Tormenta de Espadas (71 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Tormenta de Espadas
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Hacia el oeste, Ollo Manomocha y Tim Piedra estaban con los caballos alimentando y abrevando a los pocos que les quedaban.

En la zona más azotada por el viento, otros hermanos despellejaban y descuartizaban los animales que estaban demasiado débiles para seguir el camino. Los lanceros y los arqueros montaban guardia tras los diques de piedra que eran la única defensa de Craster contra lo que pudiera acechar en el bosque cercano, mientras que una docena de hogueras enviaba hacia el cielo gruesas columnas de humo azul grisáceo. Sam alcanzaba a oír los ecos lejanos de las hachas en el bosque, donde estaban recogiendo la madera necesaria para mantener las hogueras encendidas toda la noche. Porque lo peor eran las noches. Cuando el mundo se tornaba oscuro. Y frío.

No habían sufrido ningún ataque desde que estaban en el Torreón de Craster, ni habían visto rastro de los espectros ni de los Otros. Ni lo sufrirían, según Craster.

—Un hombre piadoso no tiene nada que temer. Eso mismo le dije una vez a Mance Rayder cuando vino aquí a husmear. Pero no me hizo caso, igual que no me hacéis caso vosotros, los cuervos, con esas espadas y esas hogueras de mierda. No os servirán de nada cuando llegue el frío blanco. Entonces sólo los dioses os podrán ayudar. Y más os vale estar a bien con los dioses.

Elí también le había hablado del frío blanco y le había contado qué ofrendas hacía Craster a sus dioses. Al enterarse, Sam lo habría querido matar.

«Más allá del Muro no hay leyes —se recordó—, y Craster es amigo de la Guardia.»

Oyó un griterío procedente de detrás de la edificación de barro y ramas. Sam fue a echar un vistazo. El suelo que pisaba era un lodazal de nieve derretida y barro que, según Edd el Penas, eran los excrementos de Craster. Pero era más espeso que los excrementos y se agarraba a las botas de Sam de tal manera que una casi se le quedó atrapada.

Tras un huerto y un redil vacío, una docena de hermanos negros lanzaba flechas contra un blanco hecho de heno y paja. El esbelto mayordomo rubio al que llamaban Donnel el Suave acababa de hacer diana a cincuenta metros de distancia.

—A ver si superas eso, anciano —dijo.

—Eso pienso hacer.

Ulmer, encorvado, con su barba gris y su pellejo flácido, se situó en la marca y sacó una flecha del carcaj que llevaba a la cintura. En su juventud había sido un forajido, miembro de la infame Hermandad del Bosque Real. Aseguraba que en cierta ocasión había clavado una flecha en la mano del Toro Blanco, de la Guardia Real, para robar un beso de los labios de una princesa dorniense. También le había robado las joyas, así como un cofre de dragones de oro, pero cuando bebía de lo que alardeaba era del beso.

Colocó la flecha y tensó el arco, todo con la suavidad de la seda del verano, y por último la soltó. Fue a clavarse en el blanco un poco más al centro que la de Donnel Hill.

—¿Qué te ha parecido, muchacho? —preguntó al tiempo que se apartaba.

—No ha estado mal —respondió el joven de mala gana—. El viento de costado te ha ayudado. Cuando disparé yo soplaba más fuerte.

—Entonces tendrías que haberlo compensado. Tienes buen ojo y mano firme, pero te hará falta mucho más para superar al mejor del Bosque Real. Flecha Dick fue el que me enseñó a tensar el arco, y no ha habido jamás mejor arquero. Eh, ¿os he hablado del viejo Dick?

—Sólo unas trescientas veces.

No había hombre del Castillo Negro que no hubiera oído los relatos de Ulmer sobre la gran banda de forajidos de antaño. Todos conocían a Simon Toyne, al Caballero Sonriente, a Oswyn Cuellolargo el tres veces ahorcado, a Wenda la Cierva Blanca, a Flecha Dick, a Ben Barrigas y a todos los demás. Donnel el Suave buscó una escapatoria a la desesperada, y divisó a Sam de pie en el barrizal.

