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Authors: Ira Levin

Un día perfecto (6 page)

BOOK: Un día perfecto
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—Quedan seis minutos —le dijo un miembro con una sonrisa.

No le importó. Deseaba que le lloviera encima, empaparse. No sabía por qué, pero lo deseaba.

Se sentó en un banco y aguardó. El parque estaba vacío; todos los demás se habían ido. Pensó en Papá Jan diciéndole cosas que eran lo opuesto a lo que quería decir, y luego diciendo lo que realmente quería decir allá abajo en el interior de Uni, apretadamente envuelto en una manta azul.

En el respaldo de un banco al otro lado del camino alguien había garabateado con tiza roja «PELEA A UNI.» Alguien más —o quizá el mismo miembro enfermo, avergonzado— lo había tachado con tiza blanca. Empezó a llover, y la tiza empezó a disolverse; tiza blanca, tiza roja, manchando de descendentes goterones rosados el respaldo del banco.

Chip volvió el rostro hacia el cielo y lo mantuvo firmemente alzado bajo la lluvia, intentando imaginar que, como estaba tan triste, lo que corría por su rostro eran lágrimas.

4

Al inicio de su tercer y último año en la academia Chip tomó parte en un complicado intercambio de cubículos de dormitorio organizado para situar a cualquiera interesado cerca de su amigo o amiga. En su nuevo lugar estaba a dos cubículos de distancia de una tal Yin DW; y al otro lado del pasillo había un miembro más bajo de lo normal llamado Karl WL, que solía llevar consigo una libreta de dibujo de tapas verdes y que, aunque respondía de inmediato a los comentarios, raras veces iniciaba una conversación.

Aquel Karl WL tenía en sus ojos una expresión de insólita concentración, como si estuviera buscando y a punto de hallar las respuestas a difíciles preguntas. En una ocasión Chip lo vio deslizarse fuera de la sala tras el inicio de la primera hora de televisión y no volver a entrar hasta después del final de la segunda; y una noche en el dormitorio, después de apagarse las luces, vio un débil resplandor filtrarse a través de la manta de la cama de Karl.

Un sábado por la noche —en realidad a primera hora de la mañana del domingo—, mientras Chip regresaba silenciosamente del cubículo de Yin DW al suyo, vio a Karl sentado al otro lado del pasillo. Estaba a un lado de su cama, en pijama, con la libreta inclinada hacia una lamparilla en la esquina del escritorio y trabajando en él con febriles movimientos de la mano. La lente de la lamparilla estaba cubierta de tal modo que sólo arrojaba un pequeño haz de luz.

Chip se acercó y preguntó:

—¿Ninguna chica esta semana?

Karl se sobresaltó y cerró la libreta. En la mano tenía un carboncillo.

—Perdona, te he sobresaltado —dijo Chip.

—No importa —respondió Karl, de cuyo rostro apenas eran visibles la barbilla y los pómulos—. Terminé temprano. Paz KG. ¿No te has quedado toda la noche con Yin?

—Ronca —dijo Chip.

Karl dejó escapar un pequeño sonido regocijado.

—Yo acabo de regresar —dijo.

—¿Qué estás haciendo?

—Sólo algunos diagramas genéticos —dijo Karl. Alzó la cubierta del cuaderno y mostró la primera página. Chip se acercó, se inclinó y miró: secciones transversales de genes en el emplazamiento B3, cuidadosamente dibujadas y sombreadas, hechas a pluma.

—Intenté hacer algunos con carboncillo, pero no funciona —dijo Karl. Cerró de nuevo la libreta y depositó el carboncillo en el escritorio; apagó la lamparilla—. Que duermas bien —dijo.

—Gracias —respondió Chip—. Tú también.

Fue a su cubículo y tanteó su camino hasta la cama, preguntándose si realmente Karl habría estado dibujando diagramas, porque con carboncillo parecía que casi no valía la pena intentarlo. Probablemente debiera comentar con su consejero, Li YB, la actitud de Karl y su comportamiento ocasional tan poco habitual en un miembro, pero decidió aguardar un poco, hasta estar seguro de que Karl necesitaba realmente ayuda y que no iba a malgastar el tiempo de Li YB, el de Karl y el suyo. No había motivos para mostrarse alarmista.

