—¡Los dioses nos maldecirán! —rugió—. No hay crimen tan reprobable como el de un invitado que lleva la muerte al hogar de su anfitrión. Según todas las leyes de la hospitalidad, somos...
—Más allá del Muro no hay leyes, viejo, ¿recuerdas? —El Daga agarró a una de las esposas de Craster por el brazo y le puso la punta del puñal ensangrentado bajo la barbilla—. Enséñanos dónde guarda la comida o te haré lo mismo que a él.
—¡Suéltala! —Mormont dio un paso adelante—. Pagarás esto con tu cabeza, malnacido...
Garth de Greenaway le bloqueó el paso, y Ollo Manomocha tiró de él hacia atrás. Ambos tenían los puñales en la mano.
—Cuidado con lo que dices —le advirtió Ollo.
En vez de hacerle caso, el Lord Comandante fue a sacar su daga. Ollo sólo tenía una mano, pero era rápida. Se liberó de la presa del anciano, clavó el cuchillo en el vientre de Mormont y lo volvió a sacar manchado de rojo. Y, entonces, el mundo entero enloqueció.
Más tarde, mucho más tarde, Sam se encontró sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y la cabeza de Mormont en el regazo. No recordaba cómo había llegado allí, y apenas nada de lo que había sucedido después de que apuñalaran al Viejo Oso. Sí sabía que Garth de Greenaway había matado a Garth de Antigua, pero no por qué. Rolley de Villahermana se había caído del altillo y se había roto al cuello después de subir por la escalera para probar a una de las esposas de Craster. Grenn...
Grenn había gritado, le había dado una bofetada y al final había huido con Gigante, Edd el Penas y otros pocos más. Craster seguía tendido de bruces sobre Ser Byam, pero el caballero herido ya no gemía. Cuatro hombres de negro ocupaban un banco y comían pedazos de carne de caballo requemada, mientras que Ollo copulaba con una mujer sollozante sobre la mesa.
—Tarly. —Cuando trató de hablar, la sangre manó de la boca del Viejo Oso y le corrió por la barba—. Tarly, vete. Vete.
—¿Adónde, mi señor? —La voz le sonaba átona, sin vida. «No tengo miedo.» Era una sensación muy extraña—. No hay lugar adonde ir.
—El Muro. Vete al Muro. Ya.
—
¡Ya!
—graznó el cuervo—.
¡Ya, ya!
—El pájaro caminó desde el brazo del anciano hasta el pecho y le picoteó un pelo de la barba.
—Tienes que ir. Tienes que decírselo.
—¿Decirles qué, mi señor? —preguntó Sam con educación.
—Todo. El Puño. Los salvajes. Vidriagón. Esto. Todo. —La respiración era ya muy tenue, la voz apenas un susurro—. Díselo a mi hijo. Jorah. Dile que vista el negro. Mi último deseo antes de morir.
—
¿Deseo?
—El cuervo inclinó la cabeza, los ojos como cuentas brillaban—.
¿Maíz?
—pidió el pájaro.
—No hay maíz —dijo Mormont, débil—. Dile a Jorah que lo perdono. Mi hijo. Por favor. Vete.
—Está muy lejos —dijo Sam—. No podré llegar al Muro, mi señor. —Estaba muy cansado. Sólo quería dormir, dormir, dormir y no despertar jamás, y sabía que si se quedaba allí el Daga, o tal vez Ollo Manomocha, o quizá Karl el Patizambo, se enfadarían con él y cumplirían su deseo, sólo por el gusto de verlo morir—. Prefiero quedarme con vos. ¿Veis? Ya no tengo miedo. Ni de vos... ni de nada.
—Pues deberías —dijo una voz de mujer.
Tres de las esposas de Craster estaban de pie junto a ellos. Dos eran ancianas macilentas a las que no conocía, pero la tercera era Elí, que estaba entre ellas envuelta en pieles, y llevaba en brazos un bulto de piel parda y blanca que debía de ser su bebé.
—No podemos hablar con las esposas de Craster —les dijo Sam—. Tenemos órdenes.