—¡Mortífero! —lo llamó—. Ven a demostrarnos cómo acabaste con el Otro.

Le tendió el largo arco de madera de tejo. Sam se puso rojo.

—No fue con una flecha, fue con una daga, de vidriagón...

Sabía qué sucedería si cogía el arco. Fallaría, no daría en el blanco, la flecha se perdería por encima del dique, entre los árboles. Y luego oiría las risas.

—No importa —dijo Alan de Rosby, otro buen arquero—. Todos nos morimos por ver disparar al Mortífero. ¿Verdad, muchachos?

No podía enfrentarse a ellos, a las sonrisas burlonas, a las bromitas crueles, al desprecio que reflejaban sus ojos... Sam se dio media vuelta para marcharse, pero el pie derecho se le hundió en el lodo y, al tratar de sacarlo, perdió la bota. Tuvo que arrodillarse para sacarla, mientras las carcajadas le resonaban en los oídos. Pese a que llevaba varios calcetines, cuando consiguió escapar de allí la nieve derretida ya le había calado hasta la piel.

«Soy un inútil —pensó con tristeza—. Mi padre me caló bien. No tengo derecho a estar vivo, después de que hayan muerto tantos hombres valientes.»

Grenn se estaba encargando de la hoguera al sur de la entrada del campamento y partía leños desnudo de cintura para arriba. Tenía el rostro congestionado por el esfuerzo, y el sudor era vapor que le salía de la piel. Pero, al ver acercarse al jadeante Sam, sonrió.

—¿Qué pasa, Mortífero, los Otros te han quitado la bota?

«¿Él también?»

—Ha sido por el barro. Por favor, no me llames eso.

—¿Por qué no? —El desconcierto de Grenn parecía sincero—. Es un buen nombre y te lo has ganado.

Pyp siempre bromeaba con Grenn y le decía que tenía la mollera más dura que el muro de un castillo, de manera que Sam se lo explicó con paciencia.

—No es más que otra manera de llamarme cobarde —dijo al tiempo que trataba de ponerse la bota embarrada mientras se sostenía sobre la pierna izquierda—. Se burlan de mí, igual que se burlan de Bedwyck cuando lo llaman Gigante.

—Pero no es un gigante —dijo Grenn—, y Paul nunca fue pequeño. Bueno, a lo mejor sí, cuando era un bebé de teta, pero luego ya no. En cambio tú sí que mataste al Otro, así que no es lo mismo.

—Sólo... no... ¡Tenía mucho miedo!

—No más que yo. El único que dice que soy demasiado tonto para tener miedo es Pyp. Tengo tanto miedo como cualquiera. —Grenn se agachó para recoger un leño cortado y lo echó al fuego—. Antes me daba miedo Jon cada vez que tenía que pelear con él. Era muy rápido y luchaba como si quisiera matarme. —La madera húmeda y verde humeó entre las llamas antes de prenderse—. Pero no se lo dije a nadie. A veces creo que todos nos hacemos los valientes y ninguno lo somos de verdad. A lo mejor si finges que eres valiente te haces valiente, no sé. Deja que te llamen Mortífero, ¿qué más da?

—No te gustaba que Ser Alliser te llamara Uro.

—Me decía que era grandullón y estúpido. —Grenn se rascó la barba—. Bueno, si Pyp me quisiera llamar Uro le dejaría. O tú, o Jon. Un uro es un animal fiero y fuerte, así que no está mal, porque yo soy grande y sigo creciendo. ¿No prefieres ser Sam el Mortífero en vez de Ser Cerdi?

—¿Y por qué no puedo ser Samwell Tarly y ya está? —Se dejó caer sentado en un tronco húmedo que Grenn no había cortado aún—. Lo que lo mató fue el vidriagón. El vidriagón, no yo.

Se lo había contado a todos. Se lo había contado todo, a todos. Sabía que algunos no le habían creído. El Daga le había enseñado su daga. «Tengo hierro, ¿para qué quiero cristal?», le dijo. Bernarr el Moreno y los tres Garths le dejaron bien claro que ponían en duda toda la historia, y Rolley de Villahermana fue el más directo. «Seguro que le clavaste el puñal a unos arbustos que se movían y resultó que era Paul el Pequeño, que estaba cagando, así que te inventaste una mentira.»