El Aniversario de Wei fue unas pocas semanas más tarde. Después del desfile Chip y otros doce estudiantes salieron a divertirse un poco por la tarde en los Jardines de Recreo. Remaron durante un rato y luego pasearon por el zoo. Cuando se reunieron junto a la fuente, Chip vio a Karl WL sentado en la barandilla frente al recinto de los caballos, con el cuaderno sobre sus rodillas, dibujando. Chip se disculpó ante el grupo y se dirigió hacia él.

Karl le vio llegar y, sonriéndole, cerró la libreta.

—¿Verdad que fue un desfile estupendo? —dijo.

—Fue realmente tope velocidad —admitió Chip—. ¿Estás dibujando los caballos?

—Intento hacerlo.

—¿Puedo ver?

Karl le miró fijamente a los ojos por un momento y luego dijo:

—Desde luego, ¿por qué no? —Hojeó rápidamente el cuaderno, lo abrió más o menos a la mitad, dobló hacia atrás la parte superior y dejó que Chip contemplara un garañón encabritado que llenaba toda la página, dibujado con enérgicos trazos al carboncillo. Los músculos destacaban bajo la reluciente piel, los ojos brillaban salvajes, las patas delanteras parecían estremecerse. El dibujo sorprendió a Chip por su vitalidad y energía. Nunca había visto un dibujo de un caballo que se pareciera a aquél. Buscó palabras, y sólo pudo murmurar:

—Esto es... estupendo, Karl. ¡Tope velocidad!

—No es muy exacto —admitió Karl.

—¡Sí lo es!

—No, no lo es —dijo Karl—. Si fuera exacto, yo estaría ahora en la Academia de Arte.

Chip miró los caballos que había en el recinto, y luego el dibujo de Karl; después observó de nuevo a los caballos, y vio que sus patas eran más gruesas, sus pechos menos amplios.

—Tienes razón —reconoció, y miró de nuevo el dibujo—. No es exacto. Pero es..., de algún modo, es mejor que exacto.

—Gracias —dijo Karl—. Así es como quería que fuera. Todavía no lo he terminado.

Chip le miró y dijo:

—¿Has hecho otros?

Karl volvió la página anterior y le mostró un león sentado, orgulloso y atento. En la esquina inferior derecha de la página había una «A» con un círculo a su alrededor.

—¡Maravilloso! —dijo Chip. Karl volvió otras páginas; había dos ciervos, un mono, un águila planeando, dos perros olisqueándose mutuamente, un leopardo agazapado.

Chip se echó a reír.

—¡Has captado a todos los animales del zoo! —dijo.

—No, ¡qué va! —murmuró Karl.

Todos los dibujos tenían la «A» con el círculo en la esquina.

—¿Qué significa? —preguntó Chip.

—Los artistas acostumbraban firmar sus obras, para saber de quién era cada una.

—Entiendo —dijo Chip—. Pero, ¿por qué una A?

—Bueno —murmuró Karl, y fue volviendo las páginas una a una—. Quiere decir Ashi. Así es como me llama mi hermana. —Volvió al caballo, añadió una línea de carboncillo en su vientre, y observó los caballos del recinto con una mirada de concentración, que ahora tenía un objeto y una razón.

—Yo también tengo un nombre extra —dijo Chip—. Chip. Me lo puso mi abuelo.

—¿Chip?

—Es antiguo, idioma inglés, o eso me dijo mi abuelo, aunque nunca había oído que existiera ese idioma. Significa «astilla del viejo tronco». Se supone que me parezco al abuelo de mi abuelo. —Observó a Karl perfilar las líneas de las patas traseras del caballo y se apartó ligeramente de su lado—. Será mejor que vuelva con mi grupo —dijo—. Esos dibujos son tope velocidad. Es una lástima que no fueras clasificado como artista.

Karl le miró.