—Eso ya no importa —dijo la anciana de la derecha.
—Los cuervos más negros están en la bodega, devorando provisiones —dijo la de la izquierda—, o arriba, con las más jóvenes. Pero no tardarán en volver. Más vale que para entonces te hayas ido. Los caballos escaparon, pero Dyah cogió dos.
—Dijiste que me ayudarías —le recordó Elí.
—Dije que Jon te ayudaría. Jon es valiente y sabe pelear, pero me parece que está muerto. Yo soy un cobarde. Y estoy gordo. Mira lo gordo que estoy. Además, Lord Mormont está herido, ¿no lo veis? No puedo abandonar al Lord Comandante.
—Niño —intervino la otra anciana—, el cuervo viejo ya se te ha ido. Mira.
La cabeza de Mormont seguía en su regazo, pero tenía los ojos abiertos clavados en el techo y ya no movía los labios. El cuervo inclinó la cabeza, graznó y miró a Sam.
—
¿Maíz?
—No. No tiene maíz.
Sam cerró los ojos del Viejo Oso y trató de recordar alguna plegaria.
—Madre, ten piedad —fue lo único que se le ocurrió—. Madre, ten piedad. Madre, ten piedad.
—Tu madre no puede ayudarte —dijo la anciana de la izquierda—. Y ese viejo muerto tampoco. Coge su espada, coge su capa de pieles, coge su caballo si lo encuentras y vete.
—La chica no miente —dijo la anciana de la derecha—. Es mi hija y le quité la costumbre de mentir a golpes. Dijiste que la ayudarías. Haz lo que te dice Ferny, muchacho. Llévate a la chica, y que sea deprisa.
—
Deprisa
—dijo el cuervo—.
Deprisa, deprisa, deprisa.
—¿Adónde? —preguntó Sam, desconcertado—. ¿Adónde queréis que la lleve?
—Adonde haga calor —dijeron al unísono las dos ancianas.
—A mí y al bebé —suplicó Elí entre lágrimas—. Por favor. Seré tu esposa, como lo fui de Craster. Por favor, ser cuervo. Es un niño, como dijo Nella. Si no te lo llevas tú, se lo llevarán ellos.
—¿Ellos? —preguntó Sam.
—
Ellos. Ellos. Ellos
—repitió como un eco el cuervo inclinando la cabeza.
—Los hermanos del niño —dijo la anciana de la izquierda—. Los hijos de Craster. El frío blanco empieza a levantarse, cuervo. Lo noto en los huesos. Estos pobres huesos viejos no mienten. Llegarán pronto. Los hijos.
Los ojos se le habían acostumbrado a la oscuridad. Cuando Harwin le quitó la capucha, el brillo rojizo que iluminaba la colina hueca hizo que Arya parpadeara como una lechuza idiota.
En medio del suelo de tierra había un gran agujero para la hoguera, y las llamas se alzaban chisporroteantes hacia el techo manchado de humo. Las paredes eran de piedra y tierra a partes iguales, y de ellas sobresalían grandes raíces blancas y retorcidas como un millar de serpientes petrificadas. Ante sus ojos empezó a salir gente de entre aquellas raíces; se asomaban de las sombras para echar un vistazo a los prisioneros, llegaban de las bocas de túneles negros como la noche o brotaban de las grietas y hendiduras que había por doquier. Al otro lado del fuego las raíces formaban una especie de escalera hacia una hondonada en la roca donde había un hombre sentado, casi perdido entre la maraña de raíces del arciano.
Lim le quitó la capucha a Gendry.
—¿Qué sitio es éste? —quiso saber el muchacho.
—Un lugar antiguo, profundo y secreto. Un refugio por donde no rondan nunca los lobos ni los leones.
«Ni los lobos ni los leones.» A Arya se le erizó el vello. Recordaba bien el sueño que había tenido y el sabor de la sangre cuando le arrancó el brazo al hombre.
La hoguera era grande, pero la cueva era más grande aún; no había manera de saber dónde comenzaba y dónde terminaba. Las bocas de los túneles podían tener medio metro de profundidad o adentrarse kilómetros tierra adentro. Arya vio hombres, mujeres y niños, y todos la miraban con cautela.