Pero Dywin sí le prestó atención, y también Edd el Penas, y ambos hicieron que Sam y Grenn se lo contaran todo al Lord Comandante. Mormont tuvo el ceño fruncido durante todo el relato e hizo preguntas mordaces, pero era demasiado cauto para despreciar una posible ventaja. Le pidió a Sam todo el vidriagón que tenía, aunque era muy poco. Cada vez que Sam pensaba en la reserva que había encontrado Jon enterrada bajo el Puño le entraban ganas de llorar. Allí había habido hojas de puñal, puntas de lanza y, al menos, doscientas o trescientas puntas de flecha. Jon se hizo dagas para él, para Sam y para el Lord Comandante, también regaló a Sam una punta de lanza, un viejo cuerno roto y unas cuantas puntas de flecha. El propio Grenn se había quedado con unas cuantas puntas de flecha, pero nada más.

De modo que lo único que tenían era la daga de Mormont y la que Sam le había dado a Grenn, además de diecinueve flechas y una lanza larga con punta de vidriagón negro. Los centinelas se iban pasando la lanza cada vez que cambiaba la guardia, y Mormont había repartido las flechas entre los mejores arqueros. Bill el Refunfuñón, Garth Plumagrís, Ronnel Harclay, Donnel Hill el Suave y Alan de Rosby tenían tres cada uno, y Ulmer, cuatro. Pero, aunque hicieran blanco con cada saeta, pronto tendrían que utilizar flechas de fuego, igual que todos los demás. En el Puño habían disparado centenares de flechas de fuego, pero eso no detuvo a los espectros.

«No va a ser suficiente», pensó Sam. Las empalizadas de barro y nieve semiderretida de Craster no servirían ni siquiera para frenar a los espectros, que habían subido por las laderas mucho más empinadas del Puño para cruzar el muro circular como un enjambre. Y allí, en vez de enfrentarse a trescientos hermanos organizados en filas disciplinadas, los espectros se encontrarían con cuarenta y un supervivientes desastrados, nueve de los cuales estaban tan malheridos que no podrían luchar. Habían sido cuarenta y cuatro los que llegaron al Torreón de Craster en medio de la tormenta, de los sesenta y tantos que habían conseguido escapar del Puño, pero tres habían muerto como resultado de las heridas, y Bannen no tardaría en convertirse en el cuarto.

—¿Crees que los espectros se han ido? —preguntó Sam a Grenn—. ¿Por qué no vienen a terminar con nosotros?

—Sólo vienen cuando hace frío.

—Sí —dijo Sam—, pero ¿es el frío el que trae a los espectros o los espectros traen el frío?

—¿Qué más da? —El hacha de Grenn lanzó astillas de madera por los aires—. Lo que importa es que llegan juntos. Oye, ahora que sabemos que el vidriagón los mata, a lo mejor ya no vienen ni nada. ¡A lo mejor tienen miedo de nosotros!

Sam habría querido creerlo, pero tenía la impresión de que, cuando uno estaba muerto, el miedo significaba tan poco como el dolor, el amor o el deber. Se rodeó las piernas con los brazos, sudoroso bajo las capas de lana, cuero y pieles. El vidriagón había derretido a aquel ser blancuzco de los bosques, sí... Pero Grenn hablaba como si a los espectros les fuera a pasar lo mismo.

«Eso no lo sabemos —pensó—. La verdad es que no sabemos nada. Ojalá estuviera Jon aquí. —Grenn le caía bien, pero con él no podía hablar como lo haría con Jon—. Jon no me llamaría "Mortífero". Y a él podría contarle lo del bebé de Elí. —Pero su amigo se había ido con Qhorin Mediamano y no habían vuelto a tener noticias de él—. También llevaba una daga de vidriagón, pero quizá no se le ocurrió utilizarla. ¿Estará muerto y congelado en algún precipicio... o peor, muerto y caminando?»