—No lo hicieron —dijo—, así que sólo dibujo los domingos, los días de fiesta y durante la hora libre. Nunca dejo que interfiera con mi trabajo o cualquier otra cosa que se suponga que debo estar haciendo.

—Exacto —dijo Chip—. Te veré en el dormitorio.

Aquella tarde, después de la televisión, Chip volvió a su cubículo y encontró en su escritorio el dibujo del caballo. Karl, desde su cubículo, le dijo:

—¿Lo quieres?

—Sí —dijo Chip—. Gracias. ¡Es estupendo! —El dibujo tenía aún más vitalidad y energía que antes. En su esquina inferior derecha había una «A» en un círculo.

Chip clavó el dibujo con chinchetas en el tablero de notas detrás de su escritorio y, cuando terminaba de hacerlo, apareció Yin DW para devolverle el ejemplar de
Universo
que le había pedido prestado.

—¿Dónde has conseguido esto? —preguntó.

—Lo ha hecho Karl —dijo Chip.

—Es muy bonito, Karl —reconoció Yin—. Dibujas muy bien.

Karl, que se estaba poniendo el pijama, respondió:

—Gracias. Me alegra que te guste.

Yin se dirigió a Chip y le susurró en voz casi inaudible:

—Está completamente desproporcionado. Pero déjalo. Es muy considerado de tu parte haberlo puesto aquí.

A veces, durante la hora libre, Chip y Karl iban juntos al Pre-U. Karl hacía bocetos del mastodonte y del bisonte, de los hombres de las cavernas con sus pieles de animales, de los soldados y marineros en sus incontables uniformes distintos. Chip vagaba por entre los primeros automóviles, cajas fuertes, esposas y «televisores». Estudiaba los modelos e imágenes de los antiguos edificios: los campanarios y contrafuertes de las iglesias, los torreones de los castillos, las casas grandes y pequeñas con sus ventanas y sus puertas llenas de cerraduras. Las ventanas, pensaba, debían ser lo mejor de esas construcciones. Debía ser agradable, hacer que uno se sintiera mejor, el poder mirar el mundo desde la habitación o el lugar de trabajo; y por la noche contemplar una casa con sus hileras de ventanas iluminadas, debía ser un espectáculo atractivo, incluso hermoso.

Una tarde Karl acudió al cubículo de Chip y se detuvo al lado de su escritorio, con las manos convertidas en puños a sus costados. Chip alzó la vista hacia él, pensó que sufría un ataque de fiebre o algo peor; su rostro estaba enrojecido y sus entrecerrados ojos miraban de una forma extraña. Pero no, era furia lo que lo embargaba, una furia como Chip nunca había visto antes, una furia tan intensa que, cuando intentó hablar, Karl pareció incapaz de modular las palabras.

—¿Qué te ocurre? —preguntó ansiosamente Chip.

—Li —dijo Karl—. Escucha. ¿Me harás un favor?

—¡Por supuesto! ¡Claro que sí!

Karl se inclinó hacia él y susurró:

—Pide un cuaderno para mí, ¿quieres? Acabo de pedir uno y me ha sido denegado. ¡Tienen quinientos de ellos, una pila así de alta, y me lo han negado!

Chip se lo quedó mirando.

—Pide uno, ¿quieres? —dijo Karl—. Cualquiera puede desear dibujar un poco durante su tiempo libre, ¿no? Ve ahora, ¿de acuerdo?

Trabajosamente, Chip dijo:

—Karl...

Karl le miró, su furia desapareció y entonces se enderezó.

—No —dijo—. No, yo..., simplemente perdí la calma, eso es todo. Lo siento. Lo siento, hermano. Olvídalo. —Dio una palmada a Chip en el hombro—. Ya estoy bien. Lo pediré de nuevo dentro de una semana o dos. Supongo que he estado dibujando demasiado últimamente. Uni lo sabe mejor que yo. —Se alejó pasillo abajo, en dirección a los lavabos.

Chip se volvió de nuevo al escritorio y apoyó los codos en él, sujetándose la cabeza entre las manos, tembloroso.