—Aquí tienes al mago, ardillita —dijo Barbaverde—. Ahora obtendrás las respuestas que buscas. —Señaló en dirección a la hoguera, donde Tom Sietecuerdas estaba de pie hablando con un hombre alto y delgado que lucía restos dispares de armaduras viejas sobre una harapienta túnica rosada.
«Ése no puede ser Thoros de Myr.» Arya recordaba al sacerdote rojo, estaba gordo, iba bien afeitado y con la calva muy brillante. Aquel hombre tenía el rostro flácido y una mata de descuidado pelo gris. Tom le dijo algo que hizo que mirase en dirección a ella, y Arya pensó que de un momento a otro se le acercaría. Pero, en aquel momento, hizo su entrada el Cazador Loco, que empujó a su prisionero hacia la luz, y Gendry y ella quedaron relegados al olvido.
El Cazador había resultado ser un hombre regordete y achaparrado, con prendas de cuero remendadas, calvicie incipiente, mentón casi inexistente y temperamento beligerante. En Sept de Piedra, Arya llegó a pensar que Lim y Barbaverde acabarían despedazados cuando se enfrentaron a él ante las jaulas de los cuervos para exigirle que entregara su prisionero al señor del relámpago. Los perros daban vueltas en torno a ellos olfateando y gruñendo. Pero Tom Siete los calmó con un poco de música, Atanasia atravesó la plaza con el delantal lleno de huesos y restos de carnero, y Lim le señaló a Anguy, que estaba en una ventana del prostíbulo con una flecha preparada. El Cazador Loco los maldijo por blandos y lameculos, pero al final accedió a llevar su trofeo ante Lord Beric para que lo juzgara.
Le ataron las muñecas con cuerda de cáñamo, le pusieron una soga en torno al cuello y le echaron un saco sobre la cabeza, aun así seguía siendo peligroso. Arya lo percibía incluso desde el otro lado de la cueva. Thoros, si es que de Thoros se trataba, fue al encuentro del prisionero y de quien lo había capturado.
—¿Cómo pudisteis atraparlo? —preguntó el sacerdote.
—Los perros encontraron su rastro. Aunque parezca increíble, estaba durmiendo borracho bajo un sauce.
—Traicionado por los de su propia especie. —Thoros se volvió hacia el prisionero y le arrancó la capucha—. Bienvenido a nuestros humildes salones, Perro. No son tan majestuosos como la sala del trono de Robert, pero aquí estamos en mejor compañía.
Las llamas trémulas trazaban de sombras anaranjadas el rostro quemado de Sandor Clegane, de manera que su aspecto era todavía más aterrador que a plena luz del día. Cuando dio un tirón de la cuerda que le ataba las muñecas, cayeron al suelo costras de sangre seca. El Perro hizo una mueca.
—Os conozco —le dijo a Thoros.
—Así es. En los combates maldecíais mi espada llameante, aunque tres veces os derroté con ella.
—Thoros de Myr. Antes os afeitabais la cabeza.
—Como muestra de un corazón humilde, pero en realidad mi corazón era soberbio. Además, perdí la navaja en el bosque. —El sacerdote se dio unas palmaditas en el vientre—. Soy menos de lo que era, pero también más. Un año en los bosques basta para fundir la grasa. Ojalá encontrara un sastre que me arreglara el pellejo. Así volvería a parecer joven y las doncellas hermosas me cubrirían de besos.
—Sólo las ciegas, sacerdote.
Los bandidos se echaron a reír, y las carcajadas más fuertes fueron las de Thoros.
—Es posible. Pero el caso es que ya no soy el sacerdote falso que conocisteis. El Señor de la Luz ha despertado en mi corazón. Están agitándose poderes que llevaban mucho tiempo dormidos, y ciertas fuerzas se mueven por la tierra. Las he visto en mis llamas.