No comprendía por qué los dioses se llevaban a Jon Nieve y a Bannen, y lo dejaban vivo a él, al cobarde, al torpe. Debería haber muerto en el Puño, donde se había meado encima tres veces, y además había perdido la espada. Y habría muerto en el bosque, si Paul el Pequeño no lo hubiera llevado en brazos.

«Ojalá no fuera más que un sueño. Así me podría despertar.» Sería maravilloso despertarse de nuevo en el Puño de los Primeros Hombres, rodeado de todos sus hermanos, incluso de Jon y
Fantasma
. O mejor aún, despertar en el Castillo Negro, detrás del Muro, ir a la sala común a por un cuenco de las gachas espesas de Hobb Tresdedos, con una cucharada de mantequilla derritiéndose en el centro y un poco de miel. Sólo de pensarlo le empezó a rugir el estómago.


¡Nieve!

Al oír aquello, Sam alzó la vista. El cuervo del Lord Comandante Mormont volaba en círculos sobre la hoguera, batiendo el aire con las amplias alas negras.


¡Nieve!
—graznó el pájaro—.
¡Nieve, nieve!

Allá donde iba el cuervo iba también Mormont. El Lord Comandante salió de los árboles a lomos de su caballo, entre el viejo Dywen y Ronnel Harclay, un explorador con la cara picada de viruelas al que habían ascendido para que ocupara el lugar de Thoren Smallwood. Los lanceros de la puerta pidieron que se identificaran, y el Viejo Oso replicó con un gruñido.

—Por los Siete Infiernos, ¿quién creéis que podemos ser? ¿Es que los Otros os han sacado los ojos?

Pasó a caballo entre los pilares de la entrada, uno coronado por un cráneo de carnero y otro por un cráneo de oso, tiró de las riendas, alzó un puño y silbó. El cuervo acudió revoloteando a su llamada.

—Mi señor —oyó Sam decir a Ronnel Harclay—, sólo tenemos veintidós monturas, y dudo mucho que la mitad de ellas puedan llegar al Muro.

—Ya lo sé —gruñó Mormont—. Pero de todos modos tenemos que partir. Craster lo ha dejado bien claro. —Miró hacia el oeste, donde un banco de nubes oscuras ocultaba el sol—. Los dioses nos han dado un respiro, pero ¿cuánto durará? —Mormont se bajó de la silla, y sacudió el brazo para que el cuervo echara a volar de nuevo. En aquel momento vio a Sam. —¡Tarly! —llamó.

—¿Yo? —Sam se puso en pie con torpeza.


¿Yo?
—El cuervo se posó sobre la cabeza del anciano—.
¿Yo?

—¿Te llamas Tarly? ¿Tienes algún hermano por aquí? Sí, tú. Cierra la boca y ven conmigo.

—¿Con vos? —Las palabras le salieron como un graznido.

—Eres un hombre de la Guardia de la Noche. —El Lord Comandante Mormont le lanzó una mirada desdeñosa—. Intenta no hacértelo encima cada vez que te miro. He dicho que vengas. —Las botas arrancaban sonidos húmedos del barro, y Sam tuvo que apresurarse para ponerse a su altura—. He estado pensando en tu vidriagón.

—No es mío —dijo Sam.

—Bueno, en el vidriagón de Jon Nieve. Si lo que necesitamos son dagas de vidriagón, ¿por qué no tenemos más que dos? A todo hombre del Muro habría que entregarle una el día de su juramento.

—Pero no lo sabíamos...

—¡No lo sabíamos! Pero sin duda lo supimos en el pasado. La Guardia de la Noche ha olvidado su verdadero propósito, Tarly. No se construye un muro de más de doscientos metros de altura para impedir que unos salvajes vestidos con pieles secuestren mujeres. El Muro se erigió para proteger los reinos de los hombres... pero no de otros hombres, que es lo que son los salvajes, si lo piensas bien. Demasiados años, Tarly, demasiados cientos y miles de años. Hemos perdido de vista al verdadero enemigo. Y ahora está aquí, pero no sabemos cómo combatirlo. ¿El vidriagón lo hacían los dragones, como dice la gente?

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