Eso fue un martes. Las reuniones de Chip con su consejero eran los wooderles por la mañana a las 10.40, y esta vez le hablaría a Li YB de la enfermedad de Karl. Ya no era cuestión de sentirse alarmista; de hecho, había sido un error por su parte aguardar tanto tiempo como lo había hecho. Hubiera debido decirle algo al primer signo evidente. Cuando vio a Karl saltarse la televisión (para dibujar, por supuesto), o incluso cuando observó la mirada poco usual en los ojos de Karl. ¿Por qué odio había aguardado? Podía oír ya a Li YB reprochándole suavemente:

—No has sido un buen guardián de tu hermano, Li.

A primera hora de la mañana del wooderles, sin embargo, decidió recoger algunos monos y el nuevo
Genetista.
Bajó al centro de suministros y recorrió los pasillos. Tomó un
Genetista
y un montón de monos, y luego llegó a la sección de suministros artísticos. Vio el montón de cuadernos de dibujo de tapas verdes; no había quinientos, pero sí setenta u ochenta, y nadie parecía apresurarse a cogerlos.

Pasó de largo, y pensó que se estaba volviendo loco. Sin embargo, si Karl prometía no dibujar cuando se suponía que no debía hacerlo...

Volvió sobre sus pasos —«Cualquiera puede dibujar un poco en su tiempo libre, ¿no?»—, y tomó un cuaderno y un paquete de carboncillos. Fue a la cola de control más corta. Notó que su corazón latía apresurado en su pecho, sus brazos temblaban. Inspiró tan profundamente como pudo; y otra vez, y otra.

Aplicó su pulsera al escáner, luego las etiquetas de los monos, del
Genetista,
del cuaderno y de los carboncillos. Todo fue «sí». Dejó el sitio al siguiente miembro.

Regresó al dormitorio. El cubículo de Karl estaba vacío, la cama por hacer. Fue a su propio cubículo y dejó los monos en el estante y el
Genetista
en el escritorio. Sobre la primera hoja de la libreta escribió, con mano aún temblorosa: «Sólo en tu tiempo libre. Quiero que me lo prometas.» Luego dejó el cuaderno y los carboncillos sobre su cama y se sentó ante el escritorio para leer el
Genetista.

Llegó Karl, entró en su cubículo y se puso a hacer la cama. Chip alzó la vista.

—¿Es tuyo eso? —preguntó.

Karl miró el cuaderno y los carboncillos sobre la cama de Chip.

—No es mío —añadió Chip.

—Gracias —dijo Karl. Se acercó y cogió ambas cosas—. Muchas gracias.

—Deberías poner tu nombre en la primera página —dijo Chip—, si lo vas dejando todo por ahí de este modo.

Karl fue a su cubículo, abrió el cuaderno y miró la primera página. Alzó los ojos hacia Chip, asintió, levantó la mano derecha y moduló claramente con la boca, sin pronunciar las palabras:

—Por el amor de la Familia.

Fueron juntos a las clases.

—¿Por qué tuviste que estropear una página? —preguntó Karl.

Chip sonrió.

—No estoy bromeando —dijo Karl—. ¿Nunca se te ocurrió escribir la nota en un trozo de papel suelto?

—Cristo, Marx, Wood y Wei —dijo Chip.

El mes de diciembre de aquel año, 152, llegó la abrumadora noticia de que la Muerte Gris había azotado todas las colonias de Marte excepto una, y las había barrido por completo en sólo nueve cortos días. En la Academia de Ciencias Genéticas, como en todas las instituciones de la Familia, se produjo un impotente silencio, luego pesar, más tarde una masiva determinación de ayudar a la Familia a superar el terrible golpe que acababa de sufrir. Todos trabajaron más tiempo y más intensamente. El tiempo libre fue recortado a la mitad; hubo clases los domingos, y sólo medio día de fiesta por Navidad. Únicamente la genética podía desarrollar nuevas fuerzas para las siguientes generaciones; todos tenían prisa por terminar sus estudios e iniciar su primer auténtico trabajo. En todas las paredes estaban los carteles, blanco sobre negro: «¡MARTE OTRA VEZ!»

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