? «Podemos ayudarte más de lo que puedes llegar a imaginar.» ¿Qué significaba
eso
? Ayudarle, ¿cómo? Ayudarle, ¿a hacer qué? Y, si decidía que deseaba unirse a ellos, ¿qué se suponía que debía hacer? Aguardar, al parecer, la llegada de otra nota, un contacto de algún tipo. «Piensa en ello», decía la nota.

Sonó el último campanilleo. Enrolló de nuevo el trozo de papel y lo introdujo en el lomo de su libro de cabecera,
Sabiduría viva de Wei.
Apagó la luz, se tumbó y pensó en todo ello. Era inquietante, pero era distinto también, e interesante. «¿Te gustaría conocer a algunos otros miembros poco usuales?»

Nada dijo de aquella nota a Bob RO. Cada vez que volvía a su habitación buscaba alguna nota en su cepillo de dientes, pero no encontró ninguna. Cuando iba y venía caminando del trabajo a casa, se sentaba en el salón a ver la televisión, aguardaba en la cola del comedor o el centro de suministros, escrutaba los ojos de los miembros que había alrededor de él, alerta a cualquier señal significativa o quizá sólo a una mirada, a un movimiento de cabeza que le indicara que siguiera a alguien. Nada ocurrió.

Transcurrieron cuatro días y empezó a pensar que la nota había sido una broma de algún miembro enfermo, o peor, alguna clase de prueba. ¿La había escrito el propio Bob RO para ver si la mencionaba? No, eso era ridículo; estaba poniéndose realmente enfermo.

Se había sentido interesado —incluso excitado, y esperanzado, aunque no sabía exactamente por qué—, pero ahora, a medida que transcurrían más días sin ninguna otra nota, sin el menor contacto, empezó a sentirse decepcionado e irritable.

Y luego, una semana después de la primera nota, ahí estaba: el mismo papel enrollado en el cepillo de dientes. Lo tomó, sintiendo que la excitación y la esperanza volvían instantáneamente. Desenrolló el papel y leyó: «Si quieres contactar con nosotros y saber cómo podemos ayudarte, acude entre los edificios J16 y J18 en la plaza Baja de Cristo mañana por la noche a las 11.15. No toques ningún escáner por el camino. Si hay miembros a la vista pasa de largo, toma otro camino. Esperaré hasta las 11.30.» Debajo estaba escrito, también a máquina, como firma: «Copo de Nieve.»

BOOK: Un día perfecto
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