—Que les den por culo a vuestras llamas. Y a vos también. —El Perro no estaba nada impresionado. Miró a los demás que los rodeaban—. Para ser un hombre santo, tenéis compañeros muy extraños.
—Son mis hermanos —se limitó a decir Thoros.
Lim Capa de Limón se adelantó. Barbaverde y él eran los únicos lo suficientemente altos para mirar al Perro a los ojos.
—Cuidado con lo que ladráis, perro. Vuestra vida está en nuestras manos.
—Entonces limpiaos la mierda de los dedos. —El Perro se echó a reír—. ¿Cuánto hace que os escondéis en este agujero?
—Preguntad a la Cabra si hemos estado escondidos, Perro —replicó Anguy el Arquero, encrespado ante aquella acusación de cobardía—. Preguntad a vuestro hermano. Preguntad al señor de las sanguijuelas. Los hemos sangrado a todos.
—¿Vosotros? No me hagáis reír. Tenéis más pinta de porqueros que de soldados.
—Es que algunos éramos porqueros —dijo un hombre de baja estatura al que Arya no conocía—. Y otros curtidores, bardos o albañiles. Pero eso fue antes de que empezara la guerra.
—Cuando salimos de Desembarco del Rey éramos hombres de Invernalia, hombres de Darry, hombres de Refugionegro, hombres de Mallery y hombres de Wylde. Éramos caballeros, escuderos y soldados, señores y plebeyos, sólo nos unía un propósito. —El que hablaba era el hombre sentado entre las raíces del arciano, en la oquedad de la pared—. Ciento veinte hombres encargados de llevar a vuestro hermano ante la justicia del rey. —El hombre estaba bajando hacia el suelo de la cueva por la maraña de peldaños—. Ciento veinte hombres valientes y leales, dirigidos por un idiota con la capa llena de estrellas. —Era como un espantapájaros, llevaba una capa negra harapienta salpicada de estrellas y una coraza de hierro mellada en cien batallas. Una mata de pelambre dorada rojiza le ocultaba casi todo el rostro a excepción de una calva sobre la oreja izquierda, allí donde le habían hundido el cráneo—. Más de ochenta de nuestros compañeros han muerto ya, pero otros han cogido las espadas que cayeron de sus manos. —Cuando llegó al suelo, los bandidos se apartaron para abrirle paso. Arya vio que le faltaba un ojo, que la carne que rodeaba la órbita estaba arrugada y llena de cicatrices, y que tenía una marca oscura en torno al cuello—. Con su ayuda seguimos luchando lo mejor que podemos por Robert y por el reino.
—¿Por Robert? —replicó Sandor Clegane con incredulidad.
—Ned Stark fue quien nos envió —intervino Jack-con-Suerte—, pero cuando nos dio las órdenes estaba sentado en el Trono de Hierro, de manera que no éramos sus hombres, sino los de Robert.
—Ahora Robert es el rey de los gusanos. ¿Por eso os metéis bajo tierra, porque sois su corte?
—El rey ha muerto —reconoció el caballero espantapájaros—, pero seguimos siendo hombres del rey, aunque perdimos nuestro estandarte real en el Vado del Titiritero, cuando los asesinos de vuestro hermano cayeron sobre nosotros. —Se tocó el pecho con un puño—. Robert fue asesinado, pero su tierra aún existe. Y nosotros la defendemos.
—¿La defendéis? —El Perro se echó a reír—. ¿De quién crees que se trata, Dondarrion? ¿De tu madre? ¿O de tu puta?
«¿Dondarrion?» Beric Dondarrion había sido atractivo; Jeyne, la amiga de Sansa, se había enamorado de él. Y ni siquiera Jeyne Poole estaba tan ciega como para considerar guapo a aquel hombre. Pero, al mirarlo de nuevo, Arya advirtió los restos de un relámpago púrpura en el esmalte agrietado de la coraza.
—Las rocas, los árboles y los ríos —seguía diciendo el Perro—. ¿Acaso las rocas necesitan que las defiendan? Robert no pensaba así. Lo que no se podía follar, combatir o beber lo aburría, igual que lo aburriríais vosotros... Compañía Audaz.